CINCO
¿Pero qué ocurriría si existiera una explicación
sensata
para el irracional sinsentido de la existencia de los asesinos seriales? ¿Si todo el asunto fuera algo más que una vocación rara y alternativa? ¿Si existiera un patrón histórico y sociológico que determinan sus movimientos?
Es ahí donde entra Michael Marshall y su
Trilogía de los hombres de paja
, cuya primera entrega es este libro que sostienen en su dentro de muy poco temblorosas manos.
Porque lo que hace Marshall en
Los hombres de paja
—y en sus continuaciones
Los muertos solitarios
y
La sangre de los ángeles
, a ser publicadas en esta misma colección— es algo similar a lo que en su momento hizo Anne Rice por los vampiros:
[1]
dotar a los asesinos en serie de una historia y una razón de ser, de una mística y hasta de una férrea legislación y un práctico manual de instrucciones. De este modo a Marshall no le interesa tanto lo que el monstruo hace sino lo que hace al monstruo.
De acuerdo: conocemos las génesis personales y privadas y literarias de gente como el sheriff Lou Ford de Jim Thompson, del Norman Bates de Robert Bloch, del Tom Ripley de Patricia Highsmith, de la Annie Wilkes de Stephen King, del Martin Plunkett de James Ellroy, del Chaingang del Rex Miller, de la Catherine Trammell de Sharon Stone, del Patrick Bateman de Bret Easton Ellis, del Dick Dart de Peter Straub, del Junior Cain de Dean Koontz, de la Gretchen Lowell de Chelsea Cain, del Antoine Leng Pendergast (alias Enoch Leng) y del Diógenes Dagrepont Bernoulli Pendergast de Douglas Preston & Lincoln Child, y del Dexter Gordon de Jeff Lindsay entre muchos otros.
Pero nada sabemos del impulso ancestral, del Big Bang de la cuestión, del principio de todas las cosas, de cómo y por qué se derramó la primera sangre.
El inglés Michael Marshall —nacido en Knutford, Chesire, 1965, y respetado autor de ciencia-ficción bajo el nombre de Michael Marshall Smith— adoptó una nueva personalidad para oír ese latido ancestral y diagnosticar que está más sano y más peligroso que nunca. Y Michael Marshall tiene perfectamente claro que el ascenso de la figura del asesino en serie a la categoría de casi héroe probablemente sea la innovación más trascendental dentro del
thriller
desde que —en el decir de Raymond Chandler— Dashiell Hammett «sacó el crimen del jarrón veneciano y lo arrojó de vuelta a la calle». Así que no se conforma con la simple invención de una criatura monstruosamente simpática. Tampoco opta por el revisionismo histórico de antepasados ilustres como el chino Liu Pengl, el francés Gille de Rais, el indio Behram, el británico Jack El Destripador o el ruso Andrei Chikatilo.
Lo que le interesa a Marshall es el linaje Made in USA de la especie.
Solo en un país como Estados Unidos —lugar de mayor concentración de «profesionales» por metro cuadrado— puede existir algo como The Serial Killer Clothing Company (sí: usted puede vestirse como su asesino serial favorito) o numerosos
sites
que te permiten
saber
«con cierta seguridad» si hay algún asesino en serie entre tus conocidos (darse una vuelta por el test
Conozca sus posibilidades de ser una víctima de un asesino múltiple
y responder a preguntas como: ¿Cuan cerca vive de la frontera mexicana?, ¿Practica aerobics con frecuencia?, ¿Alguno de sus familiares adopta un alias cuando se encuentra deprimido?) o pujar
on line
por las cada vez más valiosas pinturas de payasos firmadas por John Wayne Gacy.
Y, sí, solo de un país como Estados Unidos puede haber surgido alguien como El Hombre de Pie.
SEIS
El Hombre de Pie es la figura inolvidable y totémica y ominosa alrededor de la cual Michael Marshall pone a bailar la
Trilogía de los hombres de paja
.
Trilogía que arranca con un tiroteo en un McDonalds de pueblo chico y concluye, dos libros más tarde, con uno de los más literalmente explosivos finales que se recuerden.
Entre un extremo y otro se mueven —y corren y son perseguidos— un trío de personajes sueltos que no demoran en encontrarse y saberse malditos y condenados a luchar o morir: Ward Hopkins (alguna vez analista para la CIA quien descubre que su pasado y el de su familia no era exactamente tal como se lo habían contado), Nina Baynam (agente del FBI que bien pudo haber tenido a John Douglas como mentor) y John Zandt (un torturado ex detective de homicidios de Los Angeles empeñado en vengarse del psicópata que se llevó para siempre a su hija) que funciona como una versión golpeada y vencida de John Douglas. Alguien que —más allá de todo estudio científico— ha comprendido de la peor manera posible que «Los asesinos en serie no son espeluznantes en y por sí mismos. Lo espeluznante es darse cuenta de que se puede ser humano sin sentir como lo hacen el resto de seres humanos».
Y los tres —Hopkins, Baynam y Zandt— han leído algo llamado EL MANIFIESTO HUMANO.
Y los tres comprenden que, detrás de todos esos asesinos en serie actuando de manera supuestamente independiente, hay un impulso común, una necesidad de volver a ser los ágiles cazadores que alguna vez fuimos y de exterminar a todos esos torpes granjeros en los que nos hemos convertido. Sépanlo: para El Hombre de Pie y los Hombres de Paja nosotros no somos más que ganado engordado, ofrendas a sacrificar para alimentar la pasión de una nueva cruzada.
De este modo,
Los hombres de paja
y sus secuelas —que ya han sido adaptadas al cómic y próximamente llegarán al cine— son varias cosas y son todas cosas buenas: policial sangriento,
thriller
sociológico, tratado corporativo, novela histórica, intriga conspirativa, vertiginosa
road novel
, conjetura antropológica, paranoia virósica y expediente X ultra-clasificado.
[2]
Y poco más que decir y en realidad, tanto que decir.
Pero de lo que aquí se trata es, nada más, de abrir la puerta. A ustedes, ahora, les corresponde entrar a la casa de los recientemente fallecidos padres de Ward Hopkins.
Y encontrar y leer
esa
nota.
Y después ver
ese
video.
Y recordar aquellas palabras del asesino en serie Ted Bundy: ellos están en todas partes, son nuestros seres queridos, y así muchos no viviremos para contar el cuento.
Queda el consuelo entonces de esta gran historia —la historia de
Los hombres de paja, Los muertos solitarios
y
La sangre de los ángeles
— que nos cuenta Michael Marshall antes de que sea demasiado tarde.
Ya saben, ya han sido informados:
«Los que Maten serán Libres.» Y saludos al pobre John Douglas, quien jamás imaginó esa —esta— verdad que sigue estando ahí afuera, al acecho, eligiendo entre nosotros a su muy próxima y tan indefensa presa. Algo y alguien que tal vez, cualquier día de estos, se acercará a nosotros, espiará el título del libro que estamos leyendo y, con una sonrisa encandiladora, nos dirá: «Michael Marshall es mi autor favorito.
Los hombres de paja
. Gran novela. Pero me temo que no tendrás tiempo de terminarla. ¿Quieres que te cuente el final?».
Palmerston, Pensilvania
Palmerston no es un pueblo grande, ni parece que esté en su mejor momento. Simplemente está ahí, como un jalón junto al camino. Tiene un pasado y hubo un tiempo en el que tenía un futuro, pero resultó al fin que su futuro no implicaba gran cosa, salvo estar cada vez más amodorrado y cubierto de polvo, más lejos de las grandes líneas de la historia: un grifo atascado al final de una cañería oxidada, que algún día estará tan agujereada que ya no le llevará ni una gota de agua.
La ciudad se encuentra a orillas del río Allegheny, a la sombra de poderosas colinas y tiene más árboles de los que se podrían contar a no ser que se tenga mucho tiempo o se esté más loco de lo habitual. Antes el ferrocarril pasaba cerca, justo al otro lado del río, pero a mediados de los setenta cerraron la estación y se llevaron la mayor parte de las vías. De todo eso no queda más que el recuerdo y un mediocre museo que ya ni siquiera los chicos de la escuela visitan demasiado a menudo. De vez en cuando algún turista entra y se da un paseo, contempla con perpleja indiferencia unas cuantas fotografías marchitas de lo que ya no existe, y luego decide volver al coche y ganar tiempo.
El pueblo se levanta alrededor de un cruce en forma de una T desvaída por callejones que no parecen tener muy claro su propósito. En la intersección principal hay una iglesia de madera, con la pintura ahora desconchada, pero que todavía resulta hermosa contra un cielo de frío azul. Si se dobla a la izquierda, como se hace para dirigirse hacia el oeste por la carretera cuando se tiene la intención de ir a echar un vistazo al pantano de Allegheny —y esa es casi seguro la única razón por la que uno atravesaría el pueblo— se llega a la calle principal. Ahí se encuentran unos pocos bancos y comercios, las ventanas de los primeros anónimas y reflectantes, y las de los segundos, necesitadas de una buena limpieza, repletas de reliquias de escaso valor. La indolente disposición de los escaparates sugiere que los objetos en cuestión tendrán todo el tiempo del mundo para aumentar de precio sin cambiar de lugar. En la acera de la calle orientada al norte, en una gran parcela, se levanta una hermosa casa de estilo Victoriano. Ha permanecido vacía durante algunos años, y aunque la mayor parte de las ventanas aún está intacta, tienes más desconchones que la iglesia, y algunas tablas de madera empiezan a desprenderse.
Si se tiene hambre, hay muchas probabilidades de terminar en el McDonald's que queda en esa misma calle, un poco más lejos, justo después del Museo del Ferrocarril. La mayoría de la gente lo hace. Palmerston no es un mal lugar. Es tranquilo, y la gente es amable. Un rincón agradable, con poca criminalidad y cerca del Parque Forestal Susquehannock. Puedes nacer, criar a tus hijos y morir ahí sin sentir que el destino haya sido particularmente injusto contigo.
Lo malo es que no hay mucho que hacer mientras tanto.
A la hora de comer del miércoles 30 de octubre de 1991, el McDonald's estaba muy lleno. La mayor parte de las mesas tenían quien las ocupara, y había cuatro filas amontonadas frente al mostrador. Dos niñas de seis y cuatro años a las que su madre había decidido invitar, exigían con vehemencia McNuggets de pollo. Los demás contemplaban los paneles del menú con el debido respeto. Había tres forasteros, un día señalado para la industria turística de Palmerston. Uno era un hombre de mediana edad que vestía traje y se había sentado solo en una mesa de la esquina. Se llamaba Steve Harris, y viajaba de regreso a Chicago después de una larga expedición comercial que había resultado muy decepcionante. La torre de estilo italiano de la casa victoriana quedaba bien a la vista desde su asiento, y el hombre pensaba en aquel edificio mientras masticaba, admirado de que nadie se hubiera tomado la molestia de reclamar aquella propiedad y restaurarla.
Los otros dos eran una pareja de turistas ingleses, sentados por casualidad en la mesa de al lado. Mark y Suzy Campbell no habían desayunado para poder recorrer doscientas millas por la mañana y estaban más que dispuestos a comer algo. Les hubiera gustado encontrar alguna cafetería pintoresca, pero después de una lenta pesquisa por el pueblo se metieron en la hamburguesería por eliminación. Acurrucados a la defensiva el uno junto al otro mientras mascaban sus sándwiches, descubrieron, primero con alarma, y luego medio complacidos, que se habían sentado junto a un nativo que hablaba. Se llamaba Trent, era alto, de unos cuarenta años y con una hermosa melena cobriza. Al escucharles decir que hacían la travesía de costa a costa, asintió con distante aprobación, como si le hablaran de una proeza comprensible pero no deseable, lo mismo que coleccionar cajas de cerillas, escalar montañas o tener un empleo. Estaba familiarizado con Inglaterra como concepto, y le atribuía una enorme cantidad de historia y una próspera industria de música rock, ambas cosas dignas de su apoyo.
Al final la conversación se fue apagando, encallada en los bajíos de las experiencias comunes. A Suzy, después de haberse alegrado por el encuentro, aquello la decepcionó un poco. Mark estaba pensativo, pues quería hacer algunas compras. En el hotel donde habían pasado la noche anterior, el camarero había empleado cierto tiempo escrutando las ondas de radio en busca de algo que pudiera sonar a todo volumen. Por accidente tropezó con una emisora de música clásica y, durante un breve y maravilloso instante, un fragmento de las
Variaciones Goldberg
había inundado el bar. Mark se había imaginado a un tipo solitario al frente de aquella emisora, perdida en las montañas y con la puerta atrancada contra acechantes hordas armadas hasta los dientes con «los discos de Garth Brooks. La música de Bach permaneció en la mente de Mark durante horas, mientras sonaban baladas dulzonas en las que se contrastaba la fragilidad del matrimonio con la fidelidad de los perros; así que se decidió a comprar un CD para ponerlo en el coche. En Palmerston no había ninguna tienda de música clásica.
La charla con Trent representó un breve e imprevisto retraso para los Campbell. Sin él, habrían salido por la puerta del establecimiento a las 12.50. A Suzy le apetecía fumar, cosa que los carteles de la pared prohibían con directas, tajantes e inequívocas frases y con una iconografía reconocible en todo el mundo. Steve Harris no tenía ninguna prisa particular, y hubiera estado allí de todos modos, contemplando todavía aquella casa con parcela propia y preguntándose vagamente cuánto podría costar.
A las 12.53 una mujer gritó en medio del restaurante.
Fue un sonido breve, enérgico, que solo podía indicar urgencia. Inconscientemente, la gente se apartó del lugar, creando un vacío en el pasillo central. Se hizo evidente que dos hombres —uno de menos de veinte años, el otro de unos veinticinco, ambos con largos abrigos— eran el centro de atención de aquella mujer. Muy pronto quedó igual de claro que ambos llevaban rifles semiautomáticos.
De repente, la luz del lugar se hizo muy brillante; los sonidos, anormalmente claros y contundentes, como si de golpe se hubiera disipado una bruma soporífera. Cuando estás sentado en un McDonald's un día de diario a la hora de comer, con un café que apenas alcanza la temperatura que te permite tomártelo, y te das cuenta de que ha caído la noche sobre el claro cielo azul, el tiempo se desliza en un breve remanso de lucidez. Como el largo segundo que precede al impacto en un accidente de coche, ese hiato no está ahí para ayudarte. No es una vía de escape, ni un regalo de Dios, y no alcanza más que para tener ocasión de saludar a la muerte y preguntarte qué le llevó tanto tiempo.