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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (134 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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Le llamaron de la mesa de juego. «Ya voy.» Se levantó y golpeó el hombro de Carlos.

—Don Baldomero me pidió que le avisara a usted. No le dio tiempo a despedirse.

Encendió un cigarrillo y marchó hacia la mesa. Le habían vuelto a llamar.

Carlos bebió el coñac y encendió la cachimba. Estaba encogido y tristón. En vez de fumar, golpeaba la mesita con la taza de la pipa: rítmicamente, marcando el compás de una canción que no cantaba.

Entró Cayetano un rato después. Se acercó a los jugadores. Le ofrecieron un puesto y lo rechazó. Asistió a una jugada, se rió del juez, que la había hecho mal, y fue hacia Carlos.

—¿Quieres dar una vuelta conmigo?

—Bueno.

—Vamos a pie hasta cualquier sitio.

Salieron. En la calle, Cayetano le cogió del brazo.

—Si no te importa, vamos hacia el muelle. Hoy no habrá nadie allí.

El muelle estaba barrido del viento Norte, que azotaba las redes puestas a secar. Se acogieron al cobijo del faro.

—Es una lástima que no acabemos de ser del todo amigos, Carlos. Hay ocasiones, como ésta, en que necesito hablar con un amigo de verdad.

Carlos sonrió y se subió el cuello del abrigo.

—Puedo, al menos, escucharte.

—Ya lo sé, pero no me basta. Los hombres como yo tenemos que ser solitarios. Llevo dos horas hablando conmigo mismo y no hago más que dar vueltas y vueltas a los mismos pensamientos.

Un sol frío espejaba en la mar. Cayetano sacó del bolsillo unas gafas oscuras y se las puso.

—He cometido un error. Empecé la pelea a lo bravo, cuando tenía que haber sido diplomático. Hay dos magnates de las finanzas a quienes anteayer arrojé un guante a la cara y ellos lo han recogido tranquilamente. Se sienten seguros y saben que yo no lo estoy. Esta mañana he tenido las pruebas: me han telefoneado de Bilbao para decirme que sólo pueden enviarme ciertos materiales si los pago al contado, porque los Bancos rechazarán el papel girado contra mí. He respondido que bueno, que pagaré al contado y que no me importa la actitud de los Bancos; pero en estas condiciones el margen de tiempo de que dispongo disminuye a la mitad. Tendré que acudir a un empréstito: puedo obtener dinero hipotecando mis propiedades, desde luego, pero esto hará que mi crédito disminuya. Y no es fácil encontrar particulares que dispongan de una cantidad elevada y que estén dispuestos a jugárselo en mi aventura. Medio millón de pesetas, por lo menos. Y quizá más.

Miró bruscamente a Carlos.

—No pretendo insinuarte con esto que seas tú el que me las prestes. Ya sé que tus principios no te permiten hacerlo. Pero me gustaría que reconocieses conmigo que hemos llegado a esta situación gracias a una doble estupidez: mi prisa por comprar las acciones de la Vieja y la tuya por disponer del dinero. Sin la ocasión que dio esa venta, a nadie se le hubiera ocurrido meterme el diente, porque no había por dónde metérmelo. Pero aquí todos sabemos lo que tiene cada cual y ellos no podían ignorar que al desprenderme de tanto dinero me quedaba un flanco al descubierto. Debíamos haber tenido calma.

—La heredera de doña Mariana también tiene prisa. Ha esperado muchos años y ha esperado pobremente.

—Pero ¿vas a permitir que se lleve los cuartos?

—No lo sé.

—Serás tonto. Tienes la sartén por el mango y la ocasión de ganar algún dinero. La Vieja dejó las cosas así con esa intención, está bien claro.

—Las intenciones de la Vieja se estrellan ante la terquedad de su sobrina y la abulia de un servidor. Claro está que ella a eso no lo llama terquedad, sino vocación, ideal… Siempre aparece una palabra hermosa.

—¿Por qué no te casas con ella?

—¿Me crees capaz de crearla una ilusión que la compense de los aplausos, de las flores, de los públicos entusiasmados?

Cayetano rió. «¡Ya sé que es una gran cantante!» Y, de pronto, se entristeció.

—¿Sabes que a estas horas mi madre está con ella?

—Sí. Tu madre y don Julián y unas señoras más. Les dará la merienda y, después, las llevará al salón y cantará para ellas un aria de
Carmen
. O quizá dos arias. Y cuando las señoras la aplaudan y la llenen de elogios, ella bajará los ojos medio cerrados de felicidad y les dará las gracias cortésmente. También en esto se equivocó la Vieja. Germaine no sirve ni para que me case con ella ni para que tú la hagas tu querida.

Palmoteó en la espalda de Cayetano.

—No habrá folletín, ni historia de amor. Por esta vez, las comadres de Pueblanueva y nuestros amigos del casino quedarán defraudados.

Germaine no es una infeliz que pudiera ser tu víctima, ni siquiera tu legítima y pacífica esposa, sino una mujer con los pies en la tierra y los sueños en la ópera de parís. Necesita dinero para hacer su carrera y viene a buscarlo. Lo demás le trae sin cuidado.

Cayetano sacó la petaca, ofreció un cigarrillo a Carlos y eligió otro para sí. Estuvieron en silencio mientras los liaban.

—Un dinero que aquí ayudaba a mantener próspera una industria de la que vive el pueblo.

—Y a sostener una enemistad, no lo olvides.

—A veces pienso que las cosas estaban mejor como estaban. Tener a la Vieja ahí, odiarla. Yo había nacido en eso, como quien dice, y eso había sido mi vida. Ahora, han cambiado las cosas y he cambiado yo. Nunca creí que la muerte de la Vieja pudiera trastornarlo todo de esta manera.

Le tembló la voz.

—Hasta los sentimientos hacia mi madre han cambiado. Hoy me he irritado con ella porque fue a visitar a la francesa. Me parece una humillación y me siento humillado.

—¿No estarás dando demasiada importancia a lo que no la tiene?

—Quizá. Pero, antes, mi madre me parecía perfecta y ahora comprendo que no lo es.

Arrimado al parapeto del muelle se acercaba un hombre con una caña de pescar. Se detuvo, saludó y arrojó el anzuelo a la mar verdosa: lo arrojó volteándolo primero sobre su cabeza. Al soltarlo, el arte atravesó el aire y fue a caer allá lejos.

La señora de Cubeiro pidió a Germaine que cantara también la
La donna é mobile
y Germaine hubo de explicarle que
La donna é mobile
estaba escrita para tenor. Entonces la señora de Mariño le pidió que cantara Princesita, y Germaine confesó que tal canción la desconocía. Para terminar, cantó algo de
Madame Butterfly
.

Mientras cantaba, la señora de Mariño intentaba contar los prismas de la lámpara; pero al llegar a treinta y siete se perdía. La señora de Cubeiro daba vueltas al bolso y miraba sucesivamente a don Julián, a doña Angustias y al cuello de Germaine: una mirada almibarada, admirativa, que abarcaba desde la voz hasta la gracia de su moño. Doña Angustias, erguida, quieta, sin mover más que los ojos, calculaba las dimensiones de la alfombra: ocho metros, lo menos, de larga y unos seis de ancha. Tenía que ser muy antigua y en alguna parte estaba algo gastada, pero lucía, y, sobre todo, el que cubriera todo el salón, de pared a pared, la hacía más extraordinaria. Alfombras así sólo debían existir en los palacios, y a ella nunca se le ocurriera pensar que lo fuera la casa de doña Mariana. Vista desde la calle no parecía tan grande.

Don Julián peleaba bravamente contra el sueño. Fijaba los ojos en el piano, gozaba del placer de que los párpados se fueran cerrando y cuando iniciaba el cabeceo los abría y sonreía a la señora de Cubeiro. La señora de Cubeiro hacía entonces un gesto, como diciendo: «¡Qué bonito!», y don Julián asentía.

Aplaudieron. Doña Angustias se levantó, se acercó a Germaine y le dio un beso.

—¡Nunca esperé, hija mía, que pudiera besar a una persona de su familia, y ya ve…! Porque supongo que usted sabrá…

Germaine movió la cabeza.

—Yo no sé nada.

—Más vale así. Porque podremos ser buenas amigas. Un día vendrá a comer a mi casa, ¿verdad? No es un palacio como éste, pero es una buena casa. Y el despacho de mi hijo lo trajeron de un castillo de Inglaterra. La alfombra también.

La señora de Mariño susurró a la de Cubeiro que era la ocasión de invitar a Germaine a que diese un concierto a beneficio del Roperillo, y la señora de Cubeiro lo consultó en voz baja a don Julián; pero el cura dijo que no, que se había hecho tarde y que ya hablarían de eso otro día.

Se levantaron y se acercó a Germaine.

—Canta usted muy bien, hija mía. Está usted destinada a grandes triunfos. Pero no olvide que la carrera de las tablas está sembrada de peligros. Aunque no dudo que usted sabrá sortearlos todos.

Germaine recibía afablemente felicitaciones y consejos: sonriente, modosa, casi modesta.

—Eso espero, padre.

—Yo también. Nunca le faltará la protección de la Santísima Virgen. Y a propósito…

Paseó la mirada alrededor, la fijó en la lámpara.

—… Un día de estos vendré a verla yo solo para tratar de otro asunto. Las pinturas de la iglesia, eme comprende? No estamos satisfechos con ellas, ni el clero, ni estas señoras, que representan a los fieles. Y como usted es la dueña del edificio…

—¿Se refiere a las que pintó el padre Eugenio?

—Sí; a ésas precisamente. No dudo que tendrán mérito, pero son impropias de la casa del Señor.

La señora de Cubeiro se llevó las manos a la cabeza.

—¡No me explico cómo pudo ocurrírsele a un fraile semejante cosa! Aunque, claro, a tal fraile tenía que ser. Porque usted sabrá… , Germaine volvió la cara, sorprendida, hacia la señora de Cubeiro.

—No sé nada. Tampoco de eso sé nada.

—Dicen que el padre Eugenio está loco.

El cura le dio un codazo.

—No es eso, no lo crea usted. Lo que sucede es que el padre Eugenio tiene ideas especiales. Pero ya hablaremos del caso. Ahora…

Se dirigió a doña Angustias.

—Tendrá usted abajo el automóvil, ¿verdad? Porque ya debía estar en la iglesia. Hoy se retrasará el Rosario.

Apresuraron la despedida. Doña Angustias repitió la invitación a comer y convinieron que sería al día siguiente, a la una. Germaine las acompañó hasta el portal y esperó a que el coche arrancase.

—¡Retírese, no se vaya a enfriar…!

—¡Retírese…!

Germaine sintió frío y buscó el calor de la chimenea. Hizo unas inhalaciones. Llamó a la
Rucha
y le pidió algo de beber.

—¿Tú conoces a estas señoras?

—Ya lo creo. Y podría contarle…

Germaine le dejó contar: lo que en el pueblo se hablaba de cada una de ellas, y de las hijas, y de los maridos. De doña Angustias, sólo que era muy rica y muy buena. Lo dijo con retintín, y Germaine le fue tirando de la lengua hasta que le sacó la historia de los amores de don Jaime y del hijo que doña Mariana había tenido de él.

—Eso dice la gente, que es muy mala, pero yo nunca lo creía de la señora, que en gloria esté. Una mujer como ella, de tan buen corazón, no podía haber abandonado a un hijo y no verlo después nunca más y desheredarlo… Ese cuento lo inventaron los envidiosos.

Le preguntó también si sabía dónde guardaba doña Mariana sus papeles, y la
Rucha
le respondió que en el escritorio y en unos armarios que don Carlos tenía siempre cerrados. Las llaves no estaban entre las que Carlos había dado a la señorita: unas llaves de oro, muy antiguas.

Germaine pidió que le trajera las prendas que estaba deshaciendo. Se entretuvo un rato. Volvió a llamar a la
Rucha
.

—La tienda de la señorita Clara, ¿está muy lejos?

—En la plaza, frente a la iglesia.

—¿Y tendrá unos encajes que necesito?

—Si quiere, puedo ir a ver.

—Tengo que escogerlos yo. Dame el abrigo.

Mientras le ayudaba a ponerlo, la
Rucha
completó los informes: —Sigue por esta calle hasta que encuentre un arco, donde hay una Virgen con una lamparilla. Suba la cuesta y vaya por la izquierda, que en la derecha están los mirones del casino. Llegará a la plaza. Frente a la iglesia hay unos soportales. Allí. No hay más tienda que ésa.

Hacía buena noche. El viento había calmado y el golpe de la resaca era suave. Olía a marea baja. Germaine caminó de prisa. Unos transeúntes se volvieron a mirarla. Bajo el arco, unos chiquillos alborotaban en torno a la castañera. Subió la cuesta, atravesó la calzada y se metió bajo los soportales.

No había nadie en la tienda. Golpeó.

—¡Va! ¡Va en seguida!

Se oyeron unos pasos y el ruido de una puerta. Entró Clara. Al ver a Germaine quedó quieta, sorprendida. Germaine le sonrió.

—Necesito unos encajes y pensé que usted los tendría.

—Pero ¿vino sola?

—Hace muy buena noche, y esto es tan chico…

Clara cogió una silla y la pasó por encima del mostrador.

—Siéntese.

—Gracias. He seguido curioseando en los armarios de mi tía y he encontrado cosas preciosas. Unas sedas antiguas como no se fabrican ya ni en Francia. Para ropa interior…

Clara se acercó al anaquel y cogió un montón de cajas.

—Esto es todo lo que tengo.

Las fue destapando. Germaine rechazó lo blanco y lo de color, pero entre lo negro halló algo que le servía.

—¿No vino Carlos por aquí?

—No suele hacerlo. Cuando no está en el casino, está en su casa, con sus libros, o en el barrio de los pescadores.

—Hoy hemos tenido unas palabras…

Germaine dejó de hurgar en los encajes; alzó la cabeza y sonrió a Clara.

A usted puedo decírselo porque es su amiga. Discutimos. Yo estuve impertinente. Temo haberlo ofendido.

—Es muy difícil ofender a Carlos.

—¿Está segura?

—Casi estoy por decirle que es imposible. Carlos lo comprende todo, hasta el insulto. Llega a ser desesperante.

—Conmigo no tuvo tanta paciencia. Se marchó. Pero yo tenía razón.

Clara cruzó los brazos y la miró fijamente.

—Usted vino aquí para hablarme de eso, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y por qué?

—No lo sé.

—Probablemente es cierto que tiene usted razón, pero no por eso voy a ponerme de su parte. No soy justa.

—Usted le quiere, ¿verdad?

—¿Se lo dijo él?

—Se ve en seguida.

Clara levantó una parte del mostrador y salió fuera.

—Entre aquí. Hace menos frío. Cerraré para que no nos estorben.

Echó cerrojos y tranquillas a la puerta de la calle. Germaine pasó el mostrador, dejó la silla en un rincón, pero no se sentó. Clara entró en las habitaciones interiores y salió a poco con una toquilla negra en la mano.

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