Los días de gloria (75 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

BOOK: Los días de gloria
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Mi acuerdo con Polanco sobre este espinoso punto fue muy primario, muy poco concreto.

—Vamos a intercambiar informaciones sobre todos los movimientos que detectemos los dos y luego pensamos.

Esta frase de Polanco era, como digo, etérea, pero sobre todo significaba una cosa: que yo tenía que informarle de mis movimientos por si afectaban a sus negocios. Ya sabía que la información que él me transmitiría sería más bien de tono menor. Comprensible, nada irritante. En realidad nada irrita si es comprensible. Pero puede no ser irritante y resultar inaceptable. En este caso no tenía demasiado coste. En esas estaba cuando Romualdo me dijo que Godó aceptaba un almuerzo conmigo.

Se celebró en la sede de Banesto. Nada especial. Toma de contacto. Mi experiencia italiana me aconsejó proponer un escenario más adecuado para profundizar un asunto tortuoso y es así como el lunes 4 de noviembre de 1991 me reuní en La Salceda con Javier Godó, acompañado de Romaní, por mi parte, y Manolo Martín Ferrand y Jiménez de Parga, por la suya.

Mientras mi equipo de seguridad me conducía a La Salceda seguía dando vueltas a una idea que me ocupó el fin de semana. Godó es un apellido ilustre de Barcelona y de Cataluña en general. Javier Godó es alguien conocido en toda España.
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es sin la menor duda un periódico influyente. Es muy posible que en los tiempos actuales se haya escorado hacia el felipismo, pero tampoco es demasiado extraño ni necesariamente contraproducente en determinados ámbitos. Seguramente Javier tendrá problemas económicos y es muy posible que tengan cierta envergadura porque de otro modo ni habría comisionado a Romualdo ni aceptaría venir a La Salceda. Todo eso está bien, pero la pregunta es: ¿por qué Mario Conde?

Está claro que si Javier necesita dinero puede encontrar en Cataluña personas muy dispuestas a ayudar si se trata de
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. De eso me caben pocas dudas. ¿Entonces? ¿Qué diferencial puede aportar Mario Conde? ¿Por qué fijarse en Mario Conde para tratar de buscar una solución cuando, dado el poder real de
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en Cataluña, dispone de miles de novios con los que pelar una pava financiero-mediática? Quizá la respuesta resida en la singularidad del propio Javier Godó. No creo que tenga especial interés en llevarse bien con cierta parte de la sociedad catalana, aunque ella quiera acercarse a él —mejor dicho, a su
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— al precio que sea. Tampoco es que sus relaciones con la Generalitat sean especialmente floridas. Quizá con ambos condimentos prefiera un personaje ajeno a ambos mundos y que disponga del glamour y del poder y dinero suficientes. Ese personaje debía de ser yo.

Cenamos los cinco en el comedor de La Salceda. Circunloquios obligados, giros de lenguaje, travesías por campos menos dramáticos, pero al final de la noche, antes de irse a dormir, Javier Godó tenía una idea muy clara: si quería que hiciéramos algo juntos, tendría que aceptar que
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formara parte del acuerdo. De otro modo no había posibilidad de negocio. Se fue a dormir rumiando esa idea.

A la mañana siguiente, sentados alrededor de la mesa redonda del comedor de La Salceda, mientras los demás dábamos cuenta de nuestro desayuno, Javier, con cara, voz y gestos que pretendían transmitir trascendencia a su discurso, comenzó asegurando:

—Durante muchos años mi negocio ha sido exclusivamente familiar. Pretendía que así continuara, pero comprendo que necesito rendirme a la evidencia de los tiempos. Por eso, lo que hace algunos años hubiera sido para mí impensable, hoy constituye un objetivo que acepto.

Resignación en las palabras, dramatismo en el gesto pero inteligencia en el contenido. En efecto, los tiempos cambian. Las economías también. Y entre problemas económicos de presente y visión empresarial de futuro, la cosa estaba clara. Así que después de este planteamiento genérico nos pusimos a trabajar.

Después de un circunloquio seguramente excesivo pero que yo aceptaba gustoso puesto que la importancia del acuerdo lo requería, llegamos a una conclusión diáfana: como primer paso entraríamos en Antena 3 Televisión con dos consejeros y comprando la mitad de las acciones de Javier Godó. Inmediatamente suscribiríamos una sociedad holding a la que se aportaría el 52 por ciento de Antena 3 Radio y un 30 por ciento de
La Vanguardia
, porcentaje que seguiría incrementándose en el futuro y, además, nosotros dispondríamos de un derecho de preferente adquisición sobre el 70 por ciento restante para el caso de que Javier quisiera venderlo.

Antes de volver a Madrid con el acuerdo finalizado, Javier me llamó a un aparte. Ascendimos por la escalera que sube a la biblioteca y en el primer descansillo quiso que nos sentáramos a charlar. Me sentía intrigado por lo que constituiría el objetivo de tanta parafernalia externa, aunque me lo imaginaba. Acordamos algo y a sugerencia de Javier bautizamos el acuerdo como pacto de la escalera.

Regresé a Madrid y en una primera Comisión Ejecutiva informé de estos preacuerdos con el Grupo Godó. Todos los consejeros percibieron la importancia de lo alcanzado y ya se sabe que en determinados momentos y en algunos países, desde luego España, importante suele ser equivalente a peligroso.

¿Y el Gobierno? Pues seguramente por el momento permanecía ajeno a lo que se estaba cociendo, pero no tardaría en darse cuenta de la importancia del acuerdo, sobre todo porque
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en Cataluña era decisiva, o podía serlo, para las aspiraciones políticas del PSC, del partido de los socialistas catalanes, y no en abstracto, sino más concretamente para quien quisiera tener aspiraciones a la alcaldía de Barcelona o, incluso, a la presidencia de la Generalitat. Supuse que no tardarían en reaccionar.

Ahora me quedaba cumplir con el trámite derivado de mi acuerdo con Jesús Polanco: informarle de lo sucedido con Javier Godó. Me fui a verle a la Fundación Santillana. Reconozco que mi estado interior era de cierta confusión porque suponía que ese acuerdo por un lado le alegraría y por otro le preocuparía. No me equivoqué.

Despacio, con buena letra, le desgrané el trato conseguido.

—Es acojonante. No entiendo cómo has podido convencerle. Toda la sociedad catalana y no catalana ha intentado algo parecido y en cuanto le mentabas
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, salía Godó como alma que lleva el diablo... ¡Es inexplicable!

—¿Qué quieres que te diga, Jesús? Uno, que debe de ser buen negociador...

Pero Jesús no parecía estar para bromas de este tipo. Daba la sensación de que la información le había conmocionado. Ni siquiera penetró en los aspectos económicos de rentabilidad o parecidos, sino que giró bruscamente hacia el campo que le resultaba más conocido: el mundo del poder.

—No sé si te das cuenta del enorme poder que significa para Banesto disponer de una participación en
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. La radio y Antena 3 Televisión me importan menos, pero el periódico es una pieza decisiva en el mapa del poder en este país y sumado al propio del banco te situaría en una posición increíble.

—Me doy cuenta, Jesús, por eso lo he intentado y, por el momento, conseguido.

—Sí, pero creo que es excesivo, que reunirías demasiado poder y eso puede resultar muy peligroso para ti.

—Hombre...

—No, si la operación me parece cojonuda, no tengas duda, pero me parece cojonuda para hacerla yo, no tú.

La reacción de Jesús Polanco, que se supone asume un poder importante en medios de comunicación, me ratificó en la bondad de la operación. Comprendía que se sintiera lastimado por ella, incluso que dijera con crudeza que si él la consiguiera todo serían bondades que yo transformaba automáticamente en maldades, que tuviera celos de mí, y hasta que afirmara que en España el exceso de poder puede resultar peligroso, sin mirarse, por supuesto, a su propio ombligo. En todo caso, sus gestos, movimientos y palabras transmitían una sobredosis de preocupación.

Una de mis ingenuidades más evidentes consistió en no sacar de aquella conversación, de aquel estado de ánimo, de aquella respuesta de Jesús todas las consecuencias, las derivadas que indefectiblemente llevaba implícitas. Si tenía delante un acuerdo que significaba enorme poder y él vivía del poder, no lo traduciría exclusivamente en términos de cómo le afectaba a su negocio, esto es, a su poder, sino cómo y de qué manera se interpretaría en los entornos del poder político del que era agente y beneficiario en muchos aspectos. No podía dejar de calibrar estos factores. Debí darme cuenta de que si Jesús pensaba que nuestro acuerdo significaba tanto poder como el que me decía, su tendencia natural, su lógica interna, su modo de ser y pensar le llevaría a intentar abortarlo como fuera. No era cuestión de amistad, sino de negocios. Jesús se había comprometido a silencio total respecto de estas operaciones. Pero no podría mantener su palabra. Tendría que hablar y pronto. Y su objetivo no podría ser más que uno de dos: o conseguía abortar la operación y hacerla él, o tendría que pactar un acuerdo global conmigo traicionando a Godó. Si me hubiera encontrado en esa situación a día de hoy, con mi experiencia del poder, de lo que viví y sentí en estos trozos de vida que llevo consumidos, habría sabido que un minuto después de que yo abandonara Santillana estaría sonando algún teléfono y al otro lado de la línea se encontraría algo que a Jesús le impresionaba: el Poder. Y el mensaje que transmitiría sería del siguiente tenor:

—Acabo de terminar una conversación con Mario Conde. Es muy, pero que muy urgente que nos veamos.

Su estado de nervios se tradujo en que de modo inmediato pidió vernos, reunirnos, volver a charlar, y no quiso dilatarlo, así que al siguiente viernes nos fuimos a Valdemorillo, la casa de Mari Luz Barreiros. A las dos de la tarde del día fijado, Matías Cortés, Jesús Polanco y yo, acompañados de nuestras mujeres, comenzábamos a charlar en el salón de la casa de Mari Luz. A las cinco de la mañana nos despedíamos de nuestros anfitriones para regresar a Madrid. En esas quince horas se pergeñó un acuerdo o principio de acuerdo que ha quedado oculto para todo el mundo.

La tesis inicial de Jesús fue la siguiente:

—Bueno, si tú has conseguido lo de Godó, hay que aceptarlo. Ahora bien, vamos a mejorarlo.

—¿Cómo?

—Déjame que te explique. Para mí es evidente que tú tienes todas las posibilidades de que Godó te venda la mayoría de
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.

—No quiere, dice que...

—Dice lo que quiere, pero desde el momento en el que estás tú, con tu personalidad y tu banco, Godó no va a aguantar. Va a acabar vendiendo. Vamos, que lo tengo claro como el agua.

—Es posible, pero…

—Posible no. Es seguro. Y como tal hay que pensar.

—Y... ¿qué propones?

—Un acuerdo total de colaboración entre Prisa y Banesto en materia de medios de comunicación social. Por el momento, mantendríamos nuestra independencia, pero si en algún momento Javier Godó vende a Banesto
La Vanguardia
, integraríamos todos los activos de Prisa y los vuestros en una sociedad holding, de manera que vosotros, Banesto, seríais los socios minoritarios y nosotros, Prisa, los mayoritarios y llevaríamos los negocios periodísticos.

¡Acojonante! ¡Banesto pactando con Prisa! La vida llena de sorpresas de todo tipo, como los helados antiguos, aquellos que llamaban tutifruti...

¿Qué le impulsó a semejante pacto? Ante todo la voluntad decidida de Banesto de entrar en medios de comunicación social. Con nuestra potencia financiera la decisión alteraba las reglas del terreno de juego. Disponíamos del dinero suficiente para comprar lo que fuera, así que, ante la grosera evidencia, mejor con Banesto que contra Banesto. Al menos hacerme creer que estaba dispuesto a ello, aunque en el fondo albergara seguramente otras intenciones. A día de hoy lo tengo claro. Entonces no, la verdad. Por eso digo lo que digo de la experiencia.

Jesús se cubría exigiendo el principio de la independencia informativa como dogma básico de nuestro acuerdo. Me traía sin cuidado el aserto porque entendía que no pasaba de una mera formalidad vacía de sustancia. Pero hay días en los que te cansas un poco de oír cosas así y revientas. No explosionas del todo, porque no procede, pero sí dejas salir cosas por algún costado.

—Pero, vamos a ver, Jesús, hablemos claro. Cuando se trata de asuntos neutros, carentes de carga política, la independencia deriva de la objetividad de los propios hechos. Ahora bien, cuando se penetra un poco más allá, la independencia ¿qué coño es? ¿Independiente de quién? ¿Podría decirse seriamente que el
ABC
era independiente de Luis María Anson? ¿Puedes decirme que
El País
es totalmente independiente de Polanco? Evidentemente no. ¡No me jodas, Jesús!

Aquello fue muy fuerte, sin duda, y eso que me callé algo que llevaba dentro y que consistía en añadir que
El País
tampoco era independiente del Gobierno porque negocios de Prisa dependían de la voluntad del Gobierno, y nada coarta más la independencia conceptual que la dependencia económica. Negarlo solo conduce al ridículo. Por ello, cuando sostenía que si un poder económico como Banesto adquiere medios de comunicación social el efecto que produce es coartar la independencia, yo le negaba la mayor con énfasis y rotundidad, y mis ejemplos, algo lacerantes, resultaban explosivos para un tipo como Jesús, de una estructura psicológica tan compleja que cualquier cosa podía conducirle a un terremoto con su interlocutor. Pero yo no me sentía dispuesto a transigir con formalidades que en el fondo no aportaban más que estupideces impropias del nivel de nuestro encuentro.

Jesús salió como pudo de aquel discurso y la manera de hacerlo fue muy clara.

—Bueno, en todo caso nosotros gestionaremos los activos periodísticos y con eso quedamos en paz.

Mientras tanto, el acuerdo con Javier comenzó a ser conocido. Llegó al Gobierno y a determinadas instancias de la sociedad española. El resultado, como estaba previsto, solo podía consistir en llevar al máximo grado de tensión la presión sobre Javier para que rompiera nuestro pacto. Como primer ariete utilizaron a Rosa Conde, ministra portavoz del Gobierno, una chica muy cercana —decían— a Felipe González. La dirección de
La Vanguardia
la ocupaba Joan Tapia, un individuo muy próximo al PSOE, ex jefe de Gabinete de Miguel Boyer. Rosa Conde le insistió en que por todos los medios debía convencer a Godó para que rompiera su acuerdo y así evitar —dijo literalmente— que llegara a ser el tipo más poderoso de España. Al margen de que la frase contuviera dosis evidentes de exageración, lo importante es que la preocupación del Gobierno alcanzaba el paroxismo. Primero Polanco, ahora el Gobierno. Y, para completar el pastel, en paralelo actuaba la sociedad. Me dijeron que Juan Abelló presionó con todas sus fuerzas —que ignoro cuáles podrían ser— sobre el editor catalán para que se desdijera de sus pactos, apelando, incluso, a mi condición de masón para convencerle de que se trataba de una operación de la masonería internacional para apoderarse de España. Parecían instalarse en una especie de paranoia.

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