Read Los crímenes de un escritor imperfecto Online
Authors: Mikkel Birkegaard
Tags: #Intriga, #Policíaco
Te vas a la estufa mientras sigo sangrando. Saliva y sangre se mezclan formando una masa pegajosa que sale de la boca como moco. Me duele todo el cráneo y los músculos de las mandíbulas de estar tan tirantes durante tanto rato.
Pasan unos cinco o diez minutos antes de que el atizador esté lo suficientemente caliente y haces bastantes esfuerzos para mantener mi cabeza quieta agarrándome del cabello a la vez que el metal presiona la herida del maxilar superior. Arde, y cuando el atizador toca el labio superior, siento que se parte. La quemazón hace que sacuda la cabeza hacia atrás de forma tan violenta que te quedas con un mechón de pelo en la mano. Irritado, te lo sacudes de los dedos como un trozo de celo que no quiere despegarse.
Mi cabeza bascula de atrás hacia delante y de lado a lado. Me cuesta mantenerme consciente y no percibo del todo lo que sucede a mi alrededor. Estoy como anestesiado, quizá porque el cuerpo ha producido un cortocircuito en el sistema nervioso a causa de una sobrecarga, no lo sé, pero, en medio de una neblina, percibo que continúas con las demás piezas dentales. Cuando el maxilar superior está limpio, empiezas con el inferior. Aquí no las arrancas, sino que coges el martillo y atizas un solo golpe. Suena como si la mandíbula se partiera por la mitad, una punzada de dolor extremo traspasa la neblina y alumbra como un flas. Escupo sangre y casi te agradezco que me cierres la herida con el atizador candente.
Santo cielo, no hay ningún espejo, pero me imagino mi boca como una cueva de sangre, carne y porquería. En el centro, mi lengua, roja e intacta como el estigma de una flor.
Mi estado aletargado no te gusta. De la mesa, coges un frasco de plástico verde que sostienes en mi nariz. El amoniaco atrapa mis fosas nasales y me enderezo y abro los ojos. Veo que coges las tenazas y las tijeras de descuartizar aves. Con un movimiento falto de fuerza, intento girar la cabeza, pero consigues introducir las tenazas en mi boca y agarras la lengua. Con una sacudida directa hacia el techo obligas a mi cabeza que vuelva al frente. La falta de dientes te facilita el alcance de la lengua y la seccionas con un corte en uve, tan cerca de la base como alcanzas. La sangre salpica en la boca, pero lo único que noto es el trozo de lengua que cuidadosamente colocas en la silla entre mis muslos. Es imposible reconocerla a causa de la sangre.
Mi cabeza cuelga hacia delante para arrojar la sangre fuera de la boca. Mi ropa está impregnada de sangre y el suelo alrededor de la silla es rojo. No puede saberse cuánta sangre he perdido, pero parece ser mucha y siento vértigo cada vez que levanto la cabeza.
Suturas la herida de mi boca presionándola violentamente con el atizador. Este se enfría muy pronto, y tienes que ir y venir, de la estufa a la silla, un par de veces, hasta quedar satisfecho y arrancar las cuñas. Casi no puedo cerrar la boca. Siento aflojados los músculos de las mandíbulas, distendidos de la articulación, de manera que ya no puedo cerrar la boca.
Mi cabeza cae hacia delante de nuevo y descansa con la barbilla contra el pecho.
Quizá podría haberlo parado todo. Soy yo quien escribe el guión, claro, podría haber funcionado como una trampa. ¿Qué podría haber impedido esconderme en el matorral y propinarte un martillazo en la nuca mientras esperabas a que te abriera? Y después atarte por los tobillos y las muñecas con la cinta adhesiva que tú traías, arrastrarte hasta el salón y beber el güisqui Single Malt que tú mismo habías comprado. Me habría sabido a gloria. Habría sido un brindis por la victoria, como en una imagen en blanco y negro de un gran cazador exhibiendo su trofeo. Cuando hubieses despertado, habría podido obligarte a confesar, haberte torturado con los mismos instrumentos que has usado conmigo hasta que hubieses confesado que habías matado a Mona Weis, Verner Nielsen y Linda Hvilbjerg. Me habría asegurado de que la confesión quedara grabada en un dictáfono o en una cámara de vídeo. Luego podría haber llamado a la policía, quedar limpio de cualquier sospecha y convertirme en un héroe. Habría salido en primera plana en todos los periódicos nacionales. Mis libros se habrían vendido otra vez y habría entregado el manuscrito y sería filmado. Todo el mundo habría deseado oír de mi propia boca lo sucedido en la casa veraniega de Nykobing. Tú mismo te habrías hecho famoso. Los periódicos y las cadenas de televisión habrían ofrecido mucho dinero para poder entrevistarte desde una celda de la prisión. Quizá, habrías podido escribir, incluso, tu propia versión de la historia, y nos habríamos encontrado en los programas de entrevistas, tú encadenado con un policía a cada lado, y yo, con un traje nuevo y la manicura hecha. Line y mis hijas habrían estado sentadas entre el público y, después, los cuatro nos habríamos ido a cenar. Entonces les habría contado que iba a dejar de beber y nunca más volvería a escribir un libro. Habría cumplido mi palabra mucho tiempo, varios meses.
Claro, quizá podría haber salvado así mi vida, pero no habría podido salvarme a mí mismo.
El amoniaco raspa en mi nariz y arranca una sacudida en mi cuerpo. Toso. Echo mocos y sangre por la boca y mancho tu ropa. Haces como que no te enteras y agarras fuerte mi cabeza y levantas un párpado con el dedo pulgar. Intento enfocar, pero no es fácil y el párpado resbala en el instante de soltarlo.
Hace frío. El sudor y la sangre han empapado mi ropa y todo mi cuerpo tiembla debido a una mezcla de frío y
shock
.
Siento que me coges el párpado de nuevo. Esta vez con el pulgar y el meñique y apartas la capa de piel del globo ocular. El escalpelo brilla con el reflejo de la lámpara de encima de la mesa y veo que, concentrado, fijas la mirada directa en mi ojo mientras cortas el párpado. Instintivamente, intento cerrar el ojo, pero no pasa nada. No puedo encerrar fuera las impresiones de los sentidos. La sangre corre por el ojo y colorea el salón de rosa. Sacudo la cabeza e intento apartarla de ti todo lo que puedo, pero me agarras del pelo y la vuelves hacia ti. Aprieto los ojos tanto como puedo, pero puedo ver cómo se acerca el escalpelo al otro ojo entre una neblina roja. No puedes estirar el otro párpado y, a la vez, refrenar mi cabeza, entonces dejas que el escalpelo se hunda en la piel justo debajo de la ceja. Con un movimiento de sierra cortas a lo largo del hueso por encima del ojo hasta la base de la nariz. Sacas el escalpelo, coges la capa de piel y tiras de ella como si fuera una tirita.
Cuando me sueltas del pelo, mi cabeza bascula a un lado y queda reposando en mi hombro. La sangre me impide ver más allá de sombras, pero intuyo que te acercas a la estufa y coges el atizador. Un instante después vuelves a agarrarme del pelo, me fuerzas la cabeza hacia atrás y cierras la herida de un ojo con el atizador. Cuando haces lo mismo con el otro, mi cuerpo da una sacudida, de manera que el hierro toca el globo ocular y produce un sonido chirriante. Grito.
El velo rojo ante mis ojos ha desaparecido de repente y te veo con un vaso en la mano. El agua chorrea por mi cara y me produce un calambre de dolor en la herida de la lengua cuando intento dirigir parte del líquido hacia la boca. Siento la garganta seca e hinchada e intento pedirte agua, pero el único sonido que sale del cráter de mi boca es un alarido seco. Sin embargo, captas la señal y vas a la cocina, donde tranquilamente llenas un vaso con agua y vuelves. Echo la cabeza hacia atrás y abro la boca para que puedas verter el agua en el agujero. Es como beber cubitos de hielo y pólvora a la vez. El dolor me provoca tos, pero la necesidad de beber agua me fuerza a tragar cuanto puedo.
Una nube algodonosa cubre mi campo de visión derecho y no quiere desaparecer.
Pasas por delante de la mesa. Poco a poco va pareciendo una mesa de descuartizar animales. Escalpelo, tijeras de podar, tenazas y tijeras de descuartizar aves juntos en un charco de sangre y trozos pequeños de carne y dientes esparcidos entre los utensilios. El orden minucioso en que los había dispuesto se ha echado a perder.
La hilera de instrumentos se está acercando al final. Solo quedan dos.
Aspiro profundamente cuando coges las cerillas. Me acercas la caja a la oreja y la sacudes. Suena un tintineo. Está casi llena. Satisfecho, te la metes en el bolsillo trasero y agarras el bidón de gasolina. Es un recipiente pequeño y redondeado, de plástico negro. No puede dar cabida a más de cuatro o cinco litros, pero no hace falta más. Lo encontré en el cobertizo, pero tuve que añadirle gasolina de mi coche. La mezcla de esta con gasolina de la cortadora de césped seguro que no beneficia a ninguna de las dos partes, pero quema lo suficiente.
Te agachas en cuclillas ante mí y abres el bidón. El pitorro para dispensar la gasolina va separado y está sujeto entre el recipiente y su asa; parece que está pegado, porque estás a punto de perder el equilibrio cuando al fin consigues arrancarlo. Me llega el olor a gasolina. Aunque intento aspirar con tranquilidad, empiezo a hiperventilar. El sudor gotea por mi frente y chorrea de mis axilas hasta mi cuerpo. Ya no me hace falta el amoniaco. Mis sentidos actúan febrilmente, cada uno de tus movimientos es registrado con terror creciente.
Despacio, enroscas el pitorro en la boca del bidón y
lo aprietas
fuerte.
Intento rezar por mi vida, pero lo único
que sale de mis labios reventados es una mezcla de vocales y sollozos. Las lágrimas se escurren de mis sangrientos globos oculares y ladeo la cabeza.
Me miras y seguramente te da asco lo que ves, lo cual te motiva más: te levantas de un respingo y viertes el contenido del bidón por encima de mí. Salto en la silla mientras el líquido cae en cascada sobre mi cuerpo. Las heridas despiertan y bombean señales de socorro a través del sistema nervioso, queman como si fueran hilos de hierro candente. Me revuelvo en la silla mientras continúas el vertido. Un chorro me da en la cara y mis ojos parecen fundirse. Colores explosionan ante mi mirada y la musculatura de alrededor intenta por todos los medios cerrarlos aunque no sea posible. Escupo y toso cuando la gasolina se cuela por mi boca.
La llovizna cesa y tiras el bidón. Aterriza con un golpe hueco, salta un par de veces hasta quedar volcado de lado. El olor es insoportable. La evaporación del líquido penetra en mis pulmones y me provoca espasmos de vómito, pero no sale nada de mí.
La gasolina ha diluido la mayor parte de la sangre en lo que antes eran mis manos. Parece que cuezan en el líquido y los muñones de los dedos se menean cómicamente de dolor.
Oigo una rascada y miro hacia arriba. Estás ahí de pie con la caja de cerillas en la mano y una sonrisa torcida. El dolor desaparece un instante y es sustituido por el horror. Balanceo la silla a un lado y a otro, pero casi ni se mueve.
La cerilla no se enciende a la primera. Escucho el azufre frotar contra el azufre, pero el conocido chisporroteo de la llama no aparece. Te encoges de hombros, cambias la posición de la cerilla y de la caja y frotas la cerilla contra la caja con un movimiento rápido. Salta la chispa y se enciende la llama. Mantienes la cerilla inclinada un instante para que se encienda bien.
Nuestras miradas se encuentran.
Tus ojos irradian una mezcla de expectación y respeto. Aspiro y contengo la respiración.
Hemos llegado al final del camino.
La cerilla viene hacia mí rodando como en cámara lenta. La llama se vuelve de color lila y azul con la fricción del viento, pero no se apaga y va hacia mi entrepierna. No llega a aterrizar antes de que los vapores se inflamen con un buf. El fuego es azul, rojo y amarillo. Se expande por todo mi cuerpo en un instante.
Los primeros segundos no siento nada de nada. Puedo ver las llamas, eso sí, casi sentir su sabor, pero no siento nada. Mi suéter empieza a fundirse y huele a plástico quemado. Empiezan a calentarse los alrededores del cuello y hacia arriba. El pelo se quema y aumenta el calor. Ahora empiezan a dolerme las manos. Los muñones parecen antorchas y se retuercen sin que yo haga nada. Mi cuerpo se tensa e intenta hacer estallar la silla en pedazos. Se lanza en todas direcciones en un intento de evitar las llamas. El dolor es insoportable. Llena todo mi cuerpo con una deslumbrante explosión blanca, una explosión que no acaba nunca, sino que crece sin medida ni centro. La piel se funde. Mi grito se suaviza con un ruido como de gargarismo, como si alguien hubiera vertido plomo líquido en mi garganta. El pelo cae en mechones encendidos y aterriza en la sangre debajo de la silla con un sonido hirviente. La cinta adhesiva de la muñeca izquierda cede y el brazo salta hacia el techo en un intento de separarse del cuerpo ardiendo. Parece una versión desbocada del brazo de la diosa de la libertad girando en el aire con su recién ganada libertad. No lo controlo y pronto este reconoce que no puede liberarse y vuelve al cuerpo. Lo que una vez fue la palma de mi mano aterriza en mi rostro y tapa mi boca.
El dolor ha desaparecido o es tan terrible que ya no puedo sentirlo. Mis sentidos sucumben. Se funden y me abandonan a la oscuridad y al silencio. Ya no me llegan sonidos, ni ninguna sensación de gusto u olor, solo oscuridad. Es raro. Parece que el tiempo se hubiese detenido y que el instante sea eterno, pero yo sé que queda muy poco tiempo.
Está bien.
He conseguido lo que quería.
Espero que haya rectificado un poco algunas de las tonterías que he cometido, pagado por todas las personas a las que he decepcionado y herido, compensado las ofensas y maldades que he dejado tras de mí. Por supuesto, es demasiado tarde. Ahora ya no sirve de mucho, pero, al menos, el mundo continuará sin el veneno llamado Frank Fons.
La mancha nebulosa de la derecha de mi campo de visión ha vuelto.
Despacio, cambia de forma, se intensifica en algunos lugares y desaparece en otros. Es una fotografía. Una imagen clara, colores blancos principalmente. Tres figuras sentadas en un banco. Todas vestidas de blanco y rodeadas de sol. Una mujer y dos chicas con vestidos de verano. La mujer está sentada en el medio. Ella y la chica mayor miran conscientes a la cámara, pero la pequeña está pendiente del pelo de su madre. En el pelo lleva una corona de flores, anudadas estas de forma un poco chapucera y los colores blancos y amarillos repartidos de forma irregular. La sonrisa de la chica mayor es un poco ladeada, como si hubiera notado algo en el rostro del fotógrafo que no debería tener, un secreto que puede compartir con otros y reírse de él. La mujer también sonríe. Tiene pequeñas arrugas en los ojos, entrecerrados debido a la sonrisa y al brillo del sol. La boca está un poco abierta y pueden verse sus dientes inferiores. En un lado de la mejilla se intuye el hoyo de la sonrisa como prolongación de una de las pequeñas arrugas.