Los Hijos de Anansi (11 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Hijos de Anansi
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—Lo próximo son las mujeres —dijo Araña—. Y al final, las canciones.

Vale la pena mencionar que en el mundo de Gordo Charlie, las mujeres no aparecían sin más. Alguien tenía que presentártelas; tenías que reunir el valor suficiente para decidirte a hablar con ellas; una vez te habías decidido, tenías que encontrar de qué hablar y, por fin, llegado a este punto, podías aspirar a cotas más altas. Podías atreverte a preguntarles si tenían algo que hacer el sábado por la noche y, después, cuando ya te habías atrevido, lo normal era que te contestaran que esa noche les tocaba lavarse el pelo, o poner al día sus diarios, o limpiar la jaula de su cacatúa o, simplemente, que tenían pensado quedarse pegadas al teléfono a esperar a que otro hombre no las llamara.

Pero Araña vivía en un mundo muy diferente.

Deambularon por las calles en dirección al West End, haciendo escala en los pubs que parecían más animados. Los parroquianos se echaban a la calle y Araña se detuvo a saludar a un grupo que resultó estar celebrando el cumpleaños de una chica llamada Sybilla, que se sintió muy halagada cuando Araña insistió en invitarla a ella y a sus amigas a una ronda. Luego, se puso a contar chistes: («... y el león, harto ya de la rana, dice: "estáis todos invitados, menos ese bicho verde de ojos saltones". Y la rana exclama: "¡eso, eso, que le den al cocodrilo!"») y, a continuación, estallaba en tremendas carcajadas. No tenía el menor problema para recordar los nombres de todas y cada una de las personas que tenía alrededor. Charlaba con la gente y les escuchaba con atención. Cuando Araña anunció que era hora de cambiar de sitio, el grupo completo decidió, como una sola mujer, que se iban con él...

Para cuando llegaron al tercer pub, Araña parecía una estrella del rock. Estaba rodeado de chicas, todas querían estar cerca de él. Algunas le habían besado, medio en serio, medio en broma. Gordo Charlie le observaba con envidioso espanto.

—¿Eres su gorila? —preguntó una de las chicas.

—¿Qué?

—Que si eres su gorila.

—No —respondió Gordo Charlie—, soy su hermano.

—¡Guau! —exclamó—. No sabía que tuviera un hermano. Me parece un tipo increíble.

—Sí, es alucinante —dijo otra, que había estado abrazada a Araña hasta que la presión de otros cuerpos que buscaban lo mismo que ella la obligaron a apartarse de él. Hasta ese momento ni siquiera había reparado en Gordo Charlie—. ¿Eres su representante?

—No. Es el hermano —aclaró la primera chica—, precisamente ahora me lo estaba contando —añadió para pincharla. La otra la ignoró.

—¿Tú también eres americano? —le preguntó—. Tienes un ligero acento.

—Nací allí —respondió Gordo Charlie—, vivíamos en Florida. Mi padre era americano y mi madre de, bueno, nació en Saint Andrews, pero se crió en...

Nadie le escuchaba.

Cuando se marcharon de allí, las que quedaban de la fiesta de cumpleaños se fueron con ellos. Las mujeres acosaban a Araña y le preguntaban adonde irían a continuación. Algunas sugirieron ir a cenar, otras a una discoteca. Araña se limitaba a sonreír sin dejar de caminar.

Gordo Charlie iba detrás de ellos; en su vida se había sentido más ninguneado.

Recorrieron con paso vacilante aquel mundo de luces de neón. Araña rodeaba con sus brazos a varias mujeres a la vez. Por el camino, las iba besando indiscriminadamente, como si fuera probando exquisitas frutas de aquí y de allá. Todas parecían encantadas.

«No es normal —pensaba Gordo Charlie—. Lo suyo no es normal.» Ni siquiera se molestaba en alcanzarlos, se limitaba a no quedarse demasiado atrás.

Aún sentía el amargo regusto del vino en la boca. Reparó en que había una chica que caminaba a su lado. Era menuda y graciosa, como un duendecillo guapo. Le tiró de la manga:

—¿Qué hacemos? —le preguntó—. ¿Adónde vamos?

—Estamos llorando la muerte de mi padre —dijo—, o eso creo.

—¿Es un programa de cámara oculta?

—Espero que no.

Araña se detuvo y se dio la vuelta. El brillo que había en sus ojos resultaba inquietante.

—Ya estamos aquí —anunció—. Hemos llegado. Es lo que a él le habría gustado.

En la puerta del pub había una hoja de color naranja brillante que anunciaba: «Esta noche: Karaoke».

—Vamos a cantar —dijo Araña. Y luego añadió—: ¡Que empiece la función!

—No —dijo Gordo Charlie, y se negó a dar un paso más.

—A él le encantaba —dijo Araña.

—Yo no canto. En público, no. Y estoy borracho. Y la verdad es que no creo que ésta sea una buena idea, en serio.

—Es una idea genial. —La sonrisa de Araña era realmente persuasiva. En el momento oportuno, una sonrisa como aquélla podía desencadenar, incluso, una guerra santa. Gordo Charlie, sin embargo, no se dejó convencer.

—Mira —dijo, intentando que su voz no delatara el pánico que sentía en ese momento—, hay determinadas cosas que algunas personas nunca harían, ¿vale? Algunos no viajan en avión. Otros no mantienen relaciones sexuales en público. Y también hay quien no puede evaporarse y desaparecer. Yo no hago ninguna de esas cosas, y tampoco canto.

—¿Ni siquiera por papá?

—Mucho menos por papá. No va a dejarme en ridículo después de muerto. Por lo menos, no más de lo que ya lo ha hecho.

—Perdonadme —dijo una de las chicas—. Perdonadme, pero, ¿vamos a entrar o no? Porque me estoy quedando pajarito y Sybilla se está haciendo pis.

—Entramos —contestó Araña, y le sonrió.

Gordo Charlie no estaba de acuerdo, seguía en sus trece, pero, igualmente, lo arrastraron al interior del pub y se maldijo por ello.

Alcanzó a Araña en las escaleras.

—Entraré —dijo—, pero no pienso cantar, que conste.

—Ya estás dentro.

—Lo sé. Pero no estoy cantando.

—No tiene mucho sentido decir que no entrarás cuando ya estás dentro.

—No sé cantar.

—¿Me estás diciendo que también soy yo el único que ha heredado el talento musical?

—Te estoy diciendo que si tengo que abrir la boca y ponerme a cantar en público, vomitaré.

Araña le dio un apretón en el brazo para darle confianza.

—Siéntate y observa cómo lo hago yo.

La chica del cumpleaños y dos de sus amigas subieron al escenario con paso vacilante y cantaron
Dancing Queen
sin parar de reír. Gordo Charlie estaba bebiendo un gin–tonic que alguien le había puesto en la mano, y hacía una mueca de dolor cada vez que las chicas desafinaban o perdían el ritmo. El resto del grupo premió su actuación con un gran aplauso.

La siguiente en subir al escenario fue otra de las chicas. Era la de la cara de duende, la que le había preguntado a Gordo Charlie adónde iban. Sonaron los primeros acordes de
Stand by Me
y ella se lanzó a cantar: no dio una sola nota en su sitio, no entró a tiempo una sola vez, y ni siquiera fue capaz de leer bien la letra. Gordo Charlie sufrió por ella.

La chica se bajó del escenario y se fue hacia la barra. Gordo Charlie iba a hacerle algún comentario amable, pero ella estaba radiante de alegría.

—Ha sido increíble —dijo—. O sea, alucinante. —Gordo Charlie la invitó a una copa, un vodka con naranja—. Ha sido una risa. ¿Vas a subir tú? Venga, tienes que hacerlo. Seguro que no la cagas más que yo.

Gordo Charlie se encogió de hombros queriendo darle a entender que era capaz de cagarla como si lo devorara la venganza de Moctezuma.

Araña subió al pequeño escenario como si estuviera bajo la luz de un foco.

—Él sí que se va a lucir, seguro —dijo Vodka con naranja—. ¿No ha dicho antes alguien que eras su hermano?

—No —murmuró Gordo Charlie, en una muestra de total inelegancia—, lo que dije fue que él es mi hermano.

Araña empezó a cantar
Under the Boardwalk.

Gordo Charlie no habría hecho aquello de no ser porque le encantaba aquella canción. Cuando tenía trece años pensaba que
Under the Boardwalk
era la mejor canción que se había escrito nunca (a los catorce, cuando se convirtió en un joven hastiado que pasaba de todo, el
No Woman No Cry
de Bob Marley pasó a ser su favorita). Y allí estaba Araña cantando su canción, y lo estaba haciendo muy bien. Entonaba de maravilla y cantaba como si sintiera cada palabra. La gente dejó de beber, dejó de hablar, y todo el mundo lo miraba con atención.

Cuando Araña terminó de cantar, todos le aplaudieron como locos. Si hubieran llevado sombrero, seguramente lo habrían lanzado por los aires.

—Ahora entiendo que no quisieras subir después de él —le dijo Vodka con naranja a Gordo Charlie—. Lo que quiero decir es que seguro que no podrías igualar eso, ¿verdad?

—Bueno... —replicó Gordo Charlie.

—Me refería a que —dijo ella con una amplia sonrisa— está claro quién es el talento de la familia.

Y mientras decía esto, le tocó la oreja y ladeó la cabeza. Fue aquel último gesto lo que desbordó el vaso.

Gordo Charlie se dirigió al escenario, echando un pie tras otro en una impresionante exhibición de destreza física. Estaba sudando.

Los minutos que siguieron fueron algo confusos. Se acercó a hablar con el Dj, y escogió una canción de la lista:
Unforgettable.
Esperó unos segundos que se le hicieron eternos y le trajeron un micrófono.

Tenía la boca seca. El corazón quería salírsele del pecho.

En el monitor apareció la primera palabra:
«Unforgettable...».

Gordo Charlie iba a demostrarles que él sí sabía cantar. Tenía un amplio registro, un chorro de voz y sabía interpretar. Cuando se ponía a cantar, todo su cuerpo se convertía en un instrumento.

Empezó a sonar la música.

En su mente, Gordo Charlie estaba listo para empezar a cantar. Iba a cantar
Unforgettable.
Iba a cantarla en honor de su difunto padre y de su hermano y de todos los presentes, iba a decirles que todos ellos eran imposibles de olvidar.

Sólo que no fue capaz. Había gente mirándole. Apenas eran dos docenas los que se daban cita esa noche en el piso de arriba de aquel pub. Una buena parte del público eran mujeres. Con público, Gordo Charlie no era capaz ni de abrir la boca.

La música siguió sonando, pero él se quedó ahí de pie, como un pasmarote. Tenía mucho frío. Sus pies parecían estar muy lejos.

Se obligó a abrir la boca.

—Creo —dijo, con voz muy clara, por el micro, con la música de fondo, y pudo oír cómo sus palabras resonaban por toda la sala—, creo que me estoy mareando.

No hubo salida triunfal.

Después de eso, todo se volvió algo inestable a su alrededor.

Hay lugares que son míticos. Existen, cada uno a su manera. Algunos están repartidos por la superficie de la Tierra; otros existen en un segundo plano, tras la realidad tal y como la percibimos a través de los sentidos, como una capa de fondo.

Hay ciertas montañas, por ejemplo, que no son más que escarpadas rocas tras las cuales se hallan los confines del mundo, y hay ciertas cuevas en esas montañas, cuevas profundas, que ya estaban habitadas mucho antes de que el primer hombre empezara a caminar sobre la Tierra.

Y siguen estando habitadas.

Capítulo Quinto

En el que se analizan a la luz del día las múltiples consecuencias que trajo la noche

Gordo Charlie se levantó sediento.

Gordo Charlie se levantó sediento y con dolor de cabeza.

Gordo Charlie se levantó sediento, con dolor de cabeza, la boca le sabía a rayos, tenía los ojos hinchados, le dolían todos los dientes, tenía ardor de estómago, le dolía la espalda desde los tobillos hasta la frente, el cerebro se le había convertido en una masa algodonosa llena de agujas y alfileres, que eran lo que hacía que le doliera tanto que no podía ni pensar, y tampoco era que tuviera los ojos hinchados, sino que debían de habérsele vuelto del revés mientras dormía, se los habían vuelto a poner del derecho y se los habían fijado con grapas; y también descubrió que cualquier ruido más fuerte que el que hacían las moléculas del aire al desplazarse y chocar las unas contra las otras estaba muy por encima de su umbral del dolor. Además, quería morirse.

Gordo Charlie abrió los ojos. Gran error, la luz también le hacía daño. Aquello le reveló dónde estaba (en su cama, en su dormitorio) y, puesto que tenía justo delante el reloj de la mesilla, averiguó también que eran las 11:30.

Las cosas, pensó muy despacio, no podían ir peor: tenía una resaca de esas que el Dios del Antiguo Testamento habría hecho caer como castigo sobre los enemigos de Israel, y lo primero que haría Grahame Coats nada más verle sería despedirle.

Pensó si sería una buena idea llamar y decir que estaba enfermo, en cuanto pudiera recordar el número de teléfono de la oficina. Se disculparía —diría que había pillado una de esas devastadoras gripes de veinticuatro horas que te cogen por sorpresa y contra las que no hay nada que hacer...

—Oye —dijo alguien que estaba junto a él, en su cama—, creo que en tu mesilla hay una botella de agua, ¿te importa pasármela?

Gordo Charlie iba a decir que no había ninguna botella de agua en su mesilla, y que si quería agua tendría que ir al cuarto de baño y desinfectar el vaso de los cepillos de dientes antes de usarlo para beber, pero reparó en que tenía delante varias botellas de agua. Alargó el brazo y agarró una de ellas, sintiendo como si sus dedos no pertenecieran a su cuerpo, luego, con un esfuerzo similar al que uno tiene que hacer para darse el último impulso y alcanzar la cima de una montaña, se volvió hacia el otro lado.

Era Vodka con naranja.

Y estaba desnuda. Por lo menos, las partes de su cuerpo que asomaban por entre las sábanas.

Ella cogió la botella y tiró de la sábana para cubrirse los pechos.

—Gracias. Tu hermano me pidió que te dijera cuando despertaras que no hacía falta que llamaras a la oficina para decirles que estás enfermo. Me dijo que él ya se había ocupado de eso.

Gordo Charlie no se quedó tranquilo. Pero, de nuevo, en su estado actual, su cabeza sólo podía preocuparse de las cosas de una en una, y en ese momento le preocupaba poder llegar al baño a tiempo.

—Necesitarás beber más líquidos —dijo la chica—, tienes que recuperar electrolitos.

Gordo Charlie consiguió llegar a tiempo al baño. Luego, al comprobar que había llegado, se puso bajo el chorro de la ducha hasta que la habitación dejó de dar vueltas, y logró cepillarse los dientes sin vomitar.

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