Los hombres de paja (45 page)

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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

BOOK: Los hombres de paja
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Nina hizo que no con la cabeza.

—John registrará todas las casas. Tardarán un rato, aunque no encuentren nada. Sobre todo si no encuentran nada. Y el ruido venía de delante, no de atrás.

Él asintió.

—Ward me matará si descubre que te he dejado aquí sola, pero voy a tener que ir a echar un vistazo.

—Yo no se lo diré si tú no se lo dices, aunque no tardes.

Bobby comprobó que su pistola estaba cargada, y luego se dejó caer hacia la pared. Se desplazó pegado a ella tan agachado como pudo. Cuando llegó a la puerta principal, asomó la cabeza con mucho cuidado. El suyo seguía siendo el único coche de la parcela. No había rastro de nadie más, así que pensó en quedarse donde estaba.

Pero entonces oyó algo otra vez. No fue un ruido fuerte, pero sin duda tampoco causado por los elementos. No era rumor de lluvia, sino un chasquido mecánico, breve y aislado. Sonó como si procediera de arriba, del otro lado del aparcamiento, cerca del segundo edificio.

—¿Qué es eso?

Ahora que nadie la veía, Nina se permitía ser más consciente del dolor. Por eso tenía la mente confusa y la voz le salió quebrada.

—No lo sé —dijo él. Se giró para comprobar que Nina estuviera bien escondida en las profundidades del enorme sillón. Era lo mejor que podía hacer—. No dejes de apretarte la herida.

Todavía agachado, abrió la puerta. Entró una ráfaga de aire muy frío, que trajo consigo el ruido de la lluvia.

El resto de la casa estaba vacío. Cuatro dormitorios, comedor, biblioteca, lo que debió de ser una habitación para la música. Vacía y bien vacía. Libre de cualquier señal de identidad, a pesar de que estaba claro que allí había vivido gente hasta hacía muy poco. Ward y Zandt regresaron a la escalera principal, esta vez menos preocupados por el ruido, y avanzaron hasta la parte posterior del primer piso. Ahí había una segunda y espaciosa habitación vestíbulo, algo más convencional que la de la parte delantera. Una franja horizontal de ventanas mostraba una hectárea de jardín silvestre. Ward volvió a poner el seguro en su revólver.

—¿Siguiente casa?

Estaba claro que en aquella no había nada que pudiera interesarles. No le importaba ayudar a aquel tipo a encontrar el cuerpo de la chica si así lo quería, pero a él lo que le interesaba era encontrar a uno o dos miembros de los Hombres de Paja con vida. Y sentarlos en una silla, e invitarles a que le explicaran unas cuantas cosas. Sin embargo, eso no parecía probable. Allí no, al menos. No podía fijar su atención en nada más.

—Echaré un vistazo afuera —dijo Zandt—.Y luego supongo que sí. Aunque esto no tiene buena pinta.

Abrió la puerta que había en mitad de la franja de ventanas y desapareció bajo la lluvia. Ward salió detrás de él, pero se quedó junto a la pared. Ahora sospechaba que Nina estaba en lo cierto: tal vez ese tal Wang había acelerado las cosas, pero la evacuación había empezado justo después de que Ward le hubiera dado la tunda a Chip tras su primera excursión a Los Salones. La había cagado, en otras palabras. Les había dado tiempo para escapar. No esperaba que reaccionaran así. Estaban fortificados. Eran ricos; esa era su tierra. Pero aun así seguía dándole vueltas. Aunque no lo habían discutido, sospechaba que también Zandt le echaba la culpa. Los ojos de aquel hombre tenían una mirada cada vez más indómita.

Mientras escuchaba el rumor del otro revolviéndolo todo a oscuras, se fijó en un largo cable que reseguía la base de la pared. Venía del otro lado de la esquina y parecía semienterrado junto al muro. Una línea eléctrica, o algo así. Tal vez el tan cacareado acceso a internet con ADSL. Estaba a punto de echarle una ojeada cuando Zandt profirió un repentino ruido ronco.

Ward se apresuró hacia el jardín. Zandt estaba de pie justo en el medio, muy derecho.

—¿Qué? Zandt no dijo nada solo señaló.

A primera vista Ward no entendió a qué se refería, pero luego advirtió que un pedazo del terreno parecía un poco elevado. Se acercó y lo observó desde arriba. Se pasó la lengua por los labios.

—Supongo que ahí debajo hay una mascota o algo así.

Zandt se limitó a negar con la cabeza, y Ward advirtió que el hombre no había bajado el brazo todavía. Señalaba otro punto.

Hacia otro montículo.

—Oh, Dios —dijo Ward con la voz ahogada en la garganta—. Mira eso. —Desde donde estaba podía ver, ahora que los buscaba, otros montículos. Dispuestos en tres breves filas. Doce en total.

Zandt cayó de rodillas y cavó en la tierra que formaba el montículo más próximo. La hierba resbalaba entre sus dedos, pero aún así logró arrancar un manojo. Debajo había una capa de tierra húmeda y dura. Ward se agachó para ayudarle, y ambos excavaron y removieron el suelo. Costaba avanzar y tardaron tres minutos en tropezar con algo más que no fuera tierra. El hedor se hizo insoportable. Ward retrocedió, pero Zandt aún extrajo un par más de puñados de tierra antes de abandonar de repente.

—Necesitamos una pala —dijo Ward.

—Lo que haya en estos agujeros estará muerto. Sarah tiene que estar viva en alguna parte.

—Vamos, tío; estará en una de estas tumbas.

Zandt avanzaba ya con paso firme hacia la casa. Ward le siguió procurando evitar los montículos, aunque se dio cuenta de que tenía que haber pisado al menos uno cuando salió al jardín.

De nuevo adentro, Zandt se fue derecho al primer recibidor.

—Vamos a tener que mirar otra vez —dijo—. Estoy seguro de que nos hemos dejado algo.

—No sé dónde —replicó Ward.

—Entonces empecemos por aquí.

Se separaron, cada uno hacia un lado de la habitación; giraron estanterías, movieron muebles. Ward pronto se persuadió de que allí no había nada, pero a Zandt nadie le iba a convencer de que dejara de registrar hasta el último centímetro.

—Tardaremos horas —dijo Ward—.Yo no...

Se detuvo. Zandt levantó la vista.

—¿Qué?

El hombre no miraba nada de la habitación, sino a través de la franja principal de ventanas que daba a la parte delantera de la casa. Zandt se acercó hasta donde se encontraba el otro.

—¿Ves eso?

Contemplaba el lugar donde los caminos se bifurcaban, a unos veinte metros de distancia. Allí, en el punto mismo donde se dividían para dirigirse al resto de las casas, había algo. No era muy grande, y a aquella distancia era imposible ver de qué podía tratarse. Un pequeño montón de estacas, tal vez.

—Lo veo —dijo Zandt.

—Eso no estaba ahí cuando entramos.

Otra vez quitaron el seguro de sus revólveres y salieron de nuevo por la puerta delantera. Ward avanzó despacio por el sendero; Zandt mantuvo su posición junto a la entrada, observando las otras casas.

Parecía un montón de palos. Palos cortos y curvos, muy blancos. Muy limpios. Ward empezó a sospechar qué eran en realidad cuando estaba a un par de metros de distancia. Se agachó junto al montón y tomó uno de los bastones. Se giró para indicarle a Zandt que se acercara. Mientras el otro se aproximaba, Ward se preparó para disparar contra cualquiera que pudiera aparecer. Porque ahí había alguien, sin duda.

Tras una breve inspección, Zandt dijo:

—Esto son costillas.

—Eso me había parecido. ¿Humanas?

—Sí.

—¿Y quién las habrá puesto aquí?

—Mira, Ward.

En el camino, unos cinco metros más adelante, había otro palo. Ward avanzó y se agachó para recogerla.

—¿Chico o chica?

Zandt cogió el fémur de sus manos. Igual que las costillas, aquel hueso estaba blanco y reluciente, como si lo hubieran sometido a algún procedimiento para dejarlo en condiciones de exponerlo en un museo.

—No te lo puedo asegurar. Pero es de alguien muy joven. Un adolescente.

Los dos hombres permanecieron el uno junto al otro, mirando cada uno a un lado del camino.

—Alguien nos quiere llevar a algún lado —dijo Ward.

—La cuestión es si le seguimos o no.

—No creo que tengamos elección.

—Pero ya hemos encontrado la casa con los cadáveres.

—Una casa. La primera en la que hemos mirado. O es una preciosa coincidencia o hay más de una.

En la siguiente intersección había otro hueso, justo a la izquierda del camino, como señalando la casa que había de aquel lado. La registraron deprisa. En esa ocasión las tumbas se encontraban repartidas a un lado de la vivienda y mejor —o más vanidosamente— disimuladas. Cuando Zandt advirtió que las pequeñas baldosas cuadradas de piedra que había distribuidas sobre el césped no formaban ningún camino útil comprendieron que se trataba de marcas.

A un lado de la casa encontraron otro hueso apuntando hacia el camino que se adentraba aún más en Los Salones. Era media pelvis de alguien.

No eran lo bastante expertos para deducir el sexo de su propietario, aunque a Nina le habrían bastado las características del hueso y la anchura de la escotadura ciática para determinar que se trataba de una hembra joven, de una edad parecida a la de Sarah Becker.

Bobby permaneció cerca de diez minutos a la sombra del coche con el que llegaron, esperando. No hubo más ruidos desde que abandonó el vestíbulo, ni señal alguna de movimientos. Pero aquello no significaba nada. Algo había causado los ruidos anteriores, y era poco probable que el problema hubiera desaparecido sin más. Se quedó allí quieto para ver si aquella cosa aparecía por sí misma y le daba la oportunidad de presentarse sin tener que ir a por ella. Quizá se trataba solo de algún animal. Un ciervo, por ejemplo. No era muy probable, pero sí posible.

Al cabo de otro par de minutos, se estremeció. Nina iba a preocuparse si se quedaba demasiado tiempo ahí fuera, y ya se había enfriado y remojado bastante. Le dolía muchísimo el hombro. No tenía ningún sentido dar media vuelta y volver a entrar. No le quedaba otra que examinar el edificio de enfrente.

Caminó siguiendo la línea de pequeños postes hundidos en el asfalto para indicar cada plaza de aparcamiento. Se expuso a plena luz, pero no había otra forma de acercarse al edificio. Al parecer, era un enorme almacén sin los detalles de la construcción del otro lado del aparcamiento, y sin ventanas a la vista. Le dio la vuelta por la parte delantera y por la izquierda hasta que por fin encontró una puerta.

Tenía un enorme pestillo, pero estaba abierto. Pensó en decir el nombre de Ward, para ver si era él quien estaba adentro, pero sabía que no podía ser. Ward habría vuelto por el vestíbulo. Tenía que tratarse de otra persona. Empujó suavemente la puerta y entró.

Se encontró en un breve pasillo, de paredes que solo se levantaban un metro por encima de su cabeza antes de desembocar en un espacio vacío. Casi como una cuadra. Olía mal, pero no como los caballos. Una tenue luz llegaba desde algún lugar del edificio, en el otro extremo. Unos tres metros más allá el pasillo se cruzaba con otro en ángulo recto.

Había dos puertas antes de llegar a la intersección, y Bobby las abrió. Tras una de ellas encontró los materiales y repuestos esperables para un complejo residencial de esas características junto a una larga pared cubierta de archivadores. La otra habitación, más pequeña, parecía una bodega. Los botelleros estaban vacíos. Aquello era una mala señal. Si tuvieron el tiempo suficiente para llevarse de allí el Chateau Lafite, es que sabían que iban a marcharse desde hacía mucho. En ese caso era raro que se hubieran dejado ahí los archivadores. Retrocedió y registró aquella habitación. Abrió al azar uno de los archivadores, pero no había en él ningún expediente, solo un par de tarjetas de memoria, ambas con una etiqueta en la que se leía «Scottsdale». Se las puso en el bolsillo y volvió a cerrar el archivador.

Salió al pasillo y siguió adelante hasta llegar a la intersección. Se quedó completamente quieto durante un instante antes de proseguir, dejando que se le abriera la boca. De ese modo se oye mejor, se captan hasta los sonidos más ínfimos (tiene algo que ver con las trompas de Eustaquio). No oyó nada, pero se dio cuenta de que había un cable tendido en el suelo justo delante de sus pies. Si era para controlar la luz, tendría que cortarlo. De todos modos, no parecía formar parte de la estructura general, sino más bien un añadido reciente. Estiró la cabeza y vio que iba del centro del pasillo hacia su izquierda. Volvió la esquina y fue a mirar a dónde conducía. Apenas había dado dos pasos cuando otra cosa captó toda su atención.

Aquella parte del edificio estaba acondicionada como cuadra. Había pequeños espacios bien delimitados a cada lado del pasillo, divididos enjaulas de unos dos metros cuadrados. Una silueta yacía en el suelo de la primera de ellos. Parecía una persona. Una persona pequeña.

Bobby se arrodilló frente a los barrotes. La figura correspondía a un muchacho, de unos cinco años, tal vez seis. Estaba desnudo. Le habían atado de pies y manos con cinta adhesiva. Parecía que le habían tapado la boca con el mismo material, pero era difícil de asegurar porque solo quedaban unos restos de su cabeza. La sangre vertida sobre la paja aún estaba húmeda. Pegada a los barrotes había la foto de un hermoso muchacho, tomada en algún lugar de clima cálido. El chico no miraba a la cámara, ni siquiera se daba cuenta de que le estaban fotografiando. Era una foto, advirtió Bobby, de la vida anterior de aquel muchacho. Se llamaba Keanu.

Bobby apartó la mirada. Con las manos se impulsó desde aquella jaula hasta la siguiente. Otro chico, este un poco mayor, pero también muerto. En los barrotes otra etiqueta. Esta vez la foto mostraba al muchacho sonriendo a la cámara, pero un poco inseguro. Como si alguien le hubiera detenido en una esquina al volver a su casa desde la escuela, y le hubiese preguntado si le importaba, y él hubiera dicho que no, aunque pensara que aquello era un poco extraño.

Se oyó un rumor apagado y a Bobby casi se le detuvo el corazón. Se quedó petrificado, hasta que advirtió que procedía del otro lado del pasillo, unos pocos metros más allá.

En aquella jaula había una niña, de unos ocho años. También ella tenía etiqueta y fotografía. Se llamaba Ginny Wilkins. Todavía no estaba muerta del todo, aunque le habían atravesado un ojo de un disparo. El otro estaba seco y plano, pero la mitad inferior de su cuerpo se movía ligeramente. Alguna parte del sistema nervioso le funcionaba aún, y seguiría funcionando durante un tiempo no muy largo.

Bobby sabía que había otros establos. Al menos dos más. Y también sabía que aquel edificio no estaba abierto por casualidad. Que incluso cuando Los Salones estuvo en pleno funcionamiento lo habrían mantenido absolutamente cerrado para todo el mundo salvo unos pocos elegidos. Pero se quedó contemplando a aquella chica, en aquella jaula, el lugar al que la habían mandado y luego almacenado, lista para quien fuera de Los Salones que la hubiera encargado.

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