Los guardianes del tiempo (5 page)

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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

BOOK: Los guardianes del tiempo
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—Como siempre, lo más complicado va a ser no llamar la atención. Somos demasiados, presidente.

—Pero hombre, no empieces otra vez con tu paranoia —el máximo responsable de la organización sonrió a su jefe de seguridad—. Entonces, ¿vas a escalonar los vuelos de llegada y salida de los participantes?

—No sólo eso. Los he repartido entre los aeropuertos de Amsterdam, Bruselas y Luxemburgo. Ya sabes que las fronteras dentro del Benelux es como si no existieran. Y lo siento mucho por los que acostumbran a viajar en primera clase, pero esta vez vendrán todos en turista, que llama mucho menos la atención. Ah, en la reunión de hoy tenemos que designar el "grupo de reserva": los doce miembros que no acudirán a la sesión para refundar la Sociedad si hubiera una catástrofe general durante la asamblea.

—Sí, tranquilo, está en el orden del día. Se hará por sorteo, como siempre. Me parece que has hecho un gran trabajo, sobre todo en la elección del recinto y en la organización del perímetro de seguridad. Podemos "estar seguros de estar seguros".

—Pues yo no estoy tan "seguro"… Mira, el principal problema es que casi el veinte por ciento de los participantes son personalidades relevantes en sus países, ya sea en la política o en el mundo de la empresa. Y así no hay manera.

—Ya, pero no podemos hacer nada. Tienen tanto derecho a estar presentes como tú y como yo. Y ya sabes que entre los nuevos admitidos hay un jefe de Estado, un primer ministro y el presidente de una multinacional.

—Exacto. Como dice un refrán islandés muy popular, "si no te gusta el tiempo que hace, espera un poco y ya verás cómo empeora".

—Mira que sois pesimistas por ahí arriba… Entonces estamos de acuerdo, ¿no? Vamos a proponer al Comité que ratifique la convocatoria de la sesión plenaria de la Sociedad para el miércoles 27 de septiembre a las tres de la tarde, en Rotterdam. Bueno, creo que ya es la hora —el presidente miró su reloj: faltaban apenas unos minutos para las nueve de la mañana, hora británica—. ¿Bajamos?

Salieron del elegante despacho de estilo eduardiano, situado en la planta baja de la casa, y bajaron al sótano, desde donde accedieron a un pasillo oculto que les llevaría hasta un grupo de ascensores. Muchos metros más abajo les esperaba una sala de reuniones, y en ella diez personas más.

Por fuera, el edificio no parecía nada del otro mundo. Pasaba por ser una más de las carísimas casas adosadas de Belgravia, una de las mejores zonas del centro de Londres. Escalinata, columnas, rejas de hierro sobriamente pintadas de negro y una sólida puerta de madera blanca. Junto a la entrada, una placa dorada mostraba cinco círculos concéntricos azules, cuyo grosor era igual al espacio entre ellos. Debajo, también en esmalte azul y con un tipo de letra clásico, la inscripción "Timeguard Ltd." hacía pensar que el inmueble era la sede de una empresa. Nadie habría imaginado que aquella placa era realmente de oro macizo y pesaba casi cuatro kilos, ni que aquella sociedad mercantil, correctamente registrada y al día de sus obligaciones fiscales, fuera en realidad la tapadera de una organización secreta.

El presidente de la Sociedad ocupó su lugar junto a la enorme mesa circular, compuesta también por cinco aros de grueso cristal azul intercalados con otros de oro. Miró a los presentes uno a uno. Además del islandés había siete hombres y tres mujeres. Una de éstas, de raza negra, le sostuvo la mirada con una mezcla de decisión y tristeza, y el presidente supo que, a lo largo de esa reunión, le iba a tocar de nuevo mediar en una fuerte discusión.

—En pie —todos se levantaron y se cogieron de las manos, formando un círculo alrededor de la mesa—. En la ciudad de Londres, en el octavo día del sexto mes del año tres mil trescientos treinta desde la fundación de la Sociedad, se inicia bajo mi presidencia, a las ocho horas y un minuto G.M.T., la reunión número doce mil cuatrocientos veintiocho del Comité de los Doce. Que sólo la razón nos guíe.

Canillo (Principado de Andorra), 8 de junio de 1989

Diana Román vio un guardia de tráfico y paró a su lado. Bajó la ventanilla del Ford Fiesta azul y le preguntó en perfecto catalán el camino hacia el valle de Incles. Era fácil. Sólo había que seguir unos minutos en la misma dirección, hacia la frontera con Francia, y enseguida aparecería a mano izquierda la entrada al valle. Le dio las gracias al agente y continuó tranquilamente su camino, contenta de haber terminado esa misma mañana su misión en Andorra.

A Diana le habían dado esta vez instrucciones muy precisas, y la misión apenas le había llevado cinco días. Había colocado unos sofisticados dispositivos de escucha en determinadas oficinas de Andorra la Vella y en dos domicilios privados de Ordino y Les Escaldes. Ya había elaborado su informe y lo había transmitido, debidamente codificado, a la moderna sede del CESID en la carretera de La Coruña, a las afueras de Madrid. Tal como le pidieron, adjuntó su propio análisis político.

La conclusión era sencilla: había consenso entre los principales dirigentes andorranos en no aceptar otro resultado del proceso político en marcha que no fuera la completa transformación de Andorra en un lisiado soberano de pleno derecho, reconocido como tal por sus vecinos y por la comunidad internacional. Tampoco eran ni relindamente permeables a la idea, sugerida de forma discreta y extraoficial desde Madrid, de sustituir al obispo de Urgell por el rey de España como copríncipe honorario del pequeño país pirenaico; ni a la de convertir el castellano y el francés en idiomas cooficiales junto a la lengua propia del país, que siempre había sido el catalán.

Diana dejó bien claro en su informe que los dirigentes espiados se mostraban seguros del pleno apoyo tanto de París como de la Santa Sede a sus intereses. Los dos copríncipes del momento (el presidente francés François Mitterrand y el obispo Joan Martí Alanis) estaban decididos a acabar con la extraña y anacrónica situación jurídica de Andorra y asegurar la plena emancipación política de su población autóctona.

Los andorranos esperaban que Madrid terminara por aceptar también sus planteamientos, pero en cualquier caso pensaban seguir adelante y si era necesario llegarían a exponer públicamente el desencuentro con España. Andorra no podía esperar más. Era absurdo que a esas alturas del siglo el pequeño país fuera, junto a la Antártida, el único lugar del mundo que no era "ni un Estado ni parte de un Estado ni territorio colonial de un Estado". Antes de 1995 Andorra debía ser un país "normal", con constitución y embajadas.
[9]

A Diana no le cabían en la cabeza las ideas de su propio gobierno respecto a este asunto, y comprendía perfectamente a los dirigentes andorranos. Andorra existía desde el siglo XIII, mucho antes que los Estados francés y español, y era un país por derecho propio. Convertirlo en una especie de territorio autónomo de soberanía compartida hispano francesa, con ambos jefes de Estado como copríncipes, habría sido un fraude. Se habría falseado la Historia y se estaría conculcando los derechos de los andorranos. En realidad había muchas otras cosas en la política española, sobre todo la exterior, que Diana no compartía.

Ahora tenía, por fin, un día entero a su disposición, y pensaba disfrutar de aquel cálido jueves. En realidad no tenía que presentarse en el CESID hasta el sábado por la mañana, pero tenía cosas que hacer en Madrid el viernes por la tarde. Como de todas maneras iba a realizar el viaje de regreso dando un enorme rodeo por Francia para devolver el coche de alquiler en Tarbes y recuperar su propio vehículo, se propuso dedicar unas horas a visitar el valle andorrano de Incles y hacer a pie el camino hasta los lagos de Juclar. Meses atrás le había hablado de la belleza de ese paraje Merche, una de sus compañeras de piso en Madrid, aficionada al montañismo.

En realidad, lo que buscaba Diana era desconectar durante unas horas de la frenética actividad de los últimos meses, desde que sus superiores habían dado por terminada su formación y habían empezado a asignarle misiones. Aparcó al final de la carretera y comenzó la marcha. Tardó apenas una hora y media en ascender hasta el primero de los lagos. No había nadie. Miró a su alrededor impresionada por el paisaje, y se sentó en una gran piedra plana junto a la orilla. Le escocían los ojos. Hurgó en su mochila y unos minutos después ya se había quitado las lentes de contacto y se había puesto las gafas.

"Pero, vamos a ver… ¿qué hago yo metida a espía?", se preguntó una vez más. A ella lo que le interesaba eran los idiomas, la literatura, la política… No es que se arrepintiera de haber aceptado un puesto en el CESID. Al contrario, algunas de las misiones le resultaban apasionantes. Pero pensó que seguramente se estaba perdiendo muchas otras cosas. Era una vida interesante pero no terminaba de satisfacer sus grandes necesidades de realización personal. Además todo era tan extraño… "irreal", ésa era la palabra. No acababa de creerse todo lo que le estaba pasando en los últimos tiempos. Algo le decía que había piezas que no encajaban, aunque no viera cuáles. Pero intentó no caer nuevamente en ese pensamiento. "No te dejes llevar por la intuición, Diana: razona". Recordó el principio que siempre la había ayudado: el de "no contradicción". Pero el problema es que no encontraba ninguna contradicción que resolver. "Será que todo esto me viene grande: poner micros, allanar oficinas, robar informes, ir armada, representar identidades falsas… ¡cómo no me va a resultar increíble!”. Se tumbó boca abajo en la cálida piedra y vio su reflejo en el lago. Una cara "mona", ni muy guapa ni muy fea. Lo mejor eran sus ojos, negros y grandes. Pero ella nunca había estado contenta con su físico, aunque tampoco era fuente de ninguna obsesión. Tenía veinticinco años, a punto de cumplir veintiséis. A duras penas había compaginado su labor en el CESID con el final de su segunda carrera. Terminarla había sido un hito pero ahora, ¿qué? En realidad no tenía la menor idea de qué hacer con su vida. Sin embargo, a su alrededor se movían discretamente intereses y fuerzas que nunca habría imaginado, y que en los próximos meses iban a resolver de por vida esa inquietud. Miró de nuevo a su alrededor. Nadie. Se despojó del pantalón vaquero y de la blusa de seda y se lanzó al agua helada. Poco después iniciaría el descenso hacia el vehículo, hacia Francia y luego Madrid. Hacia una vida que iba a complicarse hasta un punto que jamás habría sospechado.

Gijón, 8 de junio de 1989

Leonor Muñoz cerró tras de sí la puerta del despacho. Introdujo la llave en la cerradura de seguridad y le dio tres vueltas. A continuación, la prestigiosa antropóloga se cercioró de estar sola, se arrodilló y levantó una minúscula pieza desprendible de la parte inferior del marco, inapreciable cuando estaba colocada en su sitio. Allí apareció otra cerradura más pequeña y mucho más sofisticada. Introdujo la llave correspondiente y al girarla activó un conjunto de medidas de seguridad adicionales. Puso la pieza de madera en su sitio y se levantó con cierta fatiga. A sus cincuenta y seis años, comenzaban a cansarle estas tareas.

Se apoyó un momento en el pomo de la sólida puerta y finalmente se dirigió a la cocina. Su hijo Marcos estaba sentado en una silla, con un brazo caído y el otro encima de la mesa. Temblaba ligeramente y tarareaba una canción irreconocible mientras miraba al jardín a través de la ventana.

—¿Qué estará haciendo Diana? —se preguntó en voz alta justo cuando entraba su madre.

—Ah, ¿conque ahora te preocupas por tu hermana, eh? Pues haberlo pensado mejor antes de tratarla como lo hiciste.

—Ya sabes que fue mi enfermedad, mamá —Marcos se volvió hacia su madre. Aún tenía diecinueve años, aunque el día siguiente iba a cumplir veinte. Por supuesto, no contaba con la visita de su hermana para felicitarle. Su relación estaba rota.

—¿A qué hora tienes que estar en la parroquia?

—A las tres y media.

—Te llevo. Me queda de camino. ¿Qué vais a hacer hoy?

—El padre Martín nos va a enseñar la catedral de Oviedo, y luego volveremos a Gijón. Tenemos una recogida de muebles viejos esta tarde.

—Muy bien. ¿Te has tomado la medicación? —le miró con severidad.

—Sí.

A la madre le destrozaba ver a su hijo desperdiciar su juventud convertido en un meritorio de los curas. "Terapia ocupacional", según el doctor Atienza, del centro de desintoxicación. Marcos ya llevaba unos meses sin drogarse, pero sus padres no albergaban muchas esperanzas. Ya había recaído dos veces desde su primer tratamiento. Sonó un timbre y Leonor cogió el recién estrenado teléfono inalámbrico, ese pequeño milagro de la tecnología más actual que tanto sorprendía a las visitas.

—¿Sí?

—Hola, cariño, soy yo —la voz del prestigioso físico Carlos Román apenas se distinguía del ruido de fondo, típico del trajín de un gran aeropuerto—. Cambio de planes: voy a tomar un vuelo a Ginebra, me han pedido que ayude a interpretar una lectura muy extraña del sistema. Es posible que se trate de una partícula desconocida. Mañana por la noche tengo reservado un vuelo a Madrid para conectar con el último a Asturias. Llegaré a las tantas, sobre las once y media, creo.

—Bueno, pues iré a buscarte a Kanón.

—No, no, si tengo el coche allí, en el parking del aeropuerto.

—Ah, claro. Lo había olvidado. Bueno, ¿qué tal?

—Bien —respondió cambiando de idioma—, pero empieza a haber cierta impaciencia, ya sabes. Ahora ella es la clave. Por cierto, ¿sabes algo?

—No, nada. Como siempre —respondió Leonor en castellano y escogiendo bien las palabras, porque su hijo seguía allí—. Pero creo que hablaremos hoy. Yo creo que ya va siendo hora de explicarle…

—Ah, debe de estar Marcos por ahí, ¿no? —dijo su marido, regresando también al español.

—Sí, ahora voy a acercarle a la iglesia. Parece que el cura les va a llevar esta tarde a visitar la catedral de Oviedo y después a recoger muebles viejos.

—¡Dichosos curas…! En fin, mientras le mantengan ocupado… Pues ni un duro, ¿me oyes? Que tú bajas la guardia y…

—No, Carlos, tranquilo: no le pienso dar dinero —dijo la madre mirando a los ojos a Marcos, que bajó la vista con tristeza—. Ya sé que
todavía
no se le puede confiar ni una peseta. Ah, tengo una buena noticia. Ha llegado un mensajero con una carta de nominación…

—No puede ser. ¿Otra vez?

—Sí señor, te han vuelto a proponer para el Nobel de Física.

—Pues habrá que montar otra vez un buen
lobby
para evitarlo. Sólo nos faltaría eso: atraer la atención durante el resto de mi vida. Entérate de quiénes son los demás nominados, a ver a cuál podemos ayudar discretamente.

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