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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (64 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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La señora de Mariño iba a pedir a doña Angustias que influyese cerca de Cayetano para sacar de un apuro el negocio de los Mariño. El negocio de los Mariño iba muy mal. Había letras impagadas y amenaza de embargo. El día anterior había venido un señor de Vigo y había dado un plazo. La señora de Mariño intentaba hablar en voz baja, pero Julia podía escucharla sin gran esfuerzo. ¡Era de aquello de lo que sus padres cuchicheaban desde algún tiempo atrás! ¡Era por eso por lo que su madre gritaba a veces y decía al señor Mariño que no sabía vivir!

—Mi marido no se hubiera atrevido nunca a venir. ¡Como es el presidente de las derechas, y Cayetano dicen que es socialista! Pero yo le dije: doña Angustias es una buena cristiana, es la señora más señora del pueblo y ella, si puede, nos ayudará. Por eso vine yo y no él. Mi marido no se hubiera atrevido. ¡Todo por la política, que separa a los hombres!

Doña Angustias sonrió y le tomó la mano.

—Tiene razón. La política separa a los hombres, pero a nosotras nos une el Señor. ¡Qué sería de los hombres si no rezásemos por ellos!

—¡Y que lo diga! ¡Lo que llevo rezado yo por causa de este asunto! Y si he venido a molestarla, a la Santísima Virgen se lo debo. Ella me inspiró la idea. ¡Si usted supiera con cuánta devoción le pedí ayuda! Sin ir más allá, esta mañana llevé una vela a la Milagrosa para que moviese el corazón de usted, y el de su hijo.

Doña Angustias sonrió.

—A la Virgen de Lourdes, no a la Milagrosa. Llévele una vela a la Virgen de Lourdes. Lo concede todo. El Señor no sabe negar nada de lo que la Virgen de Lourdes le pida.

La grúa había aflojado los cables, la viga quedó en su sitio. Se escuchó el tableteo de martillos y taladradoras. Cayetano repartió cigarrillos y encendió el suyo… Oscurecía. De repente sonó la sirena: un pitido largo, grave. Los obreros descendieron del casco en construcción. Cayetano se descolgó por un cable, ágilmente, y llegó el primero al suelo. Julia pensó que vendría a saludar a su madre. Sacó del bolsillo un estuchito, y dio un toque de rojo al perfil de sus labios. Su cara no cabía en el espejo: se miró por partes.

—Créame usted, señora: de mi hijo cuentan muchas calumnias. Es la envidia. Porque yo no le digo que sea un santo, y sus pecados bien que me hacen sufrir, pero son pecados de hombres, pecados como los de los demás hombres, de los que ninguno está libre. ¿Y sabe usted por qué lo calumnian? Por envidia. Como si lo que tiene lo hubiera robado. Pues yo le digo que lo que tiene se lo debe a su trabajo, que mientras otros están en el Casino, ahí lo tiene usted a él, trabajando como cualquier obrero.

—Tiene razón. La gente es muy envidiosa. Y, en este pueblo, no digamos.

—Y quien no lo calumnia por envidia lo calumnia por otras razones. Sin ir más allá, ¿por qué la boticaria habla tan mal de mi hijo? Dios la perdone, porque está muy enferma; pero nadie me quita de la cabeza que esa tuberculosis que le vino es la justicia de Dios omnipotente, el que castiga sin palo ni piedra. ¿Sabe usted que dice de mi hijo que es el diablo, y que las chicas que quieran guardarse de él no tienen más que acompañarla a ese cisma del monasterio?

—¡No me diga! ¡Me deja de una pieza! —la señora de Mariño puso cara de asombro. Abría y cerraba el bolso rítmicamente, más despacio o más de prisa, según los nervios.

—Como lo oye. Mi hijo es el demonio. Ésa es la especie que levantó la boticaria. Y ya me dirá usted por qué.

La señora de Mariño se levantó enérgicamente.

—¡Julita!

—Dime, mamá.

Doña Angustias le advirtió en voz baja:

—Su hija no debe oír estas cosas.

—¿Que no debe oírlas? ¡Ven acá, Julia! ¿No sabe usted que es de las que van al monasterio? ¡Por algo nunca lo vi con buenos ojos!

Doña Angustias la miró con extrañeza. Julia, de pie ante ellas, esperaba. La señora de Mariño volvió a sentarse.

—Julia, vas a decir la verdad de lo que te pregunte como si estuvieras delante del confesor.

—¡Ay, mamá!

Todavía terció doña Angustias:

—Déjela. La pobre niña…

—Perdóneme, señora, pero esto lo quiero aclarar. Vamos a ver: ¿os habló doña Lucía alguna vez de Cayetano?

Julita enrojeció.

—Mamá…

—¡Vamos, dilo en seguida! La verdad, ¿eh? Sin titubeos.

Julia tartamudeó.

—Bueno… Sí… Alguna vez…

—¡Sé más clara!

—Muchas veces. La última, el otro día. Cayetano nos encontró en el camino, cuando veníamos, y nos metió a todas en el coche. Doña Lucía…

Se interrumpió y miró dulcemente a doña Angustias. Ésta la animó:

—Sigue, bonita. No te importe.

—Nos dijo, nos dijo…

Hizo un puchero.

—… nos dijo que Cayetano era el diablo que venía para hacernos desgraciadas.

—¿Lo ve usted?

Bajo la mirada amilagrada de doña Angustias, la señora de Mariño se santiguó lentamente.

—¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! Lo veo y no lo creo. ¿Y qué más?

—No hace falta más, bonita. ¡Déjela ya!

La señora de Mariño cerró el bolso de un golpe fuerte.

—Pues ya lo sabes: se acabaron las misas del monasterio y la amistad con doña Lucía. En lo sucesivo, conmigo a misa de doce.

Julia no se movió. Miró a su madre, miró a doña Angustias.

—Yo no sabía que fuera cierto. ¿El qué?

—Eso de que Cayetano…

La señora de Mariño palideció.

—Pero ¿qué estás diciendo?

Acudió al quite doña Angustias.

—¡La pobrecita! ¡Ella qué sabe! Anda, bonita, vuelve al mirador. Y no creas lo que te digan de mi hijo. Es un hombre como todos, ni más bueno ni más malo que los otros.

—No, señora.

Regresó al mirador. Se había juntado un corro casi debajo, y en el centro Cayetano hablaba. No se oían sus palabras, sino sólo un murmullo. Julia le miró fijamente, con una sonrisa débil, apenas insinuada, en los labios. Pensó que, si no era el diablo, podía ser seducido por el diablo, como otro hombre cualquiera.

—¡Nada, nada, doña Angustias! Ahora mismo, cuando salga de aquí, veré a las madres de todas esas niñas, y les diré la clase de pájara que es doña Lucía. ¡Pues no faltaba más! Le aseguro que el cisma del monasterio se acabó para siempre.

Doña Angustias despidió a la visita en la puerta del jardín, y regresó a la camilla. La criada había servido el café. Entró Cayetano.

—Hola, mamá.

La besó en la frente y se sentó a su lado. Doña Angustias le acercó el tazón.

—¿A qué vinieron ésas? —preguntó Cayetano.

—¿Ésas?

—Las de Mariño.

Doña Angustias le miró severamente y le puso el azúcar.

—«Ésas», hijo mío, son una gente cristiana y respetable.

—Yo sé lo que me digo, mamá. ¿A qué vinieron?

—A pedirme un favor.

—No.

Mojó un pedazo de bollo en el café.

Aún no sabes de qué se trata.

—De lo que sea. Desde luego, no. ¡Pues no faltaba más! ¡Un favor a Mariño! Así lo vea entre la Guardia Civil…

—Tienes que oírme primero.

Cayetano apartó el tazón y se volvió hacia su madre.

—Mira, mamá, ese Mariño es un sinvergüenza y un hipócrita, un chupacirios que se da golpes de pecho y me pone verde porque no soy como él, pero que se gasta los cuartos con una querida que tiene en Santiago de tapadillo y que le come un riñón. Por eso le va mal el almacén. A mí me importa un bledo lo que haga y en qué se gasta los cuartos, pero no aguanto la hipocresía, y menos que me llame ladrón y me eche la culpa de todas las desgracias del pueblo, empezando por las suyas. Si se hubiera callado la boca, yo habría seguido comprando en su almacén cosas que puedo comprar en otra parte. Pero ¡a un tío santurrón, cacique, hipocritón, darle yo un céntimo! Ni una peseta, mamá.

—No se trata de dar, sino de prestar en condiciones. Tienen alguna finca de garantía, que, si no le ayudas, se verán obligados a vender, y es lo único que pueden dejar a su hija. Además, ¿quién te dice a ti que son verdad esos cuentos? Si te levantan calumnias, ¿por qué no han de levantárselas a otros? Los Mariño son una gente dignísima.

—Por eso, cuando vienen a pedir, echan por delante a la niña —sonrió—. Que no está nada mal, por cierto.

Doña Angustias se santiguó.

—¡Qué horror, hijo mío! ¡Qué cosas se te ocurren! Una muchachita inocente…, ¿cómo puedes pensar…?

—La he estado viendo en el balcón, mamá. Media hora sin quitarme los ojos de encima, y haciendo todo lo posible para que yo me fijase en ella.

—Habrá estado mirando el astillero. Es una criatura virtuosa, y sus padres, por mucho que me digas…

—Bueno, mamá. Ya está bien. Ni con niña ni sin niña soltaré un céntimo. Y la niña, que se ande con cuidado…

—¡Cayetano!

Le miró duramente. Cayetano se sintió rechazado y bajó la cabeza.

—Bueno…

—Sí hicieras algo a esa niña me darías el disgusto más grande del mundo. ¡Fíjate bien! Te obligaría a casarte con ella.

—Mamá…

—¡No hay mamá que valga, Cayetano! Esas cosas no se dicen. Después te quejas de que la gente…

Cayetano la abrazó por la cintura y la atrajo hacia sí.

—Dame un beso, mamá. Se acabó. Pero bien entendido que no daré un céntimo a Mariño. ¡Estaba listo, si fuese a sacar de apuros a todos los que vengan a embaucarte!

Doña Angustias se dejaba besar. Había desaparecido la dureza de sus ojos.

—De eso, ya hablaremos…

—Ahí están las chicas esas. ¿Qué hago? ¿Las paso aquí?

Doña Lucía entreabrió los ojos en la penumbra y movió un poco la cabeza.

—¡Llévalas a la sala!

—¿Es que se va a levantar? ¡No está para esas bromas!

—Hoy me encuentro algo mejor —suspiró—. De aquí allí podré ir, aunque me ayudes un poco. Ábreme las maderas.

El dormitorio se iluminó con una luz gris y triste.

—El tresillo de la sala tiene las fundas puestas.

—¡No importa, mujer! ¡Son de confianza!

La criada salió.

—¡Van a ponerlo todo perdido! —dijo, mientras salía. Se la oyó hablar.

Sonó en el corredor un ruido de pasos quedo, rumor de medias palabras. También una risita.

Doña Lucía se incorporó. Sentada en el borde de la cama buscó las zapatillas. Vio cómo sus pies se movían, los vio como si fuesen ajenos. Alzó uno de ellos y lo acarició.

—Son los pies de una reina —dijo, y suspiró profundamente.

Volvió la criada.

—¿Dice algo?

—Nada. Ayúdame.

La criada le acercó el salto de cama: rosa, con lazos y volantes. La ayudó a salir del lecho, la vistió, le dio el brazo. Doña Lucía se detuvo ante el espejo del tocador y dio un toque de polvos a la nariz. Arrastrando los pies llegó a la sala.

—¡Hijas mías queridas! Pero ¿sólo vosotras?

Estaban, con Inés, Sarita Couto, Pepa Ferreiro y Rula Doval. Se pusieron de pie al entrar doña Lucía. Sarita Couto rió. «¡Qué camisón!», y Pepa Ferreiro le dio un codazo: «No es un camisón; es un salto de cama».

—¿Sólo vosotras? ¿Y las demás? ¿Dónde está Julia?

Se dejó caer en la butaca más próxima a la puerta. Las chicas se sentaron.

—Su madre no la dejó venir —dijo Rula.

—¿A mi casa? ¿No la dejó venir a mi casa?

—No, señora. Al monasterio. Ya no irá más.

Doña Lucía se volvió a Inés.

—Pero ¿por qué? ¿Ha sucedido algo?

—Nada. No ha sucedido nada.

—La madre de Julia dice que ya está bien de madrugar, y que no hacemos nada solas por esas carreteras, y que si queremos ir a misa que vayamos a Santa María, que está más cerca —explicó Rula—. Me lo dijo ella misma, esta mañana, cuando fui a buscar a Julia. Y que hablará a mi madre para que no me deje volver al monasterio.

—¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué?

Doña Lucía se tapó la cara con las manos. Las chicas se miraban y cuchicheaban.

—Va a llorar —murmuró Rula.

—¡Qué fracaso, Dios mío! ¿Cómo podré presentarme ahora delante del Señor? ¡Mi obra de dos años deshecha como un castillo de arena!

La criada había salido, y volvía ahora, con una toquilla.

—Tome. Póngase esto. Si no se hubiera preocupado de ellas no habría cogido tantos catarros y no estaría ahora como está.

Desde la puerta añadió:

—Mejor le hubiera sido cuidar a su marido.

El portazo de la criada creó un silencio.

—¡Decid algo, os lo pido, algo que me consuele! ¡Tú, Inés! ¿También tú me abandonas?

—Yo iré, como siempre, al monasterio.

—Eres la que menos lo necesita. Gracias a Dios estás libre de toda tentación. Pero estas otras… ¿Qué va a ser de ellas si cunde la desbandada? —tosió un poco—. ¡Dios mío, os veo ya perdidas! ¿Será que Dios me exige un sacrificio hasta el final? ¿Tendré que ir arrastrándome por esas carreteras hasta morirme un día por salvaros?

Le temblaba la voz, tendía los brazos y las manos hacia el sofá en que Rula, Pepa y Sarita se habían sentado. Los brazos, en el aire, componían dos interrogaciones acuciantes y escuálidas.

—No, señora, no. Nosotras…

—¡Y yo, que os había llamado para aconsejaros un retiro durante el Carnaval! ¡Yo, que pensaba en vosotras para que vuestras oraciones compensasen a Dios de las ofensas que van a hacérsele estos días!

Pepa Ferreiro sonrió.

—Para eso ya están ahí los misioneros. El miércoles empiezan.

—Y tú, ¿vas a ir?

—Eso dijo mi madre.

—Y la mía.

—¡También la tuya, Sara! ¡Dios bendito!

—Y tampoco me deja volver al monasterio. Hoy es el último día.

La boticaria pareció desmayarse. Inés se levantó y se acercó a ella.

—Doña Lucía… No se ponga así… al fin y al cabo…

La boticaria cogió la mano de Inés y la apretó.

—Gracias, gracias. Tú me eres fiel. ¿Quieres llamar a la criada? ¡Que me traiga café!

Inés salió. Las otras quedaron en silencio. No se atrevían a mirarse ni a mirar a doña Lucía.

Bebió doña Lucía su café. De vez en cuando, se detenía y suspiraba.

—Ya me encuentro mejor. De todos modos…

Se enderezó en el sillón.

—… os ofrezco mi casa por si queréis pasar aquí la tarde de hoy. Podéis ver la comparsa desde los miradores. Ya que no en la iglesia, al menos en mi casa estaréis seguras.

—¿Puede pasarnos algo? —preguntó Pepa con voz pueril.

Rula rió. «No seas pasmada», dijo en voz baja.

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