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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

Los guardianes del tiempo (14 page)

BOOK: Los guardianes del tiempo
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El faraón miró a los ojos, uno por uno, a todos los custodios de la Herencia. Sabía exactamente lo que estaba pensando cada uno. Sabía que al más joven le repugnaba la homosexualidad de su rey y además le consideraba culpable del drama que ahora se avecinaba, pero su expresión, sin embargo, no era de reproche sino de amarga tristeza, como las de los demás. Sabía que el más viejo y sabio de los presentes, que había sido su paciente maestro y le había revelado el secreto de la Herencia, estaba aterrorizado pero dispuesto a morir antes que permitir el robo del arcón por los enemigos del rey. Sabía que la inteligente aristócrata nubia, que había llegado como esclava a Tebas pero tuvo la suerte de ser regalada al viejo, estaba pensando, con el fatalismo habitual en ella, que la misión de su vida había fracasado. Todos le miraron con una mezcla de respeto, desazón y miedo.

—Amigos, creo que no hay mayor dignidad que la de reconocer los errores. Cometí un fallo imperdonable al instalar la capital aquí. Hice más vulnerable nuestro secreto y mucho me temo que éste ya sea parcialmente conocido por nuestros enemigos. Como sabéis, Zalm de Aahtl estableció la comunidad de los Doce Sabios hace cinco mil ochocientos sesenta y cuatro años, justo antes de la tormenta gigante que anegó el mundo. No sabemos a qué pueblo pertenecieron los Sabios originales, pero sabemos que la Herencia cambió de país al menos dos veces antes de llegar a Egipto. El milagro de su preservación (y de la continuidad de vuestra pequeña comunidad de Sabios custodios desde tiempos tan remotos) debe inspirar vuestro razonamiento: nada hay en el mundo más importante que vuestra misión. La Herencia y los Doce Sabios llevan unos dos mil años en Egipto, pero esta noche eso debe cambiar.

El faraón tuvo que acallar las protestas de algunos de los Sabios.

—Tengo preparada una embarcación que os transportará hasta la desembocadura del Nilo. Allí os espera el mejor barco del reino. He preparado una guardia especial compuesta por los cuarenta hombres más leales que tengo, que estarán al mando del Viajero. Esa guardia va a retirar inmediatamente el arcón y lo va a instalar en el primer barco. Viajará con vosotros y se ocupará de transbordar la Herencia. Viajará también en el segundo navío y regresará dentro de unos meses con cualquier mercancía, para disimular. Las tripulaciones de ambos barcos también son de total confianza.

»Aquí vamos a colocar un arcón con documentos de palacio y algunas joyas, y si es posible dejaremos que algunos de los rebeldes lleguen hasta aquí y se lo lleven para que se difunda el rumor de que el arcón no contenía nada especial. Vuestra guardia va armada hasta los dientes, y el Viajero va a llevar consigo una fortuna en piezas de oro y piedras preciosas. Os tengo que pedir que recojáis vuestras pertenencias y sigáis las instrucciones del Viajero como si fuera vuestro rey. De hecho, ante vosotros le nombro virrey del grupo de Sabios, soldados y tripulantes, y le transfiero todos mis poderes y atribuciones. Sé que protegeréis la Herencia con vuestras vidas si es necesario. Confío en vosotros más de lo que vosotros habríais debido confiar en mí —dijo mirando a su viejo maestro y conteniendo con dificultad las lágrimas—. Os deseo suerte, pues vuestro destino será el de toda la humanidad. Que sólo la razón os guíe.

—Pero, señor —intervino, la maestra de Nefertiti—, ¿adonde se supone que iremos? ¿Dónde vamos a vivir el resto de nuestras vidas? ¿Cómo vamos a llevar a cabo los designios de la Herencia?

—El Viajero es la respuesta a esas preguntas —Akhenatón miró a los ojos a su amigo y éste comprendió que el faraón, pese a su angustia y su desesperación, estaba haciendo lo correcto y su plan constituía la única esperanza de salvar con toda seguridad la Herencia—. Él es la persona que mejor conoce el mundo, y yo estoy convencido de que él sabrá mejor que nadie establecer a los Doce Sabios en un lugar remoto y seguro donde podáis custodiar la Herencia…

—Pero entonces, viviendo en algún apartado confín del mundo, ¿cómo encontraremos auténticos sabios para sustituir a los que vayan muriendo?

Akhenatón no supo qué responder, pero intervino el Viajero:

—Yo me ocupo de eso —afirmó con toda la rotundidad que pudo, aunque él tampoco tenía ni la más remota idea de cómo asegurar que aquella comunidad siguiera perpetuándose.

* * *

Media hora después se cerró el arcón y se introdujo la extraña llave de oro en su cerradura. En forma de espiral y llena de símbolos, relieves y hendiduras, no mediría más que el dedo meñique de un adulto. Colgaba de un collar de pequeñas piedras azules. Al introducir la llave a rosca por un pequeño orificio de una esquina, se escuchó un chasquido y un suave murmullo seguido de algunos extraños ruidos, apenas audibles, que duraron un cuarto de hora y después cesaron de golpe. La tapa, ahora, parecía unida al resto del arcón y no había forma de despegarla. El baúl era como un enorme lingote de aquel extraño metal azul oscuro. Sólo en el centro de su cara superior había un pequeño símbolo: cinco círculos concéntricos dorados que no ofrecían ningún relieve al tacto. El Viajero se colgó el collar con la llave y asistió a la maniobra. Hicieron falta ocho hombres para cargar con el pesado mueble metálico porque los Sabios habían insistido en que se cumplieran las instrucciones de Zalm: todos los contenidos del arcón debían viajar dentro de éste.

El Viajero tomó de las manos a la reina, que estaba a punto de echarse a llorar.

—Ya sabes que no puedes venir, mi amor. Aquí eres la reina y no puedes desaparecer sin más. Además, no sé qué futuro tendrías si vinieras con nosotros. Debes cuidar de tus hijas, y el rey te va a necesitar más que nunca. Si todos le abandonamos ahora no podrá salir adelante solo. Uno de los dos debe permanecer aquí, y no puedo ser yo. Te juro que regresaré a tu lado cuando esté seguro de haber depositado la Herencia en el lugar adecuado y de haber dejado a los Sabios bien establecidos.

La reina no dijo nada pero se abrazó al Viajero y cerró los ojos, ya cubiertos de lágrimas. Sólo llevaban juntos unos meses, pero ambos tenían por vez primera la sensación dé haber encontrado a su pareja definitiva. Nefertiti aún no sabía que estaba embarazada de él.

Unas horas después el barco estaba listo para zarpar, pero los Doce Sabios se habían convertido en siete. La maestra de la reina quiso quedarse con Nefertiti. El Sabio procedente de Ugarit no se sentía con fuerzas para emprender ese viaje a lo desconocido y optó por quedarse al servicio del faraón. El cretense, especialista en la ciencia de los números, suplicó regresar a Knossos, jurando que el secreto de la Herencia se iría con él a la tumba, pero el faraón se negó a dejarle marchar y le ofreció el cargo de administrador general del comercio egipcio. El Sabio más viejo habría dado cualquier cosa por ir, pero, convencido de ser una carga para la expedición, pasó a dirigir la biblioteca y los archivos de palacio. El más joven, su eterno rival en las discusiones, se quedó con él para cuidarle: era su hijo. Todos adoptarían identidades nuevas, ya que se les había dado por muertos al desaparecer para integrarse en la pequeña comunidad.

Akhenatón entregó un documento sellado al Viajero y le ordenó abrirlo sólo cuando estuviera en alta mar. El barco partió con una sabia nubia, seis egipcios y el Viajero, además de la tripulación y la guardia. Mientras zarpaban, las tropas rebeldes ya estaban librando escaramuzas con los defensores de la capital, y en el lugar que había ocupado la Herencia se encontraba ahora una vieja arca de madera con un montón de documentos sin importancia y unas cuantas joyas. En el delta del Nilo, el cambio de embarcación se efectuó sin novedad.

El faraón no había exagerado, e incluso se había quedado corto: aquel no sólo era el mejor navío de Egipto sino el barco más avanzado jamás diseñado por egipcios o extranjeros. Akhenatón lo había mandado construir en secreto dos años atrás. Era el primero de una gran flota en proyecto. Podía adentrarse en alta mar con total seguridad y atravesar las tempestades con confianza. Su casco era de madera de cedro importada del Líbano, inmune a la putrefacción, y se propulsaba por el más sofisticado velamen ideado hasta entonces. Se había prescindido casi enteramente de los remos, reduciendo así la tripulación. Tenía quilla y unas vigas destinadas a estabilizar la nave, y representaba un gran salto cualitativo frente a los barcos de fondo plano construidos hasta entonces. Lo habían cargado con provisiones e incluso con algunos carros y animales para los desplazamientos por tierra. El Viajero ordenó poner rumbo al Noroeste, hacia Europa, sin tener de momento una idea precisa de adonde dirigirse. Aún resonaban en sus oídos las últimas palabras que había cruzado con Akhenatón y Nefertiti, tras soltar las amarras del primer barco, en el muelle de Akhetatón:

—Viajero, ¿ni siquiera ahora, al partir, vas a decirnos cuál es tu nombre y tu lugar de origen?, ¿ni siquiera a tu amada y a tu más leal amigo? Por favor, dinos quién eres.

—¿Yo? Ahora yo soy Zalm de Aahtl.

Capítulo 10

En alta mar, al oeste de Creta, abril de 1341 a. n. e.

El Viajero había cumplido con las órdenes de Akhenatón. Esperó a estar lejos de Egipto para abrir sus últimas instrucciones, que le horrorizaron. El faraón le autorizaba solemnemente a matar a cualquiera de los guardias y tripulantes al menor indicio de deslealtad. Incluso le insinuaba que, si lo creía conveniente, podía hacer asesinar a toda la expedición (excluidos los Sabios, naturalmente) una vez depositado el arcón en su nuevo alojamiento. Se evitaría así hasta el más remoto peligro de que trascendiera su existencia y ubicación. "¡Estos egipcios se creen el pueblo más refinado pero, en el fondo, son tan salvajes como la gente de mi tribu!", se dijo, negando con la cabeza ante semejante barbaridad y recordando con afecto, pese a ello, a su amigo el rey. En su opinión no iba a ser necesario matar a nadie, solamente definir bien los aspectos de seguridad de la operación.

Llevaba varios días reflexionando sobre la misión, pensando y desechando estrategias y lugares. Solamente había llegado a dos conclusiones: la Herencia y los Sabios corrían más peligro juntos que por separado, y él debía reestructurar la organización secreta para asegurarse de su continuidad y del cumplimiento de su misión. En su mente se iba perfilando la solución más adecuada para la comunidad. Estaba casi enteramente decidido a instalarlos en la tierra de sus antepasados.

Si su hermano había sucedido a su padre como caudillo del "pueblo de los lobos", según lo previsto, su patria ruda y atrasada podría convertirse en el escondite ideal de la organización. Sólo había que llegar hasta allí y ocuparse de unos cuantos detalles.

Más complicado iba a ser proporcionarle a la Herencia un emplazamiento seguro y secreto. Obviamente, ya no era posible
construir
un refugio, había que
encontrarlo
, aunque luego se mejorasen sus condiciones con algún retoque arquitectónico. El Viajero había repasado mentalmente las cavernas que había explorado en su infancia, las cimas más altas que había conocido en sus viajes, las islas más pequeñas y carentes de importancia para los ejércitos y comerciantes. Intentó recordar algún posible escondrijo en las principales ciudades que conocía. Se decidió a pedir ayuda a los druidas que había conocido en las frías islas del Noroeste, aquellos hombres sabios que custodiaban los secretos astronómicos de los grandes círculos de piedra, pero pronto descartó la idea. Hasta pensó en el reino más remoto conocido, el gobernado por la dinastía Shang, en el confín oriental del mundo. Todas las opciones que se le ocurrían entrañaban grandes dificultades de transporte, o importantes riesgos por no reunir las condiciones de seguridad necesarias. Pero de pronto dio con el lugar perfecto.

—¡Cómo no se me ha ocurrido antes! —gritó sin querer, poniéndose bruscamente de pie.

Uno de los soldados le miró con cara de "el jefe se ha vuelto loco y habla solo". Era muy temprano y casi todo el mundo dormía aún. Sólo estaba despierta la tripulación de turno y una pequeña parte de los militares, que hacía guardia. El Viajero se paseó por la cubierta poniendo sus ideas en claro, y finalmente se decidió. Fue a ver al piloto y le ordenó virar noventa grados y perseguir sin descanso el sol poniente. El egipcio, fiel súbdito y devoto creyente de la nueva religión solar impuesta por el faraón, le preguntó espantado, con los ojos húmedos, si iban a reunirse con Atón. Armándose de paciencia y comprensión, el Viajero le respondió que no, que todavía no había llegado la hora de ninguno de los presentes, y le prometió que iban a regresar a Egipto. "Cuánto tendrá que cambiar la humanidad para hacerse merecedora de la Herencia…", se dijo, y pensó que harían falta enormes dosis de educación racionalista para acabar con la superstición natural de las gentes primitivas. A petición del Viajero, el capitán y sus segundos de a bordo se habían quedado en Egipto. La tripulación estaba compuesta únicamente por los marineros rasos y dos pilotos, que sólo sabían orientar y mover la embarcación como se les ordenara, pero no navegar, pues carecían por completo de conocimientos geográficos y astronómicos. El Viajero había asumido las funciones propias del capitán sin mayor problema, ya que había aprendido años atrás a navegar guiándose por las estrellas. No quiso en la nave personas capaces de detallar la posición del nuevo refugio de la Herencia y regresar al lugar escogido, fuera cual fuera.

Cuanto más lo pensaba, más se convencía de haber encontrado el refugio ideal para la Herencia. En uno de sus viajes había ido a parar a un complejísimo sistema de cuevas que parecía no tener fin. Su entrada estaba en lo alto de una montaña, junto al mar. Llegar iba a ser sólo cuestión de tiempo. Transportar la pesada carga monte arriba y cueva abajo ya era otra cosa. En su visita anterior, el Viajero se había adentrado mucho en la cueva, que descendía serpenteando toda la altura del monte y mucho más abajo, con numerosas bifurcaciones. Había calculado que aquel laberinto subterráneo se extendía por debajo del lecho marino, quién sabe hasta dónde. En algún lugar de esa cueva, el arca debía dormir oculta hasta que, transcurridos cientos o quizá miles de años, la organización secreta que él iba a refundar entendiera alcanzado el momento de dar a conocer su contenido. A las futuras generaciones de Sabios habría que legarles copias de la información esencial. Era crucial, pensó, que el tesoro compuesto por aquellos libros extraordinarios y por esas misteriosas cajas llegara intacto a la humanidad futura, a esa humanidad avanzada que habría de necesitar la Herencia para sobrevivir.

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