Una dificultad está en que aquí podemos, como suele ser habitual, tomar una dirección equivocada. Una agrupación o familia cristiana —quizá demasiado cristiana «de palabra»—, habiendo captado ese principio, puede hacer ostentación con su conducta exterior y especialmente con sus palabras de haber conseguido esa transformación: una ostentación elaborada, ruidosa, embarazosa e intolerable. Esas personas hacen de cualquier menudencia un asunto de una importancia explícitamente espiritual, y lo hacen en público y a voces (si se dirigieran a Dios, de rodillas, y tras una puerta cerrada, sería otra cosa). Siempre están pidiendo o bien ofreciendo el perdón aunque no haya necesidad y de un modo molesto. ¿Quién no preferiría vivir con esa gente corriente que superan sus rabietas (y las nuestras) sin darle importancia, dejando que el haber comido o el haber dormido o una amable broma arreglen todo? El verdadero trabajo, entre todos nuestros trabajos, tiene que ser el más escondido; incluso, en la medida que sea posible, escondido para nosotros mismos: que nuestra mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. No llegaremos muy lejos si jugamos a las cartas con los niños «solamente» para entretenerles o para demostrarles que han sido perdonados. Si esto es lo mejor que podemos hacer, está bien que lo hagamos; pero sería mejor si una caridad más profunda, menos premeditada, nos diera un talante espiritual por el que divertirnos un poco con los niños fuese lo que en ese momento más deseáramos.
Somos, sin embargo, muy ayudados en esa necesaria tarea por ese aspecto de nuestra propia experiencia del que precisamente más nos quejamos: nunca nos falta la invitación a que nuestros amores naturales se conviertan en caridad, y le proporcionan esos roces y frustraciones en que ellos mismos nos ponen; prueba inequívoca de que el amor natural «no basta», inequívoca, a no ser que estemos cegados por el egoísmo. Cuando lo estamos, usamos de esas contrariedades de una manera absurda: «Con que hubiera tenido un poco más de suerte con mis hijos (este niño se parece cada día más a su padre), los hubiera podido querer perfectamente». Pero todos los niños son a veces exasperantes; y la mayoría de ellos son con frecuencia odiosos. «Sólo con que mi marido fuera un poco más considerado, menos perezoso, menos extravagante…», «Sólo con que mi mujer tuviera menos caprichos y más sentido común, y fuera menos extravagante…», «Si mi padre no fuera tan endemoniadamente prosaico y tacaño…». Pero en cada uno, y por supuesto en nosotros mismos también, existe eso que requiere paciencia, comprensión, perdón. La necesidad de practicar esas virtudes nos plantea primero, nos obliga luego a ese necesario esfuerzo de convertir —más estrictamente hablando: dejar a Dios que convierta— nuestro amor natural en caridad. Esas contrariedades y esos roces son beneficiosos. Hasta suele suceder que cuando escasean, la conversión del amor natural se hace más difícil. Cuando son frecuentes, la necesidad de superarlos es obvia. Superarse cuando uno se siente tan plenamente satisfecho y tan poco estorbado como lo pueden permitir las circunstancias terrenas —conseguir ver que debemos elevarnos cuando todo parece estar tan bien— puede requerir una conversión más sutil y una más delicada sensibilidad. De parecida manera le puede ser también difícil al «rico» entrar en el Reino.
con todo, creo yo, la necesidad de conversión es inexorable; al menos si nuestros amores naturales han de entrar en la vida celestial. Que pueden entrar lo cree la mayoría de nosotros. Podemos esperar que la resurrección del cuerpo signifique también la resurrección de lo que podríamos llamar el «cuerpo mayor», el tejido general de nuestra vida en la tierra con todos sus afectos y relaciones; pero sólo con una condición, no una condición arbitrariamente puesta por Dios, sino una que es necesariamente inherente al carácter del Cielo: nada puede entrar allí que no haya llegado a ser celestial. «La carne y la sangre», la sola naturaleza, no pueden heredar ese Reino. El hombre puede subir al Cielo sólo porque Cristo, que murió y subió al Cielo, está «informándole a él». ¿No deberíamos pensar que eso es verdad de igual manera con los amores naturales de un hombre? Sólo aquellos en quienes entró el Amor en sí mismo ascenderán al Amor en sí mismo. Y sólo podrán resucitar con El si en alguna medida y manera compartieron Su muerte; si el elemento natural se ha sometido en ellos a la transformación, o bien año tras año o bien con una súbita agonía. La figura de este mundo pasa. El nombre mismo de naturaleza implica lo transitorio. Los amores naturales pueden aspirar a la eternidad sólo en la medida en que se hayan dejado llevar a la eternidad por la caridad, en la medida en que hayan por lo menos permitido que ese proceso comience aquí en la tierra, antes de que llegue la noche, cuando ningún hombre puede trabajar. Y ese proceso siempre supone una especie de muerte. No hay escapatoria. En mi amor por la esposa o por el amigo, el único elemento eterno es la presencia transformadora del Amor en sí mismo; si en alguna medida todos los otros elementos pueden esperar —como nuestros cuerpos físicos también lo esperan— a ser resucitados de la muerte, es sólo por esta presencia. Porque en ellos sólo esto es santo, sólo esto es el Señor.
Los teólogos se han preguntado en ocasiones si nos «conoceremos unos a otros en el Cielo», y si las relaciones amorosas particulares conseguidas en la tierra seguirán teniendo algún sentido. Parece razonable contestar: «Depende de la clase de amor que hubiera llegado a ser, o que estaba llegando a ser, en la tierra». Porque seguramente encontrar a alguien en la vida eterna por quien sentimos en este mundo un amor, aunque fuese fuerte, solamente natural, no nos resultaría, sobre ese supuesto, ni siquiera interesante. ¿No sería como encontrar, ya en la vida adulta, a alguien que pareció ser un gran amigo en la escuela básica y lo era solamente debido a una comunidad de intereses y de actividades? Si no era más que eso, si no era un alma afín, hoy será un perfecto extraño; ninguno de los dos practica ya los mismos juegos, uno ya no desea intercambiar ayuda para la tarea de francés a cambio de la de matemáticas. En el Cielo, supongo yo, un amor que no haya incorporado nunca al Amor en sí mismo sería igualmente irrelevante; porque la sola naturaleza ha sido superada: todo lo que no es eterno queda eternamente envejecido.
Pero no puedo terminar este comentario. No me atrevo —y menos aun cuando son mis propios deseos y miedos los que me impulsan a ello— a dejar que algún desolado lector, que ha perdido a un ser amado, se quede con la ilusión, por otra parte difundida, de que la meta de la vida cristiana es reunirse con los muertos queridos. Negar esto puede sonar de modo desabrido y hasta falso en los oídos de los que sufren por una separación; pero es necesario negarlo.
«Tú nos hiciste para Ti —dice San Agustín—, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». Esto, tan fácil de creer por unos instantes delante del altar, o quizá medio rezando y medio meditando en un bosque en primavera, parece una burla cuando se está a la cabecera de un lecho de muerte. Pero nos sentiremos realmente mucho más burlados si, despreciando esto, anclamos nuestro consuelo en la esperanza de gozar algún día, y esta vez para siempre —quizá incluso con la ayuda de una
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y de la nigromancia—, del ser amado de la tierra, y nada más. Es difícil no imaginar que tal prolongación sin fin de la felicidad terrena sería absolutamente satisfactoria.
Pero, si puedo confiar en mi propia experiencia, inmediatamente sentimos una perspicaz advertencia de que hay algo equivocado en todo lo dicho: en el momento en que procuramos hacer uso de nuestra fe en el otro mundo con este propósito, esa fe se debilita. Aquellos momentos de mi vida en que mi fe se ha mostrado verdaderamente firme han sido momentos en que Dios mismo era el centro de mis pensamientos. Creyendo en El podía entonces creer en el Cielo como corolario; pero el proceso inverso —creer primero en la reunión con el ser amado y luego, con motivo de esa reunión, creer en el Cielo, y, finalmente, con motivo del Cielo creer en Dios— no da buen resultado. Desde luego, uno puede imaginar lo que quiera; pero una persona con capacidad de autocrítica pronto se dará cuenta, y cada vez más, de que la imaginación en juego es la propia, y sabe que está urdiendo sólo fantasías. Y las almas más sencillas encontrarán esos fantasmas con que tratan de alimentarse vacíos de todo consuelo y alimento; sólo estimuladas a creer en un remedo de realidad mediante penosos esfuerzos de autohipnotismo, y quizá con la ayuda de innobles imágenes e himnos y, lo que es peor, de brujería.
Descubrimos así por experiencia que no es bueno apelar al Cielo para tener un consuelo terreno. El Cielo puede dar consuelo celestial, no de otra clase. Y la tierra tampoco puede dar consuelo terreno, porque, a la larga, no hay ningún consuelo terreno.
Porque el sueño de encontrar nuestro fin —aquello para lo que fuimos hechos— en un Cielo de amor puramente humano, no podría ser verdad a menos que toda nuestra Fe estuviese equivocada. Hemos sido hechos para Dios, y sólo siendo de alguna manera como El, sólo siendo una manifestación de Su belleza, de su bondad amorosa, de su sabiduría o virtud, los seres amados terrenos han podido despertar nuestro amor. No es que los hubiéramos amado demasiado, sino que no entendíamos bien qué era lo que estábamos amando. No es que se nos vaya a pedir que los dejemos, tan entrañablemente familiares como nos han sido, por un Extraño. Cuando veamos el rostro de Dios sabremos que siempre lo hemos conocido. Ha formado parte, ha hecho, sostenido y movido, momento a momento, desde dentro, todas nuestras experiencias terrenas de amor puro. Todo lo que era en ellas amor verdadero, aun en la tierra era mucho más Suyo que nuestro, y sólo era nuestro por ser Suyo. En el Cielo no habrá angustia ni el deber de dejar a nuestros seres queridos de la tierra. Primero, porque ya los habremos dejado: los retratos por el Original, los riachuelos por la Fuente: las criaturas que El hizo amables por el Amor en sí mismo. Pero, en segundo lugar, porque los encontraremos a todos en El. Al amarlo a El más que a ellos, los amaremos más de lo que ahora los amamos.
Pero todo eso está lejos, en «la tierra de la Trinidad», no aquí en el exilio, en el valle de las lágrimas. Aquí abajo, todo es pérdida y renuncia. El designio mismo de una desgracia, en la medida en que nos afecta, puede haber sido decidido para forzarnos a aceptarla. Nos vemos entonces impelidos a procurar creer lo que aún no podemos sentir: que Dios es nuestro verdadero Amado. Por eso considerar algo como una desgracia es en cierto modo más fácil para el ateo que para nosotros: puede maldecir y rabiar, y levantar sus puños contra el universo entero, y, si es un genio, escribir poemas como los de Housman o Hardy; pero nosotros, desde nuestra situación más modesta, cuando el menor esfuerzo nos parece excesivo, debemos comenzar por intentar conseguir lo que parece imposible.
«¿Es fácil amar a Dios?», pregunta un antiguo autor. «Es fácil —contesta— para quien Le ama.» He incluido dos Gracias bajo la palabra caridad; pero Dios puede dar una tercera, puede despertar en el hombre un amor de apreciación sobrenatural hacia El. De entre todos los dones, éste es el más deseable, porque aquí, y no en nuestros amores naturales, ni tampoco en la ética, radica el verdadero centro de toda la vida humana y angélica. Con esto, todas las cosas son posibles.
Y con esto, donde un mejor libro podría empezar, debe terminar el mío. No me atrevo a seguir. Dios sabe, no yo, si acaso he probado este amor. Tal vez solamente he imaginado su sabor. Los que, como yo, tienen una imaginación que va más allá de la obediencia, están expuestos a un justo castigo: fácilmente imaginamos poseer condiciones mucho más elevadas que las que realmente hemos alcanzado. Si describimos lo que hemos imaginado, podemos hacer que otros, como también nosotros mismos, crean que realmente hemos llegado tan alto. Y si sólo lo he imaginado, acaso es un mayor engaño el que incluso lo imaginado haga que, en ciertos momentos, todos los demás objetos deseados —sí, incluso la paz, incluso el no tener ya miedo— parezcan juguetes rotos, flores marchitas. Quizá. Quizá para muchos de nosotros toda experiencia defina simplemente, por así decir, la forma del hueco donde debería estar nuestro amor a Dios. No es suficiente, pero algo es. Si no podemos poner en práctica «la presencia de Dios», algo es poner en práctica la ausencia de Dios; tomar creciente conciencia de nuestra inconsciencia, hasta sentirnos como quien está junto a una gran catarata y no oye ningún ruido, o como el hombre del cuento que se mira en el espejo y no encuentra en él ningún rostro, o como un hombre que en sueños tiende su mano hacia objetos visibles y no obtiene ninguna sensación táctil. Saber que uno está soñando es no estar completamente dormido.
Pero para saber de ese mundo en completa vigilia tendrán que recurrir ustedes a quienes son mejores que yo.
[1]
Aparte del tono de humor con que el autor se refiere a Platón al tratar este tema, cabe advertir que en la historia del cristianismo la doctrina de Platón se ha estudiado muy profunda y seriamente, y que —hablando en general— ha permitido esclarecer y explicar cuestiones relativas a la fe accesibles a la razón. La obra de Platón ha ayudado mucho en la evolución del pensamiento de corte cristiano, e incluso a maneras y expresiones, seculares, de su piedad (N. del t.).
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[2]
Como traductor no soy partidario de poner notas, pero como admirador de San Agustín no puedo por menos que defenderle de esta interpretación negativa que hace C. S. Lewis de su dolor y llanto por la muerte de su amigo, que, por otra parte, está relatada en los capítulos IV, 7-9; V,10; VI, 11; VII,12; VIII, 13 y IX, 14 del libro cuarto; y no se refiere a Nebridio, sino a un amigo innominado, un amigo de la infancia, «mas entonces no era tan amigo como lo fue después, aunque tampoco después lo fue tanto como exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú aglutinas entre sí por medio de la caridad, “derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Romanos 5,5)». Y de la base humana de esta amistad dice: «¡Oh, locura, que no sabe amar humanamente a los hombres!» Dice: «Había derramado mi alma en la arena, amando a un mortal como si no fuera mortal». Dice: «Bienaventurado el que te ama a ti, Señor, y al amigo en Ti». No me quejo y arrepiento —podría responder él mismo— de haber amado demasiado a mi amigo, sino de no haberle amado. Parece, pues, como se verá en las líneas siguientes, que se trata de una equivocada lectura de las Confesiones, no de que C. S. Lewis desacuerde doctrinalmente de San Agustín (N. del t.).
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