Cada tanto algo se despertaba en su cuerpo, con mayor frecuencia después de las apariciones de Nokkon. Unas arcadas que desgarraban su estómago como un cuchillo que se clava en el hielo hasta convencerla de que estaba a punto de partirse en dos. No se le subía nada a la garganta, ni siquiera agua, pues su cuerpo la absorbía tan pronto como podía. Su cuerpo se había adaptado al programa. A veces le hablaba, y le echaba la bronca. Hacía todo lo que podía para mantener la calma, pero estaba muy descontento con la situación. Jamás hubiera imaginado tener que vérselas con todo eso. Su cuerpo tenía una voz parecida a la de Gillian Anderson. Era muy razonable y hablaba con frases largas que tenía que haber pensado bien y con antelación antes de decirlas. Pero no era feliz, y había dejado de creer que las cosas mejorarían. Sarah lo escuchaba y trataba de interesarse en lo que decía, aunque no le parecía que pudiera hacer nada para ayudarlo.
Nokkon era su único amigo de verdad, no obstante, ya no venía tan a menudo. Sarah estaba convencida de que le había decepcionado. Todavía hablaba y le daba agua, y le contaba cosas, pero notaba que lo hacía básicamente por sí mismo. Ahora Nokkon, de vez en cuando, traía a otra gente. Al menos eso le decía, en cualquier caso, Sarah no veía por qué iba a molestarse en mentirle. Sabía qué eran todos ellos. Eran sus duendes. Le hacían el servicio, y salían en todas direcciones para vigilar a quienes fueran lo bastante estúpidos para creerse afortunados, como le había ocurrido a Sarah. Le colocaban a la gente dispositivos con micrófonos y había murciélagos espías sobrevolando todas las casas del mundo. Algunos de los duendes son muy grandes, capaces de pisar tan fuerte que hacen temblar el suelo y provocan terremotos y erupciones volcánicas. Otros son muy, muy pequeños, y van volando por el aire y se meten en el cuerpo de la gente por los poros y así pueden embarullar a las células y hacer que crezcan cosas negras en los pulmones y en el corazón y en los riñones. Los duendes grandes tienen voces atronadoras. Los pequeños hablan como si fueran galeses. Cuando Sarah tosía, procuraba mantener la boca bien cerrada para que no pudieran colarse dentro. Había unos cuantos duendes de tamaño normal. Eran muy escasos. Ella nunca vio a ninguno. Pero sabía que estaban ahí. Golpeaba con la cabeza los tablones de madera que tenía encima para que se fueran.
Entonces todo el mundo desaparecería y de nuevo se haría de noche y ella volvería a flotar y flotar. Al principio, cuando flotó por primera vez, fue como si yaciera con la espalda sobre el agua, suspendida en la superficie. En realidad, había sido bastante agradable. Pero ahora tenía la sensación de que se hundía cada vez más en el agua, como si naufragara. Las orejas le quedaban ya por debajo de la superficie, y pronto lo estarían los ojos.
Sabía que cuando la punta de su nariz se hubiera sumergido, ya no volvería a flotar.
Zandt estaba de pie frente a un portal de Dale Lawns. Como nadie respondió al primer timbrazo, volvió a llamar, apoyando todo su peso en el timbre hasta que vio aparecer una figura en el cristal esmerilado de la parte superior de la puerta, avanzando hacia él desde la luz blanca que había detrás.
Gloria Neiden iba vestida de diseño, de pies a cabeza, ataviada para una velada en casa. Con sus primeras palabras resultó evidente que estaba bebida. No de un modo afable, achispada o siquiera con abandono, sino opacamente bebida. Para estar sola.
—¿Quién coño eres tú?
—Me llamo John Zandt —dijo—. Nos conocimos hace tres años.
—No lo recuerdo. Desde luego no recuerdo haber hecho ningún esfuerzo para renovar nuestra relación.
Se lo soltó por las buenas, con solo una mínima nota de desprecio.
Quiso cerrar la puerta, pero Zandt la detuvo con una mano.
—Era uno de los policías que trabajaba en la desaparición de Anette Mattison —aclaró él.
La señora Neiden parpadeó, y fue como si aquel gesto desencadenara una gris reacción química que se extendió por todo su rostro, algo que la disecó de una forma imperfecta.
—Sí —dijo cruzándose de brazos—. Ahora le recuerdo. Buen trabajo. Lo dejaron todo muy bien atado, ¿verdad?
—No. Por eso estoy ahora aquí.
—Mi hija ha salido con unas amigas, y aunque no fuera así, insistiría para que no hablara con usted. Nos ha llevado mucho tiempo hacernos a la idea de lo que ocurrió.
—Estoy seguro de ello —afirmó Zandt—. ¿Les ha funcionado?
Ella le miró un instante, con momentánea expresión de gravedad.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que quiero decir —replicó— es que mi hija también desapareció, y jamás podré hacerme a la idea de eso. Le pido que me dedique un tiempo muy breve, durante el cual puede que usted me ayude a descubrir quién nos ha destrozado la vida.
—¿Y no le parece que debería usted hablar con los Mattison y no conmigo?
—Tengo una pregunta que hacerle. Eso es todo.
Ella se dio la vuelta y esta vez empujó la puerta con mayor empeño.
Zandt la mantuvo abierta una vez más y habló sin permitirse pensar.
—Una pregunta que podría evitar que su marido empezara o continuara una relación extramatrimonial. Que podría impedirle a su hija pensar que tal vez sea mejor no traer a sus amigas a casa. Que puede reducir las probabilidades que tiene usted de terminar estampada con su coche contra un muro una tarde cualquiera, ya sea por no haber calculado bien una curva o simplemente porque le pareció buena idea.
Gloria Neiden fijó en él su mirada. Tardó unos segundos en poder hablar.
—Que te jodan —dijo al fin en voz baja y seca—. No tienes ningún derecho a hablarme de ese modo. Tendríais que haberla encontrado. No es culpa mía. Nada de todo esto es culpa mía.
—Lo sé —respondió Zandt mientras observaba como el rostro de la señora Neiden experimentaba otra terrorífica transformación, de animal en niña asustada primero, y finalmente otra vez en mujer, como una máscara de arcilla aplastada por un crío perverso—. Lo que sucedió no fue culpa suya. Eso ya lo sé. Su familia también lo sabe. Todo el mundo lo sabe excepto usted. Aunque lo diga, no lo piensa realmente. Y eso es lo que la va a matar.
Permanecieron así un momento más. Cada uno empujando desde un lado de la puerta. Luego dejaron de empujar, solo se quedaron ahí.
Llamó a Nina de camino a Santa Mónica. Ella le contestó con voz distraída, pero aceptó encontrarse con él en Bel Air. La dirección estaba en el informe del caso.
Michael Becker abrió la puerta y aceptó acompañarle sin mayores explicaciones. Dejaron a Zoë en el peldaño de la puerta, cogida de la mano de su hija menor. No armó ningún escándalo ni pidió que le explicaran qué estaba pasando. Zandt se dio cuenta de que habría sido lo mismo si le hubieran pedido a Zoë que les acompañara, si hubiera sido la imagen de Michael la que se alejara en el espejo retrovisor del coche de los Becker. Los Becker confiaban el uno en el otro para mantener el fuerte, alternando la responsabilidad según lo dictaban las circunstancias. Cuando ya nada tiene sentido, es tu relación con una persona, y solo con esa persona, la que sustenta cualquier posibilidad de protegerte del mundo exterior. Le hubiera gustado haberse dado cuenta de eso cuando todavía estaba con Jennifer.
Con el coche en marcha, Zandt le preguntó la dirección a Michael. Zandt le dijo que condujera hasta allí y rechazó responder ninguna de sus preguntas.
—Tendrá usted que verlo —fue lo único que dijo—.Tendrá usted que ir.
La concepción posteuclidiana que Becker tenía de la geometría de L.A. hizo que tardaran cerca de cuarenta minutos en llegar al otro lado de la ciudad; luego subieron las colinas y pasaron por delante de casas que eran más grandes después de cada curva, hasta que fueron tanto que ya no se veían desde la carretera.
Finalmente se metieron por un callejón sin salida. A cada lado había puertas de seguridad. Los faros del coche descubrieron otro vehículo aparcado con discreción un poco más arriba de la carretera. Nina estaba apoyada en él, con los brazos firmemente cruzados y una ceja levantada. La esencia de Nina.
—Es esta —dijo Michael—. Vive aquí. —No era estúpido. Estaba atando cabos, aunque todavía no era del todo consciente de ello—. ¿Qué digo?
Zandt salió del coche. Nina estaba más que dispuesta a hacer unas cuantas preguntas, pero él levantó una mano y se calmó.
—Háganos entrar —le dijo a Michael.
Becker se acercó a uno de los postes de la verja y pulsó un botón. Habló brevemente y al cabo de unos momentos se abrió la puerta.
Zandt echó a andar deprisa por el sendero, Nina y Michael se esforzaban para seguirle el paso.
Cuando llegaron a la casa, la puerta principal ya estaba abierta y había un hombre delgado de pie, interrumpiendo el resplandor que emergía del interior. La inmensidad de aquella propiedad se extendía en ambas direcciones. Zandt tomó a Michael del brazo y lo empujó hacia delante mientras recorrían los últimos metros de camino.
—Hola, Michael —dijo el hombre—. ¿Quiénes son tus amigos?
Zandt se adelantó desde atrás y agarró a Charles Wang por la garganta. Con su otra mano le golpeó dos veces, puñetazos secos en plena cara.
Nina le miró desorbitada.
—John, ¿qué cojones estás haciendo?
—Cierra la puerta.
—Zandt empujó a Wang y le hizo entrar en el inmenso vestíbulo de la casa. Volvió a golpearlo, lo empujó y lo estrelló contra el mármol blanco de la pared. Lo levantó y lo estampó contra un espejo de estilo francés, que se quebró por la parte superior.
Un hombre muy joven con chaqueta blanca apareció corriendo por una puerta debajo de las escaleras, que se desplegaban en suave curva desde el vestíbulo hasta el primer piso. Se encontró con Zandt, que tenía una pistola y le estaba apuntando a la cara.
—Vuelve adentro, Julio —dijo Wang. Su voz sonaba calmada.
—Eso es julio —dijo Zandt—.Ve adonde sea y quédate muy tranquilo. Si descuelgas el teléfono, en cuanto termine con este capullo voy a ir a por ti y te arrancaré la cabeza.
El hombre retrocedió rápidamente y desapareció de la vista de todos.
Zandt desvió la pistola hacia Wang, que estaba medio tumbado en el suelo, a la altura del marco del espejo, maltrecho como si le hubieran roto la espalda.
—¿No vas a salir corriendo? —le preguntó Zandt, y le dio una fuerte patada en las costillas—. ¿No intentas huir?
—Basta —gritó Nina—. Dime qué está ocurriendo aquí.
De repente, Wang se puso en movimiento, con un ágil impulso desde el suelo. Pero Zandt le dio un golpe en la cara con el tambor de su revólver y lo detuvo en seco. De la garganta de Wang salió un leve chasquido y el hombre se derrumbó nuevamente.
Zandt le obligó a levantar la cabeza. Los ojos de Wang le devolvían la mirada tras la sangre que empezaba a manar de una herida en su frente. Zandt no vio más que debilidad y argucias en aquellos ojos.
—La cagamos —dijo Zandt—. Buscábamos en el nivel uno. Olvidamos el nivel dos. Ni siquiera soñamos que existiera un nivel tres.
Wang le sonrió como si se estuviera preguntando, cuánto le costaría comprarle. Zandt le soltó la garganta y le dio una severa bofetada.
—Mírale —gritó—. No a mí. Mira a Michael.
Por un momento pareció que Wang quisiera echar a correr otra vez, pero el cañón del revólver encajado en su garganta le convenció de quedarse quieto. Lentamente volvió su mirada hacia Michael Becker.
—No pudimos atrapar al Hombre de Pie —dijo Zandt— porque buscábamos a la persona que había secuestrado a las chicas. Y no encontramos al tipo que las secuestró porque no había relación alguna, porque las secuestraban tipos distintos. Hoy he estado examinando los casos de otras chicas, chicas semejantes a las desaparecidas y secuestradas por la misma época. Al final me fijé en dos en particular. Dos chicas de Nueva York, que seguramente no tenían ningún nexo con el Hombre de Pie, porque las perdieron de vista en el otro extremo del país al mismo tiempo en que él estaba trabajando por esta zona.
Wang parpadeó. Trató de apartar la mirada del rostro de Becker. Zandt hundió aún más el revólver en su cuello y sus ojos volvieron a la posición anterior.
—El padre de una de las chicas es un ejecutivo de la Miramax en la Costa Este. La madre de la otra chica está bastante bien situada en un grupo inversor que se dedica sobre todo a negociar con bancos suizos, pero que también, según he determinado esta misma tarde, tiene como actividad suplementaria el reclutamiento de posibles inversores para películas europeas de bajo presupuesto entre las listas de clientes de esos bancos. Sin embargo, se trata de chicas de Nueva York, ¿verdad? Y nosotros buscamos chicas de la Costa Oeste. Así que llamé a Gloria Neiden antes de llamarte a ti. Le pedí que me hiciera una lista de todas y cada una de las personas con las que había trabajado el año anterior a que se cargaran a la hija de su mejor amiga. Cada colaborador, o colaborador a medias, agente, ejecutivo, financiero fracasado o arribista. Le llevó un rato, porque la señora Neiden está un poco rara últimamente y es duro pedirle a alguien que rememore según qué cosas. Pero insistí e insistí, y al final surgió un nombre.
Michael Becker permanecía un par de metros por detrás de Zandt, con los ojos clavados en los de un hombre con el que había compartido asiento en oficinas soleadas, al que le había mandado chistes por correo electrónico, al que había abrazado después de temporadas casi triunfales en la parrilla televisiva. El hombre que había ido a su casa centenares de veces, que había asistido a cenas familiares, que se había sentado en el dormitorio de su hija y había charlado con ella sobre lo bien que se lo había pasado en Inglaterra. El hombre que había descubierto que hablar con ella sobre Inglaterra tal vez fuera la mejor forma de mantener su atención el tiempo necesario hasta el momento adecuado para secuestrarla.
Wang no decía nada.
—Charles no mata a las chicas —dijo Zandt—. Tampoco las secuestra. Eso sería peligroso. Charles no desea el verdadero peligro. Busca el poder, la diversión y un sentimiento perverso que suscita con métodos tortuosos. Lo único que hace Charles es pasar información. Charles puede localizar a chicas especiales, chicas de calidad. Charles trabaja a comisión. Pero estoy seguro de que básicamente lo hace para divertirse.
—Charles —rogó Michael—, di algo. Dime que no es verdad.
—Sí. Cuéntanos cuánto te llevas por cada chica —continuó Zandt—. Explícanos por qué, si esa gente puede conseguir víctimas en la calle, es tan importante arrancarlas directamente de su entorno familiar. Robárselas a los que se supone que son tus amigos. Explícanos qué gracia tiene, porque tenemos unas ganas jodidas de enterarnos.