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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (131 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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—¿Tendré que ser amable? —preguntó Germaine con ingenuidad.

—Desconozco el modo correcto de comportarse una diva ante un público de ignorantes, pero te aconsejaría que aceptases. Hay que aprovechar la ocasión: es la primera vez que admiran a un Churruchao. Lo corriente fue que se nos temiese o se nos despreciase. ¿Serás tú la encargada de reconciliarnos con nuestro pueblo?

Germaine le tendió la mano. Estaba satisfecha.

—Hasta mañana, Carlos.

—Felices Pascuas.

Germaine subió dos escalones y se detuvo.

—Dime, Carlos, ¿quién es aquella chica que se sentó a mi lado?

—Clara, la hermana de Aldán.

—Es muy bonita. Me hubiera gustado hablar con ella, pero marchó en seguida, como si huyera.

—No te preocupes. Ya le hablarás un día de estos —el tono de Carlos fue seco.

Germaine le miró a los ojos.

—¿No la quieres?

—Después de tu tía, es la persona a quien más admiro y respeto en este mundo.

El monaguillo ayudaba a don Julián. Los otros curas se desvestían solos. El prior, con la sobrepelliz doblada y colgada al brazo, buscaba la capa.

—No se vaya, padre erijo el cura—. Tenemos que hablar.

—Están ahí fuera todos mis frailes esperándome.

—Que esperen. Para eso es usted el prior.

—Hace una noche fría.

—Para todos. También para usted y para mí. Sólo que ustedes llevan una capa más gruesa que mi manteo.

Quedó en sotana.

—¿No echa una copita? Es Nochebuena.

—Se agradece.

Don Julián mandó al monaguillo que sacase copas para todos.

—Tenemos que ver esas pinturas, padre prior. Ya le dije el otro día…

—Estuve en Santiago, y en el arzobispado las encuentran correctas.

—¿Qué les importa a los de Santiago? Ellos no tienen que lidiar con los feligreses y escucharlos, como yo. Mañana mi casa será un jubileo. Las estoy oyendo, a la presidenta de las Hijas de María, y a la de la Juventud Católica, y al presidente de la Adoración Nocturna…

El prior sorbió el vino y carraspeó.

—Usted estará acostumbrado a torearlos. Si uno fuese a hacer caso de lo que piensan los feligreses…

—Pues no hay más remedio, créame. No están los tiempos para bromas. ¡Y con las elecciones encima! Tendría gracia que, por causa de la pintura, perdiésemos los votos de nuestros feligreses.

Se acercaron el diácono y el subdiácono.

—Aquí, estos señores estarán de acuerdo conmigo. ¿Se fijaron en las pinturas de la iglesia?

El subdiácono era bajo, rechoncho, con una alegre cara colorada.

—Pues yo, la verdad… Algo vi, pero no me fijé mucho.

—Yo sí me fijé —dijo el diácono.

—¿Y qué le parecen?

—No entiendo de eso. Muy bonitas, no son.

—Beban el vino y vamos a la iglesia. Las cosas hay que arreglarlas en caliente.

Les precedió el monaguillo. Don Julián le mandó que iluminase toda la iglesia. El prior, con un gesto amplio, lento, mostró las naves deslumbrantes.

—Hace setecientos años, cuando la construyeron, Santa María de la Plata debía de ser una cosa así. ¡Está hermosa!

—De espaldas al altar, sí, padre prior. Está más blanca y más limpia, y seguramente ya no tiene goteras. Pero mire las caricaturas que nos puso ahí su fraile.

Apuntaba con el dedo la cara del Cristo. El prior miró de medio lado, con los ojos entornados y un gesto serio.

—Yo diría que es grandioso.

Abrió los brazos y afirmó con la cabeza, dos, tres veces. «Grandioso», repitió.

Don Julián hizo una mueca de irritación y manoteó con violencia.

—Pero, hombre, ¡calle! ¿Cómo puede usted encontrar bien eso? ¿Usted cree que Cristo fue así?

—No sabemos cómo fue Cristo. Todas nuestras imágenes son hipótesis, más o menos convincentes.

—Pero no podía tener cara de forajido. ¿Y la Virgen? Hagan el favor de acompañarme al altar del Evangelio.

Fue delante, airado, con paso rápido. Se detuvo.

—Ésta no es la Virgen. Seca, parece de palo. ¿Y esos brazos levantados? ¿Y ese santo vestido de pellejos? Supongo que será san Juan Bautista, y yo me pregunto qué pito toca san Juan Bautista junto a la Virgen. ¡Aún si fuera el Evangelista o san José!

Al prior le nació en los labios una sonrisa burlona.

—No sé si sabe, padre, que la Virgen representa a la Iglesia orante, y que san Juan Bautista es el Precursor, y representa también…

—¡Déjese de representaciones! Yo necesito una Virgen que le guste a la gente y un Cristo que dé ganas de rezar, no de escapar.

—Pues habrá de contentarse con lo que tiene, porque las pinturas ya están hechas, y la Curia arzobispal las aprobó.

El subdiácono permanecía vuelto hacia la Virgen.

—A mí no me disgusta. Claro que puede ser la Virgen u otra santa cualquiera.

—Yo no entiendo —dijo el diácono, mientras se limpiaba las gafas con el revés del manteo—. Pero Vírgenes así no recuerdo haberlas visto.

Don Julián agarró al prior por los hombros.

—Déjese de gaitas y escúcheme. Lo pintado, pintado está, pero se puede remendar. Dígale al padre. Eugenio que hable conmigo. A la Virgen, le ponemos la túnica blanca, en vez de roja, y queda hecha una Purísima Concepción. En cuanto al Cristo, habrá que retocarle la cara, quitarle los Evangelios y poner en su lugar la bola del mundo. Con eso, y con un Corazón pintado, bien rojo, que destaque, ya me encargaré de convencer a los feligreses.

—Se lo diré al padre Eugenio.

—No tiene que decírselo, sino mandárselo. Para algo es usted el prior.

—Pero ¿y don Carlos Deza? ¿No cuenta usted con su opinión? De momento, es el que manda en la iglesia.

—Don Carlos Deza es un chiflado, pero el patronato de la iglesia recae ahora en esa muchacha. Y usted comprenderá que a una persona que canta tan bien y con tanto sentimiento no pueden agradarle estos mamarrachos. Ya me encargaré yo de hablarle.

El prior le golpeó la espalda con la mano abierta.

—No irá a decirle que es pecado mortal…

—Yo sé lo que he de decirle.

El prior aludió a los frailes que esperaban y marchó. Los curas quedaban discutiendo en el presbiterio. En un rincón, el monaguillo cabeceaba.

El prior ascendió al autobús y dio orden de arrancar. Los frailes dormitaban, con las cabezas reclinadas en el hombro del vecino o echadas hacia atrás. El padre Eugenio, en el asiento delantero, miraba al fondo oscuro de la calle. El prior se sentó a su lado.

—Hace un frío que pela.

El coche atravesó el pueblo y se metió en la carretera negra, bajo las ramas desnudas de los castaños. El prior había cerrado los ojos. El padre Eugenio le golpeó suavemente el brazo.

—¿Diga, padre?

—Estos días, ahí solo, me acostumbré a fumar más de la cuenta.

—Puede hacerlo, padre.

Volvió a cerrar los ojos. El padre Eugenio lió un cigarrillo, lo encendió, arrojó al suelo la cerilla.

En la oscuridad del coche brillaba la brasa. Alumbraba el rostro endurecido del padre Eugenio; luego, todo volvía a la negrura. En los últimos bancos, un fraile roncaba. El prior volvió la cabeza, contempló los cuerpos inclinados, sacudidos por los tumbos del autobús, los ojos cerrados por el sueño y la fatiga. Sólo el padre Eugenio se mantenía despierto, pero más encorvado que de costumbre, más vencida su cabeza ornitorrinca.

En el atrio del monasterio lucía una sola ventana. El prior saltó el primero y esperó a que todos los frailes descendiesen.

—Pueden retirarse. Hoy quedan dispensados de maitines.

Los frailes saludaron, se desparramaron por los claustros. El hermano portero cerró la puerta con ruido de cerrojos.

El padre Eugenio había llegado a su celda, cuando oyó pasos. La voz del prior dijo en las sombras:

—Espere, padre.

El padre Eugenio se detuvo, dejó la puerta entreabierta y se arrimó al quicio.

—Padre Eugenio, quiero decirle, y lo siento, que sus pinturas no han tenido mucho éxito.

—Me he dado cuenta.

—Don Julián está intratable. Dice que hay que repintar esto y aquello…

—Antes prefiero destruirlas.

—No se apure. Deje pasar unos días, vaya a ver a don Julián, escúchele, dígale que lo estudiará, y no
se
dé prisa en estudiarlo. Cuando se hayan acostumbrado a verlas, no
les
disgustarán. Todo es cuestión de hábito.

El padre Eugenio adelantó un paso.

—La opinión de don Julián no me preocupa: no es nueva, y contaba con ella. Pero a la gente tampoco le han gustado.

—¿Se lo han dicho?

—Hay cosas que no hace falta oírlas.

—¿Y eso le importa más?

—Eso es lo único que me importa, porque yo pinté para el pueblo.

El prior le agarró un brazo.

—Entonces, padre, se ha equivocado. Es una lástima…

—Para mí, mucho más. Para mí…

Se interrumpió y se tragó un sollozo. El prior le golpeó la espalda.

—No se ponga así, padre. No es usted niño.

Quedaron en. silencio. La lluvia rumoreaba sobre los patatales del jardín. Por el fondo del claustro pasó la sombra de un fraile. Se oyó el golpe de una puerta, batida por el viento.

—Retírese y tranquilícese. Y no olvide que es Navidad.

El cuerpo del padre Eugenio se sacudía. Se había llevado las manos al rostro y lo ocultaba.

—Nunca le tuve por un buen fraile, padre Eugenio, y quizá no lo sea; pero muchas veces he sido injusto con usted y le pido perdón. Que Dios le acompañe.

El prior le golpeó la espalda suavemente; luego, se alejó, de prisa.

V

Don Julián mandó recado a doña Angustias de que le esperase al terminar la misa de nueve. La gente salió, pero quedaron, entretenidas en oraciones complementarias, tres o cuatro señoras. Doña Angustias despachó a su criada por delante, y entonces se le acercó la de Mariño, a cuchichear; doña Angustias le dijo que estaba rezando por sus muertos y que ya hablarían. La señora de Mariño se retiró unos bancos atrás y pudo ver cómo don Julián se llevaba a doña Angustias a la sacristía. Entonces se acercó a la de Cubeiro, que también se había rezagado, y empezó a hablarle al oído. La de Cubeiro le respondió del mismo modo. Pasaron un rato así. De vez en cuando, señalaban las pinturas. Después, se levantaron y fueron a la sacristía. La iglesia había quedado desierta; el monaguillo apagaba los cirios, y por las ventanas entraba una luz gris, escasa.

El cura le había contado a doña Angustias su conversación con el prior acerca de las pinturas. Doña Angustias hizo aspavientos y se confesó aterrorizada de aquel Cristo, que no le parecía sino el mismo Satanás en persona. El cura le respondió que, para remediarlo, convenía visitar a Germaine con cualquier pretexto y hablarle del asunto como de pasada, e insistir otro día hasta que ella misma tomase cartas en el asunto y lo decidiera; porque don Julián quería agotar todos los remedios a mano y resolverlo por las buenas antes de acudir a la Curia y armar el escándalo. A doña Angustias le pareció bien, y el cura se encargó de gestionar la visita. Fue entonces cuando entraron la de Mariño y la de Cubeiro, amilagradas, protestando de aquella falta de respeto a la casa del Señor, cometida —¿quién lo creyera?— por un fraile. Y se sumaron a la conversación y entraron en el convenio de la visita.

—¡Ay, sí! Hay que ir a saludarla y a felicitarla por lo bien que canta.

—También podríamos pedirle que diese un concierto a beneficio del Roperillo.

—¿No sería abusar?

—¿Abusar? Se pasa el día al piano, cantando sola. La
Rucha
se lo dice a quien quiere oírla. De modo que lo mismo le dará cantar en casa que delante del público. Y ayudaría a una obra de caridad.

—Mujer, ¿y si le da reparo?

—Con preguntárselo, no perdemos nada.

—Pero la primera vez…

—Podemos hacerlo la segunda.

—¿No será tarde? A mí me han dicho que se marcha.

—¿Marcharse? ¿Cómo se va a marchar, si lo pierde todo?

—A lo mejor no le importa.

—Una fortuna como la de la Vieja no es para tirarla.

—Y si ella se marcha, ¿a quién irá a parar? La Vieja no tenía más herederos.

—¿Quién sabe? Caí decir que hay otro testamento. Pudo arrepentirse doña Mariana y dejarlo todo a los pobres.

—No era mujer de arrepentimientos. Ni buena cristiana. También oí decir…

Don Julián las interrumpió: iba a cerrar la iglesia, y ya las avisaría. Doña Angustias intentó quedarse, pero las otras no marchaban. Por fin, se fueron juntas. La de Cubeiro insistía en que Germaine se quedaría en el pueblo; la de Mariño pensaba que no.

Don Julián marchó a su casa, se puso la sotana nueva, se acicaló. Antes de salir, bebió una jícara de chocolate. Luego encendió un pitillo, y, mientras fumaba, paseó por la galería. Después cogió el paraguas y salió. En la calle, se embozó en el manteo y abrió el paraguas.

Fue recibido por la
Rucha
madre. Le dijo que quería ver a la señorita. La
Rucha
le mandó pasar, le llevó a la salita y le pidió que esperase. Germaine estaba en el salón. Le extrañó la llegada del cura. Don Julián, al verla, se levantó y la saludó con ceremonia. Ella le rogó que se sentara.

—En realidad, no vengo a visitarla, sino que traigo el encargo de unas señoras de solicitar una entrevista.

—¿Conmigo? ¿Quieren verme a mí?

—No son unas señoras cualesquiera, sino las más respetables de la villa. La señora de Salgado…, ya sabrá usted.

Germaine movió la cabeza.

—No. No la conozco.

Don Julián abrió los ojos y alzó las manos.

—¿Es posible? Doña Angustias es la madre de los pobres, la que sostiene el culto católico, una verdadera santa. Muy rica, inmensamente rica, pero un alma de Dios, humilde y sacrificada. Su marido es el propietario de los astilleros, y su hijo, el que los dirige. ¿Tampoco ha oído hablar de don Cayetano?

—Tampoco.

—Pues me extraña, porque es lo único de que se puede hablar aquí. Don Cayetano es joven, dicen que con mala cabeza y peores ideas, pero ya cambiará. Son ventoleras de juventud. Estoy seguro de que algún día no lejano lo veremos con un escapulario al pecho… Su madre reza mucho por él, y el Señor no puede desoír los ruegos de una persona tan buena y que hace tanto bien.

Recogió la teja del regazo y la dejó sobre la mesa.

—No se llevaba con su señora tía, que en paz descanse; pero esas cosas las borra la muerte. Ya ve usted: lo ha olvidado y quiere venir a saludarla. Con dos señoras más, también muy finas y religiosas. Yo las acompañaría.

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