—El tenía que haber sabido que nunca podría acercarse al animal con el viento dándole de ese lado…
—Es que yo tenía una punta de flecha más ligera; por eso resultó.
—Lo que yo siempre digo es que…
—Se lo clavé así, ¿ves? Así como estoy sosteniendo ahora esta vara…
Lo que hacíamos era hablar del trabajo. Disfrutábamos mucho de la compañía de unos con otros: nosotros los valientes, nosotros los cazadores, todos unidos por una destreza compartida, por los peligros y los padecimientos compartidos, por bromas hechas en confidencia, lejos de las mujeres y de los niños.
El hombre del paleolítico pudo o no haber llevado un garrote al hombro, como un bruto, pero ciertamente era miembro de un club, una especie de club que probablemente formaba parte de su religión, como ese club sagrado de fumadores, donde los salvajes, en
Typee
de Melville, se reunían todas las noches de su vida «maravillosamente a gusto».
¿Y mientras tanto qué hacían las mujeres? No lo sé, cómo podría saberlo yo: soy un hombre, y nunca he espiado los misterios de Bona Dea, la protectora de las mujeres. Seguramente tenían frecuentes rituales de los que los hombres estaban excluidos. Cuando, como sucedía a veces, tenían a su cargo la agricultura, adquirirían ciertas habilidades, conseguirían logros y triunfos comunes, igual que los hombres. Aun con todo, quizá su mundo no fue tan marcadamente femenino como fue masculino el de sus compañeros los hombres. Los niños permanecían con ellas; tal vez los ancianos también. Pero sólo hago suposiciones; además, sólo puedo rastrear la prehistoria de la amistad en la línea masculina.
Este gusto en cooperar, en hablar del trabajo, en el mutuo respeto y entendimiento de los hombres, que diariamente se ven sometidos a una determinada prueba y se observan entre sí, es biológicamente valioso. Usted puede, si quiere, considerarlo como un producto del «instinto gregario»; a mí me parece que, considerarlo así, es como dar un largo rodeo para llegar a algo que todos comprendemos hace tiempo mucho mejor que nadie ha comprendido la palabra «instinto»: algo que tiene lugar actualmente en miles de salas de espera, salas de estar, bares y clubes de golf: yo prefiero llamar a eso compañerismo, o «clubismo».
Este compañerismo es, sin embargo, sólo la matriz de la amistad. Con frecuencia se le llama amistad, y mucha gente al hablar de sus «amigos» sólo se refiere a sus compañeros; pero esto no es la amistad en el sentido que yo le doy a la palabra. Al decir eso no tengo la menor intención de menospreciar la simple relación de club: no menospreciamos la plata cuando la distinguimos del oro.
La amistad surge fuera del mero compañerismo cuando dos o más compañeros descubren que tienen en común algunas ideas o intereses o simplemente algunos gustos que los demás no comparten y que hasta ese momento cada uno pensaba que era su propio y único tesoro, o su cruz. La típica expresión para iniciar una amistad puede ser algo así: «¿Cómo, tú también? Yo pensaba ser el único».
Podemos imaginar que entre aquellos primitivos cazadores y guerreros, algunos individuos —¿uno en un siglo, uno en mil años?— vieron algo que los otros no veían, vieron que el venado era a la vez hermoso y comestible, que la caza era divertida y a la vez necesaria, soñaron que sus dioses quizá fueran no sólo poderosos sino también sagrados. Pero si cada una de esas perspicaces personas muere sin encontrar un alma afín, nada, supongo yo, se sacará de provecho: ni en el arte ni en el deporte ni en la religión nacerá nada nuevo. Cuando dos personas como ésas se descubren una a otra, cuando, aun en medio de enormes dificultades y tartamudeos semiarticulados, o bien con una rapidez de comprensión mutua que nos podría asombrar por lo vertiginosa, comparten su visión común, entonces nace la amistad. E, inmediatamente, esas dos personas están juntas en medio de una inmensa soledad.
Los enamorados buscan la intimidad. Los amigos encuentran esta soledad en torno a ellos, lo quieran o no; es esa barrera entre ellos y la multitud, y desearían reducirla; se alegrarían de encontrar a un tercero.
En nuestro tiempo, la amistad surge de la misma manera. Para nosotros, desde luego, la misma actividad compartida —y, por tanto, el compañerismo que da lugar a la amistad—, no será muchas veces física, como la caza y la guerra; pero puede ser la religión común, estudios comunes, una profesión común, e incluso un pasatiempo común. Todos los que compartan esa actividad serán compañeros nuestros; pero uno o dos o tres que comparten algo no serán por eso amigos nuestros. En este tipo de amor —como decía Emerson—, el «¿Me amas?» significa «¿Ves tú la misma verdad que veo yo?». O, por lo menos, «¿Te interesa?» La persona que está de acuerdo con nosotros en que un determinado problema, casi ignorado por otros, es de gran importancia puede ser amigo nuestro; no es necesario que esté de acuerdo con nosotros en la solución.
Se advertirá que la amistad repite así, en un nivel más individual, y menos necesario desde el punto de vista social, el carácter de compañerismo que fue su matriz. El compañerismo se da entre personas que hacen algo juntas: cazar, estudiar, pintar o lo que sea. Los amigos seguirán haciendo alguna cosa juntos, pero hay algo más interior, menos ampliamente compartido y menos fácil de definir; seguirán cazando, pero una presa inmaterial; seguirán colaborando, sí, pero en cierto trabajo que el mundo no advierte, o no lo advierte todavía; compañeros de camino, pero en un tipo de viaje diferente. De ahí que describamos a los enamorados mirándose cara a cara, y en cambio a los amigos, uno al lado del otro, mirando hacia adelante.
De ahí también que esos patéticos seres que sólo quieren conseguir amigos, nunca podrán conseguir ninguno. La condición para tener amigos es querer algo más que amigos: si la sincera respuesta a la pregunta «¿Ves la misma cosa que yo?» fuese «No veo nada, pero la verdad es que no me importa, porque lo que yo quiero es un amigo», no podría nacer ninguna amistad, aunque pueda nacer un afecto; no habría nada «sobre» lo que construir la amistad, y la amistad tiene que construirse sobre algo, aunque sólo sea una afición por el dominó, o por las ratas blancas. Los que no tienen nada no pueden compartir nada, los que no van a ninguna parte no pueden tener compañeros de ruta.
Cuando dos personas descubren de este modo que van por el mismo camino secreto y son de sexo diferente, la amistad que nace entre ellas puede fácilmente pasar —puede pasar en la primera media hora— al amor erótico. A no ser que haya entre ellas una repulsión física, o a no ser que una de ellas ame ya a otra persona, es casi seguro que tarde o temprano pasará eso. Y al revés, el amor erótico puede llevar a la amistad entre los enamorados; pero esto, en lugar de borrar la diferencia entre ambos amores, los clarifica incluso más. Si alguien que, en sentido pleno y profundo, fue primero amigo o amiga, y gradual o súbitamente se manifiesta como alguien que también se ha enamorado, no querrá, es claro, compartir ese amor erótico por el amado con un tercero; pero no sentirá celos en absoluto por compartir la amistad. Nada enriquece tanto un amor erótico como descubrir que el ser amado es capaz de establecer, profunda, verdadera y espontáneamente, una profunda amistad con los amigos que uno ya tenía: sentir que no sólo estamos unidos por el amor erótico, sino que nosotros tres o cuatro o cinco somos viajeros en la misma búsqueda, tenemos la misma visión de la vida.
La coexistencia de amistad y eros también puede ayudar a algunos modernos a darse cuenta de que la amistad es en realidad un amor, y que ese amor es incluso tan grande como el eros. Supongamos que usted ha sido tan afortunado que se ha «enamorado» y se ha casado con una amiga suya. Y supongamos que les dan a elegir entre estas dos posibilidades: «O ustedes dos dejarán de estar enamorados, pero seguirán siempre estando juntos en la búsqueda del mismo Dios, la misma Belleza, la misma Verdad, o bien, perdiendo la amistad, conservarán mientras vivan el éxtasis y el ardor, toda la maravilla y el apasionado deseo de eros. Elijan lo que quieran». ¿Cuál escogeríamos? ¿De qué elección no nos arrepentiríamos después de haberla hecho?
He insistido en el carácter «innecesario» de la amistad, y esto requiere ciertamente una mayor justificación de la que hasta ahora le he dado.
Podría alegarse que las amistades tienen un valor práctico para la comunidad. Toda religión civilizada se inició entre un grupo reducido de amigos. Las matemáticas empezaron realmente cuando unos pocos amigos griegos se juntaron para hablar de números y líneas y ángulos. Lo que hoy es la Royal Society fue originariamente la reunión de unos pocos caballeros que en sus ratos libres se juntaban para discutir cosas por las que ellos, y no muchos más, sentían afición. Lo que ahora llamamos Movimiento Romántico, en un tiempo «fue» Wordsworth y Coleridge, hablando incesantemente —al menos Coleridge— de una secreta visión que les era propia. Del Comunismo, del Movimiento de Oxford, del Metodismo, del movimiento contra la esclavitud, de la Reforma, del Renacimiento, de todos ellos, sin exagerar mucho, puede decirse que empezaron de la misma manera.
Algo de esto hay; pero casi todos los lectores podrían pensar que algunos de esos movimientos eran buenos para la sociedad, y otros malos. El conjunto de la lista, si es aceptada, tendería a demostrar que, en el mejor de los casos, la amistad es tanto un posible riesgo como un beneficio para la comunidad. Y aun como beneficio tendría no tanto un valor de supervivencia, sino lo que podríamos llamar «un valor de la civilización», algo, en frase aristotélica, que ayuda a la comunidad no a vivir sino a vivir bien. El valor de la supervivencia y el valor de la civilización coinciden en ciertas épocas y bajo ciertas circunstancias, pero no en todas. Sea lo que sea, lo que parece cierto es que cuando la amistad da frutos que la comunidad puede utilizar, tiene que hacerlo accidentalmente, como con un subproducto. Las religiones diseñadas para un objetivo especial, como la adoración al emperador de los romanos, o las tentativas por «hacer pasar» el Cristianismo como un medio para «salvar la civilización», no producen grandes resultados. Los pequeños círculos de amigos que dan la espalda al «mundo» son los que lo transforman de veras. Las matemáticas de Egipto y Babilonia tenían un sentido práctico y social, estaban al servicio de la agricultura y de la magia; pero las matemáticas griegas, practicadas por amigos en los ratos de ocio, han sido mucho más importantes para nosotros.
Otros dirán, además, que la amistad es sumamente útil, y hasta necesaria quizá, para la supervivencia del individuo. Podrán afirmar sentenciosamente que «desguarnecida está la espalda sin un amigo detrás», y que «se dan casos de estar más unido al amigo que al hermano». Pero al hablar así estamos interpretando la palabra «amigo» en el sentido de «aliado». En el sentido usual, «amigo» significa, o debería significar, más que eso. Un amigo, ciertamente, demostrará ser también un aliado cuando sea necesaria la alianza; prestará o dará cuando lo necesitemos, nos cuidará en las enfermedades, estará de nuestra parte frente a nuestros enemigos, hará cuanto pueda por nuestra viuda y huérfanos; pero esos buenos oficios no son la esencia de la amistad. Los casos en que se ejercen son casi interrupciones. En cierto sentido son irrelevantes, en otro no; relevantes, porque uno sería un falso amigo si no los ejercitara cuando surge la necesidad, pero irrelevantes porque el papel de benefactor siempre sigue siendo accidental, hasta un poco ajeno al papel de amigo; es casi algo embarazoso, porque la amistad está absolutamente libre de la necesidad que siente el afecto de ser necesario. Lamentamos que algún regalo, préstamos o noche en vela hayan sido necesarios…, y ahora, por favor, olvidémoslo, y volvamos a las cosas que realmente queremos hacer o de las que queremos hablar juntos. Ni siquiera la gratitud supone un enriquecimiento de este amor; la estereotipada expresión «No hay de qué» expresa en este caso lo que realmente sentimos. La señal de una perfecta amistad no es ayudar cuando se presenta el apuro (se ayudará, por supuesto), sino que esa ayuda que se ha llevado a cabo no significa nada; fue como una distracción, una anomalía; fue una terrible pérdida del tiempo —siempre demasiado corto— de que disponemos para estar juntos. Sólo tuvimos un par de horas para charlar, y, ¡santo Cielo!, de ellas veinte minutos tuvimos que dedicarlos a resolver «asuntos».
Porque, por supuesto, no queremos estar enterados para nada de los asuntos de nuestro amigo. La amistad, a diferencia del eros, no es inquisitiva. Uno llega a ser amigo de alguien sin saber o sin importarle si está casado o soltero o cómo se gana la vida. ¿Qué tienen que ver todas estas cosas «sin interés, prosaicas», con la verdadera cuestión: «Ves tú la misma verdad que yo»? En un círculo de verdaderos amigos cada persona es simplemente lo que es: solamente ella misma. A nadie le importa un bledo su familia, su profesión, clase, renta, raza o el pasado del otro. Por supuesto que usted llegará a saber muchas más cosas; pero, incidentalmente; todo eso saldrá poco a poco, a la hora de poner un ejemplo o una comparación, o sirve como excusa a la hora de contar una anécdota: nunca se cuenta por sí mismo. Esta es la grandeza de la amistad. Nos reunimos como príncipes soberanos de Estados independientes, en el extranjero, en suelo neutral, libres de nuestro propio contexto. Este amor ignora esencialmente no sólo nuestros cuerpos físicos, sino todo ese conjunto de cosas que consisten en nuestra familia, trabajo, nuestro pasado y nuestras relaciones.
En casa, además de ser Pedro o Juana, llevamos un carácter genérico: somos marido o esposa, hermano o hermana, jefe, colega, o subordinado. No así entre nuestros amigos. Es un asunto de espíritus desprendidos o desvestidos. Eros quiere tener cuerpos desnudos; la amistad, personalidades desnudas.
De ahí, si no me interpretan mal, la exquisita arbitrariedad e irresponsabilidad de este amor. No tengo la obligación de ser amigo de nadie, y ningún ser humano en el mundo tiene el deber de serlo mío. No hay exigencias, ni la sombra de necesidad alguna. La amistad es innecesaria, como la filosofía, como el arte, como el universo mismo, porque Dios no necesitaba crear. No tiene valor de supervivencia; más bien es una de esas cosas que le dan valor a la supervivencia.
Cuando hablaba de amigos que van uno junto al otro o codo con codo, estaba señalando un contraste necesario entre su postura y la de los enamorados, a quienes representamos cara a cara; no quiero insistir en esa imagen más allá de ese mero contraste. La búsqueda o perspectiva común que une a los amigos no los absorbe hasta el punto de que se ignoren entre sí o se olviden el uno del otro; al contrario, es el verdadero medio en el que su mutuo amor y conocimiento existen. A nadie conoce uno mejor que a su «compañero»: cada paso del viaje común pone a prueba la calidad de su metal; y las pruebas son pruebas que comprendemos perfectamente, porque las experimentamos nosotros mismos. De ahí que al comprobar una y otra vez su autenticidad, florecen nuestra confianza, nuestro respeto y nuestra admiración en forma de un amor de apreciación muy sólido y muy bien informado. Si al principio le hubiéramos prestado más atención a él y menos a ese «entorno» al que gira nuestra amistad, no habríamos podido llegar a conocerle o a amarle tanto. No encontraremos al guerrero, al poeta, al filósofo o al cristiano mirándonos a los ojos como si fuera nuestra amada: será mejor pelear a su lado, leer con él, discutir con él, rezar con él.