Los hombres lloran solos (33 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Ignacio sonrió.

—No me imagino yo a Ana María, casada y con un par de hijos, haciéndole la competencia a «La Voz de Alerta»…

—¡Ah, son los tiempos! —exclamó Ezequiel, jugueteando con un lápiz en la mano—. Tampoco podías imaginar que en Sevilla pudiera ocurrir lo que ha ocurrido: que han ofrendado a Franco el alma de Andalucía…

Gaspar Ley quedó boquiabierto. Le gustaba tener a Ezequiel, pues a solas con Charo discutían siempre. El matrimonio no se llevaba bien. Charo era extravertida, quería bailar al son de Esther, de María Fernanda, de la condesa de Rubí; y Gaspar Ley parecía contentarse con ganar dinero a través de los hermanos Costa y de don Rosendo Sarró. «¿Cómo se me ocurriría casarme con un banquero?». Ezequiel, lo mismo que Ignacio, estaba al corriente de esa desavenencia conyugal y ambos iban a procurar, mientras durara la estancia de aquél en Gerona, distender la situación de la pareja.

El dueño del Fotomatón fue invitado a casa de los Alvear y Carmen Elgazu quedó encantada con él. Ezequiel, acordándose de que Matías trabajaba en Telégrafos, le dijo: «Pues esté usted al aparato, que pronto le llegará la noticia de que la aviación aliada ha bombardeado Roma». Carmen Elgazu se llevó las manos a la cabeza y tuvo un acceso de tos. «Pero, ¿y el Vaticano? ¿Qué puede ocurrir?». «Pues, ya se lo puede usted figurar…» Luego, al enterarse de que Eloy se pirraba por el fútbol le comunicó que por primera vez en la historia se había jugado un partido de noche, con luz artificial: en el estadio del Atlético Aviación, en el encuentro de éste contra el Valencia. Eloy se mordió las uñas. «¡De modo que…! ¡Con luz artificial! Eso debe ser la repanocha».

En la noche del sábado fueron todos al Teatro Municipal, a ver la obra de Pemán,
El divino impaciente: la vida de san Francisco Javier
. Carmen Elgazu lloró a moco tendido y también, un poco, Pilar. El domingo por la tarde, volvieron todos al mismo sitio a oír al famoso charlista García Sanchiz, el de la cabeza leonina. El teatro estaba lleno a reventar. El tema:
Viaje hacia el Imperio
. Habló de todas las rutas de todos los mares. Todos confluían en España. Habló de la Hispanidad. España se autollamaba Madre Patria, y a mucha honra. Exportaría a los países de América Hispana sus ideas, su concepción del Estado. Refiriéndose a Franco dijo que era «la mejor estilográfica de Dios».

Matías consiguió a duras penas contener la carcajada; en cambio, en los palcos del proscenio vio, aplaudiendo a rabiar, al camarada Montaraz, a «La Voz de Alerta» y sus respectivas mujeres, y a mosén Falcó, quien fue el primero en gritar: «¡Bravo!». A la salida, Ignacio comentó que esta clase de delito debía de estar tipificado en el Código Penal.

Un minuto después se produjo lo inesperado. Entre el batiburrillo de gente que se agolpó, Ezequiel y Marta quedaron codo con codo. «¡Marta! ¡Ezequiel…!». Éste besó a la chica en ambas mejillas y le dijo: «Sigúeme…»; e intentó conducirla hasta el lugar en que se encontraba Ignacio.

Marta, que iba acompañada de Gracia Andújar —la que iba camino de convertirse en su cuñada—, al advertir la presencia de Ignacio mudó la expresión. No dio tiempo a ningún tipo de insistencia. "¡Adiós, Ezequiel…! ¡Ven a verme cuando quieras! —y se escabulló entre el gentío.

Ezequiel se quedó de una pieza. Ignacio no se había percatado de lo ocurrido, pues estaba hablando con Gaspar Ley, quien no cesaba de poner por las nubes a García Sanchiz, que era de verdad «un pico de oro». ¿Qué podía hacer el dueño del Fotomatón? Nada, absolutamente nada. Pese a estar convencido de que, por parte de Ignacio, el enfrentamiento no hubiera durado más de dos minutos.

Todo el mundo, terminado el
Viaje hacia el Imperio
, se fue a su casa. Los últimos personajes que Ignacio vio salir, con cara feliz, fueron los hermanos Costa.

* * *

Pero estaba escrito que los deseos de Ezequiel se verían satisfechos. En la mañana del miércoles, Marta, como cada semana, acudió a despachar con Mateo los asuntos de la Sección Femenina. Mateo estaba en su despacho y prestaba mucha atención a lo que le contaba la chica, que estaba contentísima porque el mismísimo Arrese le había escrito una carta felicitándola por su labor en la provincia.

Y he aquí que, poco después, llamaron con los nudillos a la puerta, ésta se abrió y apareció Ignacio.

Marta se levantó y se quedó rígida. Ignacio estuvo a punto de retroceder y volver en otra ocasión. Pero entonces pensó en Ezequiel —¿quién le pone el cascabel al gato?— y en sus propias ansias de reanudar la amistad con Marta.

—Perdonad si os interrumpo… —dijo. Y entró en el despacho y cerró la puerta por dentro.

Mateo se situó en el acto. Recordó hasta qué punto Pilar deseaba que aquel «equívoco» se terminara de una vez para siempre. Cada vez que Marta deseaba visitar a Pilar en su domicilio y pasar un rato con ella y con el pequeño César, antes tenía que cerciorarse de que no coincidiría con Ignacio. Y he aquí que ahora estaban los dos frente a frente, con los retratos de Franco y de José Antonio en la pared, pues Hitler y Mussolini habían desaparecido…

Marta tampoco obedeció a su primer impulso, que fue huir, y se quedó clavada en su sitio. Y Mateo condujo la escena con mano maestra. No les echó ningún sermón. Sólo les dijo:

—¿No os parece que, entre todos, debemos aprovechar esta oportunidad…?

Ignacio rompió el silencio que se produjo tras estas palabras.

—Dios es testigo —habló— de que docenas de veces he intentado reconciliarme con Marta, pero ella ha rehuido siempre el encuentro… —Marcó una pausa y miró con fijeza a la chica—. Marta, sé que soy culpable, pero no veo ninguna razón para que la enemistad se interponga entre los dos.

Mateo pegó una palmada a la mesa.

—Marta, ¿qué dices a esto? Ignacio te pide perdón y está en lo cierto. ¿Hasta cuándo deberéis doblar las esquinas para no coincidir? ¿Ha de durar toda la vida? Tener un amigo más es muy importante…

Marta tenía los ojos húmedos. Su flequillo estaba rígido, ocultándole la frente. No sabía qué hacer. No acertaba tampoco a pronunciar una palabra.

—Marta, mujer… —continuó Ignacio—. ¿No eres capaz de consentir que te estreche la mano?

Mil recuerdos se agolparon en la mente de Marta. Entretanto, Ignacio se había acercado a la chica. Al llegar a su lado le cogió ambas manos y se las estrechó con fuerza.

—Anda, Marta. Yo ya he dado el primer paso…

Marta suspiró hondo… Por un momento cerró los ojos; luego, los volvió a abrir. Y por fin correspondió al estrechón de manos de Ignacio.

—¡Eureka! —gritó Mateo, desde el otro lado de la mesa—. Los tres nos declaramos amigos hasta que la muerte nos separe…

Capítulo XV

LA RECONCILIACIÓN DE MARTA E IGNACIO repercutió como una onda expansiva entre una serie de personas. En primer lugar, la propia madre de Marta, quien al fin leyó en los ojos de su hija como una chispita alegre. «Hala —le dijo—. Un día de éstos invitas a Ignacio a merendar, junto con José Luis y Gracia Andújar». Dijo esto porque el noviazgo entre José Luis Martínez de Soria y Gracia Andújar era un hecho. Ricardo Montero había sido descartado, por consejo del doctor Andújar. «Puede decirse que el muchacho es un enfermo mental. Pasará rachas más o menos tranquilas, pero de golpe y porrazo volverá a las andadas. Sobre todo teniendo en cuenta que está medio alcoholizado». José Luis se sentía feliz con su flamante novia, a la que llamaba «gacela». Gracia era muy coqueta y a menudo simulaba estar enfadada. «¿Qué ocurre?». «Nada. No me gusta que vayas por ahí diciendo que Satanás domina la tierra». «Anda, no te lo tomes así. Lo de la presencia del Maligno es un tema que siempre me ha preocupado. ¿Quieres que echemos un vistazo al mundo? En seguida querrás regresar a mi lado y casarte conmigo cuanto antes».

Además de la madre de Marta, se alegraron de la reconciliación todas las muchachas de la Sección Femenina. Ellas salieron ganando, como muy bien sabían Asunción, Chelo Rosselló y la camarada Pascual, de Olot, responsable de la Hermandad de la Ciudad y el Campo. Marta había vuelto a sonreír. En realidad ello era admirable, porque lo que Marta pretendió siempre fue casarse con Ignacio. Ahora se conformaba con las migajas. Claro que Marta no lo creía así, acorde con las palabras de Mateo: «Un amigo más es muy importante, ¿no crees?». La Sección Femenina era una espléndida realidad, y Marta volvió por sus fueros, como si Moncho le hubiera aplicado media docena de sesiones de acupuntura. Las afiliadas en toda España eran 700.000, la mayoría de las cuales lo eran por convicción y sin estar pendientes de Montgomery y de Goering. Inasequibles al desaliento. «Pase lo que pase, nosotras con nuestra boina roja y nuestra camisa azul, ayudando al profesor Civil en Auxilio Social, atendiendo a los inmigrantes y enseñando a leer a las muchas analfabetas que hay en la provincia». Marta se atrevió incluso a pedirle un autógrafo al Caudillo —quien se lo mandó sin tardanza—, enmarcándolo y colgándolo de la pared de su despacho, del que también, y por orden superior, habían desaparecido los retratos de Hitler y de Mussolini.

Pilar se enorgulleció de la afortunada intervención de Mateo. «¿Ves? —le dijo—. Alegrías así tienes que darme». Mateo esbozó una reverencia, que Pilar aprovechó para estamparle un beso en la frente. Matías y Carmen Elgazu felicitaron de corazón a Ignacio. Habían querido mucho a Marta, ésta les daba pena y ahora tal vez tuvieran ocasión de volverla a ver en el piso de la Rambla. «Realmente —dijo Matías—, no había ninguna razón para que anduvierais por estas calles como el perro y el gato». También se alegraron mucho mosén Alberto y el padre Forteza. Éste, que continuaba confesando a casi todas las mujeres de la ciudad, deseaba que un día la muchacha se arrodillara a sus pies, para conocerla en la intimidad. Unos decían de ella que era una esfinge, otros, sencillamente, que sufría mal de amores. Ahora que todo esto había pasado, tal vez tuviera ocasión de ahondar en aquella alma que durante tanto tiempo pareció triste. La curiosidad del padre Forteza no era malsana; sencillamente, consideraba que para que el sacramento de la penitencia tuviera su auténtico valor, era preciso conocer al penitente. Por lo demás, él continuaba siendo el payaso de siempre e imitando a la gente. De un tiempo a esta parte imitaba al camarada Montaraz, quien en los actos oficiales levantaba excesivamente el brazo, como si quisiera tocar las estrellas.

En fin, que hubo mucho revuelo general, hasta el punto de que el librero Jaime le regaló a Ignacio una espléndida edición de
Los novios
, de Manzoni. En cuanto a Ana María, la principal interesada, no supo qué pensar. Por un lado se alegró también, porque Marta le daba pena; por otro murmuró entre dientes: «De acuerdo, de acuerdo. Ella se lo perdió y ahora que nos deje en paz».

Marta era muy amiga del camarada Montaraz y de María Fernanda. El gobernador decía siempre: «Podría ser una digna colaboradora de Pilar Primo de Rivera en la Delegación Nacional». Les gustaba porque con ella podían hablar libremente de política, exceptuando, eso sí, el tema de la monarquía, que para María Fernanda era fundamental. «Un año de gobierno de don Juan —había sentenciado Marta en el Gobierno Civil—, y todos los logros del Régimen se caerían como un castillo de naipes». Dijo esto porque, al compás de los acontecimientos, corrían rumores de una posible restauración monárquica, que tenían en vilo a don Anselmo Ichaso, a «La Voz de Alerta» y a sus respectivas mujeres. La base de estos rumores estribaba en unas declaraciones del embajador británico, lord Samuel Hoare, quien, en sus tiempos de lord del Almirantazgo tuvo a don Juan como cadete en la Marina británica, por lo que consideraba a éste uno de sus muchachos. «¡Rey de España un cadete de la Marina británica! Hasta aquí podíamos llegar».

Marta se lanzó más que nunca a sus actividades. Consiguió llevar a buen término la inauguración de un nuevo grupo de viviendas en el barrio de San Narciso. En un discurso explicó que un «rojo» quería besar a una monja y ella no quería. Entonces el «rojo» desclavó la escultura de un Cristo y clavó a la monja en el mismo madero. En otro discurso intentó descifrar el significado del Bloque Ibérico —tratado de amistad entre España y Portugal—, pues nadie sabía para qué iba a servir. «Es inadmisible que dos países tan próximos nos desconozcamos tanto el uno al otro». Elogió la postura de Greta Garbo, muy censurada porque se había negado a tomar parte activa en la guerra a favor de Norteamérica. Marta visitaba a menudo a Paul Günther, el cónsul alemán, que se hospedaba en el hotel Peninsular. Altísimo, con sus dos hombres de confianza y sus dos perros picardos, en la intimidad era muy afectuoso, «sobre todo con las damas», solía precisar.

Paul Günther le había hecho confidencias a Marta y le regalaba muchas revistas. Un piloto alemán, Hans Ulrich, llevaba realizados mil vuelos contra el enemigo. Los laboratorios alemanes habían conseguido extraer insulina del páncreas de los peces, lo que significaba un gran avance en el tratamiento de los diabéticos. Le había impresionado mucho por Semana Santa, ver que el señor obispo lavaba los pies a doce ancianos del asilo. «Esto, para un nazi, es una aberración». Chiang Kai-shek había prohibido en su territorio el baile, la bebida, la venta de cosméticos y la ondulación permanente mientras durara la guerra contra el Japón. «Vuestro obispo, doctor Lascasas, estará satisfecho…» Franco había decidido —y ello era grave— instituir las Cortes españolas. Pero no sabía qué nombre darles a los representantes políticos de la nación. No quería llamarlos diputados, porque esto sonaba a República. Quería nombrarles miembros. Pero alguien se opuso. Advirtió que se podría decir, por ejemplo, «eso es un error que comete el señor miembro». Finalmente se aceptó el vocablo procurador, que en realidad no serviría para mucho, porque la elección sería digital.

Marta a veces estaba de acuerdo con Paul Günther, a veces no. El cónsul le había dado consejos estimulantes, como, por ejemplo, el de coleccionar muñecas, empezando por la muñeca Mariquita Pérez, hecha de cartón, de ojos muy abiertos, azules y sin movimiento y que se había hecho popular en todo el ámbito nacional. Marta regaló unas cuantas a las hijas del doctor Andújar, las cuales, en efecto, estudiaban música para formar una orquesta de cámara. Asimismo, le habló muy bien de Ángel, el hijo del gobernador. A Paul Günther le habían impresionado mucho las fotografías que Ángel les sacó a los ancianos y a los locos, y sus proyectos de «urbanista» eran, a su juicio, de admirable calidad. Inesperadamente, Paul Günther le preguntó a Marta: «Ángel es soltero, ¿verdad?». Marta parpadeó. «Creo que sí», contestó. ¡Y Paul Günther hizo un guiño malicioso y encendió un pitillo ruso!, lo cual acabó de dejar perpleja a Marta.

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