Les acompañaron a la puerta. Quedaron en cenar juntos dos días después.
—Cenar temprano. Que a Ana María le conviene descanso…
* * *
Manolo y Esther recibieron con todos los honores a Ignacio y Ana María, lo mismo que a raíz de aquella visita fugaz de Semana Santa, cuando presenciaron desde el balcón el desfile procesionario. Ignacio recordaba que Manolo le había dicho: «¿Te has fijado? Esther y Ana María se entienden de maravilla. Son de la misma clase».
En esta visita se confirmó el diagnóstico. Manolo y Esther estaban enterados, por boca de Ignacio, del triunfo conseguido por Ana María con respecto a su padre. «Lo importante es que haya cedido. Ahora vosotros tenéis que ganaros a pulso la nueva situación». No hicieron en absoluto mención de la palidez de Ana María, de la que también estaban enterados por Ignacio. Al oír que posiblemente el 12 de agosto se celebraría la boda, Manolo palmeó.
—¡Ya está! En la ermita de los Ángeles… Apenas si nadie se casa allí. Y la cuestión en la vida es ser un poco original, como me ocurre a mí con mi sombrero tirolés.
La conversación fue larga y Ana María aguantó perfectamente la prueba. Hablaron de mil cosas e hicieron planes para cuando estuvieran casados y Ana María viviera también en Gerona. Hablaron de la guerra, que evidentemente estaba dando un vuelco a favor de los aliados —la maniobra en África había sido magistral—, y de los datos que el doctor Andújar estaba recopilando sobre Hitler. Hablaron de María Fernanda, la esposa del gobernador, que era un tesoro y que a buen seguro haría buenas migas con Ana María, lo mismo que la condesa de Rubí. «Al gobernador, en cambio —terció Manolo—, no acabo de entenderle. A veces parece liberal y ocuparse de los problemas sociales, a veces te pega un porrazo de no te menees en nombre de José Antonio y del camarada Girón». Hablaron de Ángel, el hijo del gobernador, al que Manolo y Esther habían encargado los planos de un chalet en S'Agaró, con piscina y pista de tenis. «Aunque a lo mejor cometo un pecado —dijo Esther—, me gustaría que, en lo posible, sobresaliera el color blanco, que es el de la arquitectura de mi tierra». Hablaron de la reconciliación de Mateo y Pilar. Esther estimó que no tendría nada de extraño que de nuevo la cigüeña anduviera flotando sobre el piso de la plaza de la Estación. Hablaron de la nueva revista musical que hacía furor en el Paralelo, en Barcelona:
Los vieneses
. Al parecer, constituía una revolución, con fuentes luminosas, perfección del conjunto, la inimitable gracia de un
showman
llamado Franz Joham. Ana María les informó de que, en Barcelona, cuando se producía el cese de algún personaje político, como había ocurrido con Serrano Súñer, la gente cantaba: «Se va el caimán, se va el caimán…». Y que la canción
Bésame mucho
era prohibida una y otra vez, por sus insinuaciones pecaminosas. Ignacio intervino: «He leído a un autor francés, un tal Sully, según el cual la agricultura y la ganadería son las dos ubres de Francia; podría decirse que la hipocresía y el miedo son las dos ubres del franquismo». Etcétera.
Esther quedó con Ana María que jugarían al tenis y le preguntó si estaba aficionada al bridge. «Me temo que no conozco siquiera las cartas francesas, excepto el as de corazones». «Pues tendrás que aprender —insistió Esther—. Aquí organizamos campeonatos locales. Últimamente, suelen ganar Chafo y la condesa de Rubí». Ignacio protestó. Lo que le convendría a Ana María sería el deporte. La natación, por supuesto y también excursiones. Y aprender a esquiar. «Moncho se lo ha aconsejado y creo que tiene razón».
Manolo tuvo buena cuenta de no advertir a Ana María que se aproximaba la fecha en que su «bufete» tendría que enfrentarse con los abogados de su padre, Rosendo Sarró. Por lo visto éste se había metido en un buen lío, al vender en Sabadell y Tarrasa tejidos a precio legítimo, de escandallo, pero obligando al comprador a adquirir como si fueran Goyas o Grecos cuadros pintados por cualquier aficionado local. Un buen truco, que casi suscitaba admiración.
Ana María, en un momento determinado, se reclinó en el diván —la chimenea, ardiendo— como si se desperezara y dijo: «Se está bien aquí… Esto es confortable. Y estoy segura de que vuestro chalet en S'Agaró lo será también». Ignacio, al oír esto, arrugó el entrecejo. Ana María se dio cuenta y dándole una palmada prosiguió: «Anda, no seas tonto, que yo, por ti sería capaz de vivir en la calle de la Barca e incluso en el palacio episcopal».
* * *
La última pregunta que le formuló Ana María a Esther fue por qué no tenían en casa un perro o un gato. «Hacen mucha compañía, ¿no?». «Sí, es verdad —accedió Esther—. Pero dan mucho la lata. Y te prometo que Jacinto y Clara se bastan y sobran para no dejarme respirar».
Manolo se rió de las palabras de Esther.
—Ya lo habéis oído, muchachos… Los hijos producen asma. Así que, tenedlo en cuenta…
La última visita de Ana María fue al piso de la Rambla. Ignacio decidió, ¡ya era hora!, presentarla a sus padres. Por fortuna, el microscopio de Moncho les había dado buenas noticias. Un poco de anemia y una cierta falta de cal en los huesos. «Lo repito una vez más. ¡Ejercicio, mucho ejercicio! Y pásate por aquí, que Eva te dará unas pócimas de herboristería que ella sabe preparar». Por lo demás, Ana María no era la misma que cuando llegó a Gerona. Por lo visto, la presencia de Ignacio y el afecto de sus amistades la habían mejorado sensiblemente.
Al entrar en el piso de la Rambla y ver el perchero con el sombrero de Matías colgado se quedó inmóvil por unos instantes.
¡Cuánta modestia! ¿Era posible? Sí, lo era. Y en medio de esta modestia se había criado Ignacio, había terminado su carrera y había aprendido lo que era la intimidad.
Carmen Elgazu y Matías se habían compuesto para recibir a la muchacha. Ana María no sabía si besarles o estrecharles la mano. Por fin les estrechó la mano, mientras Carmen Elgazu decía:
—Bien venida, hija…
Matías detestaba las situaciones equívocas.
—Anda, sentaos… ¿Queréis una taza de café? Digo café, no digo malta.
Ignacio asintió, lo mismo que Ana María y Carmen Elgazu desapareció en la cocina. Ana María se disponía a sentarse, pero Matías se le dirigió de nuevo.
—Ven un momento, que quiero enseñarte nuestro Amazonas, el río Oñar.
Se acercó al ventanal y Ana María quedó a su lado, mirando. Había llovido bastante y el agua cubría el río de parte a parte.
—¿Te das cuenta? —añadió Matías—. Desde aquí, cuando no hace tanto frío, me dedico a pescar en caña.
—Sí, ya lo sé —se anticipó Ana María—. Y a veces el pescado va directamente del río a la sartén…
Matías soltó una carcajada.
—¡Ah, ese Ignacio! ¿Te lo ha contado todo, verdad?
—Todo, no creo; pero sí bastantes cosas… —Ana María hizo un mohín—. Supongo, claro…
—¿Cómo que supongo?
—Todavía no me ha dicho cómo se las arregla usted para ganar siempre al dominó…
El resto de la velada fue feliz, sin el menor incidente, todos y cada uno comportándose de la forma más natural. Carmen Elgazu detectó al instante que Ana María llevaba cadenilla con una cruz colgada del cuello, y Matías, prestando atención a sus pendientes, que brillaban como el sol y a algún que otro gesto de la muchacha andaba rumiando: «Por supuesto, no es de nuestra clase». Esto le preocupó. Pero sólo un momento. El amor —amor, amor— con que miraba a Ignacio y el embobamiento de éste valían más que cualquier especulación dialéctica.
Ignacio había advertido a su madre: «No le digas que hemos instalado una ducha nueva… En cambio, puedes hablarle del teléfono, puesto que ya tiene el número y desde ahora sonará con frecuencia».
Carmen Elgazu no le habló de ninguna de las dos cosas. En cambio, le habló de Eloy, que estaba en la escuela. «Es nuestra mascota particular. ¡Fíjate lo que me regaló el Día de la Madre!», y Carmen Elgazu fue en busca del balón con la firma del entrenador y de los once titulares del Gerona Club de Fútbol.
Ana María se encontró con el balón en las manos e iba dándole vueltas lentamente para observar las firmas. Tenía nociones da grafología y pensó: «Ninguno de éstos ha hecho siquiera el bachillerato». Por fin Ignacio le libró del balón y lo hizo rodar por el pasillo hasta el vestíbulo.
Carmen Elgazu se abstuvo de enseñarle el resto de la casa —cocina, alcoba conyugal, etc.—, pero, en cambio, Matías se empeñó en que viera el futbolín. Fueron a verlo y de pronto Ana María, rodando la vista por aquellas paredes atestadas de libros, con una mesa de buen tamaño y dos camas individuales, preguntó:
—Pero, ¿éste es tu cuarto, Ignacio?
—El mío y el de Eloy… Se puede compaginar el meter goles con el Código Penal, ¿no crees?
Ella le cogió del brazo y asintió.
Sí, Ana María se movió a gusto entre aquellos seres. Comprendió que debería adaptarse a determinadas costumbres; pero esto ya lo sabía de antemano, con sólo tratar a Ignacio. Por lo demás, Matías le pareció mucho más educado que Rosendo Sarró, su padre por la gracia de Dios.
La despedida fue emotiva. Ya en la puerta, de pronto Ana María dio media vuelta y mirando a Matías y levantando el índice dijo:
Caldo Potax
. Matías quedó mudo de asombro hasta que pudo balbucear:
Caldo Potax
…
La ronda se remató en la plaza de la Estación, en el piso de Mateo y Pilar. Todo se produjo con naturalidad, ante la sorpresa de Ana María, quien había imaginado qne Pilar la recibiría de uñas por su íntima amistad con Marta. Pilar había también doblado esta página… Por supuesto, se dedicó a observar a Ana María como Moncho los bichitos en el microscopio. Y dijo para sí: «No es una hija de papá. Es cariñosa y sabrá adaptarse. ¡Y es alegre! No me sorprende que Ignacio la haya preferido. ¡Ah, Marta, qué lástima, qué lástima de su camisa azul!».
Mateo estuvo un poco ausente, lo que molestó a Ignacio. A veces le ocurría esto a Mateo y seguramente provenía de algún problema que le había surgido en los cargos que ostentaba en la Falange. Sin embargo, el ex divisionario hizo un esfuerzo y se fue a la alcoba y regresó con el pequeño César llevándolo en alto como si fuese una bandera.
—¡Ahí tenéis! Es mi mejor condecoración…
Pilar le agradeció estas palabras. Rodearon al crío y los demás temas huyeron por la ventana. A Ignacio siempre le había preocupado que la presencia de un bebé hipnotizara de tal modo a los mayores que éstos olvidaban todas sus ideas y se convertían en seres de puro instinto, meramente zoológicos. Los diminutivos: «¡Ay, qué monada! ¡Qué hermosura de crío! A ver, a ver, ¿cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes?», le habían parecido siempre idiotas. Moncho compartía esta opinión y por ello, de acuerdo con Eva —por ello, y por razones más profundas—, no quiso tener hijos.
La tertulia se acabó. Tiempo tendrían de conversar, de confrontar opiniones, de comentar la guerra, la paz y de censurar la suciedad de Gerona, pese a los esfuerzos del camarada Montaraz. Por de pronto ya se habían conocido, por más que Pilar había visto ya muchas fotos de Ana María —fotos sacadas por Ezequiel— y ya tenía una idea. De Ana María le gustaron especialmente los ojos y la voz. Ana María tenía una voz mate, suave y su marcado acento catalán aumentaba todavía su encanto.
Se despidieron dándose los besos de costumbre. Mateo ayudó a Ana María a ponerse el abrigo de pieles. Y en cuanto estuvieron fuera Mateo dijo escuetamente: «Aprobado».
Pilar respiró. Sin embargo, le preguntó:
—¿Se puede saber por qué estabas un poco ausente? Ignacio, por supuesto, se ha dado cuenta…
Mateo se sentó en la mecedora que perteneció a don Emilio Santos.
—He recibido malas noticias. Me ha llamado por teléfono Núñez Maza… Le ha escrito una carta a Franco dimitiendo de su cargo de consejero nacional y poniendo al Régimen a parir. Y parece ser que el castigo será desterrarlo a cualquier sitio inhóspito, cuando lo que él necesitaría sería descansar y reponerse de su enfermedad.
EL PRONÓSTICO SE CUMPLIÓ. Núñez Maza, al regresar de la División Azul, escribió efectivamente una carta, muy meditada, al Caudillo, diciéndole que los muertos de la División Azul hubieran podido ser muchos menos si el mando alemán no les hubiera escamoteado la aviación. Al margen de esto, al regresar se había encontrado con una Falange rotundamente desviada de los principios de José Antonio, en los que predominaba sobre cualquier otro capítulo la redención del trabajador. España se había convertido en un país oligárquico, con una minoría que ostentaba el poder y se repartía las prebendas y una mayoría que vivía de nabos y zanahorias y empeñaba el alma en los Montes de Piedad.
Él, como camisa vieja y como ex divisionario, no podía permanecer impasible ante semejante traición. Consideraba un deber exponérselo al Caudillo de España, fuera cual fuera la decisión que éste tuviera a bien tomar. Era posible que España, maltrecha y cansada después de la guerra civil, aclamara a Su Excelencia en los viajes; pero se estaba incubando un profundo descontento, aparte de que la visión global del mundo, del meollo de la sociedad, aconsejaban el pluralismo, en contra del decálogo de las naciones del Pacto Tripartito. Los alemanes perderían la guerra —él lo vio con claridad en Rusia—, y entonces las democracias pasarían factura y lo que pudo haber sido la culminación fáustica de una gesta histórica —la guerra civil—, podría convertirse en un «Sálvese quien pueda», y que de nuevo y para siempre las de perder recaerían posiblemente sobre los menos responsables. «Sin más que añadir le presento. Excelencia, mis respetos. Luché en las filas de la Falange inicial, y volvería a hacerlo; pero yo esperaba que la doctrina de José Antonio no sería enterrada con él». Firmado: Alejandro Núñez Maza.
Según el camarada Salazar, quien había regresado ya de Rusia y que llamó por teléfono a Mateo, Franco dudó entre mandar a Núñez Maza al paredón o desterrarlo. Por fin lo desterró a Ronda, siempre teniendo en cuenta el clima, que podía serle beneficioso para su recuperación. Núñez Maza era un poco una figura mítica dentro del Movimiento y Franco no quiso fabricar otro héroe. Bastante le pesaba José Antonio, puesto que seguía vigente la tesis de que se negó a canjearle durante la guerra civil.
Salazar dio a entender a Mateo que personalmente él no estaba en absoluto de acuerdo con la postura adoptada por Núñez Maza. «Cuando me enseñó la carta discutí violentamente con él. Lo lamenté mucho. Considero que su acto es una rebelión y no comprendo qué mosca le ha picado para venir ahora con el pluralismo y la democracia. España, y él lo sabe, ha hecho ya esta prueba en distintas etapas de su historia y el desenlace ha sido siempre fatal. Cierto que hay muchas cosas que deben mejorarse, pero hay que hacerlo desde dentro, como pretendo hacerlo yo y como supongo piensas hacerlo tú en tu querida Gerona».