Entonces, cerró la gruesa puerta de acero, echó la llave y volvió a colocar la librería en su sitio.
Se quedó un momento parado para recobrar el aliento.
A pesar de todo, decidió, se sentía satisfecho consigo mismo. Buen trabajo, Grahame. Buen chico. Buen número. Había tenido que improvisar con las limitadas herramientas de que disponía y había logrado salir adelante: se había tirado un farol y había sido audaz e imaginativo —capaz, como dijo el poeta, de jugártelo todo a una sola carta—. Él lo había apostado todo y había ganado. Algún día, ya instalado en su paraíso tropical, se dedicaría a escribir sus memorias, y todos sabrían que había vencido a una mujer peligrosa. Aunque, pensó, quizá fuera mejor si hacía que ella llevara una pistola en la mano.
Probablemente, concluyó después de una breve reflexión, ella le había apuntado, en efecto, con una pistola. Estaba casi seguro de que la había visto hacer el ademán de ir a cogerla. Había sido una suerte para él que el martillo estuviera ahí, que siempre tuviera en su despacho una caja de herramientas por si en algún momento había que hacer alguna pequeña chapuza; de otro modo, no podría haber actuado en legítima defensa de forma tan rápida y eficaz.
De repente, se acordó de echar el pestillo de la puerta de su despacho.
Se dio cuenta, también, de que tenía manchada de sangre la camisa y la mano con la que había empuñado el martillo y la suela de uno de sus zapatos. Se quitó la camisa y se limpió con ella el zapato. Luego, tiró la camisa en la papelera que estaba debajo de su escritorio. Se sorprendió a sí mismo cuando se vio limpiándose la mano de sangre a lengüetazos, como un gato.
Y entonces, bostezó. Recogió los documentos que Maeve había dejado sobre su mesa y se deshizo de ellos en el destructor de documentos. Encontró otra copia en el maletín de Maeve, y se deshizo de ella del mismo modo. Finalmente, recogió las tiras de papel y las volvió a pasar una segunda vez por el destructor de documentos.
En un rincón del despacho había un armario en el que tenía un traje limpio y varias camisas, calcetines, calzoncillos, etc. Después de todo, uno nunca sabía si tendría que acudir a un estreno directamente desde la oficina. Hay que estar preparado para hacer frente a cualquier contingencia.
Se cambió de ropa sin descuidar el más mínimo detalle.
Dentro del armario había también una maleta con ruedas —una de esas maletas pequeñas que uno puede llevar como equipaje de mano en los vuelos—, y fue llenándola con todo lo necesario.
Llamó a recepción.
—Annie —dijo—, ¿podrías traerme un sándwich? De Prêt no, no. Estaba pensando más bien en ese sitio que acaban de abrir en Brewer Street. Estoy acabando ya con la señora Livingstone. A lo mejor acabo de rematar este asunto llevándomela a comer a un buen restaurante, pero más vale ser previsores.
Se pasó un rato sentado al ordenador, pasándole uno de esos programas que sobreescriben los datos almacenados en el disco duro y los reemplazan con una serie aleatoria de unos y ceros, luego, lo comprimen todo hasta dejarlo muy pequeñito y, finalmente, lo tiran al Támesis, no sin antes colocarles un buen par de botas de cemento. Al terminar, Grahame Coats salió de su despacho con su maleta de ruedas.
Se asomó por la puerta abierta de uno de los despachos.
—Tengo que salir —dijo—. Si alguien pregunta por mí, estaré de vuelta a eso de las tres.
Annie no estaba en recepción, cosa que resultaba muy conveniente para él. Todos darían por sentado que Maeve Livingstone se había marchado ya, del mismo modo que esperarían ver regresar a su jefe en cualquier momento. Para cuando empezaran a buscarle, él ya estaría muy lejos.
Bajó en el ascensor. Todo se había precipitado, pensó. Le faltaba aún más de un año para cumplir los cincuenta. Pero los dispositivos de huida estaban ya listos. Podía tomárselo como un despido inesperado acompañado de una indemnización multimillonaria.
Y así, tirando de su maleta con ruedas, abandonó para siempre la Agencia Grahame Coats en aquella mañana soleada.
Araña durmió plácidamente en su enorme cama, en aquella habitación que se había montado en el cuarto de los trastos de Gordo Charlie. Empezaba a preguntarse, sin demasiado interés, si Gordo Charlie se habría marchado para siempre, y decidió que lo investigaría cuando tuviera un hueco, suponiendo que no le surgiera algo más interesante que hacer y no se olvidara.
Había dormido hasta muy tarde y ahora iba a comer con Rosie. Pasaría por su casa a recogerla y luego irían a un buen restaurante. Era una bonita mañana de principios de otoño y la felicidad de Araña era contagiosa. Y esto sucedía porque Araña era, más o menos, un dios. Cuando eres un dios, tus emociones son siempre contagiosas; la gente de alrededor está expuesta a pillarlas. La gente que pasaba cerca de Araña en un día en el que se sentía feliz, veía su vida con más optimismo. Si Araña empezaba a tararear una canción, los que estaban cerca de él empezaban también a tararear en ese mismo tono, como en un musical. Lógicamente, si bostezaba, un centenar de personas a su alrededor bostezaban también, y cuando estaba deprimido su humor se extendía como la niebla en un río, y todos los que pasaban cerca de él se volvían pesimistas. Aquello no era algo que Araña hiciera; él era así.
En ese momento, lo único que podía estropear aquella felicidad era su decisión de contarle a Rosie toda la verdad.
Araña no tenía mucha práctica en esto de decir la verdad. Para él, la verdad era algo flexible, prácticamente una cuestión de opinión, y Araña era capaz de pergeñar argumentos muy convincentes para defender la opinión que más le conviniera en cada momento.
Ser un impostor no le suponía ningún problema. Le gustaba ser un impostor. Se le daba muy bien. Encajaba perfectamente con sus planes, que eran muy simples y, hasta ahora, podrían haberse resumido más o menos así: a) ir a algún sitio; b) divertirse; y c) marcharse antes de empezar a aburrirse. Y, en el fondo, sabía que había llegado ya el momento de marcharse. El mundo era una langosta esperando a que él le hincara el diente, se había puesto ya la servilleta alrededor del cuello y tenía preparada la mantequilla fundida y los utensilios necesarios para sacarle todo el jugo a su langosta.
Salvo...
Salvo que no quería irse.
Su cabeza barajaba diferentes líneas de pensamiento, cosa que Araña encontraba francamente desconcertante. Normalmente ni siquiera tenía una línea de pensamiento. Hasta ahora había sido muy feliz sin necesidad de pensar; siguiendo su instinto, sus impulsos y con la suerte siempre de su lado, se las había arreglado de maravilla. Pero hasta los milagros tienen un alcance limitado. Araña siguió caminando por la calle, todos le sonreían.
Había quedado con Rosie en que pasaría por su casa a buscarla, así que se llevó una agradable sorpresa al ver que estaba esperándole ya en la calle. Sintió una punzada que no llegaba a ser exactamente de culpabilidad, y saludó a Rosie con la mano.
—¿Rosie? ¡Hey!
Ella salió a su encuentro y él sonrió de oreja a oreja. Entre los dos, lograrían resolver aquella situación. Todo iba a salir bien.
—Pareces una estrella de cine —dijo Araña—. Qué digo... una diosa. ¿Qué te apetece comer?
Rosie le sonrió y se encogió de hombros.
Pasaron por delante de un restaurante griego.
—¿Qué tal un griego?
Rosie asintió.
Bajaron unos cuantos escalones y entraron. El interior del restaurante estaba a oscuras y completamente vacío, pues acababan de abrir, y el dueño les señaló una mesa que había en un rincón —o más bien un hueco—, al fondo del comedor.
Se sentaron frente a frente, en una mesa con el espacio justo para dos personas. Araña le dijo:
—Hay algo de lo que quiero hablar contigo. —Rosie no dijo nada—. No es nada malo —continuó—. Bueno, tampoco es que sea exactamente bueno. Pero, en fin, es algo que debes saber.
El dueño les preguntó si sabían ya lo que iban a tomar.
—Café —respondió Araña, y Rosie asintió para indicar que ella tomaría lo mismo—. Dos cafés —dijo Araña—. Y si pudiera usted darnos, hum, cinco minutos... Necesitamos un poco de intimidad.
El dueño los dejó a solas.
Rosie miró a Araña con aire interrogativo.
Araña respiró hondo.
—Bueno, allá va. Déjame hablar, no digas nada ahora, esto no me resulta fácil, y no sé si... Bueno, allá va. Verás, yo no soy Gordo Charlie. Ya sé que tú crees que sí, pero no. Soy su hermano, Araña. Tú crees que soy él porque... bueno, porque nos parecemos bastante.
Rosie seguía sin decir nada.
—Bueno, la verdad es que no nos parecemos. Pero... En fin, todo esto me resulta muy difícil. Vaaale. Uf. No puedo dejar de pensar en ti. Así que, bueno, lo que intento decir es que ya sé que eres la novia de mi hermano, pero lo que quiero preguntarte es si tú... bueno... si estarías dispuesta a dejarle y empezar a salir conmigo.
El dueño se presentó con una cafetera y dos tazas en una pequeña bandeja de plata.
—Café griego —les anunció.
—Sí, gracias. Pero le pedí que nos dejara a solas un par de minutos...
—Es muy caliente —dijo el dueño—. Café muy caliente. Cargado. Griego. No turco.
—Estupendo. Pero escuche, si es tan amable... cinco minutos, ¿puede ser?
El dueño se encogió de hombros y se marchó.
—Seguro que me odias —dijo Araña—. En tu lugar, seguramente yo también me odiaría. Pero hablo en serio. No he hablado tan en serio en toda mi vida. —Ella se limitó a mirarle, completamente inexpresiva, y Araña le suplicó—: Por favor. Di algo. Lo que sea.
Rosie movió los labios, como si estuviera buscando las palabras adecuadas.
Araña esperó.
Rosie abrió la boca.
La primera idea que cruzó por la mente de Araña fue que Rosie estaba masticando algo, porque tenía algo marrón en la boca, algo que, desde luego, no era la lengua. Entonces, aquella cosa movió la cabeza y los ojos, unos ojos pequeños y brillantes, y se quedó mirándole. Rosie abrió desmesuradamente la boca y empezaron a salir pájaros.
—¿Rosie? —dijo Araña.
Todo se llenó de picos, alas y garras. De su garganta iba saliendo un pájaro tras otro, y a cada uno que salía le acompañaba un sonido entre tos y atragantamiento. Iban todos directos hacia Araña.
Él levantó una mano para protegerse los ojos y algo le hirió en la muñeca. Se puso a agitar los brazos en todas direcciones y algo voló directamente hacia su cara, tratando de alcanzar sus ojos. Inclinó la cabeza hacia atrás y el pico se clavó en su mejilla.
Un segundo de claridad en medio de la pesadilla: aún había una mujer sentada frente a él. Lo que ya no podía entender era cómo había podido confundirla con Rosie. Para empezar, era mayor que Rosie, y en su cabello —tan negro que parecía azul— había mechones plateados. Su piel no tenía el tono cálido y tostado que tenía la piel de Rosie: era negra como el carbón. Vestía una gabardina andrajosa de color ocre. La mujer sonrió y abrió su enorme boca una vez más, en su interior se veían ahora los crueles picos de las gaviotas con sus enloquecidos ojos...
Araña no se detuvo a pensar. Actuó. Asió la cafetera con una mano y, mientras, con la otra levantó la tapa y le arrojó el hirviente café a la mujer que tenía sentada enfrente.
La mujer lanzó un bufido de dolor.
Los pájaros seguían volando por todo el comedor, pero ya no había nadie sentado frente a él, y los pájaros volaban de un lado a otro completamente desorientados, aleteando con furia contra las paredes.
El dueño se acercó y le preguntó:
—Caballero, ¿está usted herido? Lo siento mucho. Deben de haberse colado por la puerta de la calle.
—Estoy bien —respondió Araña.
—Tiene sangre en la cara —le dijo el hombre. Le ofreció una servilleta y Araña la presionó contra su mejilla. Le escocía el corte.
Araña se ofreció a ayudarle a sacar los pájaros de allí. El hombre abrió la puerta de la calle, pero los pájaros habían desaparecido y el lugar estaba exactamente como se lo había encontrado al llegar.
Araña sacó un billete de cinco libras.
—Tome —dijo—, cóbrese el café. Tengo que marcharme.
El dueño asintió, agradecido.
—Llévese la servilleta.
Araña se detuvo y se quedó pensando un momento.
—Cuando llegué —le preguntó—, ¿vio usted si me acompañaba una mujer?
El dueño pareció sorprenderse; seguramente estaba asustado, pero Araña no estaba seguro.
—No lo recuerdo —dijo, como si estuviera aturdido—. Si hubiera venido solo, no le habría sentado allí atrás. Pero no sabría decirle.
Araña salió del restaurante. Seguía brillando el sol, pero aquello no le infundía ya la misma confianza. Echó un vistazo a su alrededor. Vio una paloma, estaba picoteando los restos de un cucurucho de helado que alguien había dejado tirado por ahí; en el alféizar de una ventana, había un gorrión; y, allá arriba, en el soleado cielo, una mancha blanca, con las alas extendidas: era una gaviota que volaba en círculos.
En el que Gordo Charlie sale a abrir la puerta y Araña tropieza con unos flamencos
La suerte de Gordo Charlie estaba cambiando, lo presentía. Habían vendido plazas de más para el vuelo en el que debía regresar a casa y le habían dado un asiento en primera clase para otro vuelo. Le habían servido una comida excelente. Sobrevolando ya el Atlántico, una azafata le había regalado una caja de bombones que había ganado en un sorteo que habían hecho entre los pasajeros. La guardó en el maletero que había sobre su asiento y pidió un Drambuie con hielo.
Llegaría a casa. Iría a hablar con Grahame Coats y lo aclararía todo; si había algo de lo que no le cabía la menor duda, era de su honestidad como contable. Arreglaría las cosas con Rosie. Todo saldría a pedir de boca.
Se preguntaba si Araña se habría marchado ya cuando él llegara, o si tendría ocasión de darse el gustazo de echarlo personalmente. Prefería esta última opción. Gordo Charlie quería ver a su hermano pidiéndole perdón, a lo mejor, incluso, de rodillas. Se puso a imaginar lo que le diría.
—¡Lárgate de aquí! —dijo Gordo Charlie—. ¡Y llévate tu sol tropical, tu jacuzzi y el resto de tu habitación!
—¿Perdón? —dijo la azafata.
—Estaba pensando —dijo Gordo Charlie—. En alto. Sólo, emm...
Pero ni aquel ridículo episodio pudo con su optimismo. Ni siquiera deseó que el avión se estrellara para no tener que soportar la vergüenza. La vida le sonreía, por fin.