La expresión que cruzó el rostro de su madre en ese instante era como un enjambre de abejas volando directamente hacia un grupo de domingueros.
—No te preocupes —dijo Rosie—, tampoco voy a casarme con él. Le he dicho que no quiero volver a verle en toda mi vida.
La madre de Rosie frunció los labios.
—En fin —dijo—, no puedo fingir que entiendo todo esto, pero tampoco tengo nada que objetar. —En su cabeza, los engranajes giraban ahora en otro sentido, de suerte que los dientes casaban de una forma distinta y muy interesante—. ¿Sabes qué te vendría de maravilla ahora mismo? ¿Qué te parecería irte de vacaciones unos días? Yo lo pago todo, al fin y al cabo, el dinero que iba a invertir en la boda...
A lo mejor se había equivocado al decir eso. Rosie empezó a sollozar sobre sus kleenex otra vez. Su madre continuó:
—En cualquier caso, ahí queda mi oferta. Sé que aún te quedan algunos días de vacaciones, y tú misma me has dicho que en la oficina no hay mucho trabajo ahora. En un momento como éste, lo mejor que puede hacer una es alejarse de todo y descansar.
Rosie pensó si, a lo largo de todos estos años, no habría juzgado mal a su madre. Se sorbió los mocos, tragó saliva y dijo:
—Sí, eso me sentaría muy bien.
—Entonces, está decidido —replicó su madre—. Yo también iré, así podré cuidar de mi niña.
Mentalmente, mientras remataba su particular despliegue de fuegos artificiales con un espectacular final, añadió para sí: «Y para asegurarme de que mi hija no se relacione más que con la clase de hombre que le conviene».
—¿Y adonde iremos? —preguntó Rosie.
—Pues me parece —dijo su madre— que vamos a hacer un crucero.
Υ
Lo bueno era que a Gordo Charlie no le habían esposado. Lo malo era todo lo demás pero, por lo menos, no estaba esposado. La vida se había convertido en un confuso sinsentido lleno de detalles excesivamente nítidos: el sargento de guardia que se rascaba la nariz mientras cruzaban —«la celda seis está vacía»— una puerta verde y, luego, el olor de las celdas, un leve hedor que no había olido hasta ahora, pero que le resultó inmediata y horriblemente familiar, una mezcla de ese penetrante olor del vómito rancio, con el humo, y el desinfectante, las mantas sucias, retretes en los que nadie tira de la cadena y desesperación. Era el olor de los bajos fondos que, al parecer, era adonde había ido a parar Gordo Charlie.
—Cuando tengas que tirar de la cadena —le explicó el policía que le acompañaba a su celda—, pulsa el botón que hay en tu celda. Uno de nosotros se pasará por allí, tarde o temprano, para hacerlo en tu lugar. De este modo evitamos que las pruebas acaben en las alcantarillas.
—¿Las pruebas de qué?
—Olvídalo, chaval.
Gordo Charlie suspiró. Llevaba eliminando los deshechos de su propio cuerpo el tiempo suficiente como para sentir cierto orgullo cada vez que lo hacía, y aquella privación le indicaba que todo había cambiado, más aún que el haberse visto privado de su libertad.
—Es tu primera vez —dijo el policía.
—Lo siento.
—¿Drogas? —dijo el policía.
—No, gracias —contestó Gordo Charlie.
—Te pregunto si es por eso por lo que estás aquí.
—No sé por qué estoy aquí —dijo Gordo Charlie—. Soy inocente.
—Un delito de guante blanco, ¿eh? —dijo el policía, y sacudió de un lado a otro la cabeza—. Te voy a decir algo que si fueras un delincuente común no haría falta que te dijera: cuanto más fáciles nos pongas las cosas, más fáciles te las haremos nosotros a ti. Vosotros, los delincuentes con estudios, os pasáis la vida haciendo valer vuestros derechos. Y así lo único que conseguís es poneros las cosas más difíciles. —Abrió la puerta de la celda número seis—. Hogar, dulce hogar.
El hedor carcelario era aún más insoportable dentro de la celda. La pintura de las paredes era de esa clase que resiste los grafitos, y no había más mobiliario que un catre, sin patas, y un retrete sin tapa en una esquina.
Gordo Charlie dejó la manta que le habían proporcionado sobre la cama.
—Muy bien —dijo el policía—. Ponte cómodo. Y si te aburres, haz el favor de no atascar el retrete con tu manta.
—¿Y por qué habría de hacerlo?
—Eso mismo me pregunto a menudo —contestó el policía—: ¿por qué demonios lo hacen? Será para romper la monotonía, o yo qué sé. Yo me he mantenido siempre dentro de los límites de la ley y, como policía, tengo asegurada una pensión cuando me retire, así que nunca he tenido que pasar demasiado tiempo en las celdas.
—Mire, yo no lo hice —dijo Gordo Charlie—. Sea lo que sea lo que tienen contra mí.
—Eso está bien —replicó el policía.
—Disculpe —dijo Gordo Charlie—, ¿no me van a dejar nada para leer?
—¿Te crees que estás en una biblioteca pública?
—No.
—Cuando era joven, un tipo me pidió un libro. Entonces, fui a coger el libro que yo estaba leyendo para prestárselo, era uno de J. T. Edson, o de Louis L'Amour. El caso es que el tipo lo usó para atascar su retrete, ¿entiendes? Pues eso, lo que es a mí, ya no me pillan en otra de ésas.
Y, dicho esto, salió y cerró la puerta de la celda, dejando dentro a Gordo Charlie.
Lo más extraño de todo, pensó Grahame Coats —que no era muy dado a la introspección—, era que no sentía nada especial, estaba tan campante, tan a gusto.
El capitán les dijo que se abrocharan los cinturones de seguridad, y les informó de que en breves minutos aterrizarían en Saint Andrews. Saint Andrews es una pequeña isla en el mar Caribe que, tras declarar su independencia en 1962, decidió reafirmar su autonomía dotándose de un sistema judicial propio y negándose a firmar tratados de extradición con el resto del mundo, entre otras cosas.
El avión aterrizó. Grahame Coats desembarcó y cruzó la soleada pista con su maleta de ruedas. Presentó el pasaporte que había escogido para la ocasión —el de Basil Finnegan— y se lo sellaron allí mismo. Recogió el resto de su equipaje en la cinta transportadora, pasó por delante de la desierta aduana y entró en el minúsculo aeropuerto, desde donde salió al exterior, bajo un sol de justicia. Iba vestido con camiseta, pantalones cortos y sandalias: el uniforme completo de Turista Inglés de Vacaciones en el Extranjero.
El encargado de su finca le estaba esperando a la salida del aeropuerto. Grahame Coats se sentó en el asiento trasero del Mercedes negro y dijo:
—A casa, por favor.
Al salir de Williamstown para tomar la carretera que subía hasta el acantilado en el que se encontraba su finca, contempló la isla con una sonrisa de satisfacción, como si fuera su único propietario.
De repente, recordó que antes de abandonar Inglaterra había dejado a una mujer a la que había dado por muerta, y se preguntó si cabía la posibilidad de que aún estuviera viva; no, probablemente no. No le importaba haber matado. En realidad, le producía una inmensa satisfacción, como si aquello hubiera sido necesario para sentirse completo. Se preguntó si volvería a hacerlo alguna vez.
Se preguntó si sería pronto.
En el que Gordo Charlie sale a ver mundo y Maeve Livingstone se lleva una desilusión
Gordo Charlie se sentó en la cama metálica, sobre su manta, y se quedó esperando a que algo sucediera, pero no pasó nada. El tiempo pasaba terriblemente despacio, casi le parecieron meses. Intentó dormir, pero ya no recordaba cómo se hacía.
Aporreó la puerta.
Alguien gritó:
—¡Cállate!
Pero Gordo Charlie no supo si aquella voz era la de un guardia o la de otro preso.
Estuvo caminando arriba y abajo por su celda más o menos dos o tres años, según calculó, tirando por lo bajo. Luego, se sentó y dejó que la eternidad le pasara por encima. Podía ver la luz del sol a través del grueso bloque de vidrio que hacía las veces de ventana, en lo alto de la pared; por lo visto, era la misma luz que había visto aquella misma mañana, antes de que le encerraran.
Gordo Charlie trató de recordar qué era lo que la gente hacía para matar el tiempo cuando estaba en la cárcel, pero todo lo que le venía a la cabeza eran cosas como escribir un diario secreto y ocultar cosas en sus traseros. No tenía nada con qué escribir, y tuvo la impresión de que el hecho de no tener que ocultar cosas en el trasero podía ser un buen indicio de que a uno no le iba tan mal en la vida.
No pasó nada. Siguió pasando nada. Más nada. El Regreso de Nada. Hijo de Nada. Nada cabalga de nuevo. Nada, Abbott y Costello y el Hombre Lobo...
De repente, alguien abrió la puerta de su celda, y Gordo Charlie estuvo a punto de gritar: «¡Hurra!».
—Venga. Hora de bajar al patio. Puedes llevarte un cigarrillo si quieres fumar.
—No fumo.
—Bueno, es un hábito repugnante.
El patio era un recinto al aire libre situado en mitad de las dependencias policiales que estaba rodeado de unos inmensos muros con un alambre de espino en lo alto. Gordo Charlie caminaba en círculos mientras decidía que, si había algo bajo lo que no le gustaba estar, era bajo custodia policial. A Gordo Charlie nunca le había gustado demasiado la policía, pero hasta ese momento, siempre había confiado en el orden natural de las cosas, había vivido con la convicción de que existía algo —en la época victoriana lo habrían denominado Providencia— que, en último término, garantizaba que el culpable recibiría su castigo y que el inocente sería puesto en libertad. Su fe se había ido a pique tras los últimos acontecimientos y, en su lugar, se había instalado la sospecha de que el resto de su vida se lo iba a pasar proclamando su inocencia ante una larga serie de implacables jueces y torturadores, muchos de los cuales tendrían el aspecto de Daisy, y de que, con toda probabilidad, al despertarse mañana en la celda seis, se iba a encontrar transformado en una gigantesca cucaracha. Sin duda alguna, había aterrizado en esa clase de universo cruel en el que la gente se transformaba en cucarachas...
Algo cayó del cielo y se posó sobre el alambre de espino. Gordo Charlie levantó la vista. Un mirlo le miraba fijamente con magnánima indiferencia. Se oyó el batir de otras alas, y al mirlo se unieron unos cuantos gorriones y otro pájaro que debía de ser un tordo, o eso le parecía a Gordo Charlie.
Le miraban fijamente; él los miró fijamente también.
Llegaron más pájaros.
A Gordo Charlie le habría resultado difícil decir en qué preciso momento aquella reunión de pájaros había pasado de ser un hecho interesante para convertirse en algo terrorífico.
Debió de ser más o menos cuando superaron el centenar. También tenía que ver con el hecho de que ninguno piaba, ni gorjeaba, ni trinaba, ni graznaba. Simplemente, se posaban sobre el alambre de espino y se quedaban mirándole fijamente.
—Largaos —dijo Gordo Charlie.
Todos a una, no se movieron de donde estaban. En lugar de eso, hablaron. Pronunciaron su nombre.
Gordo Charlie se fue hacia la puerta que había en un rincón del patio. La aporreó y dijo:
—Por favor... —y lo repitió unas cuantas veces. Luego, se puso a gritar—. ¡Socorro!
Un estampido. La puerta se abrió, y un miembro de las fuerzas del orden al servicio de Su Majestad dijo:
—Más te vale que sea importante.
Gordo Charlie señaló hacia arriba. No dijo nada. No hacía falta. La mandíbula inferior del guardia se descolgó y su boca se abrió de forma desmesurada. La madre de Gordo Charlie le habría dicho que cerrara la boca si no quería que se le llenara de moscas.
El alambre se combaba bajo el peso de miles de pájaros. Diminutos ojos aviares les observaban sin siquiera parpadear.
—¡Copón bendito! —exclamó el guardia, y condujo a Gordo Charlie hasta su celda sin decir una sola palabra más.
Maeve Livingstone tenía el cuerpo dolorido. Estaba despatarrada en el suelo. Se despertó, tenía el cabello y la cara empapados y calientes; volvió a quedarse inconsciente, y la segunda vez que despertó, tenía el cabello y la cara pegajosos y fríos. Soñaba y se despertaba, y luego volvía a soñar y, al despertar, estaba suficientemente espabilada como para ser consciente del dolor que sentía en la nuca. Y entonces dejó que el sueño la envolviera como una manta; en parte, porque era más fácil dejarse llevar y, en parte, porque mientras estaba dormida no sentía dolor.
En sus sueños, caminaba por un plató de televisión buscando a Morris. De vez en cuando, lo veía aparecer por un instante en los monitores. Parecía preocupado. Ella intentaba encontrar la salida, pero fuera en la dirección que fuese, siempre acababa otra vez en el mismo plató.
«Tengo mucho frío», pensó, y se dio cuenta de que volvía a estar despierta. No obstante, el dolor había remitido un poco. Dadas las circunstancias, pensó Maeve, se encontraba razonablemente bien.
Había algo que le irritaba, pero no sabía exactamente qué. Puede que fuera por algo relacionado con sus sueños.
No sabía dónde estaba, pero estaba a oscuras. Le pareció que podía ser un armario de ésos en los que se guardan los útiles de limpieza, y tanteó con las manos para no tropezar con nada. Nerviosa, avanzó unos pasos con los brazos extendidos y los ojos cerrados y, luego, abrió los ojos. Reconoció la habitación. Era un despacho.
El despacho de Grahame Coats.
Entonces, lo recordó todo. Seguía un poco aturdida —aún no era capaz de pensar con claridad, sabía que no terminaría de despejarse hasta que no tomara el primer café de la mañana— pero, a pesar de todo, el recuerdo le vino a la memoria: la perfidia de Grahame Coats, su trapacería, su instinto criminal, su...
Y pensó: «¿Por qué me atacó? Me golpeó». Y luego, se le ocurrió: «La policía. Tengo que llamar a la policía».
Alargó el brazo hacia el teléfono que había encima del escritorio y levantó el auricular, o lo intentó, pero el teléfono parecía demasiado pesado, o escurridizo, o las dos cosas a la vez, y no lograba sujetarlo entre las manos. Los dedos no le respondían.
«Debo de estar más débil de lo que pensaba —concluyó Maeve—. Será mejor que les pida que avisen también a un médico.»
En el bolsillo de su chaqueta tenía un móvil plateado que le avisaba con la melodía de
Greensleeves
cuando recibía una llamada. Aliviada, descubrió que el móvil seguía en su sitio y que era perfectamente capaz de sostenerlo. Marcó el número del servicio de llamadas de emergencia. Mientras esperaba a que lo cogieran, se preguntó por qué seguían diciendo «marcar» incluso cuando no tenían que pulsar más que una tecla.