—Entonces, ¿estás segura? ¿Me confirmas que va a ser Suárez?… Magnífico, ¡Adolfo Suárez, presidente del gobierno! Qué acierto, qué inmenso acierto… Y la toma de posesión… claro, el lunes… Que no, que yo no sabía nada, ¿qué iba a saber? Seguro que tú sí estabas enterada, claro… Ya… Claro, pero en cualquier caso esto no afecta ni para bien ni para mal a la operación, puesto que Suárez ya no tiene las coordenadas.
Y entonces cambió a un idioma extraño que Diana no logró identificar. Que ella supiera, aquella lengua de tan complicada pronunciación no era ninguna de las que hablaba el eminente físico Carlos Román. ¡Su padre también utilizaba un idioma secreto con otra persona, una mujer! La niña no habría sabido definir el sentimiento que le produjo aquella revelación. Eran celos. Su padre dijo unas pocas frases en aquel idioma tan singular y retornó al castellano:
—Sí, sí, claro, como tú quieras… ¡Pero si no es ninguna molestia, mujer!… Bueno, lo mismo digo. Ah, y dile a tu marido que no me entere yo de que viene a Asturias y no sube a vernos… Pues claro. ¡Si de Oviedo a Gijón no se tardo nada!… Eso es… Bueno, un abrazo, adiós.
Diana esperó unos instantes y llamó. Abrió la puerta del despacho aunque no había oído el "adelante" habitual y se llevó una sorpresa mayúscula: su padre no estaba. La habitación no tenía más puertas, ni tampoco ventanas. Se acercó hasta la mesa y entonces le llamó la atención un documento que había sobre la gran carpeta de escritorio forrada en piel. El documento era cuadrado y tendría unas cincuenta páginas. Estaba escrito en un idioma de extraños caracteres y la tinta empleada era azul. A sus trece años recién cumplidos, Diana sabía distinguir las escrituras latina, cirílica, árabe, hebrea, china, india y algunas otras, aunque naturalmente no entendía todos esos idiomas. Pero su padre nunca le había mostrado ese alfabeto tan interesante. En la parte superior de las páginas había un símbolo que a Diana le llamó la atención. Lo estaba mirando cuando su madre apareció en el umbral del despacho.
—¡Diana! ¡¿Se puede saber qué estás haciendo?! ¿No te tengo dicho que al despacho sólo puedes entrar cuando estemos tu padre o yo?
—¡Pero si papá estaba aquí dentro hablando por teléfono, y cuando yo he entrado ha desaparecido…!
—¡Tonterías! ¿Cómo va a desaparecer? ¡Estabas curioseando, no lo niegues! ¡Desde luego tú vas para espía, hija! Ya verás cómo se va a poner cuando se entere. Tu padre está arriba.
—Que no, mamá, que estaba…
—Sube a buscarle.
—Pero si…
—¡He dicho que subas a buscarle inmediatamente! ¡Sube ahora mismo! —Diana nunca había visto a su madre tan enfadada y nerviosa por una travesura suya, y encima esta vez no había hecho nada.
Salió de mal humor y subió las escaleras. Abrió la puerta del dormitorio de sus padres. Nada. Bajó las escaleras y cuando pasó ante el despacho, estaba cerrado y con la luz apagada. Entró en el salón y allí estaban sus padres, charlando tranquilamente con la abuela y con el tío Felipe.
—Ah, Diana, ven aquí. Me ha dicho tu madre que andabas fisgando en mi despacho —el padre mostraba un gesto severo.
—No, papá. Es que te oí hablar por teléfono y entré para verte, pero no estabas.
—¿Cómo que no estaba? —de pronto sonrió a su hija y se levantó para abrazarla— ¡Estaba escondido para gastarte una broma!
Diana se quedó en silencio mirándole fijamente a los ojos. Al final fue él quien bajó la vista. La niña aceptó fríamente el abrazo y no dijo nada. Por encima del hombro de Diana, el padre intercambió con su esposa una mirada que significaba "por los pelos". El tío Felipe, mientras tanto, cargaba su pipa con tabaco holandés al aroma de whisky y conversaba con su madre, la abuela de Diana. A la niña se le quedó grabado aquel extraño incidente. Adoraba a su padre y nunca antes se había sentido engañada por él. Por la noche buscó en un diccionario la palabra "coordenadas".
Gijón, 4 de julio de 1976
Carlos Román se había dormido poco después de la medianoche, pero se desveló de madrugada, como casi siempre. Miró el reloj. Buscó sus gafas y una bata, y decidió subir a la pequeña azotea del chalé antes de que el amanecer le impidiera contemplar las estrellas. El aspecto de Carlos era el del típico sabio despistado, siempre pensativo. Se había quedado casi calvo desde muy joven. Sólo una corona de cabellos muy finos y cada vez más canos luchaba aún por sobrevivir alrededor de su cabeza. Unos ojos escrutadores, castaños como los de su hijo Marcos, observaban el mundo a través del grueso cristal de sus gafas. Diana, sin embargo, había heredado los ojos negros de su madre y de su abuela Martha. A sus cuarenta y cuatro años, el científico asturiano había logrado mantenerse en buena forma física. Le encantaba perderse por los senderos más remotos de los Picos de Europa y podía pasarse un día entero caminando.
Al arquitecto no le había hecho ninguna gracia que Carlos le pidiera a última hora esa superficie lisa que rompía la estética del tejado de pizarra previsto, pero se las arregló para colocarla de la manera más elegante posible. A fin de cuentas, aquella era la menor de las excentricidades solicitadas por su cliente y buen amigo.
Carlos había mandado instalar en la azotea un potente telescopio con el que pensaba enseñar a sus hijos a conocer el firmamento. Le fascinaba el "gran" universo casi tanto como el "pequeño", al que había dedicado su vida profesional: ese mundo de partículas subatómicas que cada día arrojaba un poco más de luz sobre los orígenes y el funcionamiento de
todo
. Pero a él lo que le preocupaba era encontrar el medio de producir un tipo muy concreto de partículas. Ésa era la misión de su vida profesional y le exigía mucha dedicación, pero Carlos tenía otras vidas. Quizá demasiadas.
Entre ellas, desde luego, estaba la vida familiar, a la que entregaba menos tiempo del que habría deseado. Su esposa, Leonor, era una persona fuerte y segura de sí misma, aunque su apariencia era la de una mujer menuda y frágil. Era una antropóloga muy reconocida en el extranjero aunque menospreciada por casi todos sus colegas españoles, tal vez por ser mujer. Sus libros, traducidos a muchos idiomas y considerados como lecturas fundamentales en algunas universidades europeas y norteamericanas, apenas habían llegado a distribuirse en España.
Los dos habían sido unos "bichos raros" en la España franquista. Secretamente despreciaban aquel régimen absurdo y oscurantista, pero no compartían el movimiento pendular que por entonces llevaba a casi toda la oposición a proponer, contra esa forma de totalitarismo, otros modelos igualmente totalitarios. El sistema que ellos preferían era la democracia pluripartidista en un marco de derechos civiles y economía de mercado. Eso les adjudicaba automáticamente la etiqueta de "rojos" entre los partidarios del "invicto caudillo", y la de "fachas" entre sus oponentes más izquierdistas. Sin embargo, estaban seguros de que el país sólo tendría futuro si se encaminaba hacia ese sistema. La designación de Suárez era una excelente noticia para Carlos. Le había conocido personalmente y estaba seguro de que el rey había acertado con el nombramiento. Aunque era un político de segunda fila y su cartera ministerial estaba vinculada al aparato ideológico del régimen, en realidad era la persona ideal para iniciar la transición: joven, tenaz, pragmático y con mucha mano izquierda. Ahora faltaba que se le dejara hacer su tarea, cosa que no iba a ser precisamente fácil.
Hacía mucho tiempo que Carlos Román no contemplaba el firmamento, y tal vez por eso pasó un buen rato mirándolo. Le vinieron a la mente palabras. Cosmogonía, cosmología, cosmovisión. La visión, o en realidad la
comprensión
del cosmos, del universo, siempre había obsesionado a la humanidad. Sin embargo, hasta fechas relativamente recientes, pocos habían intentado alcanzar esa comprensión mediante el estudio riguroso, mediante el uso del intelecto para aprehender la realidad, deducir verdades y construir teorías lógicas basadas en datos precisos y hechos demostrables. Desde el pasado más remoto, millones de seres humanos habían perdido el tiempo desarrollando toda clase de
atajos
irracionales: cosmogonías fantásticas, mitos sin pies ni cabeza que se habían ido sustituyendo por otros igualmente absurdos en función de quién estuviera en el poder o de las conquistas de unos pueblos sobre otros. Cuántos siglos perdidos… qué poco tiempo hacía desde que la humanidad situó la ciencia en su lugar. O, simplemente, desde que se decidió a usar por fin, sin reservas, la razón. Recordó una frase de una gran filósofa contemporánea: "La razón es el reconocimiento de que nada puede alterar la verdad, y que nada puede sustituir la percepción real de la misma".
Carlos y Leonor se habían casado por lo civil en Inglaterra, de donde provenía la familia materna de ella. Ninguno de los dos era creyente y no habían bautizado a sus hijos. Lo que no habían podido evitar era enviarlos a colegios religiosos, porque en aquella España del nacionalcatolicismo era extraordinariamente difícil encontrar colegios privados y de calidad que no estuvieran en manos de la Iglesia Católica, y más aún en una ciudad "de provincia". A duras penas habían conseguido que los niños quedaran exentos de la asignatura de religión y de las actividades católicas alegando (nada menos) que la familia profesaba la fe protestante de la abuela inglesa, aunque la madre de Leonor tampoco era religiosa. Diana y Marcos fueron educados por sus padres en el respeto a las creencias religiosas de los demás, pero también en la supremacía de la razón.
"El lunes regreso a Ginebra", decidió Carlos. Aunque le habría gustado quedarse un par de días más en casa, la investigación que tenía entre manos estaba en una fase delicada y a la vez apasionante. Tal vez esa investigación fuera, con el paso de los años, el único medio capaz de asegurar la supervivencia de la humanidad, incluidos, naturalmente, sus propios descendientes. Al pensarlo se entristeció, pero enseguida le vino a la cabeza la mirada inteligente de su hija Diana. Carlos no era consciente de su predilección por su primogénita, por la heredera.
Bucarest, 7 de junio de 1989
Aunque todavía no hubiera comenzado oficialmente, el verano ya se dejaba sentir en la capital rumana y amenazaba con imponer a sus habitantes, más pronto que tarde, alguno de los periodos de canícula insoportable que caracterizan la estación. Los rumanos aprenden en el colegio que el clima de su país, y particularmente el de Bucarest, es continental
atemperado
. "El que inventó ese eufemismo debía de ser un ideólogo del partido, porque aquí en invierno nos morimos de frío y en verano de calor", pensó Cristian mientras se adentraba en el enorme parque de Herastrau.
Había dejado en una de las entradas del parque, en el bulevar Kiseleff, su flamante automóvil Dacia de fabricación nacional: una especie de reencarnación carpática del viejo Renault 12, dotado de la misma carrocería pero mucho más avanzado en cuanto a su capacidad de temblar y emitir ruidos. Tener coche era todo un símbolo de estatus, sobre todo si el vehículo estaba recién terminado en la enorme megaempresa estatal de Colibasi, una ciudad-factoría con cerca de treinta mil empleados. Y Cristian, para ser tan joven, ya tenía cierto estatus. No se le contaba entre la
nomenclatura
, esa casta privilegiada conocida también como "aristocracia roja". No formaba parte de ninguna de las organizaciones de masas. Tampoco era hijo ni sobrino de ningún cuadro del partido. De hecho, su origen familiar y su sentido común le llevaban a rechazar profundamente el régimen. Y sin embargo, Cristian Bratianu era un agente especial de la temida Securitate, la Dirección de Seguridad del Estado que formalmente dependía del Ministerio del Interior pero que, en realidad, era como un poderoso "Estado dentro del Estado".
Si en todas las dictaduras totalitarias ha sido importantísimo el rol del aparato de seguridad y del servicio secreto, en el régimen sectario de Nicolae Ceausescu su papel era tan protagonista que terminaría por decidir el destino final del
Conducator
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y diseñar la Rumanía postcomunista, perpetuándose en el ejercicio de un enorme poder fáctico que ha continuado incluso hasta hoy. La Securitate, en aquel momento, constaba de nueve grandes direcciones operativas, cuatro unidades adicionales y otros dos departamentos. Bajo la comandancia del todopoderoso general Iulian Vlad, el complejo engranaje contaba con cerca de veinte mil efectivos y cientos de miles de informadores repartidos por todo el país. Entre las funciones principales de muchas de las secciones estaba la de vigilarse e infiltrarse unas a otras, como expresión más acabada de la paranoia del régimen. La Securitate ejercía un control orwelliano sobre el país y disponía de multitud de empresas propias para autofinanciarse, pero también se ocupaba de la inteligencia exterior, con equipos de espías dispersos por todo el mundo.
A sus veinticuatro años, Cristian era un joven normal que se había licenciado en arqueología un año antes. Le resultaba muy atractivo a las chicas hasta que abría la boca. Entonces su exasperante timidez, su ingenuidad y su miedo atroz al ridículo enfriaban toda la pasión que hubieran llegado a despertar sus ojos verdes, su cabello rubio o sus rasgos "perfectos aunque algo infantiles", según la catalogación de una amiga de su hermana. De complexión atlética y en buena forma, no necesitó demasiado entrenamiento físico pero sí tuvieron que enseñarle algunas técnicas de defensa personal. Durante su breve estancia en la academia de la Securitate —situada en la zona residencial de Baneasa, cerca del aeropuerto del mismo nombre que se encuentra al norte de la capital—, Cristian recibió formación personalizada e intensiva en el uso de armas de fuego y, sobre todo, en los sistemas de vigilancia y contravigilancia así como de codificación y comunicaciones. También le dieron algunas nociones de política exterior y diplomacia, y tuvo que perfeccionar sus idiomas. "Algún día usaré todos estos conocimientos contra vosotros", se juró cuando sus jefes dieron por terminada su capacitación.
El informe de confiabilidad política que habían adjuntado a su dossier le calificaba como "absolutamente leal y digno de la mayor confianza", pese a que su padre había sido un "enemigo de clase" que murió en prisión en 1977, cuando Cristian aún no había cumplido trece años. Para el director de la academia era "una satisfacción especial comprobar cómo un descendiente del clan nefasto de los Bratianu se conduce con la responsabilidad socialista que el Estado espera de cualquier muchacho de su edad, demostrando así que el imperialismo burgués no es una tara genética sino meramente cultural". Elena Ceausescu, la omnipotente esposa del tirano, había leído con sumo interés el informe sobre este joven arqueólogo, que había sido el número uno de su promoción y que, pese a su juventud, era todo un experto en los orígenes de la cultura dacia.
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