Sir John le miró, luego miró al chico. Murmuró algo, pero se contuvo. Tras dos o tres profundas inspiraciones, dirigió de nuevo la palabra al chico, pero esta vez en tono más rudo.
—Sea como sea como lo hayáis hecho (y esto es algo que deberemos examinar más tarde), ¿admitís entonces que sois responsables de lo ocurrido?
—Somos responsables de habernos defendido —dijo el chico.
—¿Hasta provocar cuatro muertos y trece heridos graves, cuando hubierais podido, según tú mismo, enviarlos simplemente de vuelta a sus casas?
—Querían matarnos —dijo el chico con tono indiferente.
El jefe de policía lo estudió largamente.
—No comprendo cómo lo habéis hecho, pero por el momento creo en tu palabra. Y te creo también cuando dices que no era necesario haberlo hecho así.
—Hubieran vuelto. Hubiera sido necesario entonces —respondió el chico.
—No puedes asegurarlo. Toda vuestra actitud es monstruosa. ¿No sentís la menor piedad hacia esos desgraciados?
—No —dijo el chico—. ¿Por qué deberíamos sentirla? Ayer por la tarde uno de ellos disparó contra uno de nosotros. Ahora debemos protegernos.
—Pero no usando la venganza personal. Las leyes están hechas tanto para vuestra protección como para la de todo el mundo.
—La ley no protegió a Wilfred del disparo de fusil; tampoco nos hubiera protegido ayer por la noche. La ley castiga el crimen después de que este crimen haya sido cometido con éxito: esto no nos ayuda en nada, nosotros queremos seguir viviendo.
—¿Pero acaso no os importa ser responsables, como estás afirmando, de la muerte de otras gentes?
—¿Para qué seguir tergiversando las cosas? —preguntó el chico—. He respondido a sus preguntas por que hemos creído que sería preferible que todos ustedes supieran la situación. Como, aparentemente, usted no lo ha captado, me explicaré más claramente. A la menor tentativa de alguien que quiera meterse en nuestro camino y ponernos trabas, nos defenderemos. Hemos demostrado nuestra capacidad de hacerlo, y esperamos que esta advertencia sirva para impedir otros incidentes.
Sir John permaneció inmóvil ante el chico, con la boca muy abierta, los puños fuertemente apretados y el rostro rojo como la grana. Se levantó casi de su sillón, como si fuera a abalanzarse sobre el chico, y luego, recuperando la serenidad, volvió a sentarse. Pasaron varios segundos antes de que pudiera recobrar el uso de la palabra. Luego, con voz estrangulada, insultó al chico que lo estaba observando con un interés académico, despegado.
—¡Maldito sucio pilluelo, insufrible pedante! ¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? Represento a la policía de este país, ¿comprendes? Y si no lo comprendes, ya es tiempo de que aprendas, y por los infiernos que me voy a encargar de ello. ¡Hablar así a tus mayores, especie de granuja desvergonzado! Así que el señor no quiere ser molestado, ¿eh? El señor va a defenderse, ¿no? ¿Dónde te crees que estás ¡Tienes aún mucho que aprender, muchacho, pero mucho todavía!
Se interrumpió de pronto, y miró al chico con ojos desorbitados.
El doctor Torrance se inclinó sobre su escritorio.
—Eric —intentó protestar, pero no hizo el menor ademán de intervenir.
Bernard Westcott permaneció prudentemente sentado en su sillón y miró.
La boca del jefe de policía se relajó, su mandíbula cayó ligeramente, sus ojos se desorbitaron cada vez mas. Sus cabellos se erizaron levemente. El sudor empezó a manar de su frente, de sus sienes, y chorreó a lo largo de su rostro. Un gorgoteo inarticulado surgió de su garganta. Las lágrimas corrieron por su nariz. Empezó a temblar, pero aparentemente no podía moverse. Luego, tras largos segundos de inmovilidad, se agitó. Levantó unas temblorosas manos y, torpemente, se cubrió con ellas el rostro. Luego lanzó una serie de extraños gritos cortos e inarticulados. Se deslizó fuera de su sillón, cayó de rodillas al suelo, luego de bruces. Permaneció allá, estremecido y tembloroso, lanzando penetrantes gemidos mientras arañaba la alfombra como si quisiera ahondar en ella. De pronto vomitó.
El chico levantó la cabeza. Como si respondiera a una pregunta, le dijo al doctor Torrance:
—Eso no es nada. Ha querido asustarnos, y entonces le hemos mostrado lo que es realmente el miedo. Ahora comprenderá mejor. Se recuperará en cuanto sus glándulas vuelvan a funcionar normalmente.
Luego se giró y abandonó la estancia, dejando a los dos hombres interrogarse con la mirada.
Bernard sacó un pañuelo y se secó el sudor que perlaba su frente. El doctor Torrance permaneció sentado sin moverse, el rostro grisáceo. Se giraron hacia el jefe de policía. Sir John estaba ahora relajado, aparentemente sin sentido, respirando profunda y ansiosamente, mientras su cuerpo era sacudido de tanto en tanto por un violento estremecimiento.
—¡Por los cielos! —exclamó Bernard, mirando de nuevo a Torrance—. ¡Y usted ha permanecido tres años aquí!
—Nunca se había producido nada así —dijo el doctor—. Hemos tenido algunos problemas con ellos, pero nunca ha habido una clara enemistad entre ellos y nosotros. Afortunadamente, me atrevería a decir. ¿Lo ha visto?
—Sí —dijo Bernard—. Y creo que puedo decir también que, afortunadamente, no ha sido tan malo como eso. Pienso que hubiera podido ser muchísimo peor... —y miró fijamente a sir John.
—Será mejor que nos lo llevemos antes de que vuelva en sí. Y será mejor también que desaparezcamos: éste es un tipo de situación que un hombre no perdona nunca a sus testigos. Llame a algunos de su hombres. Dígales que ha tenido un ataque, o lo que quiera.
Cinco minutos más tarde estaban fuera, asistiendo al transporte del jefe de policía, aún medio desvanecido.
—Se recuperará en cuanto sus glándulas... —murmuró Bernard—. Me atrevería a decir que son más expertos en fisiología que en psicología. Ese hombre está acabado para el resto de sus días.
Tras un par de generosos whiskys, Bernard comenzó a perder el aire alucinado que tenía al regresar a Kyle Manor. Tras relatarnos la desastrosa entrevista del jefe de policía en la Granja, añadió:
—La actitud de los Niños tiene poco de infantil, pero pese a todo no deja de existir en ella un rasgo típicamente infantil: no saben medir su fuerza. A excepción quizá del bloqueo al que han sometido al pueblo, todo lo demás que han hecho ha sido exagerado. Una acción cuya intención era quizá excusable se convierte así, por culpa suya, en irreparable. Querían asustar a Sir John a fin de convencerle de que no sería prudente contradecirles; pero no se han contentado con ofrecerle una pequeña muestra: han ido tan lejos que el estado de miedo atroz que han inducido en el pobre hombre lo ha conducido al borde del embrutecimiento. Han provocado en él un tal grado de degradación de la personalidad que me he sentido enfermo, y que es absolutamente imperdonable.
Zellaby, con su habitual calma y razonabilidad, preguntó:
—¿No cree que estamos mirando las cosas bajo un ángulo demasiado estrecho? Está hablando usted de algo "imperdonable", lo cual supone que ellos esperan el perdón. ¿Por qué deberían esperarlo? ¿Acaso nosotros nos preocupamos por saber si los chacales y los lobos nos perdonan por haber disparado contra ellos? No nos importan en absoluto: simplemente, lo que queremos es exterminarlos.
"A decir verdad, nuestra supremacía es tan total que muy pocas veces, en la actualidad, necesitamos matar lobos; de hecho, la mayor parte de nosotros ha olvidado completamente lo que significa la necesidad de luchar para la supervivencia de nuestra especie. Pero cuando esta necesidad se deja sentir, no experimentamos el menor remordimiento al aprobar sin reservas aquello que eliminará el peligro, venga de donde venga: lobos, insectos, bacterias o virus. No ofrecemos cuartel y, por supuesto, tampoco esperamos su perdón.
"La situación referente a los Niños puede plantearse más bien diciendo que nosotros no hemos comprendido que representan un peligro para nuestra especie, mientras que ellos no dudan que nosotros sí somos un peligro para la suya. Y quieren sobrevivir. Haríamos bien en recordar lo que comporta esta situación. Podemos observarlo todos los días en un jardín: es una lucha perpetua, amarga sin leyes, sin la menor piedad y sin el menor remordimiento.
Su actitud era calmada, pero su emoción interior era sin la menor duda intensa. Y sin embargo, como solía ocurrir con Zellaby, el abismo entre la teoría y las circunstancias reales parecía ser franqueado demasiado alegremente para crear una profunda convicción.
—Pero —dijo entonces Bernard—, estamos asistiendo en realidad a un cambio de actitud de los Niños. De tiempo en tiempo han ejercido sus poderes de persuasión y de compulsión, pero, aparte algunos incidentes aislados al principio, casi nada de violencia. Ahora nos enfrentamos a esa explosión, ¿Puede citarse acaso el momento en que esto ha empezado, o se trata más bien del resultado de una evolución?
—Puedo asegurarle —dijo Zellaby— que no existía el menor síntoma antes el asunto de Jimmy Pawle y de su coche.
—Ajá. Veamos entonces, esto era... el miércoles pasado, el 3 de julio. Me pregunto... el gong llamándonos a la mesa lo interrumpió.
—Mi experiencia con respecto a las invasiones interplanetarias —dijo Zellaby, aliñando a su modo una ensalada con los más peregrinos ingredientes— no se ha producido hasta hoy más que por delegación, quizá debería decir por delegación hipotética. ¿O más bien por hipótesis delegativa? —Reflexionó unos instantes sobre ello, y luego resumió—: En cualquier caso, esta experiencia es bastante grande. Sin embargo, por curioso que pueda parecer, no recuerdo ninguna relación de tales invasiones que pueda ayudarnos en nuestro actual dilema. Todas eran, casi sin excepción, desagradables... pero también era casi siempre agresivas y directas antes que insidiosas.
»Tomen ustedes por ejemplo los marcianos de Herbert George Wells. Como primeros inventores del rayo de la muerte eran formidables, pero su comportamiento era de lo más convencional: simplemente se lanzaron a una campaña de índole clásica con una arma que superaba a todo lo que se le podía oponer. Pero al menos podíamos intentar defendernos, mientras que en el caso actual...
—No te exaltes, querido —dijo su mujer.
—¿No qué?
—No te exaltes. Tu hipo —recordó Anthea.
—Oh, sí. ¿Dónde está el azúcar?
—Bajo tu mano izquierda, querido.
—Gracias... ¿Dónde estaba?
—En los marcianos de Wells —le dije.
—Por supuesto. Bien, ahí tenemos el prototipo de innumerables invasiones. Un superejército contra el que el hombre lucha valientemente con sus pobres medios, hasta que es salvado por un milagro que puede tomar numerosas formas. Naturalmente, en América todo es más grande y más hermoso. Algo aterriza, y otro algo sale de este primer algo. En los siguientes diez minutos, sin duda gracias a las excelentes comunicaciones de ese país, el pánico se extiende de costa a costa, y todas las autopistas interurbanas quedan embotelladas, y todos los caminos hierven de una población que huye... excepto Washington. Allí, por el contrario, y como contraste, una inmensa multitud que se extiende hasta el horizonte y más lejos aún, permanece grave y silenciosa, con los ojos vueltos hacia la Casa Blanca, mientras en alguna parte en los Catskills un profesor hasta entonces ignorado, con su hija y su asistente, un hermoso y bien musculado espécimen de hombre, se agitan como condenados para asistir al alumbramiento de un
deus ex laboratoria
que salvará al mundo en el último segundo menos uno.
»Tengo la impresión de que por nuestros lares el anuncio de una tal invasión sería acogido, al menos en determinados medios, con un toque preliminar de escepticismo, pero debemos concederles a los americanos el derecho de conocer mejor a sus gentes.
»Sin embargo, en definitiva, ¿qué es lo que ocurre? Simplemente, otra guerra. Los motivos son simples, el armamento complicado, pero el esquema es el mismo, y el resultado... Ninguna de las previsiones, especulaciones o extrapolaciones revela ser de la menor utilidad cuando todo ocurre efectivamente. Es una verdadera lástima cuando uno piensa en el tiempo que han pasado los pronosticadores triturándose el meollo, ¿no es cierto?
Se dedicó a comer su ensalada.
—Es todavía una gran fuente de perplejidad para mi el saber si tengo que tomarte al pie de la letra o a la ligera —dije.
—Esta vez puedes tomarlo sin temor al pie de la letra —dijo Bernard.
Zellaby lo miró con el rabillo del ojo.
—¿Sencillamente? ¿Sin ni siquiera una oposición refleja? —preguntó—. Dígame, coronel, ¿cuánto tiempo hace que considera usted esta invasión como tal?
—Hace unos ocho años —respondió Bernard—. ¿Y usted?
—Aproximadamente el mismo tiempo, quizá un poco más. Entonces no me gustó. Sigue sin gustarme, y probablemente en el futuro me gustará menos aun. Pero he tenido que admitir su realidad. El viejo axioma de Sherlock Holmes, ¿sabe?: "Cuando lo imposible ha sido eliminado, lo que queda, por improbable que sea, es seguramente la verdad". De todos modos, ignoraba que la invasión fuera reconocida como tal en los medios oficiales. ¿Qué ha decidido hacer usted hasta este momento?
—Bueno, hemos hecho todo lo que hemos podido por mantener su aislamiento aquí y ocuparnos de su educación.
—¡Y han conseguido con esto unos magníficos resultados! Les felicito. ¿Y por qué han hecho todo esto?
—Un momento —interrumpí—. Estoy de nuevo entre lo real y lo figurado. Vosotros dos...¿aceptáis seriamente el hecho de que esos Niños son... invasores, que provienen de algún punto del universo fuera de la Tierra?
—¿Lo ven? —dijo Zebally—. Nada de pánico de costa a costa. Tan sólo escepticismo. Lo dije antes.
—Efectivamente —dijo Bernard, dirigiéndose a mí—. Es la única hipótesis que mi Departamento no se ha visto obligado a abandonar. Evidentemente, hay algunos que todavía no quieren aceptarla, aunque poseamos algunas pruebas suplementarias de las que el señor Zellaby no dispone.
—Oh —dijo Zellaby, repentinamente muy atento, con su tenedor en el aire—. ¿Acaso nos estamos acercando al misterioso interés que nos dedica la Inteligencia?
—Ceo que ahora ya no hay razón para no desvelar el asunto dentro de un circulo restringido —admitió Bernard—. Sé que al inicio de todo el asunto usted se tomó mucho trabajo para averiguar por su propia cuenta lo que podía suscitar nuestro interés, Zellaby, pero no creo que llegara nunca a descubrir la verdadera pista.