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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (135 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Quítese el abrigo y póngase esto. Si no, la cogerá el frío cuando salga.

Se sentó, de un salto, en el mostrador; recogió las piernas y se las tapó con el borde de la falda.

—La mejor manera de entenderse es poner las cosas claras. Y usted me parece que no está al tanto de todo. Usted…

Se detuvo. Germaine había vuelto a sentarse y se arrebujaba en la toquilla.

—¿No le hace raro que nos hablemos de usted? A mí me resulta forzado. No suelo hablar de usted más que a los ancianos, a los desconocidos y a los que me merecen muchísimo respeto.

—¿Es que no me encuentras respetable?

—Sí. Pero no superior. No quiero ofenderte, pero estoy acostumbrada a considerarme igual a todo el mundo.

—Puesto que para entendernos las cosas han de quedar claras, debo decirte que esta mañana, cuando viniste a mi casa, mi criada me dijo que no te recibiera.

—Tu criada es una esclava para quien sólo los ricos son respetables.

—También me dijo que no tenías buena reputación.

—Eso es cierto: mi reputación y la de doña Mariana son igualmente malas e igualmente injustificadas. En Pueblanueva, cuando no hablaban de ella, hablaban de mí. Por eso nos entendíamos tan bien.

—Según mi criada, mi tía te echó de su casa.

—Eso es mentira.

—Pero si fuese verdad no lo reconocerías.

—No acostumbro a mentir, y los mentirosos me dan asco.

—¿No te has visto nunca obligada a hacerlo?

—Como cualquiera, pero no lo hice.

Germaine se levantó y se acercó a ella lentamente.

—Yo sí he mentido algunas veces, y no me arrepiento de haberlo hecho. Pero no acepto que nadie me juzgue por eso… más que aquellos que tengan derecho a juzgarme.

—A Carlos no lo consideras con ese derecho, ¿verdad?

Germaine negó con la cabeza. Y añadió:

—No.

Clara cruzó las manos por delante de las rodillas y se inclinó. Le cayó una guedeja sobre la frente y la sacudió con un movimiento brusco.

—Sin embargo, el demonio lo puso en situación de juzgarte. Estás en sus manos.

—Intento defenderme. Pero me gustaría saber si por haber insistido en una mentira que ya encontré hecha todo el mundo va a ponerme dificultades.

A eso no puedo contestarte. Yo, por lo pronto, no lo hago. Estoy dándote facilidades.

Germaine regresó a su asiento, bajó la cabeza y estuvo un rato callada. Luego dijo:

—¿Has necesitado alguna vez dinero?

—Siempre.

—¿Lo has necesitado de tal manera que de tenerlo o no dependiese tu porvenir?

—Sí. Durante casi toda mi vida y hasta no hace mucho tiempo. Vendí después mi casa y puse esta tienda. Mi casa era lo único que me quedaba. Podía encerrarme en ella y ocultar el hambre. Lo hice alguna vez. Al venderla tuve suerte por primera vez en mi vida.

—Te explicarás que yo pelee por ese dinero.

—Naturalmente. En tu caso, haría lo mismo.

—Entonces, ¿por qué Carlos me lo niega? ¿Por qué se empeña en que me quede aquí toda mi vida, por qué intenta obligarme a renunciar a lo que más deseo? Te digo esto porque te supongo enterada…

—Nunca es fácil saber los porqués de Carlos. De otro hombre pensaría que obra así porque quiere casarse contigo.

—¿Casarse conmigo?

Empezó a reír con risa convulsa, nerviosa, que sonaba a falso. Clara saltó del mostrador, se aproximó a ella con la mano extendida, pero no la tocó. Quedó mirándola, con una media sonrisa entre sorprendida e irritada, y retrocedió hasta el mostrador.

Germaine se sosegó. Levantó la cabeza. Clara seguía mirándola.

—Es una ocurrencia estúpida.

—¿Por qué? —preguntó Clara.

—La explicación es larga.

Clara retrocedió hasta apoyarse en el mostrador.

—Me gustaría escucharla. Para mí, casarse con Carlos no es ninguna estupidez. Y creo que para doña Mariana tampoco. Dejó las cosas como las dejó sólo para que Carlos se case contigo.

Hizo un gesto desolado.

—En fin, creo que esto no debía haberlo dicho. No estoy segura de que doña Mariana haya pensado tal cosa, aunque yo lo creo.

Vaciló. Germaine se acercaba a ella; sus dedos jugueteaban con los flecos del mantoncillo. Parecía más tranquila.

—Sigue.

—Le gustaba mandar, ¿sabes? Estaba acostumbrada a hacerlo y a que le obedecieran, y Carlos siempre fue difícil de manejar: es un tipo que se escurre como una sardina. Entonces ella pensó que sus bienes serían un buen cebo para ti y tú un buen cebo para Carlos. A cualquiera se le hubiera ocurrido otro tanto. A cualquiera, claro está, que no sea como tú y como yo.

Germaine hizo una mueca de desagrado.

—¿Piensas que nos parecemos en algo?

—Tenemos…, ¿cómo te lo diría?, cualidades comunes, además de la facha y del color del pelo; pero somos muy distintas. Se nota en que no te gusta el hombre que me gusta a mí. Para mí, Carlos es el mejor hombre del mundo, a pesar de sus defectos.

Germaine encogió los hombros.

—¡Un pueblerino! ¿Cómo pudo pensar mi tía, cómo puede ocurrírsele a nadie que me case con él?

—Aquí se le ha ocurrido a todo el mundo, Carlos incluido. Quizá porque estiman tanto a Carlos que no encuentran en Pueblanueva ninguna mujer que lo merezca. Tenías que venir tú de París…

—Ahora que me conocen, no pensarán lo mismo.

—¿Tan por encima de nosotros te sientes sólo por cantar bien?

—Es que ni tú ni los demás, incluido Carlos, comprenderéis nunca que el hecho de cantar bien me coloque tan por encima de vosotros. Lo estaría aunque yo misma no lo quisiera. Pero será inútil que te lo explique.

Clavó en los ojos de Clara una mirada dura, fría. Clara no parpadeó. Germaine dijo:

—Es curioso. Tu hermano me previno de que había una diferencia, pero nunca esperé que fuese tanta.

Clara saltó, enfurecida:

—¿Qué te dijo de mí ese imbécil?

—¡Oh, nada malo! Simplemente, que no erais iguales. Y es cierto. Tu hermano me entendió desde el primer momento. Si esta conversación latuviera con él podría explicar ciertas cosas… Él, por ejemplo, entendería las razones por las que no podría casarme nunca con un hombre como Carlos, y también eso de que me considere por encima de mucha gente. Tu hermano está también por encima de vosotros, es un hombre de otra clase. Comprende y aprueba que yo viva para mi arte y comprendería también, y aprobaría, que mi marido fuese algo menos que un marido y algo más que un secretario, tan devoto y sacrificado a mi arte como yo misma. En fin: esa persona que tiene a su cargo los asuntos de una cantante, los que ella no puede personalmente resolver. Es muy complicado cantar hoy en Milán y la semana que viene en Nueva York… ¡Y la propaganda y las relaciones sociales! ¿Entiendes? Eso es lo que tiene que ser mi marido.

Clara la había escuchado primero seria y un poco irritada. Conforme Germaine hablaba se le iba borrando la irritación. Al final rió.

—No creo que doña Mariana pensara en Carlos para que te sirviera de correveidile. Tenía una gran idea de Carlos.

—Y yo la tengo igualmente grande de ese correveidile. Tiene que ser un hombre de mundo, de presencia agradable, culto, que hable idiomas, que sepa llevar un frac, ¿me comprendes? Carlos es un patán.

Clara soltó una risa breve, aguda, y se encogió sobre sí misma.

—¿Un patán Carlos? ¿Un patán? Pero ¿dónde tienes los ojos?

Dejó de reír, se irguió.

—Pero no es un maniquí, eso puedes tenerlo por seguro. Ni aunque estuviera enamorado de ti se prestaría a ser tu marido de esa manera.

Miró a Germaine con ojos grandes, claros.

—Él también es orgulloso. Y no lo imagino de segundón de nadie. Carlos nació para morirse de asco en su torre o para llegar a las nubes. Para eso, para que llegase a las nubes, doña Mariana quería casarlo contigo. Porque no tiene dinero y jamás hubiera admitido que tu tía le dejase el suyo. Yo no le sirvo más que si se queda en su torre.

Germaine hizo un gesto de cansancio.

—En fin, el porvenir matrimonial de Carlos no llega a interesarme. Allá él, ¿no crees?, y en todo caso, allá tú y él. Yo venía a pedirte una ayuda… Esperaba que influyeses a mi favor, que pudieras convencerle de que es injusto obligarme a quedar aquí, y que me iré de todas maneras…

—Carlos no me ha hecho caso nunca.

Germaine se levantó, dejó la toquilla encima de una banqueta y se puso el abrigo.

—Lo siento.

—¿Y los encajes? ¿No los llevas?

—Mandaré a la criada a buscarlos.

Clara saltó del mostrador y abrió la puerta. Esperó a que Germaine llegase.

—No creas que te guardo rencor ni que te deseo mal.

—Mejor así.

—En cuanto al consejo… puedo darte uno: háblale al padre Eugenio. Es el compinche de Carlos, y si él no consigue nada, no lo conseguirá nadie. Y no me lo agradezcas. Me habías hecho perder toda esperanza, pero si te vas…

Germaine se detuvo en el umbral.

—Tengo entendido que hay otra mujer, una mujer indigna, de la que Carlos no podrá separarse nunca. ¿O es que a ti no te importa tener a Carlos repartido?

Clara cerró la puerta de golpe. Oyó el taconeo de Germaine sobre las losas, alejarse. Era un taconeo seguro, de mujer que camina con la cabeza levantada.

Carlos no vino a cenar. Mientras don Gonzalo se acostaba, Germaine preguntó a la
Rucha
si estaba muy lejos el monasterio y si era posible alquilar un automóvil para ir allá. La
Rucha
dijo que sí.

—Encárgate de que esté aquí a las diez. Vendrás conmigo.

Germaine entró en su habitación, se puso una bata y unas zapatillas y salió al pasillo. Su padre ya se había acostado. Golpeó la puerta con los nudillos y entró. Don Gonzalo se alumbraba con quinqué de petróleo, y yacía, abrumado de mantas y edredones, en una cama de dosel. Había dejado sus ropas en una butaca y las zapatillas sobre la alfombra. Germaine las apartó con el pie.

—¿Cómo te encuentras?

Se sentó en el borde de la cama y acarició la mano de don Gonzalo.

—Bueno, no muy mal. Creo que mejor. Estoy muy caliente.

—Debes cenar en cama todas las noches. Hace demasiado frío. ¡Y esta humedad…!

—Como en París, ¿verdad?

—Más que en París, papá. Mucho más.

Don Gonzalo le apretó la mano.

—Cuida la garganta. Es más importante que mi reumatismo. Recuerda que tu madre…

—¡Por favor, papá! —trajo una segunda almohada y acomodó a su padre—. Así estarás mejor.

—Tenía tu misma edad, más o menos, y las mismas esperanzas. Una noche no se abrigó bien, ¿sabes? Sólo eso: un pequeño descuido. Y se quedó sin voz. Fue muy triste aquello.

—Yo estoy fuerte, papá, y mi garganta está bien.

—Eso decía ella cuando empezó a toser, y ya ves… Luego, la operación.

Germaine bajó la cabeza. Soltó la mano de su padre y, sin mirarle, le arregló el embozo.

—El catarro no hizo más que descubrir la enfermedad que mamá tenía. Me lo has dicho muchas veces. Se hubiera presentado igual, más tarde…

Se levantó.

—¿Es fatal que yo la herede? Dímelo, papá: ¿estoy condenada a perder la voz, más tarde o más temprano?

Don Gonzalo rebulló bajo las mantas. Quiso sacar un brazo, pero Germaine lo sujetó.

—No. Nadie dijo que hayas de heredar… aquello, forzosamente. Es un miedo que tengo. Pero cuando te vea el médico lo sabremos.

Germaine se arrodilló lentamente junto a su padre. Oscilaba la luz del quinqué, las sombras se movían, chicas y grandes, alternativamente. Germaine cruzó los brazos, apoyó en ellos la barbilla y levantó la cabeza hacia su padre.

—No me verá.

Él le echó la mano y le acarició el cabello.

—Ahora, cuando seamos ricos… En seguida. Tendremos dinero para que te vea el mejor especialista del mundo. Aquel de Ginebra, ¿no recuerdas? Alguien nos dijo que el mejor especialista estaba en Ginebra. ¿O es en Londres? Yo no lo recuerdo bien.

—No quiero que me vea nadie, papá. ¿No lo comprendes? No quiero saber nada. Sólo quiero cantar. Si un día…

Escondió la cabeza entre las manos y permaneció en silencio. A don Gonzalo le dio la tos.

—En fin: después de haber cantado alguna vez, ya no será lo mismo. Pero si el médico me dijera que sí, o que se corre el peligro, o que hay una probabilidad, no me atrevería a cantar en público. Temería perder la voz de pronto y quedar en ridículo, y eso sería espantoso para mí.

Esperó la respuesta unos instantes. Don Gonzalo parecía repentinamente abstraído.

—Pues yo iría a que me viese un buen especialista. Con dinero…

—Todavía no sabemos si lo tendremos.

Don Gonzalo se incorporó difícilmente. Le dio de nuevo la tos. Germaine le obligó a taparse.

—¿Te dijo algo Carlos?

—No. Nada nuevo. Pero tengo mis ideas…

—El dinero sólo puede ser para ti —se destapó de nuevo—. ¿A qué viene, si no, ese testamento? Mi prima no estaba loca.

—No lo sabemos, papá.

—Pero el abogado dijo…

—El abogado dijo que procurásemos llegar a un acuerdo con Carlos. Eso es lo que dijo, y eso es lo que, seguramente, haremos. Mañana mismo, porque tenemos que marchar en seguida.

—Yo me encuentro bien aquí. ¡Es tan buena esta cama! Como la mía cuando era niño. Desde entonces no tuve una cama así.

—Te compraré la mejor cama del mundo. ¿O es que ya te has olvidado de Italia? La mejor cama del mundo bajo el sol más hermoso.

Arregló de nuevo el embozo y subió el edredón, que se había escurrido.

—No vuelvas a destaparte. Mañana iré a ver al padre Eugenio.

—¿Al padre Eugenio? Me parece muy bien. El padre Eugenio es un buen amigo y nos quiere. ¡Oh, si lo hubieras visto hace veinticinco años! Lo que se dice un gran artista. Admiraba mucho a tu madre.

—Tiene influencia sobre Carlos.

—Es natural. El padre Eugenio tiene una gran personalidad. ¡Ya lo creo! Era lo que se dice un hombre importante. Recuerdo…

—Bueno, papá. Déjate ahora de recuerdos. Lo iré a ver mañana. Y ahora, vas a dormir. ¿Has tomado ya la medicina?

—No. Y no me hace falta hoy. He tosido menos.

—La tomarás, papá, aunque no hayas tosido.

Cogió de la mesa de noche un frasco y una cuchara. Vertió el jarabe y se acercó.

—A ver. Incorpórate un poco. Y no seas niño. Tienes que tomar la medicina.

Don Gonzalo levantó la cabeza y miró con terror la cuchara que se acercaba. Cerró los ojos, abrió la boca. Germaine vertió dentro el jarabe. Don Gonzalo puso cara de niño gruñón.

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