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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (79 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—¿Estas curas? —Alto tira de los harapos que hacen de venda sobre el torso, cuello y brazo izquierdo de su compañero, que se agita de nuevo de dolor sin gritar—. Esto es una carnicería, un asesinato.

—¿Y qué pretendía su amigo metiendo un arma en mi residencia? ¿Practicar el tiro al blanco? Disparó contra mi mascota.

—Un monstruo... —dice Lento entre suaves quejidos.

—Un monstruo que le ha dejado vivir, y usted le disparó tres veces. Si yo hubiera querido le habría despedazado. Ande, dele esto —es un sobre con polvos—, le calmará el dolor.

—O lo matará. —Lento toca a su amigo en el brazo y con un gesto pide el medicamento. Se lo toma vertiendo el contenido en la garganta, directo, sin agua.

—No quiero que muera —sigue Celador—, le he cogido cariño. A los dos.

—Déjeme al menos salir a mí —alcanza un vaso de agua a su compañero, y al verlo dolorido él mismo se ocupa de que beba—, iré por vendas limpias y algo para esterilizar...

—Ni hablar. Su régimen se ha modificado. Nadie saldrá hasta que terminemos.

—Esto es un delito, lo sabe. No puede retenernos sin meterse en un lío. Está a tiempo de...

La tos convulsiva de Lento atragantado con el agua los interrumpe. Su mano pide la palabra con un tembloroso gesto. Cuando se repone dice: Déjelo... Soy bien. ¿Podemos visitar al señor Aguirre?

—Por supuesto, eso había subido a decirles. No se preocupen por el dinero, ya arreglaremos cuentas.

—Sí, ya arreglaremos —dice Alto, y luego se dirige a su amigo postrado—. Está muy débil, déjeme ir a mí, usted... no sé si...

—Por eso, quiero acabar ya. —Vuelve a toser, y luego dice—: Tienen que llegar los siguientes asesinatos, entonces sabremos... vaya con Aguirre. Oiga —dice a Celador—. ¿Podría yo hablar con Eleanor... con el asesino?

—Vaya... visitas paralelas. No esperaba eso. Sí, no hay problema. Vamos...

—Un momento —interrumpe Alto—. No se encuentra en situación... además, ahora que pienso, si ahora Aguirre va a seguir con los asesinatos... usted es el experto... yo...

—Escuche, fíjese en todo detalle y luego me lo cuenta.

—Muy bien —concluye Celador—pues vamos. Vaya a hablar con el abuelo Aguirre, mientras yo preparo a la asesina, y me ocupo de usted.

—Haga el favor, está muy herido y no sé... —Alto mira con expresión preocupada a Lento, este le coge la mano con la única que le funciona, y aprieta. Alto se pone detrás de la silla. Los tres salen de la habitación, muy despacio, mientras Alto no deja de protestar:

No creo que deba hacerlo. Tendría que reposar.

____ 38 ____

Dios no se fía de los británicos a oscuras

Miércoles

Bienvenido otra vez. Su amigo... ¿ha mejorado...? Me alegro. Trasmítale mis mejores deseos, espero verle pronto...

Sí, continuemos. Le contaba cómo el sargento Bowels desveló la verdad de lo ocurrido en el incidente Kamayut. Desde su punto de vista, por supuesto.

Los componentes del mecanismo de aquella extraña historia empezaban a encajar con tortuosa precisión, como las ruedas, generadores de cantidades, generadores de sumas y todos los artefactos que formaban los queridos cachivaches de Torres y su Ajedrecista. A diferencia de la máquina, la partida planteada era demasiado siniestra para ser posible. Las ideas que empezaba a crecer en el fértil cerebro del español eran absurdas, disparatadas, y como tal se sentía inclinado a rechazarlas. ¿Qué hace la mente racional cuando una idea sin sentido, contra natura incluso, ordena y clarifica los datos disponibles? Si asumía un hecho, uno que entonces ni siquiera se atrevía a formular en palabras, que repugnaba a su intelecto, entonces todos los misterios, o casi todos, cobraban sentido.

Para añadir sal a la herida, al día siguiente, viernes veintiocho de septiembre de mil ochocientos ochenta y ocho, se produjo el esperado encuentro con Tumblety. No fue a casa de la señora Arias; el Monstruo tiene muchos defectos, pero la estupidez no está entre ellos. Dada la vida reclusa que estaba llevando por entonces Torres, enfrascado en sus investigaciones, era difícil que pudiera encontrarlo en otro lugar. Difícil, no imposible, para desgracia del vigilante inspector jefe Littlechild: el doctor indio burló el cerco.

Por la mañana Juliette trajo el correo, una carta para Torres, sin remite. En su interior había una entrada a la representación de
Jekyll y Mr. Hyde
por el afamado Richard Mansfield en el teatro del Lyceo, para esa misma tarde. Junto a ella, una escueta nota:

Espero verle. No falte.

T.

No faltó. No se puede ir a Londres y no ver una función, es como perderse el cambio de guardia. El teatro del Lyceo era un edificio espectacular, serio, con un pórtico clásico, señorial, que disponía el ánimo a los asistentes para ver las importantes representaciones que allí se celebraban. En torno al teatro se había generado cierta corriente intelectual, reuniendo allí lo más granado de los artistas y amantes del arte británicos. Incluso era allí sede de un importante club, al que se decía que pertenecía el mismo señor Wilde, tan en boga en los círculos sociales y amantes de las artes por aquel entonces.

Torres no estaba en ese momento interesado en la vida cultural de la ciudad, ni siquiera en la obra que iba a contemplar. Esperaba ver a Tumblety en la localidad junto a la suya, y no fue así. La actuación del señor Mansfield era sobrecogedora, más para Torres que para el resto de los asistentes, pues podía haber sido invitado a ver ese drama de terror y vilezas morales por el asesino que aterraba la ciudad. Asesino por cierto, si es que lo era, cuya elegante letra no coincidía con los garabatos de la críptica nota que encontrara medio quemada en casa de lord Dembow, como se apresuró a comprobar. El español aplaudió con ganas al caer el telón, y se maravilló viendo el natural sofoco que causaba en las damas la transformación del actor, que sin abandonar la escena, se retorcía de dolores al probar el misterioso brebaje destilado por el doctor Jekyll para acabar convertido en el aborrecible señor Hyde. El cambio físico era extraordinario.

Los terrores que la ciencia puede despertar, la responsabilidad del saber; de eso trataba la obra o eso es lo que entendió Torres, y encontró el tema muy acorde con lo que sentía en los últimos días, por desgracia, demasiado acorde. Abandonó el lugar frustrado. Aunque había gozado del arte del señor Mansfield, parecía que el doctor indio se había burlado de él.

No fue tal burla. Tumblety estaba a la salida, junto a una de las enormes columnas que custodiaban la entrada al Lyceo. Esperándolo.

—Magnífico trabajo el del señor Stevenson, el autor, ¿no cree? —dijo a modo de saludo—. Perdone que no le acompañara, la he visto ya, me honra ser habitual de este lugar, pero soy un tanto impresionable; esa disección moral del hombre, ¿cree que en todo ser humano hay un monstruo, señor Torres?

—No creo que me haya citado para hablar de filosofía.

—Tengo tan pocas oportunidades de tratar con caballeros instruidos... por eso me alegro de que nos encontremos otra vez.

—No ofenderé su inteligencia fingiendo que este encuentro me resulta agradable.

—Lo puede ser, agradable y productivo para ambos si llegamos a un acuerdo en el pequeño asunto que nos tiene a los dos enfrentados. —A la luz de las farolas, en esa escalinata, rodeados de espectadores que volvían a sus casas en la húmeda noche, Tumblety se mostraba mucho menos amenazador.

—No entiendo su interés, señor. De su máquina solo quedan piezas herrumbrosas, nada aprovechable.

—En ese caso, ¿para qué discutir? Tome el dinero y deme esa chatarra que usted no quiere. —Torres fingió ponderar la propuesta con más seriedad, cuando lo que pretendía con ese silencio era encontrar una forma de sonsacar algo al americano, como le pidieran los policías—. Bien, vayamos ahora, tengo la cantidad ofrecida encima...

—No, no quiero verle en casa de la señora Arias otra vez.

—¡Qué descortés! ¿Es este el modo de hacer negocios de los españoles?

—Con aquellos que nos amenazan en nuestra propia casa, o en el lugar que nos hospedamos, desde luego. Creo que estoy siendo demasiado tolerante.

—No habrá tenido en cuenta...

—Basta ya, doctor Tumblety. Ni usted ni yo tenemos el menor interés en dedicar a esto más tiempo del imprescindible. Dígame dónde reside y yo le llevaré el ajedrecista lo antes posible. —El americano rió fingiendo una suficiencia de la que en ese momento no gozaba—. No hablo en broma, no consentiré que vuelva a poner un pie en esa casa...

—No sé cuántas exigencias soy capaz de tolerar de usted. —Ahora el Monstruo estaba más serio—. Me hospedo en el East End. No creo que sea un lugar apropiado para un extranjero que desconoce la ciudad. —No se hacía la idea Tumblety de cuántas veces había ya frecuentado ese barrio—. El domingo iré a su pensión, no es necesario que entre si le molesta tanto mi presencia. A la puerta puede entregarme el artefacto, y yo pagaré lo acordado, claro está.

No podía insistir, o no sabía. No estaba hecho para el subterfugio ni el interrogatorio. Sabía que no había obtenido la información deseada, volvería a ver a Abberline y a Andrews sin nada en las manos. Maldijo su torpeza; su mente, tan brillante en lo que a lo científico atañe, se encontraba incómoda lidiando con las mentiras. No supo decir otra cosa que:

—De acuerdo.

—Entonces, ¿le parece bien a mediodía? —Asintió. Tal vez si aparecía el domingo por casa de la señora Arias, la policía podría esperarlo y... y qué. Andrews fue claro en cuanto a lo inútil de detenerlo—. Bien, pues hasta entonces. Que tenga un buen día, señor Torres. ¡Coche!

Un pilluelo despierto, de los muchos que andan por esas calles, corrió a parar el coche para Tumblety, esperando una propina, que viendo la cara que puso mientras contemplaba lo que el americano había dejado en su mano antes de subirse al coche, no fue demasiado generosa. Entonces Torres reaccionó, su «torpe» cerebro dio con la pista que tanto esperaba.

—¡Muchacho, ven! Toma. —Le dio tres chelines, una fortuna—. Dime, ¿oíste qué dirección dijo ese caballero al subir al coche?

—Algo oí. Iba para la calle Batty.

Ahí lo tenía. Si eso estaba en el East End, debía ser su cubil. Sin entretenerse más, fue a casa. Ahora debía contar lo sucedido a Littlechild, la supuesta dirección de Tumblety, todo, o gran parte de ese todo, estaba solucionado. Como esperará, no fue tan sencillo. No pudo hablar con Littlechild, no encontró el momento. Halló a la viuda en la entrada de la pensión, junto a la escalera, teléfono en mano.

—Esper... señora, don Leonardo acaba de llegar. —Tendió el aparato a Torres, diciendo—: Es la señora... ya sabe. Está llorando de nuevo.

En efecto, al otro lado de la línea Cynthia parecía desconsolada.

—Ha ocurrido algo, Leonardo, esta mañana, y no sé qué hacer... —Entre el sofoco y la premura con que hablaba era imposible entenderla. Había tenido un enfrentamiento con su primo, algo de lo que se negaba a hablar—. Es horrible... no sé... no sé cómo seguir...

—Cynthia, por lo más sagrado, me está asustando, ¿qué le pasa?

—Hace unos minutos subí al cuarto de Perceval, tenía que... que explicarle... lo vi coger un arma, traté de detenerlo y me apartó de un golpe. «Voy a acabar con todo, por fin», decía.

—¿A qué se refería?

—A John, va a matar a John.

—Eso no tiene sentido... ¿ha hablado con su tío?

—No puedo, no puedo mirarlo a la cara... solo le tengo a usted. Nana... me ha mentido durante tanto tiempo. Ya no sé qué es verdad.

—La ayudaré en lo que desee, pero ¿qué... qué quiere que haga?

—Salve a John, se lo suplico, no es malo, solo mezquino y ha caído en el peor de los lugares para alguien como él...

—¿Dónde...?

—Sálvelo, a él y a Perceval, y vuelva a España, con su mujer, olvídese de todos. Ponga diez océanos entre nosotros. Esto es el infierno.

Colgó.

—¿Ocurre algo, Leonardo? —No le había dicho dónde suponía que su primo iba a matar a su marido, con seguridad porque no lo sabría. ¿Qué hacer?—. ¿Puedo ayudarle...?

—No sé qué hacer, Mary. —Esa impotencia, ese miedo lo desarmaba. La frustración de querer ayudar y no saber cómo.

—¿Qué ocurre?

—Debo encontrar a alguien... —Lo inmediato era avisar a la policía, a Abberline por ejemplo, pero si Cynthia no lo había hecho...

—¿Y no sabe dónde está? ¿No puede preguntar por él? Supongo que no, soy estúpida. Si conoce sus costumbres, tal vez pueda imaginar.

Torres estrechó las manos de la viuda Arias con tanta fuerza que la mujer se asustó.

—Eso es, mi querida señora, eso es. ¿Puedo hacer una llamada?

La idea, por peregrina que fuera, era a lo único que pudo agarrarse. Conocía las costumbres de John De Blaise, esos hábitos para cuya satisfacción frecuentaba barrios poco recomendables de la ciudad. Y Perceval Abbercromby debía saberlo también, pues tenía en custodia al sargento Bowels, quién había atentado contra el joven en el fumadero. Si De Blaise no estaba en casa, como era evidente, Percy debía haber ido a buscarlo al lugar más plausible, aquel donde su primo político buscaba el solaz y el olvido de los alcaloides del opio. ¿Qué a quién quería llamar? Al señor Ribadavia; necesitaba ayuda para solventar esta crisis, y fue el primer nombre que le vino a la cabeza.

Don Ángel no dudó un instante en ponerse al servicio de Torres. Vino a buscarlo a la pensión, con un coche de la embajada y dos hombres de confianza, de los de rostros cuarteados por muchos soles, mirada torva, armas al cinto y muchas historias que contar. Idénticos casi uno del otro. El primero, provisto de chistera raída, era serio y antipático, el otro, más amable, con gorra de pillo terciada sobre la cara, hizo graciosos juegos de manos a Juliette con unos naipes gastados, mientras Torres se explicaba con premura. De camino hacia Limehouse, pensaba empezar la búsqueda en el mismo fumadero que ya conocía, la idea fue perdiendo fuerza. El futuro lord Dembow no era un hombre emotivo. Amargado, rencoroso, lleno de odio, seguro; pero su venganza no se desataría de un modo violento e improvisado, ese no era su carácter. A menos que eso que había ocurrido y que hizo que Cynthia rogara a su amigo español que dejara el país, fuera algo terrible, tan terrible que quebrara la frialdad del lord. Fue todo lo explícito que pudo con Ribadavia, que no era mucho, al explicarle para lo que le necesitaba.

BOOK: Los horrores del escalpelo
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