Los crímenes de Anubis (41 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los crímenes de Anubis
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Regresó a su carro. Senenmut y Amerotke caminaban a su lado cuando pasó ante las filas de nubios para detenerse frente a la de prisioneros.

—¡Atended! —exigió Hatasu con voz alta y clara—. Atended a la justicia del faraón. Habéis saqueado y violado la tumba de mi padre, hijo legítimo del dios. Habéis cometido un sacrilegio atroz. Invoco a todos los dioses y el poder de Egipto para que sean mis testigos. ¡Maldigo vuestras vidas, y maldigo también las de vuestros descendientes! ¡Maldigo vuestra muerte! Rezaré para que vuestras almas no conozcan más que la noche eterna y el tormento infinito.

Entonces se elevó un rumor quejumbroso de entre la cadena de prisioneros. Los oficiales se acercaron y los golpearon para acallarlos.

—¡Que el cielo y la tierra sean testigos de mi justicia y de la venganza del faraón! Vais a morir, a poblar el desierto con vuestros huesos. Ahora se dictará sentencia.

Amerotke observó a dos nubios que se adelantaron con paso decidido. Uno de ellos llevaba una cuerda de arco. Se detuvieron ante el primer prisionero para rodear su garganta con la cuerda y estrangularlo lentamente. Los gritos y resuellos del ajusticiado rompieron el silencio que se cernía sobre la escena. El magistrado sintió sus músculos tensarse y el sudor aflorar a su piel. Toda ejecución resultaba horripilante, aunque ninguna como aquélla: bajo el oscuro cielo del desierto y la mirada de las tropas, aquellas dos figuras negras llevaron la muerte a lo largo de la fila de reos. Cada uno de los ajusticiamientos iba acompañado de jadeos y gritos estrangulados que erizaban el vello. Amerotke contempló los rostros deformados por la agonía, las bocas abiertas, las lenguas que asomaban y los ojos que parecían querer salirse de sus órbitas, y no pudo aguantar la mirada. Sin embargo, Hatasu observaba con detalle cada una de las muertes. Cuando le tocó el turno al Hombre Cocodrilo, la reina intervino.

—¡A ése no! —exclamó.

Los ejecutores saltaron al siguiente y, cuando hubieron acabado, se apostaron a ambos lados del cabecilla. Hatasu aferró las riendas de sus caballos y las agitó con suavidad para acercarse. Las ruedas de su vehículo crujieron y los jaeces hicieron el ruido característico de tales correajes. Se detuvo justo delante del Hombre Cocodrilo.

—Para ti —gritó en voz alta y amenazadora—, la muerte no será rápida. ¡Yo te maldigo, y maldito quedarás! ¡Cortadle las orejas y la nariz! ¡Vaciadle las cuencas de los ojos! ¡Emasculadlo! —Se dio la vuelta para señalar el valle—. Cavad una sepultura profunda en la desembocadura y enterradlo vivo para que su cuerpo pueda ser aprovechado por los carroñeros y su alma por los devoradores del mundo de los muertos.

El Hombre Cocodrilo abrió la boca para protestar, pero los ejecutores lo apresaron y lo obligaron a tocar el suelo con la cabeza. Hatasu indicó a Senenmut con un gesto que se acercase y tomase las riendas. Entonces se volvió hacia Amerotke con los ojos ardientes de rabia.

—Regresaremos a Tebas, mi señor juez. Yo voy a darme un baño, a comer y a dormir. También pensaré acerca de Tushratta y la princesa Wanef. ¡Que los dioses sean mis testigos y me den la fuerza necesaria! Quizá mi vida sea larga, pero antes de viajar al lejano horizonte haré que esa parejita conozca la ira, la venganza y el poder del faraón. —Dicho esto, se dio la vuelta y marchó. El carro imperial se adentró en la oscuridad acompañado de la escolta real. Amerotke quedó en aquel lugar macabro, con la piel helada por el frío aire del desierto y el alma sombría por el terror de aquella noche.

—Mi señor.

El magistrado miró a su alrededor. Un oficial le tendió una bolsa de cuero que tintineaba al moverla.

—Esto era del cerrajero.

Amerotke la tomó y, con el único propósito de distraerse, se puso de rodillas, la abrió y observó su contenido. Estaba a punto de cerrarla cuando vio un objeto que le llamó la atención, algo que debió de caer allí cuando vaciaron el contenido de la caja de herramientas de Belet. Se trataba del molde de una llave cuyo extremo tenía la forma de cabeza de chacal. El juez lo sopesó en la mano y exhaló un suspiro al pensar en todas las desgracias ocurridas. Era evidente que Khety e Ita también habían preferido, antes que recurrir a un cerrajero prestigioso de Tebas, dirigirse a la Aldea de los Rinocerontes para encargar el trabajo a Belet. Amerotke cerró los ojos y recordó al difunto amigo de Shufoy sentado en los jardines de aquella casa de comidas.

—No tenías el corazón tan puro —murmuró.

—Amo —le interrumpió Shufoy.

El hombrecillo acababa de surgir de la oscuridad. El magistrado se puso en pie y ocultó lo que acababa de descubrir.

—¡Vamos, pequeño! Volvamos a casa, a entonar una canción de amor con una copa de vino para alejar toda esta oscuridad.

E
PÍLOGO

L
arga vida, prosperidad y salud!», gritó la muchedumbre a su reina, a la que llevaban, ataviada con los espléndidos ropajes del faraón, por la avenida de los Carneros en dirección a los altos pilonos que guardaban la entrada del templo de Anubis. Ella se hallaba sentada en un palanquín de plata y oro, tan hierática como la estatua que pretendía ser. El sol se reflejaba en las joyas y los hilos preciosos de su corona y su manto, así como en la vara y el flagelo que sostenía contra su pecho. La reina-faraón manifestaba a su pueblo su divina presencia.

Los sacerdotes entonaban un himno de alabanza:

¡Ha descubierto su brazo

para mostrarnos su fuerza

y aplastar a su enemigo!

El coro que los seguía se unió al estribillo. Los versos se habían escrito expresamente para señalar la magnífica victoria de Hatasu frente a Tushratta.

Nuestra reina hace la voluntad de Ra

y ha protegido al pueblo del dios.

Su verbo alcanza los confines de la tierra;

reyes y princesas tiemblan ante ella.

Se postran sobre el polvo

y se humillan ante su escabel.

Su reino, en pie, sobrecogido, admira su gloria y su poder.

Pues por ella son seguras las fronteras de Egipto.

Ella es dueña del desierto y se eleva como un águila sobre sus arenas.

¡Grande es nuestra reina, amada por los dioses!

A semejanza de Sekhmet la Destructora, imparte justicia

y hará que su nombre perviva por siempre.

Amerotke, que caminaba junto al palanquín, reprimió una sonrisa: la propia Hatasu había insistido en que se cantase aquel himno.

Los sacerdotes siguieron entonándolo:

El cielo y su plenitud

son de nuestra diosa.

Todas las naciones humillarán el cuello ante ti,

porque has pisoteado al alacrán y al áspid.

Tu corazón está repleto de alegría

y tus manos reparten aceite y trigo.

El coro y las bailarinas se unieron de nuevo al estribillo cuando el palanquín entró en el recinto del templo.

En tus ojos está la belleza de Amón;

en tu piel dorada, la gloria de Horus.

Luz del fuego divino,

reina de reyes,

gloria de Amón-Ra.

Hatasu miraba implacable hacia delante, en tanto que sus tropas auxiliares, ayudadas por su guardia personal, contenían a la multitud. Enormes plumas rosas de avestruz dispersaban un exquisito perfume alrededor de su divina presencia. Amerotke dirigió una fugaz mirada al escabel en que tenía apoyados los pies la reina-faraón, tallado con la forma de un guerrero caído con la armadura de los de Mitanni. La procesión, semejante a una serpiente, comenzó a subir los escalones. Tras ella, llegaba una brillante hilera de carros con arreos bruñidos y caballos perfumados con exquisitas fragancias. Las colosales puertas de madera de cedro se abrieron. Las sacerdotisas salieron del templo haciendo sonar los sistros sagrados. El incienso se ensortijaba en el aire; se lanzaba agua bendita sobre cada escalón y se habían extendido guirnaldas de hermosas flores por doquier.

La delegación de Mitanni esperaba en el vestíbulo del templo. Hatasu había insistido en que la recibieran de hinojos. Tushratta no estaba presente, aquejado como estaba, a decir de sus súbditos, de una enfermedad cuyo nombre no habían querido revelar. Los chambelanes y funcionarios de la corte se arracimaban en torno al palanquín. La divina reina-faraón se dirigió al trono rodeada de su guardia personal. Tras anunciarse el inicio de la sesión, los porteadores introdujeron la enorme mesa de madera de cedro sobre la que descansaba el tratado de paz.

Hatasu permaneció sentada en su trono, con Amerotke de pie a su derecha, en tanto que Senenmut sellaba el tratado en representación de Egipto y Wanef lo hacía de parte de Tushratta. Una vez estampados los respectivos sellos, los miembros de la delegación de Mitanni se adelantaron para arrodillarse ante Hatasu y besar las sandalias en que había enfundado sus pies. De uno en uno, fueron acercándose guiados por el visir, hasta que llegó, al fin, el turno de Wanef. Ésta siguió el ejemplo de sus compañeros, aunque, tras hacerlo, cometió la imprudencia de levantar la cabeza y dirigir a la reina una mirada encendida por la rabia. Hatasu reaccionó enseguida y, rompiendo todo protocolo, soltó la vara y el flagelo, se inclinó hacia delante y tomó entre sus manos el rostro de la princesa de Mitanni para besarle la frente como prueba de afecto. Los ojos de Wanef adoptaron un gesto receloso, atemorizado.

—Divina reina —susurró.

—Princesa Wanef —musitó Hatasu con cierta frialdad—. Acepta nuestras garantías.

—¿A qué te refieres?

—Eres nuestra hermana —dijo Hatasu retirando las manos, pero sin apartar su rostro del de Wanef—. Nadie hablará de compensación por las muertes de Mensu y los demás.

—¡Claro que no, divina Hatasu! El rey Tushratta ya lo ha decretado.

—Puede decretar lo que desee —respondió la soberana—. Le he pedido un gran favor y, con tal de fortalecer los lazos que unen a nuestros dos reinos, se ha mostrado de acuerdo en que tú, princesa Wanef, permanezcas aquí, en Tebas.

El semblante de la princesa de Mitanni se tornó pálido bajo sus afeites.

—Serás la enviada del señor Tushratta en nuestro reino. Él ha insistido en que seas nuestra invitada en la Casa Divina, y nosotros hemos exigido que así sea. Por lo tanto te tendremos cerca, a la sombra de nuestra mano.

—¡Pero…, pero…!

—¿Vas a declinar nuestra invitación? —insistió Hatasu incorporándose de nuevo—. Se trata de la voluntad del faraón y de la de tu propio soberano; seguro que no deseas rechazarla.

Wanef se rehizo, aunque en sus ojos la furia había dado paso al miedo.

—Si es la voluntad del faraón… —repuso con una reverencia.

—Lo es —fue la escueta contestación, tras lo cual Hatasu hizo chasquear los dedos sin más para indicar a Wanef que podía retirarse y se volvió hacia Amerotke—. Has hecho bien, mi señor. No, no te inclines y escúchame. Wanef se quedará en Tebas.

—¿Cuánto tiempo, divina?

—Ella, y no Mareb, es la verdadera asesina —susurró a modo de respuesta—. Nunca saldrá viva de Tebas. El cadáver de Benia no será el de la única princesa de Mitanni que devolvamos a la corte de Tushratta en un sarcófago.

Dicho esto, la divina Hatasu volvió a tomar el flagelo y la vara con una sonrisa de satisfacción.

N
OTA DEL AUTOR

L
a presente novela está basada en el escenario político de los años 1479 y 1478 a.C., después de que Hatasu se hiciera con el trono. Su esposo murió en circunstancias misteriosas y ella hubo de protagonizar una enconada lucha para llegar a gobernar Egipto. En este sentido, contaba con el asesoramiento del sagaz Senenmut, que había surgido de la nada para compartir con ella el poder. La tumba del ministro favorito de la reina-faraón se conserva aún, catalogada con el número 353, y contiene incluso un retrato suyo. No cabe duda de que él y Hatasu fueron amantes; de hecho, han llegado a nuestros días inscripciones antiguas que describen de un modo muy gráfico el carácter íntimo de su relación personal.

Hatasu reinó con brazo férreo. Las pinturas murales la representan a menudo con atuendo de guerrero y nos consta por documentos epigráficos que guiaba a sus tropas en la batalla.

Los gobernantes egipcios hubieron de mantener siempre una actitud vigilante con respecto a la oposición extranjera. En cierto sentido, Egipto no contaba con fronteras naturales reales, por lo que había de ser muy consciente de las potentes fuerzas que podían hacer sentir su presencia desde las Tierras Rojas, las zonas situadas más allá de las cataratas o el Sinaí. Hatasu, al igual que otros grandes faraones, estaba resuelta a mantener a distancia a los enemigos de su reino, sometidos siempre a un estricto control. Un simple vistazo al mapa recogido al principio de este libro basta para dar una idea de los constantes peligros a los que debía enfrentarse Egipto. Quienquiera que dominase el Nilo acabaría por hacerse con el poder del reino. Esta novela describe con precisión los intrincados planes que puso en marcha la reina-faraón con el fin de ser considerada y aceptada como la divina reina de reyes.

La sutileza y complejidad de las maquinaciones de los de Mitanni en contra de Egipto también reflejan la actitud de una época en la que los monarcas tenían fama de astutos y falaces. El aspecto más relevante de la diplomacia del antiguo Oriente Medio radicaba no ya en la derrota del enemigo, sino en su total humillación. Se firmaban tratados de paz, pero raras veces se respetaban. Existen numerosas referencias, como las recogidas, por ejemplo, en el Antiguo Testamento, a reyes israelitas a los que se provocaba a declarar la guerra y se infligía el tipo de humillaciones al que tan aficionados parecían los pueblos antiguos: captura de rehenes, sustracción de objetos sacros tales como el Arca de la Alianza, profanación de santuarios o degradación física y mental del monarca derrotado. Este modo de actuar no se debía a un simple capricho cruel, sino a la intención de garantizar la victoria y, además, asegurarse de que se hacía pública y llegaba a todos los oídos.

En la mayor parte de los casos, he intentado mantenerme fiel a esta civilización emocionante, llena de resplandor e intriga. Es comprensible la fascinación que provoca el antiguo Egipto por su carácter exótico y misterioso. Bien es cierto que esta cultura existió hace ya más de tres mil quinientos años; con todo, las cartas y los poemas que han llegado hasta nosotros hacen que quien se acerque a ellos no pueda evitar sentir una honda afinidad con lo que refieren a través de los siglos.

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