Me guardé la pistola en la chaqueta, recogí los papeles que había sobre la mesa y me largué. A medio camino, en el mismo comedor, me desplomé llevándome por delante una mesa, un gran florero y cien pavos en flores.
A las tres de la mañana, rígido como el hielo, yacía boca arriba en la cama de la habitación.
Había hablado tanto con los gerentes del hotel como con la policía local, que se mostró comprensiva, aunque insistió en que debía renunciar a la pistola durante el resto de mi estancia allí. Les conté lo del funeral. Yo tenía licencia para llevar un arma escondida, lo cual les sorprendió. Pero precisaron, con razón, que la licencia no decía que pudiera ir blandiéndola por los bares a mi antojo. Los papeles de la oficina de Davids, los que decían que yo ahora tenía 1,8 millones de dólares en efectivo, fueron cuidadosamente depositados en la calefacción para que se secaran. Ya no estaba enfadado con nadie. Al parecer, que las últimas voluntades y el testamento de mi padre olieran a cerveza derramada tenía su efecto, ciertamente.
Después de un rato rodé hasta el teléfono, lo descolgué y marqué un número. Dio seis señales y luego saltó un contestador. Una voz que conocía mejor que la mía dijo que el señor y la señora Hopkins lamentaban no poder atender el teléfono, pero que dejara un mensaje. Les tenía de nuevo conmigo.
A las diez de la mañana siguiente, pálido y arrepentido, me encontraba a la entrada de la casa de mis padres. Llevaba una camisa limpia. Había comido algo para desayunar. Me había disculpado con cuantos me tropecé en el hotel, hasta con el muchacho que limpiaba la piscina. Estaba admirado de no haber tenido que pasar la noche en una celda. Y hecho una mierda.
La casa quedaba casi al final de un camino estrecho y empinado, en el lado de montaña de la principal zona residencial de Dyersburg. Me sorprendió un poco aquel lugar cuando se mudaron. La parcela era de un tamaño decente, alrededor de medio acre, con un par de viejos árboles que hacían sombra al lado de la casa. La bordeaban propiedades de dimensiones parecidas, hogares de amables tardo-victorianos a los que no parecía obsesionarles demasiado la pintura de exteriores. Un cuidado seto marcaba el límite de la propiedad por ambos lados. Mary vivía en la casa contigua y no era rica, ni mucho menos. Un profesor de instituto y su mujer, con estudios de posgrado, se habían mudado hacía poco al otro lado. De hecho creo que mi padre les vendió la casa. Gente decente, también, pero con toda probabilidad lejos de poder bañarse en champán. El edificio en cuestión tenía dos pisos, un gracioso porche todo alrededor, un taller en el sótano y un garaje en la parte trasera. Era, sin lugar a dudas, una casa hermosa, bien acabada, en un buen vecindario. No te quejarías si te la regalaban. Pero tampoco era para que en
Casas de ricos y famosos
se murieran de ganas de dedicarle un programa especial.
Saludé por encima de la verja por si Mary estaba mirando por la ventana, y avancé despacio a través del camino. Tenía la sensación de que me acercaba a una impostora. El verdadero hogar de mis padres, donde yo me crié, quedaba muy lejos en el tiempo y a mil millas hacia el este. Nunca regresé a Hunter's Rock después de que mis padres se mudaran, pero recordaba aquella casa como la palma de mi mano. Tal vez la disposición de sus habitaciones definió para siempre mi concepción del espacio doméstico. La que tenía delante era como una segunda esposa que hubiera llegado demasiado tarde para que los hijos la contemplaran con algo más que una cordialidad distante.
Había un cubo de basura galvanizado a un lado de la puerta, con la tapa medio levantada debido a la bolsa llena depositada en su interior. No había periódicos en el porche. Supuse que Davids también habría venido a echar un vistazo. Era lo correcto, pero eso producía la impresión de que la casa entera tuviera ya un dedo de polvo. Saqué del bolsillo aquellas llaves tan poco familiares y abrí la puerta.
Había tanto silencio ahí dentro que la casa parecía latir. Recogí las pocas cartas que había, propaganda en su mayor parte, y las puse en una mesita lateral. Luego, durante un rato, me paseé de habitación en habitación, contemplando todo lo que había. Parecía una de esas exposiciones que se organizan antes de celebrar un mercadillo en el vecindario, cada objeto llegado de una casa distinta y con un precio muy por debajo de su valor. Incluso las series de objetos —los libros del estudio de mi padre, la colección que tenía mi madre de cerámica inglesa de los años treinta, perfectamente alineada sobre el tocador de madera de pino— parecían herméticamente selladas, inaccesibles para mi tacto y para el tiempo. No tenía ni idea de qué hacer con todo aquello. ¿Ponerlo en cajas y guardarlo en algún lugar para que juntara polvo? ¿Venderlo y quedarme con el dinero o donarlo a alguna causa justa? ¿Vivir en medio de aquel decorado aun sabiendo que todos esos objetos iban a parecerme siempre de segunda mano?
Lo único que podía tener un mínimo de sentido era dejarlo todo donde estaba, salir de la casa y no volver nunca más. Aquella no era mi vida. No era la vida de nadie, ya no. Aparte del retrato de boda en el recibidor, ni siquiera había fotografías. Nunca hacíamos fotos en la familia.
Al final terminé volviendo al salón. Daba al jardín por el lado de la carretera, y tenía grandes y amplias ventanas que conferían a la fría luz del exterior una nota de calidez. Había un sofá y una butaca con distinguidos estampados a juego. Un televisor de formato panorámico sobre un mueble con puertas de vidrios ahumados. También estaba ahí la silla de mi padre, una antigualla labrada de madera oscura y tapizado verde, la única pieza del mobiliario que habían traído de la casa anterior. Sobre la mesa de centro, una biografía nueva de Frank Lloyd Wright, con la página donde se había quedado mi padre señalada con un comprobante de compra de Denford's Market. Ocho días antes, uno de los dos había comprado embutidos variados, un pastel de zanahoria (curioso), cinco botellas grandes de agua mineral, leche desnatada y un botellín de vitaminas. Quizá, más tarde me las tomara yo mismo.
Mientras tanto, estuve sentado en la silla de mi padre. Deslicé las manos por el relieve desgastado de los apoyabrazos, luego las dejé caer sobre mi regazo.
Y durante un buen rato, con terrible congoja, lloré.
Mucho después recordé una velada de tiempos atrás. Yo debía de tener diecisiete años y vivíamos en California. Era viernes por la noche y había quedado con mis colegas de entonces en un bar que había en una carretera secundaria, justo a las afueras del pueblo.
El Lazy Ed's era una caja de zapatos con aparcamiento delantero que parecía diseñada por los mormones para que beber no solo pareciera irreligioso, sino aburrido, triste e irremediablemente desesperado. Ed sabía que no estaba en situación de ser demasiado exigente con lo de las edades legales, así que cuando íbamos por allí no nos ponía ningún problema y nos daba monedas para el billar y la máquina de discos: Blondie, Bowie y el Bruce Springsteen de los viejos y buenos tiempos, la época dorada de Molly Ringwald y de los colores a lo Mondrian. Nuestros hábitos de jóvenes colgados le parecían estupendos.
Mi madre había ido a casa de una amiga suya, a hacer lo que sea que hacen las mujeres cuando no hay hombres cerca que monopolicen el espacio y pongan cara de aburrirse. A las seis de la tarde, papá y yo estábamos sentados en la gran mesa de la cocina, comiéndonos la lasaña que mamá nos había dejado en la nevera y procurando no probar la ensalada. Mi cabeza estaba en otras cosas. No tengo la menor idea de en qué exactamente. Me cuesta tanto regresar a la mente de mi propio yo a los diecisiete años como adentrarme en el cerebro de un nativo de Borneo.
Pasó un rato antes de que advirtiera que mi padre ya había terminado y me miraba.
—¿Qué? —dije en un tono bastante afable.
Él apartó su plato.
—¿Vas a salir esta noche?
Yo asentí despacio, lleno de desconcierto adolescente, y seguí engullendo.
Puede que entendiera perfectamente lo que me estaba preguntando. Pero no lo comprendía, del mismo modo que no comprendía por qué quedaba un montoncito de ensalada en su plato relamido. A mí no me apetecía aquella porquería verde, así que no me serví. A él tampoco le apetecía, aunque se sirvió un poco, a pesar de que mamá no estuviera ahí para verlo. Ahora comprendo que el montón que había en el bol de la ensalada tenía que disminuir, o si no, cuando llegara mi madre, empezaría con el rollo de que no comemos como es debido. Echar directamente un poco a la basura le habría parecido deshonesto, mientras que si pasaba cierto tiempo en el plato —es decir, en efecto, como parte del menú de mi padre— estaba bien. Pero si miro atrás, confieso que aquello me parecía inexplicablemente estúpido.
Terminé y descubrí que mi padre todavía estaba ahí sentado. Eso no era propio de él. En general, una vez se terminaba una comida, era todo movimiento. Pon los platos en el lavaplatos. Saca la basura. Haz el café. Haz lo que sea que venga a continuación. Corta la maldita chuleta.
—¿Y qué vas a hacer tú? ¿Ver la tele? —le pregunté haciendo un esfuerzo. Me sentí muy adulto.
Se levantó y apartó el plato a un lado. Hubo un silencio y luego dijo:
—Me estaba preguntando...
Aquello no parecía muy interesante.
—¿Preguntando el qué?
—Si te gustaría echar un par de billares con este vejestorio.
Me quedé mirándole mientras me daba la espalda. El tono de su interrogatorio no encajaba en absoluto con su seguridad habitual, en especial ese empalagoso intento de infravalorarse. Me costaba creer que pensara que yo iba a tomarme en serio aquel engaño. Mi padre no era ningún vejestorio. Hacía footing. Se merendaba a tipos más jóvenes que él cuando jugaba al tenis o al golf. Además, era la última persona en el mundo a la que me hubiera imaginado jugando al billar. Si dibujarais un diagrama de Venn con los círculos «gente con aspecto de jugar al billar», «gente con aspecto de quizá jugar» y «gente con aspecto de no jugar pero tal vez sí», mi padre quedaría en otra página. Aquella noche vestía, como tan a menudo, unos pantalones chinos de color marrón pálido, perfectamente planchados, y una fresca camisa de lino blanco, ninguna de estas prendas comprada en un negocio masivo al estilo de The Gap. Era alto y moreno, con el pelo canoso y el tipo de estructura ósea que predispone a la gente a votarte. Tenía el aspecto que se exige para recostarse en la barandilla de un yate de buenas dimensiones en la costa de Palm Beach o en Júpiter Island y hablar sobre arte. Muy probablemente sobre ciertas obras de arte que intentara venderte. Por otro lado, yo llevaba los Levi's negros reglamentarios y una camiseta también negra. Ambas prendas con aspecto de haber sido empleadas recientemente para hacer unos ajustes en el motor de un coche. Y seguramente con un olor a juego. Papá debía de tener su olor habitual, cosa de la cual yo entonces no me percataba, pero que ahora puedo evocar tan claramente como si lo tuviera a mis espaldas: un olor seco, limpio, correcto, como de leña recién cortada.
—¿Quieres ir a jugar al billar? —pregunté para comprobar que no era yo quien había perdido el juicio.
Se encogió de hombros.
—Tú madre no está. No dan nada en la tele.
—¿Y no tienes ningún vídeo de reserva?
Aquello era inconcebible. Papá tenía una relación con el video-casete comparable a la que algunos padres mantienen con ciertos sabuesos viejos y consentidos; estantes enteros llenos de cintas perfectamente etiquetadas en su estudio. Ahora yo haría lo mismo, ni más ni menos, si, por supuesto, viviera en algún lugar en particular. Las marcaría con códigos de barras si tuviera tiempo. Pero en aquel entonces ese rasgo suyo era el que más me recordaba a la policía de los estados fascistas.
No contestó. Limpié los restos de mi propio plato haciendo, sin pensarlo, un muy buen trabajo, pues atravesaba una edad en la que me era difícil demostrar mi amor por mi madre, y asegurarme de que la porquería no atascara su precioso lavavajillas era algo que podía hacer sin que nadie se percatara de ello, ni siquiera yo mismo. No quería que papá viniera al bar. Tenía mi rutina. Disfrutaba del trayecto en coche hasta allí. Era mi momento. Además, los chicos lo encontrarían raro. Era raro, por amor de Dios. A mi colega Dave le iba a estallar el tarro en cuanto llegara, fliparía si me veía ahí plantado junto a un representante de todo lo que nos parecía autoritario, intolerante y casposo.
Le miré preguntándome cómo podía explicárselo. Los platos estaban todos ordenados, lo que quedaba de la ensalada, de vuelta a la nevera. Papá le había pasado un trapo a la mesa. Si a un equipo de científicos forenses le diera por hacer una redada nocturna en el lugar e intentara encontrar pruebas de actividad ingestiva de alimentos, se llevaría un chasco. Maldita sea, aquello me sacaba de quicio. Pero cuando dobló el trapo y lo colgó en el tirador del horno, por primera vez en mi vida tuve el presentimiento de lo que sentiría, en serio, casi veinte años después, el día en que estuviera sentado en su silla, con las mejillas empapadas en llanto, en una casa vacía de Dyersburg. Me di cuenta de que su presencia no era ningún hecho inevitable; de que un día habría demasiada ensalada en ese bol y que los trapos quedarían sin doblar.
—Bueno, vamos —dije.
Enseguida me puse a pensar en cómo iban a reaccionar los otros chicos, y le apresuré para que saliéramos con cuarenta minutos de antelación. Supuse que aquello nos daría como una hora de margen antes de tener que vernos con nadie, pues los muchachos siempre llegaban tarde.
Fuimos en coche hasta Ed's, papá sentado en el asiento del pasajero y sin hablar demasiado. Cuando nos detuvimos frente al bar, él miró por la ventanilla.
—¿Ahí es donde vais?
Dije que sí, un poco a la defensiva. Él soltó un gruñido. Mientras cruzábamos el aparcamiento se me ocurrió que apareciendo con mi padre acentuaría cualquier duda que pudiera tener Ed sobre mi edad, pero era demasiado tarde para dar media vuelta. Tampoco es que nos pareciéramos demasiado. Quizá Ed pensara que papá fuera algún tipo mayor conocido mío. Un senador, o algo así.
Adentro no había casi nadie. Un par de viejos pedorros que no conocía se apoyaban en una mesa de la esquina. El lugar no se animaría hasta más tarde, y aun así con una vitalidad precaria, bastaba con dos malas elecciones consecutivas en la máquina de discos para que se amuermara sin remedio. Mientras esperábamos en el mostrador a que Ed saliera tranquilamente, papá se apoyó de espaldas a la barra y echó un vistazo alrededor. No había mucho que ver. Taburetes desvencijados, una capa de venerable polvo, una mesa de billar, penumbra interior y luces de neón. Yo no quería que le gustara el lugar. Por fin apareció Ed, y sonrió al verme. Normalmente me tomaba la primera cerveza sentado y charlaba con él de cualquier cosa, y quizá confiaba en que aquella noche también fuera así.