Pero no sólo los niños reaccionan así. Pocas cosas en la pacífica vida corriente de un país civilizado se acercan más a lo perverso que el rencor con que toda una familia no creyente mira al único miembro de ella que se ha hecho cristiano, o la manera cómo toda una familia de bajo nivel cultural mira al único hijo que da muestras de convertirse en un intelectual. No se trata, como yo antes pensaba, del odio espontáneo, y en cierto modo desinteresado, de la oscuridad hacia la luz. Una familia observante en la que uno de sus miembros se ha vuelto ateo, no siempre se comportará mucho mejor: es la reacción ante la deserción, ante el robo, pues algo o alguien nos ha robado a «nuestro» hijo o hija. El que era uno de los nuestros se ha convertido en uno de ellos, de los otros. ¿Quién tenía derecho a hacer una cosa así? El es «nuestro». Una vez que el cambio ha comenzado, ¡quién sabe dónde pueden ir a parar las cosas! (¡Y pensar que éramos tan felices, y estábamos tan tranquilos sin hacer daño a nadie…!)
A veces se sienten unos curiosos celos dobles, por así decir, o más bien dos celos incompatibles que pugnan uno contra otro en el ánimo del que los sufre. Por un lado, «todo esto es un disparate, un condenado y petulante disparate, una hipócrita farsa». Pero, por otro lado, «suponiendo —no puede ser, no debe ser—, pero suponiendo que esto tuviera algún sentido… Suponiendo que, en realidad, hubiera algo valioso en la literatura o en el cristianismo… ¿Y si “el desertor” hubiera entrado realmente en un nuevo mundo, que el resto de nosotros ni sospecha? Pero si fuera así, ¡qué injusticia! ¿Por qué él? ¿Por qué no nosotros?» «¡Qué chiquilla descarada! ¡Qué muchacho más atrevido! ¿Cómo se le pueden ocurrir cosas que a sus padres no se les ocurren?»
Y dado que esto resulta absolutamente increíble y difícil de admitir, los celos vuelven a la «hipótesis» anterior de que «todo es un disparate».
En esta situación, los padres se encuentran en una postura más cómoda que la de los hermanos y hermanas. Su pasado es desconocido por los hijos. Cualquiera que sea el nuevo mundo del desertor, siempre podrán decir que ellos pasaron por lo mismo y salieron ilesos. «Es una fase» dicen, «ya se le pasará». Nada es más satisfactorio que poder decir eso. Es algo que no puede comprobarse y ser refutado, ya que se trata de una afirmación de futuro. Duele, a pesar de que, dicho con ese tono de indulgencia, parece difícil que pueda doler. Es más, los mayores pueden llegar a creer de veras lo que dicen, y lo mejor es que puede resultar al final que tenían razón. Y si no, no será culpa suya.
«Hijo, hijo, tus locas extravagancias acabarán destrozando el corazón de tu madre.» Esta queja, eminentemente victoriana, puede haber sido a menudo sincera. El afecto se sentía amargamente herido cuando un miembro de la familia se salía del
ethos
doméstico para caer en algo peor: el juego, la bebida, o el tener relaciones con una chica de revista. Por desgracia es casi igualmente posible destrozar el corazón de una madre al elevarse por encima del
ethos
del hogar. El tenaz conservadurismo del afecto actúa en ambos sentidos. Puede ser la reacción doméstica, propia de ese tipo de educación suicida para la nación, que frena al niño dotado porque los mediocres e incapaces podrían sentirse «heridos» si a ese niño se le hiciera pasar, de manera antidemocrática, a una clase más avanzada que la de ellos.
Estas perversiones del afecto están sobre todo relacionadas con el afecto como amor-necesidad. Pero, también, el afecto como amor-dádiva tiene sus perversiones.
Pienso en la señora Atareada, que falleció hace unos meses. Es realmente asombroso ver cómo su familia se ha recuperado del golpe. Ha desaparecido la expresión adusta del rostro de su marido, y ya empieza a reír. El hijo menor, a quien siempre consideré como una criaturita amargada e irritable, se ha vuelto casi humano. El mayor, que apenas paraba en casa, salvo cuando estaba en cama, ahora se pasa el día sin salir y hasta ha comenzado a reorganizar el jardín. La hija, a quien siempre se la consideró «delicada de salud» (aunque nunca supe exactamente cuál era su mal), está ahora recibiendo clases de equitación, que antes le estaban prohibidas, y baila toda la noche, y juega largos partidos de tenis. Hasta el perro, al que nunca dejaban salir sin correa, es actualmente un conocido miembro del club de las farolas de su barrio. La señora Atareada decía siempre que ella vivía para su familia, y no era falso. Todos en el vecindario lo sabían. «Ella vive para su familia» —decían— «¡Qué esposa, qué madre!» Ella hacía todo el lavado; lo hacía mal, eso es cierto, y estaban en situación de poder mandar toda la ropa a la lavandería, y con frecuencia le decían que lo hiciera; pero ella se mantenía en sus trece. Siempre había algo caliente a la hora de comer para quien estuviera en casa; y por la noche siempre, incluso en pleno verano. Le suplicaban que no les preparara nada, protestaban y hasta casi lloraban porque, sinceramente, en verano preferían la cena fría. Daba igual: ella vivía para su familia. Siempre se quedaba levantada para «esperar» al que llegara tarde por la noche, a las dos o a las tres de la mañana, eso no importaba; el rezagado encontraría siempre el frágil, pálido y preocupado rostro esperándole, como una silenciosa acusación. Lo cual llevaba consigo que, teniendo un mínimo de decencia, no se podía salir muy seguido.
Además siempre estaba haciendo algo; era, según ella (yo no soy juez), una excelente modista aficionada, y una gran experta en hacer punto. Y, por supuesto, a menos de ser un desalmado, había que ponerse las cosas que te hacía. (El Párroco me ha contado que, desde su muerte, las aportaciones de sólo esta familia en «cosas para vender» sobrepasan las de todos los demás feligreses juntos.) ¡Y qué decir de sus desvelos por la salud de los demás! Ella sola sobrellevaba la carga de la «delicada» salud de esa hija. Al Doctor —un viejo amigo, no lo hacía a través de la Seguridad Social— nunca se le permitió discutir esta cuestión con su paciente: después de un brevísimo examen, era llevado por la madre a otra habitación, porque la niña no debía preocuparse ni responsabilizarse de su propia salud. Sólo debía recibir atenciones, cariño, mimos, cuidados especiales, horribles jarabes reconstituyentes y desayuno en la cama.
La señora Atareada, como ella misma decía a menudo, «se consumía toda entera por su familia». No podían detenerla. Y ellos tampoco podían —siendo personas decentes como eran— sentarse tranquilos a contemplar lo que hacía; tenían que ayudar: realmente, siempre tenían que estar ayudando, es decir, tenían que ayudarla a hacer cosas para ellos, cosas que ellos no querían.
En cuanto al querido perro, era para ella, según decía, «como uno de los niños». En realidad, como ella lo entendía, era igual que ellos; pero como el perro no tenía escrúpulos, se las arreglaba mejor que ellos, y a pesar de que era controlado por el veterinario, sometido a dieta, y estrechamente vigilado, se las ingeniaba para acercarse hasta el cubo de la basura o bien donde el perro del vecino.
Dice el Párroco que la señora Atareada está ahora descansando. Esperemos que así sea. Lo que es seguro es que su familia sí lo está.
Es fácil de ver cómo la inclinación a vivir esta situación es, por decirlo así, congénita en el instinto maternal. Se trata, como hemos visto, del amor-dádiva, pero de un amor-dádiva que necesita dar; por tanto, necesita que lo necesiten. Pero la decisión misma de dar es poner a quien recibe en una situación tal que ya no necesite lo que le damos: alimentamos a los niños para que pronto sean capaces de alimentarse a sí mismos; les enseñamos para que pronto dejen de necesitar nuestras enseñanzas. Así pues, a este amor-dádiva le está encomendada una dura tarea: tiene que trabajar hacia su propia abdicación; tenemos que aspirar a no ser imprescindibles. El momento en que podamos decir «Ya no me necesitan» debería ser nuestra recompensa; pero el instinto, simplemente por su propia naturaleza, no es capaz de cumplir esa norma. El instinto desea el bien de su objeto, pero no solamente eso, sino también el bien que él mismo puede dar. Tiene que aparecer un amor mucho más elevado —un amor que desee el bien del objeto como tal, cualquiera que sea la fuente de donde provenga el bien— y ayudar o dominar al instinto antes de que pueda abdicar; y muchas veces lo hace, por supuesto. Pero cuando eso no ocurre, la voraz necesidad de que a uno le necesiten se saciará, ya sea manteniendo como necesitados a sus objetos o inventando para ellos necesidades imaginarias; lo hará despiadadamente en cuanto que piensa (en cierto sentido con razón) que es un amor-dádiva y que, por lo tanto, se considera a sí mismo «generoso».
No solamente las madres pueden actuar así. Todos los demás afectos que necesitan que se les necesite —ya sea como consecuencia del instinto de progenitores, o porque se trate de tareas semejantes— pueden caer en el mismo hoyo; el afecto del protector por su
protégé
es uno de ellos. En la novela de Jane Austen, Emma trata de que Harriet Smith tenga una vida feliz, pero sólo la clase de vida feliz que Emma ha planeado para ella. Mi profesión —la de profesor universitario— es en este sentido muy peligrosa: por poco buenos que seamos, siempre tenemos que estar trabajando con la vista puesta en el momento en que nuestros alumnos estén preparados para convertirse en nuestros críticos y rivales. Deberíamos sentirnos felices cuando llega ese momento, como el maestro de esgrima se alegra cuando su alumno puede ya «tocarle» y desarmarle. Y muchos lo están; pero no todos.
Tengo edad suficiente para poder recordar el triste caso del Dr. Quartz. No había universidad que pudiera enorgullecerse de tener un profesor más eficaz y de mayor dedicación a su tarea: se daba por entero a sus alumnos, causaba una impresión imborrable en casi todos ellos. Era objeto de una merecida admiración. Como es lógico, agradecidos, le seguían visitando después de terminada la relación de tutoría; iban a su casa por las tardes y mantenían interesantes discusiones; pero lo curioso es que esas reuniones no duraban; tarde o temprano —podía ser al cabo de unos meses o incluso de algunas semanas— llegaba la hora fatal en que los alumnos llamaban a su puerta y se les decía que el Profesor tenía un compromiso, y a partir de ese momento siempre tendría un compromiso: quedaban borrados para siempre de su vida. Y eso se debía a que en la última reunión ellos se habían «rebelado»: habían afirmado su independencia, discrepado del maestro y mantenido su propia opinión, quizá no sin éxito. No podía, el Dr. Quartz no podía soportar tener que enfrentarse a esa misma independencia que él se había esmerado en formar, y que era su deber, en la medida de lo posible, despertar en ellos. Wotan se había afanado en crear al Sigfrido libre; pero al encontrarse ante el Sigfrido libre se enfureció. El Dr. Quartz era un hombre desgraciado.
Esa terrible necesidad de que le necesiten a uno, encuentra a menudo un escape mimando a un animal. Que a alguien «le gusten los animales» no significa mucho hasta saber de qué manera le gustan. Porque hay dos maneras: por un lado, el animal doméstico más perfecto es, por así decir, un «puente» entre nosotros y el resto de la naturaleza. Todos percibimos a veces, un tanto dolorosamente, nuestro aislamiento humano del mundo sub-humano: la atrofia del instinto que nuestra inteligencia impone, nuestra excesiva autoconciencia, las innumerables complicaciones de nuestra situación, la incapacidad de vivir en el presente. ¡Si pudiéramos echar todo eso a un lado! No debemos y, además, no podemos convertirnos en bestias; pero podemos estar «con» una bestia. Ese estar es lo bastante personal como para poder dar a la palabra «con» un significado verdadero; sin embargo el animal sigue siendo muy principalmente un pequeño conjunto inconsciente de impulsos biológicos, con tres patas en el mundo de la naturaleza y una en el nuestro. Es un vínculo, un embajador. ¿Quién no desearía, como Bosanquet ha dicho, «tener un representante en la corte de Pan»? El hombre con perro cierra una brecha en el universo.
Pero, claro, los animales son con frecuencia utilizados de una manera peor. Si usted necesita que le necesiten, y en su familia, muy justamente, declinan necesitarle a usted, un animal es obviamente el sucedáneo. Puede usted tenerle toda su vida necesitado de usted. Puede mantenerle en la infancia permanentemente, reducirlo a una perpetua invalidez, separarlo de todo lo que un auténtico animal desea y, en compensación, crearle la necesidad de pequeños caprichos que sólo usted puede ofrecerle. La infortunada criatura se convierte así en algo muy útil para el resto de la familia: hace de sumidero o desagüe, está usted demasiado ocupado estropeando la vida de un perro para poder estropeársela a ellos. Los perros sirven mejor a este propósito que los gatos. Y un mono, según me han dicho, es lo mejor; además tiene una mayor semejanza con los humanos. A decir verdad, todo esto supone una muy mala suerte para el animal; pero es probable que no se dé cuenta del daño que usted le ha hecho, mejor dicho, usted nunca sabrá si se dio cuenta. El más oprimido ser humano, si se le lleva demasiado lejos, puede estallar y soltar una terrible verdad; pero los animales no pueden hablar.
Sería muy aconsejable que los que dicen «cuanto más conozco a los hombres más quiero a los perros» —los que en los animales encuentran un «consuelo» frente a las exigencias de la relación humana— examinaran sus verdaderas razones para decirlo.
Espero que no se me interprete mal. Si este capítulo induce a alguien a pensar que la falta de «afecto natural» supone una depravación extrema, habré fracasado. Tampoco pongo en duda por el momento que el afecto es la causa, en nueve casos sobre diez, de toda la felicidad sólida y duradera que hay en nuestra vida natural. Por lo tanto, sentiré una cierta simpatía por aquellos que comenten estas últimas páginas diciendo algo así como «Por supuesto, por supuesto. Estas cosas suceden en la realidad. La gente egoísta y neurótica puede retorcer cualquier cosa, hasta el amor, y convertirlo en una especie de sufrimiento o de explotación. ¿Pero para qué poner el acento en casos límite? Algo de sentido común, un poco de tira y afloja, impiden que esto suceda entre personas normales». Aunque me parece que este comentario necesita a su vez otro comentario.
Primeramente, en cuanto a lo de «neurótico». No me parece que lleguemos a ver las cosas con mayor claridad por calificar todos esos estados dañinos para el afecto como patológicos. Sin duda hay elementos patológicos que hacen anormalmente difícil, y aun imposible para ciertas personas, resistir la tentación de caer en esos estados. Hay que llevar a estas personas al médico sea como sea. Pero pienso que todo el que sea sincero consigo mismo admitirá que esa tentación también la ha sentido. Sentir eso no es una enfermedad; y si lo es, el nombre de esa enfermedad es ser hombre caído. Entre la gente normal el hecho de ceder a ellas —¿y quién no ha cedido alguna vez?— no es una enfermedad sino un pecado. La dirección espiritual nos ayudará aquí más que el tratamiento médico. La medicina actúa con el fin de restablecer la estructura «natural» o la función «normal»; pero la codicia, el egoísmo, el autoengaño y la autocompasión no son antinaturales ni anormales en el mismo sentido en que lo son el estigmatismo o un riñón flotante. Porque ¿quién, ¡en nombre del Cielo!, podría calificar de natural o normal a la persona que no tuviera ninguna de esas deficiencias? Será «natural» si se quiere, pero en un sentido muy distinto: será archinatural, es decir, será una persona sin pecado original. Hemos visto sólo a un Hombre así, y El no responde en absoluto a la descripción que puede hacer el psicólogo del ciudadano integrado, equilibrado, adaptado, felizmente casado y con empleo. Uno no puede, realmente, estar muy «adaptado» a su mundo si se le dice que «tiene demonio» y termina clavado desnudo en un madero.