Si en
Memorias de un preso
Mario Conde reflexionaba con lucidez sobre sus años en prisión y los motivos que le llevaron a ella, y diseccionaba con precisión todos los complots y maquinaciones que se urdieron en su contra, en
Los días de gloria
, una obra profunda y de largo aliento, cuenta cómo cambió la vida de un joven que, con apenas 24 años, pasó de ser número 1 de su promoción como abogado del Estado a convertirse, con solo 39, en presidente de uno de los siete bancos más prestigiosos de nuestro país, Banesto. Entre medias, la propuesta que le hicieron para entrar a formar parte de la masonería, las conversaciones privadas con Don Juan y con el Rey o los primeros contactos con la familia Botín. Pero más importante aún será descubrir en estas páginas lo que puede denominarse como «los abusos del poder del Estado»: la trama del Grupo Prisa, con Jesús de Polanco a la cabeza, para hacerse con todas las acciones de la cadena Ser y controlar Antena 3; el pacto urdido entre Felipe González y José María Aznar para intervenir Banesto y provocar la salida de la presidencia de Conde; la constante y obsesiva persecución a la que fue sometido tras los primeros contactos que mantuvo con Javier Godó para comprar
La Vanguardia
; la conspiración pergeñada desde la Zarzuela para romper su relación con el padre del Rey o la noche en la que un eufórico Aznar entró en el salón de su casa madrileña gritando frente a varios comensales: «En unos días nos cargamos a Mario Conde».
Mario Conde
Los días de gloria
ePUB v1.0
Elle51817.07.11
Mario Conde, 2010.
A Lourdes, que siempre estuvo a mi lado
en este sendero vital
A mis hijos, Mario y Alejandra
A todos los que me ayudaron
sin arrendar su dignidad
A María, que me ayuda a encontrar la serenidad
necesaria para escribir este libro
—Por favor, venid a mi despacho César, Vicente y tú porque tengo que deciros algo importante.
—De acuerdo, iremos —contestó Enrique Lasarte.
La llamada de Juan Sánchez-Calero, mi abogado en el proceso Banesto, a Enrique Lasarte revestía un cierto tono lastimero que se percibía con nitidez al escuchar el arrastre de sus palabras. Y no era para menos. Los elegidos para esa misteriosa reunión eran tres personas capitales. Enrique Lasarte, con independencia de ser mi amigo desde la época universitaria en Deusto, era consejero delegado de Banesto el día en el que el Gobierno de González y la oposición de Aznar decidieron intervenir Banesto a través del Banco de España. César Mora, consejero y miembro de la Comisión Ejecutiva del banco, era la tercera generación al frente de la institución y su influencia en la casa era notoria. Vicente Figaredo, perteneciente a las familias Figaredo/Sela, accionistas de importancia en Banesto, también formaba parte del Consejo y de la misma Comisión Ejecutiva. En este último concurría, además, la circunstancia de ser primo carnal de Rodrigo Rato, número dos del PP y portavoz de asuntos económicos. Cuando se produjo esa llamada telefónica habían transcurrido algunos meses desde el 28 de diciembre de 1993, día de la intervención del banco, pero no se vislumbraba en el horizonte una actuación penal contra nosotros.
—Lo que quiero deciros me produce cierta…, no sé cómo llamarlo, no sé si vergüenza, congoja... En fin...
Enrique, César y Vicente escuchaban con alguna inquietud esas palabras del abogado sin ser capaces de descifrar las razones ocultas que le provocaban la perceptible angustia.
—He tenido un encuentro con Fanjul Alcocer, el secretario general y responsable de asuntos jurídicos del Banco de España. Me llamó para que fuera a verle y acudí. Supongo que sabéis que es quien lleva la responsabilidad jurídica de todo el tema de la intervención, ¿no?
Claro que lo sabían. Era el hombre que entregó aquellos papeles redactados de urgencia el día 28 de diciembre a Mario Conde, en el despacho de un atribulado gobernador Rojo, escondido en una esquina fumando sin parar, y en presencia de un sonriente Miguel Martín, teórico subgobernador y efectivo ejecutor material de las decisiones adoptadas. Pero en ese momento lo que importaba era el mensaje, recibir la buena o mala nueva, así que los tres afirmaron el conocimiento del sujeto en cuestión con un movimiento de cabeza. Sobraban las palabras.
—Bueno, pues me ha dicho... Quiero deciros que os lo transmito porque tengo obligación de hacerlo, aunque me resulta más que incómodo... Lo hago para cumplir con mi responsabilidad de abogado...
Tanta zozobra al hablar, tanta introducción exculpatoria en una persona directa, seria e inteligente como Juan Sánchez-Calero, presagiaba que el contenido del mensaje revestiría una carga de profundidad, pero ¿en qué dirección?
—Bueno... pues me ha dicho que os transmita..., que os diga que... que si hacéis una declaración pública manifestando que el banco, que Banesto estaba muy mal, que la intervención estaba justificada y que el culpable de todo es Mario Conde, en ese caso no tenéis que preocuparos de nada y que seréis debidamente recompensados.
Silencio.
Un manto de silencio denso en el que casi costaba respirar.
El abogado trató de observar los rostros de los tres afectados por el mensaje, con aroma de coacción, que les acababa de transmitir en nombre y por cuenta de una institución como el Banco de España.
En cualquier otro momento los tres habrían pensado que Juan Sánchez-Calero, hombre cabal donde los haya y prudente discípulo de Baltasar Gracián, había sufrido algún tipo de trastorno mental de origen desconocido. Pero ya habían vivido los desperfectos causados por la intervención del banco. Conocían algunas actitudes no demasiado edificantes de ex consejeros de Banesto... Percibían con claridad que la opinión pública no encajaba la artificial construcción que los medios de comunicación pregonaban al dictado ad náuseam. En ese escenario algo así era comprensible, aunque el fondo tenía tal carga de brutalidad que con todo y eso dejaba anonadado a cualquiera con un mínimo de sensibilidad.
Inevitable formularse para el interior de cada uno alguna pregunta de un tenor parecido a ¿en qué país vivimos? ¿Cómo es posible semejante mensaje procedente del Banco de España? ¿Quién gobierna esa institución?
Ahora el manto de silencio que cubría la sala de juntas del despacho del abogado tenía mayor intensidad incluso que al comienzo, pero su estructura molecular sufrió una mutación cualitativa. Ninguno de los tres pronunció palabra alguna durante segundos que parecieron extenderse por minutos de un tiempo emocional.
—¿Es todo, Juan?
César tomó la palabra después de un cruce de miradas con Vicente y Enrique en el que se percibió el acuerdo entre los tres, acuerdo que no necesitaba de verbalismos para expresarse.
—Sí..., es todo... Es un mensaje oficial, pero sí, eso es todo...
—Gracias, Juan.
Los tres se levantaron y abandonaron el despacho del abogado. Creyeron percibir en sus ojos un brillo diferente. Cuando comenzó a hablar transmitían estupefacción y zozobra. Ahora parecían verter al exterior algún sentimiento muy parecido a la alegría.
Poco tiempo después, Lasarte, Mora y Figaredo fueron incluidos en una querella criminal que confeccionó el Banco de España. Otros consejeros fueron excluidos de ella. El 29 de julio de 2002, Enrique Lasarte ingresaba conmigo en la cárcel de Alcalá-Meco. Su mujer, María José de Launet, le visitó en prisión con la dignidad de quien conoce la verdad. La Audiencia Nacional le absolvió de cometer «artificios contables», pero el Tribunal Supremo revocó la sentencia y le condenó a cuatro años de prisión. Algunos dicen que el Banco de España consiguió convencer al magistrado suplente, Martín Pallín, de que esa condena resultaba imprescindible para dar apariencia de legitimidad a la intervención de Banesto.
En agosto de 2010, primero con César Mora y después con Enrique Lasarte, recordaba este momento. No pude hacerlo con Vicente Figaredo porque falleció en agosto de 2008 víctima de un tumor pulmonar. Su muerte me causó un gran dolor.
—Era la prueba del nueve de la atrocidad de la intervención —decía Enrique Lasarte—. Si hubieran tenido razón, ¿para qué habrían necesitado semejante cosa? Precisamente porque aquello fue un atropello es por lo que reclamaron declaraciones públicas nuestras justificando su brutalidad. Y decían estar dispuestos a retribuirnos... En fin...
César, que en esos días se encontraba en Santander, me añadía por teléfono:
—Tenías que ser el malo a cualquier precio. Necesitaban un banco en malas condiciones y un único responsable, como si un banco como Banesto dependiera de la voluntad de una persona sola... Pero así querían que fuera la cosa de cara a la opinión pública... He querido dar comienzo a este libro con ese brutal momento porque a lo largo de sus páginas pueden comprobarse comportamientos muy poco edificantes que seguramente dejarán un sabor amargo sobre algunos trozos de la sociedad española y ciertos protagonistas de estos largos y en gran medida dolorosos años.
He meditado mucho acerca de su publicación. He esperado paciente el momento en el que su contenido causara un ínfimo daño. Los acontecimientos que aquí se relatan tienen antigüedades que, como mínimo, superan los quince años y algunos sobrepasan los treinta. Es tiempo que permite incluso ver la luz a los mejores secretos de Estado, que no es el caso de este libro, por cierto.
Creo que tengo no solo el derecho, sino el deber moral de escribirlo. Lo primero, porque si otros han relatado sin pudor alguno lo que decían ser mi vida, ¿por qué yo he de ser de peor condición para contar con detalle los hechos como sucedieron? Carece de sentido. Pero, además de ese derecho, entiendo que me asiste una obligación moral.
Vivimos un momento crucial en la sociedad española. Me atrevo a decir que en todo Occidente y hasta en el mundo como globalidad. La crisis que nos asola es descomunal. No se trata, por supuesto, de un episodio cíclico propio del ritmo evolutivo de la economía. Va mucho más allá. No es un tópico, sino una afirmación incontestable, que en el fondo de nuestra situación lo que late es una verdadera crisis de valores. El andamiaje valorativo con el que hemos edificado nuestra convivencia es lo que en realidad ha fracasado, y el fracaso se mide no solo en términos de paro, quiebras, concursos, desempleo, sino, sobre todo, en la percepción del tipo de hombre que surge como resultado de los esquemas educativos, valorativos y convivenciales de estos años.
En muchas ocasiones he dicho que no creo en las palabras de los hombres. Ni siquiera en sus hechos aislados porque cualquiera es capaz de una heroicidad en un momento dado. Solo creo en las conductas. Y de eso trata este libro, de las conductas de una serie de personas que protagonizamos, con mayor o menor medida y alcance, un momento decisivo de la vida española. Y esas conductas se ejecutan en ámbitos financieros, económicos, políticos y mediáticos, pero asumiendo que esta disección es más conceptual que otra cosa, porque lo que evidencia este libro —al menos eso espero— es que en nuestra sociedad el poder funciona como un todo en el que las disecciones conceptuales tienen solo un valor referencial, de forma si se quiere, pero no de verdadera sustancia.