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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (83 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Perdone la pregunta, inspector, ¿cree que Tumblety es él? —El inspector miró pensativo, bajó la cabeza dejando que una cascada de agua cayera del ala de su sombrero.

—No lo sé. Ahí están.

De la puerta de la pensión salían dos personas. La tormenta era ahora menos intensa, y el agua, aunque pertinaz, permitía la visibilidad. La pareja no tenía nada de particular. Tumblety, si es que era él porque la noche no podía ser más oscura, protegía con un brazo a la mujer, que en efecto era alta, muy alta. A una indicación de Andrews salieron tras ellos a distancia prudencial. En esa noche era fácil pasar desapercibido. Fueron hacia Fairclough Street de nuevo, la calle por donde habían llegado. Caminaban lentos, por la lluvia. Al llegar al cruce doblaron a la derecha.

Y ya no estaban.

—¿Dónde? —Andrews no salía de su pasmo. La calle estaba desierta, arriba y abajo. Miró al colegio, grande oscuro, y vio la lluvia caer en sus antiguos tejados. Nada, solo se escuchaba el ruido del agua y...

—¿Oye eso? —dijo Torres.

—¿Oír? Yo...

—¡¡¡Shhh!!! —Callaron ambos. Goteo del agua, nada más—.Juraría que había oído como un tictac...

—Le aseguro que no oigo nada.

—No... yo tampoco.

Dubitativos, desanduvieron el camino que ya hicieran por Fairclough, sin saber qué dirección tomar.

—El primer día y nos dejan atrás.

—¿Cree que se han dado cuenta?

—No puedo estar seguro... allí. —Una figura familiar a su espalda, que al verlos apretó el paso. Uno de los detectives.

—¿Los ha visto...? —preguntó Andrews.

—No... no he visto pasar más que... —Y entonces llegó, desde lejos:

—¡Policía! —Y al momento:

—¡Asesino!

Estaba allí, otra vez. Voces como esas se escuchaban a diario en el barrio, y sin embargo no les quedó duda de lo que significaba ahora. Otra vez. Torres miró su reloj, medio minuto habría pasado de la una de la mañana, y hacia dos o tres a lo sumo habían perdido la pista de Tumblety. ¿Tan rápido? Esa misma pregunta era la que hacían los ojos abiertos y espantados de ambos policías.

Los gritos se repitieron como ecos fúnebres, sonaban hacia Commercial Street. Lógico, si alguien buscaba ayuda acudiría a la arteria más grande. La gente, transeúntes volviendo a casa, o saliendo de alguna tienda, se miraban, y todos avanzaban hacia el origen de los gritos, atraídos, seguros de lo que significaban; todos los pasos conducían a la calle Berner. También corrieron hacia allí el español y los detectives. A la derecha, nada más entrar en la calle, había un pasadizo con dos grandes portalones, ahora abiertos, que daba a un estrecho patio; el patio de Dutfield. Allí a un lado había un pequeño carro y un coche abandonado y, a la derecha, se amontonaban unas diez personas iluminando algo con unos fósforos.

Había un cadáver.

Un hombre estaba sobre él.

—Aún está caliente —musitaba al incorporarse.

Torres podía ver a esa tenue luz la sangre aún fresca, corriendo por el suelo. La muerta estaba junto al edificio más grande de ese patio, el Club Internacional de Trabajadores, un club socialista de judíos que celebraba alguna reunión esa noche, la puerta que daba al patio estaba abarrotada de gente, así como las ventanas superiores.

Casi al tiempo de Torres llegaron varios agentes de policía, uno encendió su lámpara y enfocó el cadáver, mientras el resto pedía a los hombres y mujeres ahí reunidos que no entorpecieran. Era una mujer, degollada.

—Cierren esos portones —dijo el agente y luego llamó a uno de sus compañeros—. Collins, ve a buscar al doctor Blackwell. ¿Quién encontró el cadáver?

Un hombre se adelantó, uno muy acalorado, que había llegado corriendo junto con el resto de los curiosos.

—Yo... fui.

—¿Cómo se llama?

—Yo... solo la vi... soy Louis Diemschutz. Se lo dije a mi mujer y fui a buscar ayuda. Ese es mi carro, entré y... primero creí que dormía o... que era un animal, fui a tocarla con el látigo...

—Soy el Inspector Andrews.

—Señor, P. C. Lamb. Oímos el jaleo y vinimos en cuanto fue posible. He mandado por ayuda a la comisaría de Leman.

—Bien hecho.

—Si le parece, voy a mirar en todas las casas que dan aquí.

—Excelente...

Torres se apartó despacio. La pobre mujer había sido degollada, brutalmente degollada, pero conservaba el resto de su cuerpo íntegro. Oyó a Andrews decir: «pillarle en medio de la faena» a uno de los agentes que entraba por el club de judíos y el resto de las casas, preguntando, buscando, todo muy rápido. El tiempo era el enemigo, lo veía en las caras de los agentes como veía la sensación presente en todos de que el Asesino de Whitechapel estaba cerca, hoy podían cogerlo.

No era Tumblety, imposible. Lo habían perdido medio minuto, tal vez uno antes de oír los gritos. Nadie era tan rápido. No era concebible que pudiera desaparecer en el aire, como disuelto en la llovizna. Se lo dijo a Andrews cuando este lo buscó con la mirada, imaginó para decir a los agentes que iba con él, que no era necesario que lo interrogaran.

—¿Está seguro de que al que seguíamos era a Tumblety?

No, no a ciencia cierta. Eran una pareja, embozada. El hombre sí le recordaba al americano; si fuera jugador, apostaría en ello. El agente Collins llegó con un hombre, muy apurados los dos.

—Es el asistente del doctor Blackwell, hemos dejado recado... —El médico empezó a hacer un examen al cadáver, en unos minutos vendría el propio doctor. Entonces, Torres alzó la vista y me vio.

Estaba allí, agazapado entre los curiosos, sucio, cubierto por churretes de barro e inmundicias que apenas lavaba el agua cayendo del cielo. Yo le había reconocido desde que entrara. Me quedé mirándolo, con mi único ojo enceguecido muy abierto, Polifemo enloquecido, aterrorizado y furioso. Rezaba porque no dijera nada. Y eso hizo; callar y mirarme. Tal vez pensara otra vez que era el asesino, ¿por qué no? Recordaría mi vida, lo patético de mi vida y bien saben lo que esos sufrimientos hacen en un hombre. Comprendería entonces esos extraños hechos que lo atraparon en Inglaterra, el autómata, las miserias de una familia de fachada impecable, las amistades eternas y los amores prohibidos o frustrados, en todo eso no cabían los asesinatos de putas del East End. Eran hechos separados que su obsesión había tratado de unirlos. Tumblety era un timador que quería su máquina de hacer fortuna, nada más. Entonces, eliminado el doctor indio, el mejor candidato a asesino de todo Londres era yo. Siempre yo.

Yo nunca la hubiera matado.

Llegó el doctor Blackwell, y minutos después, el inspector Pinhorn y el inspector jefe West, jefe de los detectives del CID del departamento H. Los policías empezaron a buscar huellas de sangre entre los que allí estábamos, menos en Torres. También llegó el inspector Reid, un hombre pequeño y recio, y el superintendente Arnold. El español no conocía a estos caballeros, le fueron presentados por Andrews, aunque nadie estaba allí para relaciones sociales. Mi amigo solo se preocupaba por mí, insistía con su actitud en querer hablar conmigo, en sacarme de allí, si él estaba fuera de toda sospecha, y no iba a ser molestado, tal vez podía extender esa protección hacia mí. Mis miradas lo mantuvieron al margen.

—Señores, disculpen —preguntó a los detectives—. ¿Creen que alguien de aquí...?

—Estamos en plena investigación, señor —dijo Reid. Entonces llegaron ecos de muerte, lejano resonar del horror que no quería irse a dormir esta noche, no sin terminar su trabajo. Primero un rumor, como un crepitar macabro en el aire. Luego palabras sueltas, carreras. Por fin, agentes con noticias urgentes para el superintendente y sus inspectores.

Otra muerte. Otra mujer. A poco menos de una milla de distancia.

Dos en la misma noche.

Esa idea saltaba de unos a otros, de policías a civiles, pegándoseles en las entrañas. Agentes salieron a la carrera. Había sido en el oeste, al extremo oriental de la City. ¿El asesino había matado aquí y media hora después, o menos, allí? ¿Tumblety era capaz de eso? Por qué no, también había desaparecido.

—Vámonos —dijo Andrews a Torres, después de tener una conversación privada con uno de los portadores de tan malas noticias—. ¡Maldita sea! No pudo acabar con esa pobre desgraciada y no se ha quedado contento hasta... —Los policías les franquearon la puerta. Torres miró hacia mí, mantuvo la vista, impotente, hasta que salió.

—¿Cómo pudo hacerlo? —dijo, y Andrews respondió:

—Es un monstruo. —Como yo, yo también era un monstruo.

A la salida estaban los detectives de la sección D, aguardando. Aunque Torres no lo vio, Andrews les había dado instrucciones antes de entrar con él en el patio Dutfield. Habían registrado el barrio, buscando a Tumblety, al hombre que parecía Tumblety, a la mujer que lo acompañaba, a cualquier... no vieron nada o nada sospechoso. Torres observó mientras esperaba a que los detectives acordaran sus movimientos, vio cómo los civiles fueron abandonando el lugar, tras dar sus nombres a los agentes. Esperaba verme salir, libre de sospecha, de las sospechas que él mismo tenía.

—¿No vamos a ir allí? —se atrevió a preguntar Torres.

—¿A Mitre Square? —dijo uno de los detectives, refiriéndose al lugar donde habían encontrado el segundo cadáver.

—No creo que sea plato del gusto de nadie, señor Torres —añadió Andrews—. Según comentan no ha sido como lo de aquí, ahí se ha despachado a gusto.

—¿Qué...? ¿Se ha llevado órganos?

—No sabemos nada —dijo otro detective—, dicen que la ha destrozado.

—¿Abberline...?

—Ya le habrán enviado un cable.

«Don Raimundo no puede ser —pensaría Torres—, gracias a Dios, estaba aquí... pero ¿esta pobre mujer...?» Y la idea de una locura oculta no le parecería tan extraña en alguien con mi vida. La noche se hizo lenta, como todas las noches de muerte. Llegó la ambulancia y a las cuatro y media se llevaron el cuerpo, pronto terminarían la búsqueda por el entorno, que parecía infructuosa. Llegó un agente corriendo, con un telegrama en la mano, más carreras. Torres tembló, ¿tres...? Andrews mandó a uno de los detectives a enterarse, entró en el patio y al minuto salió junto del superintendente Arnold, que dijo al verlos:

—Usted, Andrews, vaya a la calle Goulston. —El inspector de su lado hizo un gesto confirmando que él sabía cómo ir—. El asesino ha dejado algo escrito allí. Y por Dios, consiga una esponja, hay que quitarlo de la pared.

¡Había escrito! Yo no sabía escribir, no podía ser yo. Seguro que Torres se inundó de alegría y al momento de vergüenza por sentir felicidad en una noche así mientras corría con Andrews y otros policías hacia allí. La calle en cuestión estaba al norte de Whitechapel Street, más cerca del segundo lugar del crimen que del primero. Cuando llegaron quedaban unos minutos para amanecer, pero aún estaba oscuro. Había mucha policía, todo el East End estaba cuajado de policías, y aun así había matado dos veces, dos veces y dejado su firma. Al tiempo que ellos llegó el propio sir Charles Warren, que pareció reconocerlos e inclinó la cabeza con gesto grave como saludo.

En un portal, dentro, bajo la escalera, había algo pintado con tiza sobre los ladrillos negros:

Los judíos son

aquellos hombres que

nunca

serán culpados

por nada

____ 39 ____

Atrápeme cuando pueda

Miércoles, a la vez

Luchar contra el Maligno y los hombres a un tiempo no es para lo que nací. Necesitaba al Demonio, sin él, todo lo que hacía era dar palos de ciego, intentar remedar su obra sin poseer su sabiduría. Recé mucho esos días, tres semanas rezando, luchando contra mi propio cuerpo que se revelaba, con el convencimiento de que iba a fracasar, como así fue. Necesitaba a Tumblety.

El me dijo... no, no sé cuándo. Me dijo que había hablado con nuestro caprino señor, y no había obtenido perdón ni ayuda de él.

—¡Y quién la quiere! —rugí, y él me tapó la boca rápido. Nuestra patrona era de natural chismosa.

—Como todas las de su género —dijo—. Menos usted, claro está —juzgó mi reacción equivocadamente y añadió—: No, vivimos en su casa, no puede hacérselo a ella.

Claro que no, era una mujer honrada, no una puta. Creo que yo fui una puta también, ¿sabe? A mi memoria llegan imágenes de luces, música y vestidos multicolores, propias del peor de los lupanares. A veces pienso que lo que descargué sobre esas mujeres fue a causa de mi pasado. Entonces siento más el dolor y el arrepentimiento, ese que siempre quema, enquistado en el corazón. Yo perdí el corazón, se lo quedó él.

Todo falló. Necesitaba otra mujer a la que descuartizar. Así se lo hice ver a Tumblety.

—Hay un español... ya sabe quién —dijo—. Puede que este sea el fin.

—No le entiendo.

—Mi querida amiga, ¿por qué cree que la deja vivir, que le permite seguir haciendo... disfrutando de la noche? —rió. Repugnante.

—No puede impedírmelo. Usted dijo que aquí no se atrevería...

—Yo lo haré. —lo miré furiosa. No me tenía miedo y ese era el sentimiento que más cultivaba—. Yo se lo impediré, señora. No a través de la violencia, por supuesto, no me atrevería. Sabe que no soy un hombre belicoso, esa es su aportación a nuestra pareja, yo traigo la ciencia. —Volvió a reírse. Todo lo que tengo que hacer es irme y dejarla aquí. ¿Podría vivir sin mí? ¿Sola?

Mi dependencia de ese degenerado era tan real como dolorosa, en un segundo decidí matarlo y otro segundo después supe que no podía prescindir de él.

—Y... ¿va a hacer eso? ¿Me dejará aquí?

Tumblety sonrió, se acercó y me tomó la mano con cariño.

—Por supuesto que no. Nunca la dejaré, mientras sigamos practicando nuestros jueguecitos, ¿de acuerdo?

Estábamos juntos, para siempre, marido y mujer... quise morirme, pero sabía qué hacer para romper tan aborrecible compromiso.

Necesitaba otra mujer.

Tumblety objetó y sus reparos eran un obstáculo insalvable. Le necesitaba. La noche anterior, desesperada, salí sola, creyendo que sin él podría hacerlo. Un policía, cerca de Back Church Lane, reparó en mí y me abordó. Por suerte, dado mi altura y mis andares pensó que era un compañero disfrazado, a la caza de su asesino.

—¡Alto! —me gritó—. Eres un hombre, ¿no? —dije un «sí» lo más bajo y escueto posible.

—¿Eres uno de los nuestros?

Asentí una vez más, temiendo que me preguntara el nombre o el distrito al que pertenecía. La fortuna se apiadó de mí, el policía me dejó con un saludo y deseándome suerte, y con el convencimiento de que sin el doctor Tumblety no podía seguir. Debía aguantar sus desplantes, sus amenazas.

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