No quise apurar el tiempo de estancia en nuestro campo de Ciudad Real abrumado por la idea de la muerte de mi padre. A primeras horas de la tarde visité su domicilio, sito en la calle Serrano de Madrid. Cuanto más contemplaba lo que quedaba de mi padre, mayor resultaba mi convencimiento de que su espacio tiempo había concluido. Lamentablemente, tuve que abandonar su casa para desplazarme a la mía en la calle Triana, 63, relativamente cerca del lugar en el que se encontraba moribundo. La razón que me obligaba a abandonarle en tal trance resultaba poderosa.
Un hombre conocido en el mundo de la Guardia Civil quiso entrevistarse conmigo porque, según me decía el que actuó de intermediario en la entrevista, un ex piloto de Iberia necesitaba transmitirme algo realmente importante. Cercado por la angustia de dejar a mi padre en tales condiciones, sintiendo la impotencia de no poder ayudarle, llegué a Triana, recibí a los dos sujetos en cuestión y nos sentamos en el salón de mi casa. Mi teléfono móvil permanecía abierto a la espera de cualquier noticia que pudiera afectar a la vida de mi padre.
Les expliqué las especiales circunstancias en las que me encontraba por si necesitaba salir de urgencia. No quería, después de acceder a la entrevista, que pensaran que los trataba con desprecio. Uno de ellos, el personaje clave, me sonaba de nombre. Jugó —al parecer— un papel de cierta importancia en el golpe de Estado del 23 de febrero. En aquellos días, según me contó con cierto tono de tristeza, se encontraba fuera del juego oficial, retirado, más bien confinado, en tierras albaceteñas. Su mirada, sus movimientos, su lenguaje corporal transmitían la sensación de que aquel personaje conocía el funcionamiento de los bajos fondos, de las cañerías ocultas por las que circulan, al margen de la Ley, las acciones en defensa de la llamada seguridad del Estado.
—Le agradezco que nos haya recibido y lamento mucho lo de su padre.
Su voz sonaba seca, rotunda, ajena a énfasis emocionales, fría como aquella noche de febrero, típica de quien se mueve en lugares tan inhóspitos. Continuó.
—Lo que le tengo que decir es grave. Posiblemente no lo crea usted, pero debe conocer que en el Estado, dependiendo del Ministerio del Interior, funciona una red de agentes libres, pagados con cargo al presupuesto del Estado, que no son propiamente funcionarios ni figuran en ningún estadillo, pero que son personas al servicio del ministro, dispuestas a lo que sea necesario en defensa de la seguridad del Estado.
Asistía sin una mueca al discurso de aquel hombre. Desde que conocí al coronel Juan Alberto Perote y comenzó a desvelarme algunas de las interioridades del funcionamiento del CESID, mi capacidad de asombro respecto del mecanismo instaurado por Narcís Serra en los servicios de espionaje y de seguridad del Estado español disminuyó de forma exponencial. Todo me resultaba creíble. Para ellos no existía límite. Ni siquiera la vida humana constituía una barrera infranqueable. Le dejé que siguiera con su parlamento, pero sin cesar de preguntarme si sería cierto eso que contaba y qué relación podría tener conmigo.
—Quiero que sepa que el ministro Belloch, a finales del pasado año, en previsión de las elecciones generales que se celebran este año, encargó a ese grupo de agentes que estudiaran el modo y manera de controlar, por así decir, a su hija Alejandra Conde con el fin de tenerle controlado a usted.
Se detuvo después de pronunciar aquellas palabras. No se trataba de añadir teatralidad al encuentro ni siquiera explotar el dramatismo de lo pronunciado. Lo que acababa de decir era sencillamente monstruoso. Increíble de toda incredulidad. Pero el hombre no tenía aspecto de mentir. Además no ganaba nada con la mentira. Su pausa surgió espontánea, como un reflejo inconsciente de la gravedad de la información que transmitía.
—Ya —fue mi respuesta. Ni una mueca en mi rostro.
—Seguramente le costará creerlo, pero sucedió como le digo. Averiguaron que su hija estudiaba en el IEB, situaron en su misma clase al hijo de un coronel «afecto» para que transmitiera las informaciones necesarias. Conocían todos sus movimientos a la perfección. Saben que la acompaña un chico joven que utiliza un coche rojo matrícula de Palma de Mallorca.
En ese preciso momento sonó mi móvil. Era mi hermana reclamando mi presencia porque mi padre agonizaba. Llamaron a un médico de urgencia, pero el ataque parecía constituir el último movimiento de la sinfonía vital de mi padre.
—Lo siento, tengo que irme. Mi padre se muere.
—Lo comprendo. Sabe quién soy. Ya hablaremos.
Les acompañé personalmente a la puerta de nuestra casa. Un segundo antes de que pisaran la acera de la calle Triana, le pregunté:
—¿Por qué no siguió eso que llama «control»?
—Porque alguien superior lo impidió.
—¿El presidente del Gobierno?
—No se lo puedo asegurar.
—Ya. Muchas gracias.
Cuando llegué a casa de mis padres fui directo y a toda velocidad a su dormitorio. Mi padre vivía pero sus ojos se habían llenado de una expresión que jamás había contemplado con anterioridad. Su mirada parecía ir más allá de la materia, penetrar en los objetos corpóreos, como si la masa no la detuviera y pudiera, atravesándola, superar la ecuación del espacio tiempo.
—Prepárame el traje oscuro.
La voz de mi padre sonó llena de melodía. Transmitía una orden, pero impregnada de una extraña dulzura.
—¿Para qué quieres el traje oscuro, papá?
—Porque mañana nos vamos de viaje a Tui. Veremos a toda la familia, que llegará por la tarde. Así que tengo que estar presentable. Ponme la camisa blanca, los calcetines y elige tú la corbata, que de eso entiendes más que yo.
Repasé mentalmente lo que mi padre me pedía y le dije, con ánimo de disminuir el dramatismo que intuía en sus palabras:
—Te has olvidado de la ropa interior, papá.
Mi padre, con voz serena y suave, replicó: —Allí a donde voy no la necesito, hijo.
Llamaron a la puerta. Un chico joven se presentó como el médico de urgencia. Al comprobar que penetraba en la morada de Mario Conde asomó en sus gestos un indudable nerviosismo. Entró al dormitorio. Le dejé solo. Me senté junto a mi madre y hermana. Pocos minutos después salió el médico y se puso a escribir algo en uno de esos papeles que utilizan para recomendar medicinas. Con suavidad le pregunté qué hacía y me respondió que recetar unos medicamentos para mi padre.
—Pero ¿no se da cuenta de que se muere?
—No. Está muy mal, pero no como para morirse enseguida.
—Se equivoca. Mi padre se muere. No pasará de esta tarde.
En ese instante la mujer que cuidaba a mi padre profirió un grito y entró de sopetón en el comedor. Sus ojos transmitían la información con total nitidez. Los del médico joven dibujaron un punto de pánico. Salí despacio por la puerta, crucé el pasillo, entré en el dormitorio, me quedé un segundo de pie, giré la cabeza hacia mi izquierda y miré a la cama.
Allí estaba el cuerpo de mi padre. Llevaba apenas un minuto muerto y la estética mortal comenzaba a dar muestras de su existencia. Descendió todavía más en volumen. Su cara se afiló sobremanera. Su nariz perdió grosor. Todo él disminuía como si el espíritu que se fue ocupara un espacio corpóreo que se contraía con su marcha. Su boca no reflejaba mueca de dolor, ni de espanto, ni miedo. Tal vez una serenidad fría. Una despedida sin ilusión, un punto de amargura por conocer el sufrimiento que viviría en nosotros tras su muerte. Tal vez conoció, en esa visión capaz de traspasar la masa corpórea, los años que vendrían sobre mi vida. Tal vez aquel gesto duro de sus labios muertos reflejaran el último de sus pensamientos vitales. Bueno, el penúltimo, porque el postrero, sin la menor de las dudas, habría sido para mi madre.
Tuve que ocuparme de los pormenores del entierro y traslado. Llamé a la funeraria y el dueño y su hijo se desplazaron a mi casa al saber de quién se trataba. Ellos personalmente se ocuparon de todo. Colocaron el cuerpo de mi padre en una caja de madera. Cada vez disminuía más su volumen. Su gesto permanecía estático. A primeras horas de la mañana del siguiente día acudí a verle y a despedirme de él. Los empleados de la funeraria cerraron con zinc su cuerpo dentro de su última envoltura. Sellaron la caja. Acaricié la madera que contenía a mi padre. Lloré sobre ella.
Diez años más tarde volvería a encontrarme con ese hombre y su hijo con ocasión del fallecimiento de Lourdes. Una muerte siempre evoca otra anterior formando una cadena de evocaciones que genera un suplemento de dolor en el conjunto.
Salimos con destino a Tui. Por la tarde de ese día llegó a la ciudad de la desembocadura del Miño la familia. Dejamos a mi padre en el panteón. Al día siguiente, en la capilla románica de San Telmo, se celebraría su funeral. Por la noche, solo y en primera línea vital, pensaba en que mi padre entrevió su último viaje, definió con precisión matemática que el lunes viajaríamos a Tui, que llegaría la familia y que, en efecto, en el lugar al que iba no necesitaba ropa interior del cuerpo. El concepto curvo, elíptico, de la existencia y la fusión espacio tiempo se percibían nítidos en el último relato de mi padre, aunque ya no era él quien me habló.
Volví a Madrid y enlutado tuve que acudir a declarar ante un Juzgado de la Plaza de Castilla por algún asunto relacionado con el caso Banesto. Llamó el Rey para transmitirme su pésame. Su voz sonaba sinceramente triste. Aquella tarde, al ver a mi hija Alejandra, volvieron a mi memoria los recuerdos de la conversación con los hombres a los que recibí en casa. Sin darle la menor importancia, le pregunté:
—Ese chico que sale contigo ¿tiene un coche rojo?
—Sí, papá.
—¿Qué matrícula tiene?
—De Palma de Mallorca. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada, hija, por nada.
No quise siquiera llevar un miligramo de inquietud a mi querida hija. Además no tenía certeza. Podría tratarse de una casualidad. O tal vez no. No importaba demasiado porque la actuación sobre ella, según me contaron aquellas gentes, había sido cortocircuitada por órdenes superiores. Y, claro, disponía de suficiente información en aquellos días como para creer que en los bajos fondos del Estado suceden estas cosas y seguramente otras mucho peores. Pero no quería vivir instalado en la cloaca.
En diciembre de 1994, poco antes de ser enviado a Alcalá-Meco, recibí en mi casa una carta muy extraña de un tipo que pedía ponerse en contacto conmigo y me proporcionaba unos números de teléfono. La verdad es que me llamó la atención el asunto y, después de debatirlo con mi seguridad privada, decidimos telefonear para ver qué ocurría. Previamente comprobamos los números de teléfono suministrados, que se correspondían con una barriada militar que existe en el polígono de Tres Cantos de Madrid. La cita se acordó y asistió Juan Carlos, una de las personas de mi confianza. Su interlocutor era un tipo alto, fuerte, con el pelo muy corto que lucía unas gafas azules colgadas del bolsillo de su chaqueta, lo cual, al parecer, es un distintivo o señal de la gente que pertenece al Mosad, o cuando menos un truco identificador que utilizan en ocasiones contadas. Se encontraron en un bar y con un gesto el hombre alto le indicó a Juan Carlos que le siguiera. La entrevista se celebró en un parque, en plena soledad. La mirada del hombre furtiveaba el entorno de cuando en cuando, pensando que incluso en espacios abiertos es posible que fueran espiados y grabados. El mensaje que este hombre transmitía es que yo me había convertido en una pieza a batir, pero que no se trataba de que fuera a la cárcel, lo cual indefectiblemente iba a suceder, sino de quitarme de en medio. El plazo, según aquel tipo, era de dos meses. A partir de ese momento un día se me acercaría una vieja, un viejo o una mujer y todo terminaría. Él insistía en que podían ayudarme y querían, además, hacerlo, aunque no aclaró por qué. No pudimos volver a contactar con él. Lo intentamos con insistencia pero no lo conseguimos. Se lo tragó la tierra y quizá no solo metafóricamente.
Prefería ignorar, aunque solo fuera porque lo que ya conocía resultaba más que suficiente. Como bien dijo en aquellos días Luis María Anson, para conseguir que Felipe González perdiera las elecciones en favor de Aznar se superaron todos los límites y se sometió al Estado a un tratamiento de radio y quimioterapia capaz de destrozarlo. Y cierto que sufrió mucho. Pero es que de otro modo muchos pensábamos que Aznar jamás habría ganado.
Luis María Anson me llamó poco después de mi encuentro con Igor Ivanov. Me invitó a comer en su casa, situada en la salida de Madrid hacia la carretera de La Coruña, en la que no había estado con anterioridad.
Imposible olvidarme de una reunión que sucedió tiempo atrás a la que asistí como mero espectador. Rafael Pérez Escolar la había organizado con personas de importante nivel económico de este país. El asunto era muy concreto: el
ABC
, el diario de los Luca de Tena, agonizaba financieramente. Se necesitaban cuarenta millones de pesetas. Se iba a nombrar director a Luis María Anson, que sin duda podría salvar el periódico. Ahora lo que reclamaba Rafael era el vil metal, el dinero. Y no les decía que aquello podía ser negocio, sino que apelaba a sus creencias, a su ideología, a su modo de pensar. El
ABC
defendía los ideales que ellos, los reclamados, decían poseer en sus adentros. Por eso, tenían la obligación moral y hasta ideológica de aportar ese dinero, que tampoco era tanto. Allí estaban, entre otros, los Albertos y Juan Abelló. Por eso, por este último, me encontraba yo.
Pues nada. Que no querían darle el dinero. Ni siquiera sé si finalmente lo aportaron, pero certifico que en ese momento el metal pesó más que las convicciones y los ideales. Protesté ante Juan con toda la fuerza que pude. Pero no le di al asunto la verdadera dimensión que tenía: para algunos en este país los ideales pesan mucho menos que las monedas de curso legal.
Almorzamos en un pequeño comedor que conectaba, creo recordar, directamente con el hall de entrada. Luis María me habló de la herencia de Puñoenrostro, me enseñó algunos muebles que le habían tocado en el reparto hereditario a su mujer, y durante el almuerzo comentamos, como era inevitable, la situación de aquellos días, referida, claro, no solo a la política en general, sino a lo que constituye el motivo de especial preocupación para el académico y ex director de
ABC
y
La Razón
, esto es, la Monarquía. Su posición era rotunda: en aquellos momentos en los que estaba en negociación el proceso de los Estatutos de Autonomía en sus nuevas versiones, el optimismo no era exagerado en cuanto a la pervivencia de la jefatura del Estado en versión monárquica. Llegó a decirme que los nacionalistas, más tarde o más temprano, exigirían el retorno a la República y que en esos momentos el porcentaje de posibilidades de que triunfaran se situaba más o menos en el 50 por ciento.