Los guardianes del tiempo (51 page)

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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

BOOK: Los guardianes del tiempo
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A Smaranda Bratianu le empezó a palpitar con fuerza el corazón. Disimuladamente echó mano de su bolso y buscó sus pastillas para la taquicardia.

—Agente, traigo un salvoconducto personal del general Iulian Vlad. La señora que me acompaña es secretaria de Estado en el gobierno español, estaba en visita privada en Rumanía y debe llegar esta misma noche a Belgrado —le entregó el documento falso. El oficial lo leyó y se lo devolvió. Estaba a punto de darle paso cuando se lo pidió de nuevo, lo estudio más detenidamente y sólo dijo "Un momento, por favor". Se marchó al edificio de control y el agente español supo que iba a pedir conformidad a Bucarest. El chófer se volvió hacia él con cara de "¿qué hago?".

—Pisa con todas tus fuerzas, Ramón —le dijo mientras se volvía hacia Smaranda Bratianu para decirle que se agachara. Invadieron la acera para esquivar dos cadenas de clavos antineumático y cruzaron el puesto fronterizo sin dejar de acelerar, mientras la luneta blindada detenía quince o veinte balas. Afortunadamente ninguna impactó en las ruedas. Al otro lado del Danubio, la policía yugoslava tenía órdenes de dejar pasar solamente a los vehículos diplomáticos que abandonaran la convulsionada Rumanía, y Carcedo sólo tuvo que bajarse y darle algunas explicaciones al comisario. Unas horas después la madre de Cristian embarcaba en un Mystére de la Fuerza Aérea Española donde aguardaba la jefa de la sección P-7 del CESID, "Marina García"… es decir, la Sabia 328 y hermana del presidente de la Sociedad: Mónica Román.

Capítulo 26

Bucarest, 22 de diciembre de 1989.10:00

Desde la sede central del partido, el Conducator había opuesto una resistencia férrea a cualquier solución pactada y se lanzó a una caza de brujas que paradójicamente terminó con el "suicidio" del Ministro de Defensa, una de las pocas personas que habrían podido sacarle del aprieto. Sin embargo, la extraña muerte del ministro fue un acto más de los golpistas. Las órdenes del dictador ya no se cumplían y fuera del Comité Central mandaba en realidad la Securitate. Vlad y Popescu pusieron especial cuidado en controlar los medios de comunicación. La primera revolución televisada de la Historia tenía que quedar verosímil ante la población y ante el mundo. En gran medida, lo consiguieron.

El general Stanculescu, oportuno sustituto del fallecido Ministro de Defensa y una de las piezas clave de la conspiración, se acercó con gesto grave al viejo tirano, y éste le preguntó cómo iban las cosas. Stanculescu le dijo la verdad, al menos parcial: que los trabajadores se habían echado a la calle para derrocarle.

—¿Los trabajadores? ¡¿Cómo que los trabajadores?! —El dictador seguía convencido de que los manifestantes eran apenas una minoría de hampones y gentes de mal vivir.

—¡No es verdad! —gritó Elena al general, furiosa, mientras su marido tomaba un megáfono y se dirigía decididamente a un balcón, En la calle habían vuelto a congregarse miles de personas, y el viejo, enloquecido, creyó que le aclamarían al verle, o que sería capaz de apaciguarles y convencerles con su retórica trasnochada. Cuando salió el Conducator, los ciudadanos comenzaron a insultarle a voz en grito, pero una mano le agarró de inmediato y tiró de él, obligándole a entrar de nuevo en el despacho. Era Aurel Popescu, con la misma expresión neutra de siempre.

—Bueno, ya está bien. Hasta aquí hemos llegado, "compañero". Usted no se mueve de aquí. Quedan detenidos los dos. Víctor, que venga el helicóptero —le dijo al general Stanculescu, mientras miraba a su alrededor buscando a alguien.

Popescu tenía pensado encargar a Cristian de custodiar a la pareja detenida hasta que llegara el momento de acabar con ellos.

—¿Y Bratianu? ¿Dónde está Cristian Bratianu?

—¡Preparando vuestra derrota, traidor! —le gritó Elena Ceausescu mirándole con asco. La primera reacción de Aurel Popescu fue liberar una estrepitosa carcajada que rompió por un momento su expresión indeterminada, pero después se quedó pensando un momento y se encaró con la vieja para exigirle que le aclarase sus palabras.

—¡Podréis con nosotros, pero no con el proletariado, que desde hoy mismo va a tener en sus manos el arma definitiva! ¡Empieza a temblar, miserable, porque el pasado nos dará un poder invencible y un nuevo futuro!

Todos la miraron con sorpresa. La mayoría, incluido Popescu, pensó que se había vuelto loca. Sólo su marido ató cabos y albergó por un momento una levísima esperanza.

Hacia las once y media de la mañana de aquel 22 de diciembre, los Ceausescu fueron conducidos a la azotea del edificio, donde aterrizó un helicóptero blanco. Era esencial que la gente viera desde la calle la "huida" del dictador. Mientras tanto, los generales Vlad, Popescu y Stanculescu se marcharon discretamente del edificio, que quedó desprotegido adrede.

Apenas había despegado el helicóptero cuando los manifestantes allanaron con júbilo la sede del partido único, alcanzaron la azotea y enarbolaron la bandera rumana con el agujero en lugar del escudo comunista. Creían haber tomado el Comité Central, pero en realidad se les había entregado sin más.

Los conspiradores, mientras tanto, se disponían a preparar la llegada triunfal de un nuevo gobierno llamado a llenar el vacío de poder con toda la legitimidad que confiere haber surgido de una revolución popular tan natural y espontánea. En la televisión comenzaron a aparecer disidentes, grupos enteros que portaban banderas agujereadas, personas prominentes del mundo de la cultura… Salieron también dirigentes comunistas caídos en desgracia que reclamaban ahora sus diez minutos de gloria. Poco a poco fueron llegando los intelectuales anticomunistas más admirados. Cuando el reconocido poeta disidente Mircea Dinescu proclamó solemnemente "Hemos vencido", Aurel Popescu estuvo a punto de soltar una nueva carcajada. Pero lo mismo creyó toda la gente de bien, por el momento. Aparecieron otros muchos intelectuales, estudiantes, cabecillas de las revueltas populares, agentes de la propia Securitate interpretando diversos papeles, gente común y corriente, algún que otro chiflado… La televisión fue la clave del cambio, al ofrecer al pueblo y al mundo entero la representación perfecta de una enorme catarsis destinada a legitimar el nuevo poder.

Pero los golpistas no se conformaron con un cambio suave. Alarmaron a la población afirmando que había batallones enteros de mercenarios: "terroristas árabes" contratados para tomar el poder y devolvérselo al ex dictador. Reinó la confusión y la anarquía durante un periodo calculado de tiempo, apenas unos días. Incluso se provocó sangrientos combates entre unidades del ejército y de la Securitate, enviadas las unas a cazar a las otras con el pretexto de que estaban bajo el control de los supuestos terroristas. En el extranjero ya se hablaba de decenas de miles de muertos,
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de una guerra civil en toda regla. Los autores del golpe buscaban crear un clima propicio para que el ansia de seguridad y orden de los rumanos les llevara a aceptar el nuevo poder sin rechistar.

Los esposos arrestados fueron conducidos a la base militar de Târgoviste, donde se les recluyó en el interior de un carro de combate y finalmente se les sometió a una pantomima de juicio sumarísimo. El 25 de diciembre, condenados a muerte, serían fusilados de inmediato y las imágenes de sus cuerpos sin vida habrían de dar la vuelta al mundo. Era demasiado lo que sabían sobre sus sucesores. También los jueces de aquel improvisado tribunal irían muriendo después, uno por uno y todos en extrañas circunstancias. Pero ya el día 22, a las cinco de la tarde, el general Iulian Vlad enviaba a sus mejores agentes a escoltar al nuevo hombre fuerte del país, Ion Iliescu, hasta la sede del Comité Central. El golpe estaba consumado.

* * *

Más de mil personas perdieron la vida en aquellos días de diciembre. Junto al discreto golpe de Estado hubo realmente una revolución popular, que fue auténtica para quienes así la sintieron y participaron en ella con valor y generosidad, sin ser conscientes de su enorme manipulación. Soñaban con conquistar la libertad y no podían sospechar que estaban actuando como meras marionetas en el drama puesto en escena por una oscura camarilla decidida a salvar los muebles del régimen. Los mismos perros con distintos collares. La mafia
securista
, tras lavarse la cara, seguiría controlando el país durante muchos años. Dominó, por supuesto, la cúpula del supertelevisado Frente de Salvación Nacional que tomó el poder en los días siguientes; y posteriormente el hegemónico Partido de la Democracia Social de Rumanía
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que, con el estalinista mal reconvertido Ion Iliescu a la cabeza, condujo la transición. Pero incluso se infiltró en la ejecutiva de los principales partidos democráticos y, desde luego, en los consejos de administración de las empresas estatales: su botín de guerra. Además, al disponer de dossieres sobre toda la nueva élite política y empresarial, mantuvo secuestrada la democracia. Naturalmente, el derrumbe del "socialismo real" en Europa obligó a esa camarilla a emprender un giro hacia la democracia, las libertades civiles y la economía de mercado. Pero en Rumanía, más que en el resto de la Europa ex comunista, ese giro fue descorazonadoramente lento, y en muchos aspectos insuficiente o ficticio. Sólo la presión internacional y la voluntad mayoritaria de la población habrían de liberar al país, muy despacio, de los restos e inercias del antiguo régimen.

Rabat, 22 de diciembre de 1989.11:00

El rico empresario y consejero real Yaakov ben Yehuda, perteneciente a la pequeña pero poderosa comunidad judía marroquí, hizo una reverencia y salió de la estancia real caminando hacia atrás. "Misión cumplida", pensó mientras los sirvientes cerraban las puertas. Se dio la vuelta y aceleró el paso. Poco después salía de palacio en su Bentley.

—¿A casa, señor?

—No, no, vamos a la embajada británica —le dijo al chófer mientras escribía rápidamente en un folio apoyado sobre su maletín.

Ben Yehuda saludó al agente de enlace del MI6 y le entregó el mensaje, escrito en una clave que el agente no reconoció. Era simplemente una transcripción fonética de la lengua de Aahtl al alfabeto latino.

—Martin Wallace debe recibirlo de inmediato.

—Por supuesto, señor.

"El rey ha dado las ordenes precisas al primer ministro delante de mí. Las patrulleras se retirarán de la zona de Perejil. Marruecos no protestará. Rabat actuará oficialmente como si desconociera que los españoles están utilizando la isla, como si no hubieran detectado su presencia. Que sólo la razón te guíe".

En el islote y en el profundísimo túnel que cruzaba el Estrecho, la actividad era frenética y estaba clasificada con el máximo nivel de secreto. El general Alberto Zaldívar acababa de hablar con su Ministro de Defensa, interesado en la fuente de energía pero desconocedor del alcance real de la Herencia, como sus colegas de Gran Bretaña y otros países occidentales.

En Gibraltar, Martin Wallace llegó al edificio K y recibió el mensaje enviado por el Sabio 701 desde la embajada británica en Rabat. Suspiró con alivio y pidió que le comunicaran con Mónica Román.

Bucarest, 22 de diciembre de 1989.13:00

Cristian casi había tenido que obligar a su madre a que se fuera sin él. Desde que la dejó en manos del agente Carcedo y salió de la embajada española, había revuelto la ciudad entera buscando a Silvia. Su credencial de alto rango de la Securitate todavía le franqueaba muchas puertas y le permitía hacer muchas preguntas. No consiguió dar con uno solo de los amigos ni de los compañeros de clase de Silvia a los que conocía. En casa de Florian no había nadie. Su compañero de piso, que era de provincias como él, se había marchado a su tierra asustado por los sucesos de Bucarest. Encontró el teléfono de los padres de Florian en Timisoara, pero no sabían nada y estaban angustiados por su hijo. Le pidieron que les informara cuando supiera algo. Recorrió comisarías, hospitales y concentraciones populares. Nada. Durmió apenas unas horas y aquel viernes 22 de diciembre, temprano, le dejó una nota en casa y reanudó su rastreo por toda la ciudad.

La buscó en la concentración ante la sede del Comité Central y presenció la espectacular "huida" aérea del dictador y el inmediato "asalto popular" al edificio. "Desde luego, este tío debería dedicarse a escribir guiones para Hollywood", pensó sobre Aurel Popescu, mientras contemplaba con amargura cómo las masas cumplían perfectamente el papel que se les había escrito. Entró en el edificio con la muchedumbre y preguntó a algunos cabecillas. Nadie había oído hablar de Silvia Bratianu.

Otra vez volvió a pasar por las comisarías, por los hospitales… De pronto, cuando salía del hospital Colentina, le asaltó un pensamiento atroz. Con las manos temblorosas agarró el volante y pisó el acelerador. Unos minutos después entraba en el depósito de cadáveres del hospital Coltea, situado junto a la plaza Universitatii, donde el día anterior se había producido la primera gran concentración de protesta… y la primera carga brutal contra los manifestantes. Buscó por toda la morgue a algún responsable y finalmente dio con el subdirector de medicina forense. Credencial en mano, le exigió ver todos los cuerpos relacionados con los disturbios en el centro de la ciudad. Pero el funcionario resultó ser un disidente que, crecido por los acontecimientos, se negó a colaborar con aquel jefazo de la odiada Securitate.

—¿Qué pretendéis ahora, profanar encima los cadáveres de nuestros mártires? ¿O simplemente hacerlos desaparecer?

Cristian no estaba para bromas ni para explicaciones. Sacó el revólver de Popescu y le apuntó. Ante semejante argumento, el funcionario hurgó en el bolsillo de su bata y sacó una llave.

—Venga conmigo,
compañero
—le dijo, enfatizando con desprecio el tratamiento—. Aunque le advierto que aquí sólo nos trajeron cinco cuerpos, todos ellos de la primera refriega que se produjo aquí al lado, en Universitatii. Después se cerró a cal y canto el edificio por orden de la directora. Supongo que quería proteger a los enfermos, evitar que el tumulto llegara al interior del hospital. Los demás cadáveres deben de estar dispersos por los otros hospitales… pero también he oído que ustedes los andan quemando o enterrando en fosas comunes —añadió con desprecio mientras recorrían los pasillos interminables de aquel bello edificio antiguo. Finalmente le hizo pasar a una sala muy refrigerada.

—Varón de unos treinta años, muerto por contusión en la base del cráneo —comenzó a recitar el subdirector, levantando una a una las sábanas de cada camilla—; mujer de unos veinticinco años, paro cardiaco y posterior aplastamiento; hombre de entre veinte y veinticinco…

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