Read Los escarabajos vuelan al atardecer Online
Authors: María Gripe
Annika se quedó callada, un poco azorada; el aparato permaneció en silencio. Hasta que David dijo:
—Bueno, esa era la manera de expresarse entonces. Por las cartas de Andreas no se sabe nada de Emilie.
—Sin embargo, yo creo que si se pueden conocer muchas cosas de ella. Cuando se leen las cartas de Andreas, se puede adivinar lo que Emilie escribía, admiraba y preguntaba. Por lo menos hasta ahora, pues Andreas no teorizaba tanto al principio. La mayor parte de las cartas hablan de los dos, de sus esperanzas e ilusiones…
—Si, ya lo sé; es después cuando se hace más interesante.
Annika enmudeció de nuevo. ¡Pues si que era fino David!
—No sé —replicó ella—. Esta parte también es muy interesante. Se ve que Andreas no era la persona adecuada para Emilie. El padre de la chica era muy rico, y el de Andreas era el campanero y sacristán de la iglesia.
—El padre de Andreas fue Petrus Wiik. ¡Él era quien tenía que enterrar a Emilie en tierra sin bendecir, junto a Andreas! Me gustaría saber cómo acaba todo eso. ¿Has hablado con Lindroth?
—Si —contestó Annika—. Estuvo muy amable y me prometió buscar los datos que queremos saber; por ejemplo, quién vivían en aquel tiempo en la quinta Selanderschen. Eso no será problema, pues hay registros muy antiguos en el archivo de la iglesia.
—¡No le habrás contado nada de las cartas…!
—Claro que no. Le he hecho creer que estoy interesada en la historia de la quinta Selanderschen por ser la casa más antigua de la iglesia.
No, Lindroth no había sospechado nada… Le había contado a Annika que la familia Selander tenía su panteón familiar en la iglesia, en una cripta subterránea, pero que nadie sabía dónde estaba enterrado Andreas Wiik.
—Espera un momento, David, viene alguien.
Annika retiró el teléfono del oído y escuchó atentamente. Se oía cerca de la voz de Jonás. Sonaba extraña. Se notaba que intentaba reproducir la voz que usaba en sus reportajes.
—¡Atención! ¡Atención! Aquí Jonás Berglund, el hombre de las dos caras. ¡Uáaaa…!
Intentaba meter miedo. Pero ¿de dónde venía la voz? ¿Dónde se escondía? La voz venía de abajo.
—Perdona un momento —le dijo Annika—. Jonás está en el pasillo. Voy a abrirle.
Pero David le contestó que Jonás estaba fuera, delante de la ventana, no en el pasillo.
Annika dejó el auricular y fue hacia la ventana para asegurarse. Oía la voz de Jonás, pero no lo veía por ningún sitio.
—¡Jonás deja ya de hacer tonterías, haz el favor de venir!
Lo llamó con la ventana abierta. De repente descubrió la presencia de un objeto raro que estaba fuertemente atado a un clavo de la ventana.
—¡Estoy aquí! ¡Uáaaaa! —la voz de Jonás salía de aquel objeto.
—¡Ah, granuja!
Annika fue al teléfono y cogió otra vez el auricular. También en él sonaba la voz de Jonás. Y sonaba estremecedora, igual que la de un fantasma. Finalmente oyó también a David, riéndose en el teléfono.
—David, ¿qué pasa? ¿Qué estáis tramando? —y le contó lo del extraño objeto que había fuera, en la ventana, y del que salía la voz de Jonás.
—Sí, lo sé —le dijo David—. Jonás está aquí conmigo y tiene un walkie-talkie.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Uno, que tiene amigos… —dijo Jonás, ya con su voz normal—. Me lo prestó Elg Jane. Lo necesitamos para tener mayor movilidad y permanecer en contacto con el cuartel general, en el cuarto de verano.
Jonás estaba entusiasmado. Quería enseñarles inmediatamente cómo funcionaba y hacer una demostración. David y Annika se trasladaron a la quinta Selanderschen, subieron al cuarto de verano y esperaron. Mientras Jonás andaba de un lado a otro, por las cercanías, Annika se colocó con el walkie-talkie en la ventana, a la espera.
De repente sonó la voz de Jonás:
—Jonás Berglund llamando a Annika Berglund. Corto.
—Si, aquí Annika Berglund.
—¿Has terminado de hablar? Corto.
—¿Qué quieres decir?
—¡Que si quieres decir algo más! Corto.
—¿Qué quieres que diga? ¿Por qué dices siempre, al final, que cortas?
—Digo “corto” para que sepas que he terminado de hablar. Lo tienes que hacer tú también, cuando hayas terminado.
—¡Ah, bueno! Entonces, ¡corto!
—Me encuentro a unos doscientos metros de la quinta Selanderschen y la calidad del sonido es buena ¿Me oyes bien? Corto.
—Se te oye bien. Corto.
—¿Sin novedad en el cuartel central? Corto.
—Si, todo va bien. Corto.
—De acuerdo, me pondré en comunicación desde otro lado, para una nueva prueba. ¡Final de Jonás Berglund!
La voz de Jonás desapareció y Annika apretó el botón de reproducir.
—Demasiado bromista este Jonás. De todas maneras llegará a ser un buen reportero —dijo a David.
—¿Jonás? Si, es un verdadero talento —dijo David, riéndose.
Annika tenía delante, sobre la mesa, el estuche y empezó a ojear las cartas.
—Empiezo a sentirme muy cerca de estas personas —dijo—. Casi tengo la sensación de conocerlas. No puedo creer que nos separen más de doscientos años. Esta mañana lo pensaba cuando copiaba la carta de David.
—Querrás decir la carta de Andreas…
—Si, claro —respondió Annika algo azorada.
—Pero has dicho de David —David la miró, pero esquivó rápidamente la mirada.
«Se había confundido —explicó—, porque había sido David el que había leído en la cinta la carta de Andreas».
—Me identifico con Andreas cuando las leo —dijo David.
—Y yo tengo la sensación de ser Emilie…
—¡Querrás decir, Magdalena! Son las cartas de magdalenas las que lees, no las de Emilie.
Pero Annika negaba con la cabeza. ¡Esta vez no se había confundido!
Por un momento reinó silencio en el cuarto de verano de verano. Después explicó David que a él, lo que más le conmovían eran los pensamientos de Andreas.
—Ya me he dado cuanta —dijo Annika suspirando imperceptiblemente—. Créeme que lo he notado.
Miró al estuche. Suspiros que no se oyen se sienten a veces en el ambiente, pero David no notaba nada; o, en todo caso, lo disimulaba. Prosiguió:
—Andreas Wiik afirma en alguna parte que todas las plantas están en relación con un alma universal que todos los seres tienen en común.
—¿Se refiere a eso cuando dice que todos los seres vivos están muy relacionados entre sí?
—Si. Y también opina que todos los vivientes pueden comunicarse a través de esa alma común que todos poseemos. Podrían entenderse entre sí las plantas y los hombres si fuéramos suficientemente sensibles. Tenemos que aprender a ver y oír con todos los sentidos. Seguramente tenemos más sentidos de los que conocemos. Sentidos que anteriormente estuvieron desarrollados, pero que con el paso del tiempo se han atrofiado, e incluso han desaparecido al no ser utilizados.
—¿Te refieres a un sexto sentido? —le preguntó Annika.
—Si, o a un séptimo, o como quieras llamarlo. Sentido del alma lo llama Andreas.
—Hermosos pensamientos —dijo Annika.
—Si, hermosos pensamientos —repitió David.—. Me gustaría saber si los tiempos que vivimos serán capaces de comprender tales pensamientos.
Annika creía que no, pero David le explicó que en algunos libros actuales había encontrado reflexiones parecidas.
—Pero, que los pensamientos estén en los libros y sean leídos no significa que el tiempo esté maduro ya para ellos —le dijo Annika. Y David estuvo de acuerdo.
En ese momento sonó de nuevo la entusiasta voz de Jonás a través del walkie-talkie:
—Aquí, Jonás Berglund llamando al cuartel general. Corto.
—¿Qué pasa? Corto —le contestó Annika.
—Permaneced a la escucha. ¿Funciona bien la conexión? Corto.
—Se te oye bien. Corto.
—Jonás Berglund, hablando desde su nuevo puesto de observación, al fondo de la quinta Selanderschen, junto a la carretera. ¡Escuchad atentamente! Venía yo tan tranquilo, a pie, por el fondo de la finca, cuando, de pronto, he visto un coche aparcado en el jardín. Es un Peugeot azul metalizado, diésel, modelo antiguo, matrícula CSL-329. El coche está con el motor en marcha. Corto.
Se quedaron callados y Annika oyó el ruido del motor en la lejanía.
—Si, oigo el motor. Corto.
—Yo, Jonás Berglund, estoy escondido dentro de un espeso arbusto, a unos diez metros del coche, y lo vigilo. Un hombre de aspecto misterioso está sentado dentro. Aguardo instrucciones. Corto.
—Espera un momento, Jonás —Annika se volvió hacia David—. Este Jonás ve en cada arbusto algo sospechoso. ¿Qué podemos hacer?
—Decirle que se venga, en vez de estar dando vueltas por ahí —le susurró.
—De acuerdo. Jonás, deja de vigilar a ese tío y ven ya. Corto.
Oyeron un bufido de protesta y después la voz del reportero:
—¡Me quedo a pesar de las instrucciones! Mantened la escucha. Corto.
—¡Entonces no digas que esperas instrucciones si después vas a hacer lo contrario! —le gritó Annika—. ¡Corto!
Pero Jonás ya no la escuchaba. Algo estaba sucediendo, e informaba con voz excitada:
—¡Atención! El tipo del coche ha cogido unos prismáticos y está mirando hacia la quinta Selanderschen. Tenéis que esconderos. ¡Si tenéis la luz encendida, apagadla inmediatamente! Repito:¡César, Susana, Luis, tres, dos, nueve! ¡Fin!
Annika no sabía lo que debía contestar. Se quedó de pie. Se oyó un crujido. Seguramente, Jonás tomándose una pastilla de regaliz.
Por fin, Jonás se puso en comunicación otra vez e informó que el hombre llevaba sombrero. Después de esto se oyó un ruido de motor; luego, Jonás informó:
—Atención, ahora se va. Corto.
—¡De acuerdo! ¡Sube ahora mismo Jonás! ¡Corto!
—Jonás Berglund regresa al cuartel general tras las correspondientes instrucciones. Corto y cierro.
No pasó mucho tiempo antes de que oyeran a Jonás subir a gran velocidad las escaleras. Apenas respiraba, de lo excitado que venía.
—¡Supersospechoso! ¡Tenías que haberlo visto!
—¿Qué aspecto tenía?
—No sé. Bueno, sí, llevaba un sombrero.
—¿Y sólo con eso puedes asegurar que…?
Annika parecía indignada, pero Jonás no le hacía caso.
—¡Ese tipo…, el coche…, los prismáticos…, todo era sospechoso! ¿O acaso es normal y corriente que alguien mire por todas partes con unos prismáticos desde un coche? En fin…, bueno, ¿dónde tenéis el número de la matrícula del coche?
Annika y David se quedaron cortados: ¡no lo habían apuntado! Jonás les lanzó una mirada llena de indignación y gritó furioso:
—¿Así que ni lo habéis escrito? ¡Es increíble! ¡Yo, tirado por el suelo, con gran peligro de mi vida, y vosotros aquí, sentados, perdiendo el tiempo! ¿Acaso creéis que os di la matrícula del coche para divertiros? ¡Sois unos inútiles! ¡Yo tengo que hacerlo todo!
Jonás estaba abatido. ¡Que ayudantes tenía…!
David y Annika no sabían qué decir. De repente, David se acordó:
—Oye, aparte de esto, Jonás, he hablado con Julia. Llamó y le pregunté si no sería posible que se hubiera confundido de número al marcar, cuando alguien le colgó el aparato. Pero dijo que estaba segura de que no. Fue una voz de hombre la que le contestó desde aquí, y en cuanto la oyó colgó el teléfono. Y cuando, a continuación, ella llamó otra vez, nadie le contestó.
Jonás se indignó de nuevo. ¡Era el colmo! ¡Una novedad tan importante, una novedad que tenían que habérsela comunicado inmediatamente, y no la habían mencionado hasta ahora! Aquello confirmaba las suposiciones de Jonás: a pesar de las apariencias, sus dos compañeros no entendían nada. ¡Pertenecían a ese tipo de débiles mentales que no saben ni apuntar una matrícula! ¡A pesar de haberla repetido él varias veces!
Lo peor era que no merecía la pena discutir con ellos. Sólo le quedaba tragarse su rabia. Sacó una pastilla de regaliz y se puso a masticarla encolerizado, lo que daba a entender claramente que las pequeñas células grises del cerebro de Jonás Berglund estaban trabajando activamente.
En aquellos días, quien pasara por delante de la quinta Selanderschen podría ver una casa tranquila, desocupada, bastante abandonada, con el viejo jardín casi cubierto de maleza. Aparte del zumbido de los abejorros en los rosales y de las abejas en los tilos, nada hacía pensar en la más mínima actividad.
Día tras día lucía el sol, y por la noche la luna. El cielo siempre se presentaba claro sobre Ringaryd, y el rocío caía cada mañana sobre el césped. Todo respiraba silencio y tranquilidad.
Sin embargo, en contraste con aquella tranquilidad externa, dentro de los muros de la blanca casa la actividad era desenfrenada. Jonás Berglund se podía atribuir el mérito. ¡Por fin había logrado acelerar algo el ritmo de trabajo de sus dos amigos!
Por ejemplo, había conseguido que Annika telefonease a la sección egipcia del Museo de Estocolmo, para informarse si allí sabían algo acerca de una estatua funeraria de madera, del antiguo Egipto, traída en el siglo XVIII a Ringaryd por un alumno de Linneo, un tal Andreas Wiik.
Pero nadie había oído hablar de la estatua. Jonás se contentó con esa información. En realidad no esperaba otra cosa. Pero había querido una respuesta exacta a su pregunta, para poder rebatir todo los razonamientos negativos y excusas infantiles de sus dos amigos. Sobre todo de Annika, que no tenía ningún interés por la estatua. Sólo parecía interesarle la vieja y aburrida historia de amor entre Emilie y Andreas.
Tampoco David tenía mucho más interés, pero al menos se mostraba activo en otro terreno: había encontrado datos sorprendentes sobre la vida afectiva de las plantas. Reaccionaban igual que otros seres vivos, con temor y dolor cuando algo en su alrededor las amenazaba. Incluso había indicios de que las plantas reaccionaban ante los pensamientos humanos. En cierta manera, poseían también memoria. Todo ello había sido comprobado midiendo los ligeros cambios eléctricos que se producían en las células de las plantas.
Aunque sumamente interesante, lo que David iba descubriendo no era nada práctico por el momento; por tanto, se contentaba con ir tomando datos. Tenía buenas ideas, pero no sabía como llevarlas a la práctica.
Jonás, por el contrario, si era práctico. Enseguida sugirió a David que visitara al vendedor de radios de Ringaryd, para que le dejara prestado un medidor de pequeñas corrientes, con sus accesorios. Conectaron entonces los electrodos del medidor a la selandria, y el resultado no se hizo esperar. Al momento, la planta puso en movimiento la aguja del medidor y se pudo comprobar como se sentía y ante qué estímulos reaccionaba. Ya había realizado una serie de interesantes experimentos, y Jonás cavilaba cómo se podría seguir la pista de la estatua con ayuda de la planta. Estaba convencido de que existía una oculta relación entre ambas, pero prefirió no comunicar nada a los otros para no inquietarlos innecesariamente. Tergiversaban las cosas y no siempre comprendían sus explicaciones.