Los hombres lloran solos (44 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Mateo estaba perfectamente enterado de que sus tres «pupilos» ex divisionarios eran los autores del atentado perpetrado contra Jaime. No dijo nada. Fingió no saberlo. A su ver, Jaime, separatista, se merecía esto y mucho más. Su librería de lance hacía más daño que los «partisanos» rusos, algunos de los cuales, según noticias, tenían doce, trece y catorce años. Lo que no comprendía era que el camarada Montaraz no se mostrara más contundente. «¡Qué quieres que haga! —se defendía el gobernador—. En todo caso, ponerme de acuerdo con el general Sánchez Bravo y declarar el estado de excepción».

El camarada Montaraz y Marta eran los dos grandes apoyos de Mateo. A su lado se sentía acompañado como cuando, en el hospital de Riga, empezó a andar con dos muletas. Los tres juntos conseguían incluso reírse y tomarse a chacota los chistes que circulaban por la calle. El último no era chiste, era una coplilla alusiva al estraperlo y decía:

La gente de España es boba

porque no recapacita

que está más sucia la escoba

que la basura que quita.

Alfonso Reyes necesitaba una mujer. Para él y para que cuidara de la casa y de su hijo, Félix. Una sirvienta a horas no le solucionaba la papeleta. Miró en torno y se fijó precisamente en Sara, la comadrona, que a pesar de ser hermana de mosén Falcó estaba lejos de compartir sus ideas.

Fue un «noviazgo» rápido. Alfonso Reyes tenia cuarenta y cinco años, Sara, treinta y dos. Sara necesitaba un hombre —se lo decía siempre al doctor Morell—, y aquel cosaco que llegó de Cuelgamuros con bigote y barba un poco rubios y pisando fuerte le vino como anillo al dedo. Fue coser y cantar. Con la llegada de la primavera se celebró la boda. Mosén Falcó les bendijo a regañadientes y luego se marchó sin participar siquiera en el modesto ágape celebrado en el propio piso de Alfonso Reyes, situado en la parte baja de la ciudad.

Sara era una comadrona eficaz; lo que no se sabía era si sería una feliz madre de familia, para el caso de que llegara la cigüeña. Bajita y fibrosa, con una desconcertante rapidez de movimientos. Estaba aquí y estaba allá. Tropezaba y volvía a quedarse en pie, como un muñeco «tentetieso». No era guapa ni parecía tener buen cuerpo; sin embargo, cuando Alfonso Reyes la desnudó se llevó una grata sorpresa. Excelentes atributos de mujer.

—Tendrás que enseñarme…

—No te preocupes. Aunque en Cuelgamuros casi perdí la costumbre…

—¿Has dicho casi?

—¡Bueno! En el Valle, los domingos a veces nos traían alguna mujer para merendar.

No hubo viaje de bodas, porque Alfonso Reyes tenía prohibido salir de la ciudad. «No te preocupes —dijo Sara—. Es una cárcel agradable». Alfonso Reyes rogó: «Repite lo que has dicho». Sara lo repitió y entonces Alfonso Reyes le tocó la barbilla y añadió: «Vamos a poner unos barrotes, como en la ventanilla del banco, para que nadie que no sea de nuestro gusto venga a darnos la lata».

Sara era feliz. Se compró ropa nueva e incluso un sombrero. Todo aquello había llovido del cielo. El doctor Morell le dijo:

—Has hecho muy bien, hija. Aunque, la verdad, yo nunca creí que te quedaras para vestir santos, entre otras razones porque los santos, ahora, van todos vestidos de la cabeza a los pies.

—Gracias, doctor.

Existía un peligro: Félix. ¿Qué ocurriría con Sara? ¿Se llevarían bien o se llevarían mal? Desde el primer momento el chico había dicho: «Me gusta, padre, me gusta… De verdad. ¡Me gusta incluso el nombre!». Pero faltaba la prueba de la convivencia. Todo perfecto. A los ocho días Félix les había hecho un dibujo al carbón de las dos cabezas, dibujo que colgaron en la pared del comedor.

La resaca que le había quedado a Alfonso Reyes de su estancia en el Valle era muy concreta: temor al piojo verde. En su excursión a las Pedreras y a Montjuich había visto chabolas y promiscuidad, al igual que en la calle de la Barca. Y recordó una frase de Lenin, que Cosme Vila, antes, cuando estaba en el banco, citaba siempre: «O nosotros acabamos con los piojos o los piojos acaban con la revolución».

Desde que fue liberado se había cerciorado de lo que ya suponía: que existían ricos y pobres, sin apenas clase media. Tal desajuste podía resultar fatal. Pero él quería ser optimista y repetía siempre lo que le dijo a Ignacio: nada de rencores ni de desear que viniera la segunda vuelta. Buena disposición de ánimo, tranquilidad. Lo que en el banco echaba de menos eran la Torre de Babel, Padrosa y aquellos duros de plata que antaño sonaban —¡dring!— casi con majestad. Los billetes y las monedas de ahora recordaban los vales que se emitían durante la guerra civil en la zona «republicana».

Cefe, que fue su padrino de boda, le dio la razón. Existían dos mundos enfrentados: ricos y pobres. Él podía garantizarlo porque volvía a vivir la época de la dictadura de Primo de Rivera: las «señoronas» querían todas su retrato al óleo, sin regatear y con el mejor traje y la mejor pedrería. Las «señoronas», ya se sabía: eran María Fernanda, Carlota, Esther, Charo, la madre de Marta y alguna que otra de la provincia, especialmente de Figueras y Olot. «Las hay que se quedan inmóviles como si fueran estatuas; las hay que cada diez minutos piden permiso para sentarse. Hasta el momento, el cuadro más logrado ha sido el de Esther, que se presentó aquí con un abanico que cortaba el aire».

—¿Sigues con tus modelos, Cefe?

—Pues claro…

—¿Quiénes son ahora?

—Si se entera el obispo me envía a misiones… Dos gitanas que viven en Montjuich, que tienen la piel de seda y que parecen menores de edad.

—Hermoso oficio el tuyo. Yo en el banco sólo veo caras crispadas de gente que protesta las letras de cambio.

Félix no dijo «esta boca es mía». Guardaba un secreto. Desde que Cefe le dio permiso para pintar desnudos sin utilizar modelos de yeso, el chico andaba borracho. Estudiaba bachillerato y tenía quince años, y algún grano en la piel. Las dos gitanas se llamaban Pastora y Rocío y ante ellas sintió el latigazo de la carne. Hasta entonces, desahogo solitario y reproducciones de Rubens y de Boticcelli. Pastora un día le hizo un guiño, se las ingenió para quedarse solos y le ofreció su cuerpo. Félix descubrió un mundo de sensaciones inéditas, que iría repitiéndose periódicamente.

Aquello era superior a sus fuerzas y vivía obnubilado. Veía a Pastora en los espejos, en el firmamento y en el agua del río. ¡Gitana! Amor aceitunado, como a la vera de los olivares. Pastora no decía nada. Ni una palabra. Todo transcurría en silencio, con sólo jadeos y suspiros. «Pastora, júrame que siempre será así». Ella no contestaba. «Pastora, si no me quisieras me pegaría un tiro». Ella no contestaba. Cefe descubrió lo que ocurría y les dio facilidades.

Aquel contacto fue un tal revulsivo para Félix que éste se puso a impugnar las tesis «pacifistas» de su padre. Le habían encarcelado injustamente y era hora de desquitarse. Alfonso Reyes no sentía rencor, pero Félix, sí. Se dio de baja del Frente de Juventudes, ante el estupor de Mateo, que supuso que su padre le había influido. Y cuando veía a Manuel Alvear de paseo con los demás seminaristas —Manuel también, ¡por fin!, de pantalón largo—, les miraba como si fueran bichos raros. Dejó de ir a misa y de entenderse con Eloy, «que siempre sería un crío». Mejor se entendía con el Niño de Jaén, quien los domingos le abrillantaba los zapatos en el bar Montaña y que hubiera podido ser perfectamente hermano de Pastora. Y pensando en la guerra ya no pintaba el mar lleno de bicicletas, sino lleno de calaveras.

Alfonso Reyes no se tomó a la tremenda la reacción de su hijo. Ya nada podía sorprenderle. Sus amigos eran la Torre de Babel y Paz, Padrosa y Silvia; en menor grado, los hermanos Costa. Gaspar Ley le tenía mucho respeto, no sólo por su estancia en el Valle —la nulificación era ineludible—, sino porque Alfonso Reyes hablaba poco. A menudo se limitaba a sonreír como si supiera mucho más de lo que su interlocutor pudiera pensar.

Cabe decir que Alfonso Reyes, en sus tres años de reclusión, se había cultivado más de lo que hubiera podido suponerse. En primer lugar, en el taller de imprenta de Alcalá de Henares, donde habían recibido las visitas de Pétain y de Millán Astray, éste despotricando contra los intelectuales, que sorbían el seso al pueblo; pero, sobre todo, se había cultivado en el Valle de los Caídos. ¡Pasó tanta gente por allí! Reclusos de toda índole. En su mayoría, semianalfabetos, pero también médicos, ingenieros, maestros, aparejadores etc., que cumplían condena. Especialmente útil le fue su estancia en el economato con la independencia que ello suponía. Y leyó. Y escuchó la radio. Siempre había algún sargento que le filtraba libros «subersivos», camuflados bajo tapas del padre Coloma. Incluso estudió un poco de inglés, gracias a un obrero que había trabajado en Gibraltar. Por de pronto, ahora resolvía en un santiamén los crucigramas que Sólita publicaba en
Amanecer
.

Sus amigos se quedaban atónitos al escuchar sus teorías. Deseaba que ganaran los aliados, pero no los apreciaba ni tanto así, porque andaban del brazo de Moscú, culpable de que los republicanos españoles hubieran perdido la guerra. Y además, explotaban a sus súbditos de las colonias. Eran incontables los muertos neozelandeses, australianos, indostánicos, argelinos, marroquíes, etcétera. Ahora mismo en Montecassino ellos se llevaban la peor parte junto con los polacos. «A eso le llamo yo vender gratis la carne humana».

Por si fuera poco, en algunos aspectos defendía al régimen de Franco. Se realizaban muchas obras públicas, cuya renta se apreciaría más tarde y había orden público. Nadie se daba cuenta de la importancia de este factor, o se hablaba de «la paz de los cementerios». Cierto que existía
el Sindicato de la goma
, como lo apodaban en el Valle —los policías con sus porras—, y que los atracadores terminaban en el paredón. Pero el orden público era un hecho y él podía pasearse tranquilamente a las tres de la madrugada sin temor a que dos individuos, después de haber matado al sereno, le amenazaran a él con una navaja. Ningún piso desvalijado, ninguna joyería en peligro, apenas, de vez en cuando, los neumáticos de algún coche pinchados. «Y en el banco yo, rodeado de parné y tan tranquilo». Y esto no era así ni en Londres ni en Nueva York. Acaso fuera así en Rusia: un tanto a su favor. Naturalmente, se pasaba hambre y ahí estaban los millares de obreros que se fueron a trabajar a Alemania, y que por cierto estaban muy desilusionados. Nadie podía darle lecciones de lo que eran las potencias del Eje y los japoneses; pero era preciso no ponerles a los aliados coronas de santos. Con los bombardeos se comportaban tan brutalmente como Goering y compraban y vendían lo que fuere al mejor postor.

Ah, claro, él había compartido días y noches con los prisioneros, ¡y muchos de ellos contaban auténticas atrocidades que cometieron en los comienzos de la guerra civil! Por desgracia, todo lo que podía leerse en el libro
Causa general
, que acababa de salir, era cierto. «No me caso con nadie, ¿comprendéis? La vida es compleja. En Suiza hay setenta mil fugitivos y dentro de poco en Italia no se encontrará una sola persona que haya sido fascista».

Todas las objeciones que pudieran ponerle la Torre de Babel y Paz, Padrosa y Silvia o los hermanos Costa caían en el vacío. Ninguno de ellos había visto de cerca a Franco; él, sí. Y muchas veces. No era ni tan bajito ni tan tripudo como se pretendía, y montado a caballo se agigantaba como un jayán. Su característica era la serenidad y la capacidad de observación. Sus ojos se movían constantemente, lanzados hacia los lados y su voz peculiar era atribuible a una desviación del tabique nasal. «Yo he visto a marxistas-leninistas palidecer de timidez, no de miedo, en su presencia. Es un jefe nato, cosa que no será nunca ese gobernador llamado Montaraz, cuya cicatriz en la mejilla izquierda a lo mejor se la hizo un barbero de pueblo. En cuanto a la Falange, hay mucho que hablar. Vosotros os desternilláis de risa al oír la palabra, y es estúpido que lo hagáis. Claro que hay mucho arribista, pero también gente de buena fe, como ese cuñado de Ignacio que se llama Mateo y que en Rusia se la pegaron buena… Hay que ver las cosas con perspectiva y darse cuenta de que el ministro de Trabajo, Girón, para citar sólo un ejemplo, actúa también de buena fe, y que acaba de crear el Seguro de Enfermedad, cosa nunca vista en España y otro seguro para el servicio doméstico. Anda, ¡decidles a las chachas que se rebelen contra Franco! Ya las oiréis. Franco ha jugado con la Falange como ha querido. Es su tapadera contra los monárquicos, contra los obispos y contra los burgueses. Pero él va a lo suyo, y les para los pies. Otro jefe de Estado menos fuerte que él les habría hecho caso a los falangistas y hubiéramos entrado en la guerra a favor de Hitler».

Paz escuchaba embobada. Alfonso Reyes, que mascaba chicle y que de vez en cuando se acariciaba la barba, hablaba con una extraña autoridad. Padrosa no decía ni pío y la Torre de Babel se limitaba a soltar de vez en cuando una carcajada, que no secundaba nadie. La que menos, Silvia. Silvia nunca fue anti-nada. Ella, primero niña pobre y huérfana de padre, luego manicura y luego la señora de Padrosa, con todas las comodidades que podía ofrecerle la Agencia Gerunda. A ella le hubiera gustado ver de cerca a Franco, del que en guasa se decía que se había aparecido a Dios y que despreciaba a los españoles, que no les tenía confianza alguna y que por ello los quería maniatados.

Los hermanos Costa eran otro cantar. No le discutían nada a Alfonso Reyes, a quien hubieran mandado en el acto a que lo visitara el doctor Andújar. Mientras comían ancas de rana sólo le preguntaban por lo que, a su entender, pasaría después de la guerra, en cuanto Hitler y el emperador del Japón se hubieran pegado un tiro.

—Lamento decepcionaros —les contestaba Alfonso Reyes—, pero en España no pasará nada. Franco se mantendrá en su sitio. Él no cejará, y los aliados no querrán declararnos la guerra e invadir el país. Así que tenéis Franco para rato y el que crea lo contrario se dará de narices contra un farol.

Jaime, el librero, ignoraba las teorías de Alfonso Reyes. Por eso hizo el ridículo. Fue a verle a su casa por si quería organizar la revancha contra los tres ex divisionarios que le zurraron de lo lindo. Alfonso Reyes le puso la mano en un hombro.

—Habla con mi hijo Félix y que se haga lo que él decida.

Capítulo XX

AUNQUE LA ABADÍA de Montecassino, a pesar de su esplendor, no ofrecía más que un mediocre interés desde el punto de vista artístico, su pasado, por el contrario, ocupaba un alto lugar en la civilización cristiana salida de Atenas y Roma. Sobre el emplazamiento de un templo de Apolo, san Benito de Nursia, en el año 539, fundó allí un monasterio y dictó una regla que imponía a sus hijos un amor ardiente a la fe y a la cultura. Allí fueron copiadas, conservadas y transmitidas las obras maestras literarias y filosóficas de los antiguos y de los precursores. Allí habían meditado y orado, y se habían fortalecido, cardenales, pontífices y santos. Allí se retiraron a la soledad Carlomagno, Tomás de Aquino e Ignacio de Loyola.

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