Los cuatro amores (12 page)

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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ensayo, Otros

BOOK: Los cuatro amores
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La masa del pueblo, que nunca tiene toda la razón, nunca se equivoca del todo. Se equivoca irremediablemente cuando cree que cada círculo de amigos se formó por el placer de la superioridad y del engreimiento. Se equivoca a mi juicio al creer que toda amistad se deleita con esos mismos placeres. Pero parece tener razón cuando diagnostica como peligro el orgullo al que las amistades están naturalmente expuestas; precisamente porque éste es el más espiritual de los amores, el peligro que le acecha es el más espiritual. La amistad, si se quiere, hasta es angélica; pero el hombre necesita estar triplemente protegido por la humildad si ha de comer sin riesgo el Pan de los ángeles.

Quizá podamos ahora arriesgar una opinión de por qué las Escrituras usan tan poco de la amistad como imagen del Amor Supremo. Es ya, de suyo, demasiado espiritual para ser un buen símbolo de cosas espirituales. Lo más alto no se sostiene sin lo más bajo. Dios puede presentarse a sí mismo ante nosotros, sin riesgo de que le malentendamos, como Padre y como Esposo, porque sólo un loco pensaría que es físicamente nuestro progenitor o que su unión con la Iglesia es otra cosa que mística. Pero si la amistad fuese usada con ese propósito, podríamos tomar el símbolo por lo simbolizado. El peligro latente en la amistad se agravaría. Podríamos sentirnos además, por su misma semejanza con la vida celestial, inclinados a confundir esa cercanía, que ciertamente se da en la amistad, con una cercanía de aproximación, y no sólo de semejanza.

En consecuencia, la amistad, como los demás amores naturales, es incapaz de salvarse a sí misma. Debido a que es espiritual, se enfrenta a un enemigo más sutil; debe, incluso con más sinceridad que los otros amores, invocar la protección divina si desea seguir siendo auténtica. Consideremos, pues, lo angosto que es el verdadero camino de la amistad. No debe llegar a ser lo que la gente llama «una sociedad de bombos mutuos»; pero si no está llena de admiración mutua, de amor de apreciación, no es amistad en absoluto, porque a menos que nuestras vidas se vean lastimosamente empobrecidas, con nuestras amistades debe ocurrir lo que con Christiana y su tertulia en
The Pilgrim’s Progress
:

Cada una parecía sentir terror de las demás, porque no podía ver en ella misma la aureola que podía ver en las otras. Por eso, cada una empezaba a estimar a las demás más que a sí misma. Porque «tú eres más guapa que yo», decía una; «y tú tienes más gracia que yo», decía otra.

A la larga hay una sola forma de probar con seguridad esta ilustrativa experiencia. Y Bunyan lo señala en el mismo pasaje: fue en la Casa del Intérprete, después de ser bañadas, ungidas y vestidas con limpias «ropas blancas», cuando las mujeres se vieron unas a otras bajo esa luz. Si recordamos el baño, la unción, la vestimenta, nos sentiremos seguros; y mientras más elevada sea la base común de la amistad, más necesario será recordarla. Sobre todo en una amistad explícitamente religiosa, olvidarla sería fatal.

Porque entonces sentiremos que somos nosotros mismos —nosotros cuatro o cinco— quienes nos hemos elegido unos a otros, al percibir cada uno la belleza interior de los demás, todos iguales, y formando así una nobleza voluntaria, creeremos que nosotros mismos nos hemos elevado por encima del resto de la humanidad gracias a nuestros propios poderes. Los otros amores no suscitan la misma ilusión. Obviamente, el afecto requiere afinidad o, por lo menos, una proximidad que no depende nunca de nuestra elección. Y en cuanto al eros, la mitad de las canciones de amor y la mitad de los poemas de amor en el mundo nos dirán que el ser amado es nuestro destino o fatalidad, tan poco escogido por uno como la descarga de un rayo, ya que «no está en nuestro poder amar u odiar». Han sido las flechas de Cupido, los genes, cualquier cosa menos nosotros mismos.

Pero en la amistad, en la que se está libre de todo eso, creemos haber elegido a nuestros iguales, y en realidad unos pocos años de diferencia en las fechas de nacimiento, unos pocos kilómetros más entre ciertas casas, la elección de una universidad en vez de otra, el destino en distintos regimientos, la circunstancia accidental de que surja o no un tema en un determinado encuentro, cualquiera de estas casualidades podría habernos mantenido separados. Pero para un cristiano, estrictamente hablando, no hay casualidades.

Un secreto Maestro de Ceremonias ha entrado en acción. Cristo, que dijo a sus discípulos «Vosotros no me habéis elegido a Mí, sino que Yo os elegí a vosotros», puede realmente decir a cada grupo de amigos cristianos: «Vosotros no os habéis elegido unos a otros, sino que Yo os he elegido a unos para otros». La amistad no es una recompensa por nuestra capacidad de elegir y por nuestro buen gusto de encontrarnos unos a otros, es el instrumento mediante el cual Dios revela a cada uno las bellezas de todos los demás, que no son mayores que las bellezas de miles de otros hombres; por medio de la amistad Dios nos abre los ojos ante ellas. Como todas las bellezas, éstas proceden de El, y luego, en una buena amistad, las acrecienta por medio de la amistad misma, de modo que éste es su instrumento tanto para crear una amistad como para hacer que se manifieste. En este festín es El quien ha preparado la mesa y elegido a los invitados. Es Él, nos atrevemos a esperar, quien a veces preside, y siempre tendría que poder hacerlo. No somos nada sin nuestro Huésped.

No se trata de participar en el festín siempre de una manera solemne. «Dios, que hizo la saludable risa», lo prohíbe. Una de las más exquisitas y difíciles sutilezas de la vida es reconocer profundamente que ciertas cosas son serias y, con todo, conservar el poder y la voluntad de tratarlas a menudo de manera ligera, como en un juego. Pero tendremos tiempo de decir algo más sobre esto en el próximo capítulo. Por ahora, sólo citaré aquel consejo tan bellamente equilibrado de Dunbar:

Hombre, complace a tu Hacedor y está contento,

y que el mundo entero te importe un comino.

Capítulo V: Eros

Entiendo por «eros» ese estado que llamamos «estar enamorado»; o, si se prefiere, la clase de amor «en el que» los enamorados están. Algunos lectores quizá se sorprendieran cuando, en un anterior capítulo, describí el afecto como el amor en el que nuestra experiencia parece acercarse más a la de los animales. Seguramente, cabría preguntarse: ¿nuestras funciones sexuales nos colocan igualmente cerca de ellos? Esto es muy cierto si se mira la sexualidad humana en general; pero no voy a ocuparme de la sexualidad humana simplemente como tal. La sexualidad forma parte de nuestro tema sólo cuando es un ingrediente de ese complejo estado de «estar enamorado». Que esa experiencia sexual puede producirse sin eros, sin estar enamorado, y que ese eros incluye otras cosas, además de la actividad sexual, lo doy por descontado. Si prefiere decirse de otra manera, estoy investigando no la sexualidad que es común a todos nosotros y las bestias, o enteramente común a todos los hombres, sino una variedad propiamente humana de ella que se desarrolla dentro del «amor», lo que yo llamo eros. Al elemento sexual carnal o animal dentro del eros voy a llamarlo —siguiendo una antigua costumbre— venus. Y por venus entiendo lo que es sexual no en un sentido críptico o rarificado —como el que podría investigar un profundo psicólogo—, sino en un sentido perfectamente obvio: lo que la gente que lo ha experimentado entiende como sexual, lo que se puede definir como sexual tras la observación más simple.

La sexualidad puede actuar sin eros o como parte del eros. Me apresuro a añadir que hago esta distinción simplemente con el fin de limitar nuestra investigación, y sin ninguna implicación moral. No suscribo en modo alguno la idea, muy popular, de que es la ausencia o presencia del eros lo que hace que el acto sexual sea «impuro» o «puro», degradante o hermoso, ilícito o lícito. Si todos los que yacen juntos sin estar enamorados fueran abominables, entonces todos provenimos de una estirpe mancillada. Los lugares y épocas en que el matrimonio depende del eros son una pequeña minoría. La mayoría de nuestros antepasados se casaban a temprana edad con la pareja elegida por sus padres, por razones que nada tenían que ver con el eros. Iban al acto sexual sin otro «combustible», por decirlo así, que el simple deseo animal. Y hacían bien: cristianos y honestos esposos y esposas que obedecían a sus padres y madres, cumpliendo mutuamente su «deuda conyugal» y formando familias en el temor de Dios. En cambio, este acto realizado bajo la influencia de un elevado e iridiscente eros, que reduce el papel de los sentidos a una mínima consideración, puede ser, sin embargo, un simple adulterio, puede romper el corazón de una esposa, engañar a un marido, traicionar a un amigo, manchar la hospitalidad y causar el abandono de los hijos. Dios no ha querido que la distinción entre pecado y deber dependa de sentimientos sublimes. Ese acto, como cualquier otro, se justifica o no por criterios mucho más prosaicos y definibles; por el cumplimiento o quebrantamiento de una promesa, por la justicia o injusticia cometida, por la caridad o el egoísmo, por la obediencia o la desobediencia. Mi tratamiento del tema prescinde de la mera sexualidad —de la sexualidad sin eros— por razones que no tienen nada que ver con la moral: sino simplemente porque no atañe a nuestro propósito.

Para el evolucionista, el eros —variedad humana— es algo que procede de venus, es una complicación y desarrollo tardíos del impulso biológico ancestral. No debemos, sin embargo, suponer que esto es lo que sucede necesariamente dentro de la conciencia del individuo. Habrá quienes en un comienzo han sentido un mero apetito sexual por una mujer y más tarde han llegado a «enamorarse» de ella; pero dudo de que esto sea muy común. Con mayor frecuencia lo que viene primero es simplemente una deliciosa preocupación por la amada: una genérica e inespecífica preocupación por ella en su totalidad. Un hombre en esa situación no tiene realmente tiempo de pensar en el sexo; está demasiado ocupado pensando en una persona. El hecho de que sea una mujer es mucho menos importante que el hecho de que sea ella misma. Está lleno de deseo, pero el deseo puede no tener una connotación sexual. Si alguien le pregunta qué quiere, la verdadera respuesta a menudo será: «Seguir pensando en ella». Es un contemplativo del amor. Y cuando en una etapa posterior despierte explícitamente el elemento sexual, no sentirá —a menos de estar influido por teorías científicas— que eso haya sido permanentemente la raíz de todo el asunto. Lo más probable es que sienta que la inminente marea del eros, habiendo demolido muchos castillos de arena y convertido en islas muchas rocas, ahora, por fin, con una triunfante séptima ola, ha inundado también esa parte de su naturaleza: el pequeño pozo de sexualidad normal, que estaba allí en su playa antes de que llegara la marea. El eros entra en él como un invasor, tomando posesión y reorganizando, una a una, todas las instituciones de un país conquistado; puede haberse adueñado de muchas otras antes de llegar al sexo, que también reorganizará. Nadie ha señalado la naturaleza de esa reorganización de forma tan breve y precisa como George Orwell, quien la miraba con disgusto, y prefería la sexualidad en su manifestación primaria, no contaminada por el eros. En
1984
, su terrible héroe (¡cuánto menos humano que los cuadrúpedos héroes de su excelente
Animal Farm
!), antes de poseer a la heroína, exige una seguridad: «¿Te gusta hacer esto?», pregunta. «No me refiero solamente a mí, me refiero a la cosa en sí». No queda satisfecho hasta obtener esta respuesta: «Me encanta». Ese pequeño diálogo define la reorganización. El deseo sexual sin eros quiere «eso», «la cosa en sí». El eros quiere a la amada.

La «cosa» es un placer sensual, esto es, un hecho que sucede en el propio cuerpo. Usamos una expresión muy desafortunada cuando decimos de un hombre lascivo que va rondando las calles en busca de una mujer, que «quiere una mujer». Estrictamente hablando, una mujer es precisamente lo que no quiere. Quiere un placer, para el que una mujer resulta ser la necesaria pieza de su maquinaria sexual. Lo que le importa la mujer en sí misma puede verse en su actitud con ella cinco minutos después del goce (uno no se guarda la cajetilla después de que se ha fumado todos los cigarrillos).

El eros hace que un hombre desee realmente no una mujer, sino una mujer en particular. De forma misteriosa pero indiscutible, el enamorado quiere a la amada en sí misma, no el placer que pueda proporcionarle. Ningún enamorado del mundo buscó jamás los abrazos de la mujer amada como resultado de un cálculo, aunque fuera inconsciente, de que serían más agradables que los de cualquier otra mujer. Si se planteara esa cuestión, sin duda respondería que así era; pero el hecho de planteársela sería salirse completamente del mundo del eros. El único hombre de quien sé que se lo planteó fue Lucrecio, que, por cierto, no estaba enamorado cuando se hizo esa pregunta. Es interesante anotar su respuesta. Este austero sibarita opinaba que el amor en realidad perjudica el placer sexual; la emoción distrae; estropea la fría y exigente receptividad de su paladar (fue un gran poeta; pero, «¡Señor, qué tipos más bestias eran esos romanos!»).

El lector habrá observado que el eros transforma maravillosamente de este modo lo que
par excellence
es un placer-necesidad en el mejor de todos los placeres de apreciación. Es de la naturaleza del placer-necesidad mostrarnos el objeto solamente en relación a nuestra necesidad, incluso a nuestra necesidad momentánea. Pero en el eros, una necesidad en su máxima intensidad ve su objeto del modo más intenso como una cosa admirable en sí misma, algo que es importante mucho más allá de su mera relación con la necesidad del enamorado.

Si todos nosotros no hubiéramos experimentado eso, si fuéramos solamente lógicos, podríamos lucubrar ante el concepto del deseo de un ser humano como algo distinto del deseo de cualquier placer, bienestar o servicio que ese ser humano pueda darnos. Y, ciertamente, resulta difícil de explicar. Los propios enamorados consiguen expresar algo de eso, no mucho, cuando dicen que quisieran «comerse» uno a otro. Milton ha sido más expresivo al imaginar criaturas angélicas con cuerpos hechos de luz, que pueden conseguir una total interpenetración, en vez de nuestros simples abrazos. Charles Williams dijo algo de eso con estas palabras: «¿Te amo? Yo “soy” tú».

Sin el eros el deseo sexual, como todo deseo, es un hecho referido a nosotros. Con el eros se refiere más a la persona amada. Llega a ser casi un modo de percepción y, enteramente, un modo de expresión. Se siente como algo objetivado, algo que está fuera de uno, en el mundo real. Por eso el eros, aun siendo el rey de los placeres, en su punto culminante tiende a considerar el placer como un subproducto. El hecho de pensar en el placer volvería a meternos en nosotros mismos, en nuestro propio sistema nervioso, mataría al eros, como podemos «matar» un hermoso paisaje de montaña al fijarlo en nuestra retina y en nuestros nervios ópticos. En todo caso, ¿es el placer de quién? Porque una de las primeras cosas que hace el eros es borrar la distinción entre el dar y el recibir.

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