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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (82 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Quería preguntarle un par de cosas, sargento, sabe que...

—Llámeme Tom. Ya no estoy en el ejército.

—Como quiera, Tom. Pues como le digo, sabe que soy amigo del señor Abbercromby, su benefactor...

—No me venga con benefactores ni esa filfa; el señor me esconde porque algo querrá de mí, al igual que usted. —Por el tono de voz del sargento, además de esconderle Percy le proporcionaba suficiente licor para pasar las soledades de su encierro con mayor confort.

—Le aseguro que no he venido en su perjuicio.

—Lo sé, más bien en el de De Blaise, ¿cierto? —Torres calló—. Por eso le responderé a esas preguntas.

—Será una nada más. Dijo que debe su buena estrella, que le ha permitido librarse del infortunio que ha perseguido a sus compañeros de campaña, a la mediación de familiares del finado capitán Sturdy.

—A un familiar.

—¿Quién?

—Le dije que no puedo decir nada de eso. No voy a traicionar a quién...

—Tiene que ser alguien cercano a lord Dembow, pues le ha permitido conocer los movimientos de la casa y sus habitantes. ¿Me equivoco? No, creo que ando cerca.

—Puede hacerme lo que quiera —dijo mirando a los guardias españoles—. No...

—Nadie va a hacerle daño... más daño. Hace un instante estaba dispuesto a contarme cualquier cosa con tal de dañar...

—Cualquier cosa menos aquello que perjudique a quien me ayuda.

—¿Es la mujer del capitán? —La expresión de pasmo de Bowels sirvió de asentimiento—. Lo suponía. Tranquilice su conciencia, Tom, no ha traicionado a nadie, solo ha corroborado una intuición mía. ¿Se trata de la señorita Trent?

—¡Cómo lo ha sabido...!

—No lo sabía, ya le digo que era un pálpito. No suelo fiarme en conjeturas sin prueba alguna, así que debía confirmarlo con usted, y así ha sido. Recuerdo que me llamó la atención, hace años, cuando por casualidad conocí de modo muy fugaz al marido de la señorita Trent, un hombre de asombrosa resistencia al frío y las inclemencias. Era llamativo cómo aquel cochero...

—¿Cochero?

—... porque ese era su trabajo en casa del lord, andaba tan tranquilo bajo la lluvia, demasiado tranquilo. Era una peculiaridad sin importancia, lo sé, y que seguro olvidé enseguida. Sin embargo, al oír sobre el capitán Sturdy, de su también sorprendente tolerancia al mal tiempo... me llamó la atención toparme con dos individuos con esa misma característica, y al saber que el difunto de la señorita Trent había sido militar, y que era ese chófer...

—Sí, Sturdy era increíble. Le conocí bien allí, antes de lo de Kamayut. Era quién animaba todas las reuniones. No frecuentaba mucho las cantinas de oficiales, prefería las de los suboficiales. Allí apostaba a que soportaba el dolor sin moverse, clavándose bayonetas en manos y muslos... muchas copas ganó así, era un tremendo bebedor...

—¿No le dolía?

—Nada, no sentía dolor, ni frío ni calor... por eso bebía tanto, creo yo. Siempre andaba con una amargura encima... acabamos haciéndonos buenos camaradas con tanta ginebra que compartimos. Me dijo que había sufrido una herida, un accidente grave de muy joven, estando en América, y desde entonces no sentía nada. Tenía unas enormes cicatrices por toda la espalda, junto a la espina.

—¿Desde cuándo estaba en el ejército?

—Desde siempre, tenía la piel hecha en la milicia, no sé si me entiende.

—Pues fue cochero, como le digo, y lo echaron por ladrón...

Imposible. Era un tipo problemático y un borracho, no un ladrón. ¿Y cuándo dice que fue eso? Él llevaba sirviendo al menos veinte años.

—Sí... no sé cómo... —En eso entró Ribadavia acompañado por dos agentes. Llevaba una escopeta en la mano, la que se había disparado y explicaba a los policías no sé que de un accidente y de unos invitados. Torres miró asustado en busca de más armas que dieran al traste con la historia que la locuacidad hipnótica del diplomático iba haciendo pasar por cierta. No había señal, los Juanes habían hecho desaparecer sus armas, y parecían ahora criados comunes, algo aguerridos y pintorescos, pero no sospechosos.

Despacharon así a la autoridad y dieron por terminada la visita, Torres tenía que estar en casa a la hora pactada con el inspector Andrews.

—¿Eso es todo lo que quería saber? —dijo Bowels mientras se marchaban—, ¿Para eso...?

—Sí —dijo Torres—. Necesitaba quitarme esa duda... la sospecha me mantenía ofuscado. Aunque no entiendo cómo ni qué hacía el capitán en casa de lord Dembow, ni su mujer... de nuevo coincidencias que me aturden. En fin —añadió ya subiendo a su caballo mientras Ladrón se lo sujetaba—, me hubiera dado cuenta si la señorita Trent no hubiera mantenido su nombre de soltera, si hubiera utilizado el «señora Sturdy». Sé que hay casas en que prefieren que su servicio mantenga la soltería, o el aspecto de la soltería...

—Nunca hubiera podido usar ese tratamiento. Sturdy no era su verdadero nombre, era un mote. En todo caso sería «la señora William». —Torres casi cae del caballo—. Sí. Era el capitán Cardigan William.

No quiso permitir que su estupor llegara más de lo necesario al sargento Bowels. De camino a la pensión Arias bajo una intensa lluvia, no pudo, o tampoco quiso, reprimir su deseo de contar todo a Ribadavia, tanto lo que sabía como lo que suponía.

—Me deja de una pieza —dijo este—. Es decir, que usted piensa que era el padre de la señora De Blaise. No sé qué decirle, no es un apellido inusual.

—No me venga con coincidencias, Ángel. Era el capitán William, el amigo de la infancia de lord Dembow, cuyo «capitanazgo» ha resultado ser algo más que un apodo infantil. Vivo, y en Inglaterra, y sirviendo donde reside su hija, su supuesta huérfana... cada vez que sé más, menos sé. Esta familia va a acabar conmigo. ¿Y la señorita Trent, la madre...? Esto explica ciertos comportamientos, claro, sin embargo, ¿por qué mantenerlo oculto? ¿A qué este engaño?

—No sé. Imagine que los rumores son ciertos, como siempre suelen serlo... sí hombre, no me mire así. Imagine que la señora William, que ahora cumple labores de cocinera en casa de lord Dembow, se llamaba de soltera Margaret Abbercromby.

Tuvo una vez más que esforzarse para no perder el estribo. Sí, el aire familiar era indudable si pensaba en ello, y esos modales, ese aire, esa tristeza. Y su comportamiento... no, eso seguía sin tener sentido.

—¿Y por qué tenerla como cocinera? ¿Por qué no mostrar a esa muchacha su verdadera madre?

—Es una hija natural, eso en ciertas familias, y cuanto más nobles peor, no es plato de buen gusto. Tal vez prefirieron ocultar así el pecado...

—Me parece exagerado, incluso para lord Dembow. Salió en busca de la pareja de fugados, da con ellos y con una sobrina, ¿y los trae aquí, a escondidas, y los obliga a entrar al servicio? ¿Con qué arma pudo atarlos a ese secreto? ¿El escándalo? ¿Por qué no se limitó a despachar a William y traer a su hermana y prohijar a Cynthia, diciendo... cualquier cosa? Casar a su hermana de urgencia, con un matrimonio de conveniencia con alguien de mejor posición que un cochero, no sería difícil. Dada la raigambre de la familia bien podrían encontrar algún advenedizo que acceder a cargar con la niña como propia a cambio de llevar el apellido... Esto no tiene ni pies ni cabeza.

Muchas preguntas que ni Ribadavia ni nadie podía responder. Enigmas dentro de enigmas cuya resolución no parecía conducir a nada. Había unos crímenes que resolver, un asesino que detener y él era parte fundamental en esto. Y llegaba tarde.

Por fortuna Andrews se retrasó algo más de media hora. Desde las nueve y media se había desatado una tormenta sobre Londres.

—¿A estas horas hace sus «paseos nocturnos»? —preguntó Torres al recibir al inspector.

—No tiene una rutina fija, por lo que me contó esa buena mujer. Me temo que como está el tiempo, no salga hoy. ¿Quiere acompañarnos? Abríguese entonces.

Protegidos con abrigos y sombreros subieron a un furgón policial en dirección al East End. Tres detectives, además de Andrews, miembros de la sección D, completaban el despliegue de fuerzas que iba a rodear la pensión. El objetivo principal, según le contaron a Torres, era seguir a Tumblety donde fuera, observarle y por supuesto detenerlo en el caso que intentara agredir a alguna mujer. Era mucho esperar que eso ocurriera en la primera noche de vigilancia. Además, pretendían registrar su cuarto, aunque la patrona le había explicado que era un hombre ordenado, escrupuloso, y que tenía la extraña costumbre de quemar algunas de sus ropas.

—Intuyo cuáles supone usted que son esas ropas —dijo Torres, ya caminando bajo la lluvia en el East End, una vez que el furgón les dejó allí—. Es un comportamiento muy extraño, ¿por qué Tumblety se hospeda en un lugar así? Es más propio de su carácter el buscar barrios más ricos donde embaucar...

—A menos que sea aquí donde está lo que busca. Hay algo todavía más extraño. Tumblety, asumiendo que de quien hablamos es de verdad Tumblety, no está solo. Acostumbra a dar esos paseos nocturnos acompañado de una dama. —Conociendo su opinión sobre el sexo débil, no parecía una compañía apropiada. Sonaron las doce de la noche y quedaron los dos allí, en Commercial Road. Andrews aprovechó la pausa para dar instrucciones a los tres inspectores que lo acompañaban, que salieron a paso ligero hacia sus puestos. Andrews y Torres abandonaron Commercial.

—¿Esta es la calle?

—No. Daremos un pequeño rodeo. Sé que no hace bueno ni este es lugar para paseos, pero es mejor así, demos tiempo a mis hombres a situarse, si llegáramos todos a la vez... no quiero levantar sospechas.

Si las calles del barrio no eran un ejemplo atractivo de Londres a la luz del día, menos allí, a la noche y bajo la lluvia, más solitarias de lo normal, cruzándose con gente deseando refugiarse del agua, carros solitarios tirados por caballos mojados y tristes como sus cocheros o con sombras medio vistas en los portales oscuros; Torres empezaba a arrepentirse de su arrojo.

—Habló de una mujer —rompió el silencio al torcer una calle.

—Una mujer muy extraña, según me contó la patrona.

—¿En qué sentido extraña? ¿Tumblety se hospeda con una mujer?

—Así es. La alemana debió poner objeciones al principio, según aseguró, apelar a la moralidad de su casa, pero créame, intentaba sacar más dinero de alguien que le pareció de posibles.

—¿La dama? Porque el doctor...

—En efecto. Dijo que parecía una señora refinada, y enferma a juzgar por cómo se movía, apenas le ha visto. Muy alta y siempre cubierta, por lo que pensó que era alguien distinguido que no deseaba ser reconocida por esas calles, y en esa compañía. Le saluda con una inclinación de cabeza, solo le ha oído hablar desde el cuarto de Tumblety, supongo que mantendría una oreja pegada a esa puerta —sonrió—, aunque la mujer aseguró que la pareja hablaba alto...

—¿Entendió algo en alguna de esas conversaciones?

—No, o dijo que no. Doblemos por aquí. —Eso hicieron—. Esas mujeres tratan de parecer muy decorosas, y jamás reconocerán su afición por los secretos ajenos. Intuí de todas formas por lo que dijo que no eran charlas animadas propias de una pareja de enamorados, cosa que no esperaba, ni peleas domésticas.

Una carrera los sobresaltó, al menos a Torres. Un judío salía al trote de una calle que cruzaban, Berner Street, y a su zaga también iba otro hombre que llevaba una pipa en la mano. Los dos pasaron, el segundo dejó pronto las prisas, tras mirar un momento atrás, pero el de claro aspecto semítico corrió como alma en pena hasta difuminarse en el telón de agua. Torres miro preocupado al inspector, que se encogió de hombros al ver cómo el otro corredor se calmaba y seguía su camino más tranquilo.

—Alguna reyerta menor —comentó—, de esas habrá un centenar.

—No creo que uno persiguiera al otro, más me pareció que ambos huían de algo...

—¿Sí...? Yo no vi... —Guardó silencio. De la calle de donde habían salido, oyeron un cántico lejano, nada más—. Eso es lo terrible de este barrio —continuaron caminando—, buscamos criminales donde todos los días ocurren crímenes, atropellos...

Se cruzaron con un hombre que subía por Berner y se quedó un instante mirando a la esquina, donde se levantaba un colegio. Contra la pared había una pareja, dos amantes, una prostituta y su cliente, una víctima y su asesino... ese clima borrascoso volvía funesta la imaginación de Torres. Oyó que la mujer dijo:

—No, esta noche no, tal vez otra. —Y aplaudió su decisión.

—¿Qué le estaba contando? —dijo Andrews.

—La mujer que acompaña a Tumblety. ¿Protector de una dama? Me cuesta creerlo.

—Una dama de alcurnia. Dijo que sus ropas eran elegantes. Más sucio se me antoja el asunto: coacción o incluso un secuestro. Ya que la dama no habla me hace pensar que se trate de una mujer extranjera, por lo que es posible que no tengamos noticia de su desaparición. El misterio es: ¿qué hace con Tumblety?

Misterios había muchos, y el menor de ellos no era precisamente el despliegue de hombres del Departamento Especial, incluyendo su jefe Littlechild, para atrapar a un simple truhán degenerado de poca monta como Francis Tumblety.

—Ya hemos llegado.

Doblaron por la siguiente bocacalle a la izquierda. Batty era una estrecha calleja, oscura, sin iluminar, en un barrio lleno de calles semejantes; el lugar perfecto para ocultarse. Se quedaron frente al veintidós, en las sombras, junto a una taberna con no demasiada parroquia, y un hermoso león rojo de madera sobre su puerta. Uno de los inspectores apareció entre la lluvia para informar de la situación. Había preguntado a la propietaria teutona si Tumblety había salido. No, seguía allí. La mujer se ofreció en ayudar en lo que fuera menester a la policía y el inspector dijo que no era necesario, que se comportara de forma normal.

—Mejor así —corroboró Andrews—. A veces empeoran las cosas con el esfuerzo de cooperar. —El inspector recién llegado se perdió de nuevo en la noche—. Si salen hoy, los primeros que los veamos seremos usted y yo.

—¿Y entonces le abordaremos?

—No. Es preferible seguirle.

—Si esa dama se encuentra en peligro...

Yo también tengo ganas de atrapar a esta alimaña, pero seamos cautos. —Torres tuvo la sensación de que todos esos comentarios eran los propios dirigidos contra un ladrón, un estafador, incluso un asesino común. No encontraba en Andrews la urgencia y la desesperación que esperaba de alguien tras las pistas del asesino.

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