Los hombres lloran solos (41 page)

Read Los hombres lloran solos Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
8.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí, estoy al corriente, aunque algunas cosas se me escapan. Por ejemplo, tu propia elección. No obedeces al tipo ideal diseñado por el padre Escrivá: soltero, de aspecto físico irreprochable… a ti te falta un brazo, y con estudios superiores o su equivalente en dinero… O bien con buenas relaciones sociales. ¿Cómo te las arreglaste para que te admitiera?

—Se para usted, padre Forteza, en la pura anécdota… Los proyectos de monseñor son tan vastos que es lógico que quiera conquistar lo antes posible locomotoras. Pero ya lo ve, usted mismo ha citado mi ejemplo. Yo fui a Madrid falto de un brazo y con lo que llevaba puesto y el padre me admitió. Claro que me conocía desde antes de la guerra y no podía dudar de mi fidelidad.

El padre Forteza colgó ahora de una cuerda los calcetines que acababa de lavar.

—Centrémonos en el caso de Sebastián Estrada… Llega del mar con una sirena tatuada en el brazo, introvertido, sin más estudios que el bachillerato. ¿Le hubiera admitido monseñor de no andar de por medio la herencia que mencioné? Estoy seguro de que le hubiera dicho: ponte a la cola y espera…

—Ya se lo dijo. Pero el muchacho se volcó —Agustín Lago hablaba en voz baja, muy sereno—. Tanta fue su insistencia que no hubo más remedio que acelerar los trámites. La ceremonia de admisión fue muy sencilla: leyó la jaculatoria que le asignaron y lo hizo ante una cruz negra, vacía, sin crucificado. Porque los crucificados debemos de ser nosotros, Jesús ya nos precedió; luego, Sebastián, con el semblante feliz, hizo sus votos de pobreza, castidad y obediencia, porque aspira a ser numerario…

—¿Numerario?

—Sí, porque quiere mantenerse célibe, como usted. Los supernumerarios son los que desean casarse.

El padre Forteza sonrió.

—Un parvulillo… Un pajarito que cayó en la trampa como ese canario que ves aquí en mi jaula. Yo tuve que hacer todo el noviciado y luego estudiar más aún a lo largo de varios años. Aprovecharse del estado emocional de un muchacho roto por la guerra o por lo que sea me parece feo, farisaico… Pregúntale a Alfonso y te lo dirá: le ha sentado como un tiro.

—A muchas familias les sienta como un tiro que uno de sus miembros renuncie a todo y se vaya a un convento…

—Llevo años con la sotana a cuestas, Agustín. Habrá casos como el tuyo, de honradez a toda prueba; pero cuando la Obra haya demostrado que sirve de trampolín para conseguir un buen nivel dentro de la sociedad, necesitaréis poner el letrero: se agotaron las localidades…

Agustín Lago sufría. Aquello era un frontón. El padre Forteza le demostró que conocía al dedillo la biografía del Fundador, de monseñor Escrivá y que por ahí, y por el librito
Camino
, la cosa fallaba, a su entender. El padre Escrivá tenía cuarenta y un años y estaba en la plenitud de sus facultades. Ex compañeros suyos del seminario lo consideraban vanidosillo: usaba calcetines de seda y todos llevaban el pelo rapado, menos él. Iba a ser el cura más guapo del mundo, como su madre, Dolores, la mujer más guapa de Barbastro. Le gustaban los títulos de nobleza e iba a por ellos. «¡Sí, sí, ya lo verás, el tiempo me dará la razón!». De temperamento rígido y ardiente, con raptos coléricos. Pudo huir de los rojos por el camino de Andorra y se quedó en un hotel de Burgos, donde escribió
Camino
, «que huele a azufre y a cañonazos». ¿Magnetismo personal? Innegable. ¿Luchador nato? Innegable. Tal vez por eso hacía poco tiempo soltó una frase casi irrepetible: en caso de otra persecución de sacerdotes en España, él no podría permanecer pasivo y saldría a la calle con metralleta…

Agustín Lago quedó anonadado. No conocía tal frase ni concebía que pudiera ser cierta. Estuvo a punto de levantarse e irse a la fonda Imperio. Pero consiguió dominarse y permanecer en su sitio. Por lo demás, el padre Forteza le impidió reaccionar. Le pidió la fotografía del monseñor, que sin duda debía de llevar en la cartera al lado de una estampa de la Virgen.

El inspector de Enseñanza Primaria titubeó. Por fin sacó su cartera —era admirable cómo se las ingeniaba con una sola mano—, en la que, en efecto, llevaba la foto y la estampa. El padre Forteza estudió brevemente los rasgos faciales del Fundador, al que ya conocía por una fotografía idéntica que le había enseñado el padre Vergés en Barcelona.

—Sí, eso es… Cabeza poderosa, gafas de miope, mandíbulas fuertes, un no sé qué en la boca, en los labios, que no acaba de gustarme. Yo diría que es un ser humano que ha de luchar de continuo contra su temperamento concupiscente… ¡Bien, bien, no te sofoques! Todos sabemos que muchos santos y muchos anacoretas también han debido luchar… —Le devolvió la fotografía—. Ojalá lo consiga, para el bien de todos, pero permite que por una vez ese payaso que yo soy se sienta pesimista.

Así concluyó el diálogo, que no había por qué prolongar. El padre Forteza no pretendió con él socavar a Agustín Lago —objetivo, por otra parte, inútil— ni actuar de aguafiestas. Habló de ese modo porque creía estar en lo cierto y porque le dolía que Sebastián Estrada, con toda una vida por delante, se hubiera dejado cazar por un «Instituto Comunitario» —la Obra había conseguido ya esa nominación— embrionario y que le exigía sacrificios abrumadores. El padre Forteza tenía la experiencia de los fallos cometidos por la Compañía de Jesús y parecía que el Opus Dei los repetía a una escala mucho mayor.

—Saluda en mi nombre a Sebastián… —dijo, levantándose—. Y sed compasivos con él.

Agustín Lago se irritó. Se levantó a su vez. Entonces recordó una máxima de
Camino
: «Es cuestión de segundos… Piensa antes de comenzar cualquier negocio: ¿Qué quiere Dios de mí en este asunto? Y, con la gracia divina, ¡hazlo!». A Agustín Lago le pareció que lo que quería Dios en aquel asunto era que se despidiera del padre Forteza besándole la mano.

Capítulo XVIII

LOS ACONTECIMIENTOS DE ITALIA se complicaron. El rey y el gobierno Badoglio habían podido escaparse de Roma y unirse a los aliados en el sur de Italia. La destitución y arresto de Mussolini habían sido recibidos con júbilo por la mayor parte de la población. «¡Finito Mussolini! ¡Finita la guerra!». No era cierto. Porque por el Norte entraron más tropas alemanas, al mando de Rommel, dispuestas a proseguir la resistencia, pese al armisticio firmado por Badoglio. Se produjo una especie de guerra civil en el interior de Italia.

Hitler reaccionó como en sus mejores tiempos y se propuso la liberación de Mussolini. La consiguió, gracias a la audacia de noventa SS y paracaidistas, al mando de Skorzeny. Mussolini se encontraba encarcelado en un pequeño hotel del Gran Sasso, en los Abruzzos. Skorzeny y sus hombres lo liberaron ante la estupefacción de los guardias y lo llevaron a presencia de Hitler. Éste suponía que la humillación sufrida por el Duce habría hecho nacer en él deseos de «una terrible venganza». Pero Mussolini ya no era más que la sombra de sí mismo. Lo que él deseaba era terminar sus días en su aldea natal de Rocca della Camínate. Sin embargo, acuciado por Hitler proclamó la «República Social Italiana», nuevo gobierno que debía ejercerse en la parte de Italia ocupada por los alemanes. Tal gobierno tenía su sede en Saló, aldea situada al borde del lago Garde.

Mussolini era ya sólo un muñeco en manos de Hitler, por lo que al cabo de un tiempo mandó arrestar, acusados de alta traición, a los jefes fascistas que habían votado contra él en el Gran Consejo, entre los que se encontraban su propio yerno, Ciano, y el mariscal de Bono, que fueron ejecutados sin remisión, pese a las peticiones de clemencia de la propia hija de Mussolini. Los aliados tropezaron con una sorpresa: los alemanes defenderían palmo a palmo el terreno italiano, pese al armisticio firmado por Badoglio. Éste, queriendo disipar cualquier equívoco y expresando el deseo de la mayoría del pueblo italiano, declaró la guerra a Alemania. Pero faltaban quinientos kilómetros para llegar a Roma y era preciso salvar el obstáculo natural que suponía Montecassino, donde estaba el famoso monasterio. A mediados de octubre Víctor Manuel III renunció al uso de sus funciones y dejó a su hijo Humberto como lugarteniente del reino.

* * *

Poco después, se reunieron en Teherán «los tres grandes»: Stalin, Roosevelt y Churchill. Los dos primeros subestimaron a Churchill, subestimaron a Inglaterra. La consideraron una «islita» en un pequeño terreno que era la Europa occidental. Se trataba del reparto del mundo futuro, después de la guerra. Churchill manifestó su deseo de que Francia jugara un gran papel. Los otros dos se opusieron. «Los franceses tienen que pagar por la traición». Stalin estimó que habría que liquidar sumariamente a las cincuenta mil o cien mil cabezas técnicas de la economía de Alemania. Churchill se indignó y contestó que antes de esto preferiría que lo fusilasen a él allí mismo, en el jardín. Stalin le dijo que había sido una broma.

Stalin reivindicó la posesión de los tres Estados bálticos —tres repúblicas—, Estonia, Letonia y Lituania y se acordó ceder a su petición. Al igual que los territorios orientales de Polonia. En cuanto a Finlandia, Stalin declaró que sólo tenía la intención de anexionarse Carelia.

Roosevelt propuso que las cuatro grandes naciones que deberían repartirse el mundo futuro fuesen los Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña y China. Stalin no concedió demasiada importancia a esta cuestión y manifestó que su finalidad concreta era que Inglaterra y los Estados Unidos establecieran un segundo frente en la propia Francia, donde Sartre representaba
Las moscas
, Paul Claudel
El zapato de raso
y donde se hacían desfiles de modelos. Los alemanes se preguntaban qué sombreros se pondrían los franceses si hubieran ganado la guerra. Tal vez unas declaraciones de Jean Giono sintetizaran la situación: «Prefiero ser un soldado alemán vivo que un francés muerto». Pétain parecía un extraño en medio de un pueblo que lo había amado y venerado. En realidad, el papel de Vichy capital había terminado.

* * *

El profesor Civil pasaba días amargos, no sólo porque la enfermedad de su mujer se agravaba, sino por lo que él consideraba como el derrumbamiento del mundo latino y del mundo mediterráneo. A veces, explicando Derecho Romano a Ignacio y a Mateo había soñado con una unidad mediterránea, en compensación de los mundos ario y anglosajón. «Una vez más considero de vital importancia la sensibilidad y la imaginación de los pueblos del Mare Nostrum, que llega hasta Grecia. Sin esta franja aparentemente débil, el mundo fracasará. Será un mundo materialista, robotizado, con una escala de valores que lo llevará a la autodestrucción. Se ha dicho que donde acaba el vino acaba el catolicismo y empieza el protestantismo. Es verdad. Mental y espiritualmente, la derrota del vino supondría una catástrofe».

De haberlo oído Ignacio, posiblemente hubiera impugnado la tesis; Mateo, que había reanudado sus clases con el profesor Civil —se preparaba para el segundo curso de abogado—, no supo qué replicarle. Detestaba con toda el alma el soma anglosajón y estaba decepcionado por la realidad latina, puesto que hacía suyos el fracaso italiano y el fracaso francés; pero no sólo era preciso hacer la salvedad de España y de Hispanoamérica, sino que Alemania no había dicho todavía la última palabra. Aparte de esto, las ínfulas del cosmos eslavo, que había palpado de cerca, le producía náuseas. «¿Sabe usted, profesor, lo que son las náuseas? Pues esto es lo que provocan en mí el nombre de Stalin, sus millones de muertos y los millones de esclavos suyos que respiran todavía y que de un momento a otro van a utilizar la guerra bacteriológica».

Esto último dejó patitieso al profesor Civil.

—Pero, ¿qué bases tienes para formular semejante afirmación?

Mateo se tocó la cadera, que a veces le dolía.

—Seguro no lo estoy, pero es lo más probable. Todos los prisioneros que hacíamos en la División Azul, algunos de los cuales se quedaban con nosotros como pinches de cocina, nos indicaban lo mismo, con gestos expresivos: si la cosa se ponía fea, guerra bacteriológica… Y la cosa se les va a poner fea, ya lo verá.

Moncho reconocía la tesis de Mateo y se mostró escéptico. «Día a día observo el comportamiento de las bacterias. Sería como lanzarlas al vacío con la posibilidad de que actuaran de boomerang y llegaran no sólo al Kremlin sino a Ufa, donde al parecer hay una emisora de radio que le pone a Mateo especialmente nervioso».

Curiosa reacción la de Mateo. De hecho, había improvisado cuando le soltó aquella frase primero a Ignacio y luego al profesor Civil. No existían tales bases, ni tales pinches de cocina, ni tales gestos expresivos. Simplemente, consideraba a la URSS capaz de cualquier monstruosidad y se le ocurrió aquello como a Gorki, eufórico en París por la marcha de los acontecimientos, hubiera podido ocurrírsele convertir la torre Eiffel en una jubilosa explosión de fuegos artificiales.

* * *

El año 1944 llegó de puntillas, como si no quisiera hacer ruido. Las noticias llegaron de muy lejos, del Japón. La familia real japonesa comió el día de Año Nuevo el mismo rancho que sus soldados y el general Tojo, que había asumido el cargo de general jefe de Estado Mayor, en sustitución del general Sugiyama, declaró ante el Parlamento nipón: «Cada japonés está decidido a matar diez enemigos». Al propio tiempo, y al término de un muy largo silencio, el padre Forteza recibió una carta de su hermano, misionero en Nagasaki, en la que le decía que el Japón estaba muy fuerte, que en Occidente no se tenía idea de su capacidad ofensiva, de su disciplina y de lo vastísima que era su expansión por Asia. Hasta los bonzos nipones habían empezado a trabajar en las fábricas…

El padre Forteza, que se había dado cuenta de que todo el mundo hablaba del Eje y no del Pacto Tripartito —se olvidaban del Japón—, hubiera querido enseñar esta carta a sus amigos, a Manolo y Esther, por ejemplo, a Alfonso Estrada, a Marta, etc., pero prefirió ser prudente. Su gesto hubiera podido dar lugar a un equívoco: pensar que se alegraba del poderío japonés, lo cual no era cierto. Al padre Forteza sólo podía alegrarle lo que apuntara hacia la solución del conflicto. Por supuesto, le temía al protagonismo que estaba adquiriendo Stalin; pero tampoco del Japón podían esperarse precisamente lecciones de cristiandad. Desde que Francisco Javier estuvo allí, hacía de ello más de cuatro siglos, las conversaciones habían sido minoritarias. Su hermano estimaba que actualmente los cristianos en el país eran unos seiscientos mil. ¡Y el Japón tenía ochenta millones de habitantes! Y el emperador «seguía siendo Dios», por lo cual acabaría, como siempre, «ganando la guerra».

Other books

Escaping Me by Lee, Elizabeth
COME by JA Huss
Fin & Lady: A Novel by Cathleen Schine
Never Fear by Scott Frost
Catching Calhoun by Tina Leonard
Controlling Interest by Francesca Hawley