Read Los conquistadores de Gor Online
Authors: John Norman
—¿Cómo puede conseguir una ciudad su Piedra del Hogar? —pregunté.
—Los hombres que viven en ella deciden que han de tenerla.
—Sí, así es cómo una ciudad consigue tener su Piedra del Hogar.
Los hombres volvieron a mirarse desconcertados.
—Traedme al esclavo Pez —ordené.
Sabía que ninguno de los esclavos podía haber huido. La alarma se había dado durante la noche, momento en que los esclavos son encadenados. Incluso Mídice, cuando terminaba con ella, era encadenada por el tobillo derecho al pie de la cama. Pez habría sido encadenado junto a Vina en algún rincón de las cocinas.
El chico llegó a mi presencia pálido y dando muestras de alarma.
—Sal fuera, busca una roca y tráemela —ordené.
Me miró.
Dio media vuelta y salió corriendo de la habitación.
Esperamos sin hablar hasta su regreso. Mostró una roca algo mayor que mi puño. No era más que una simple roca, no muy grande, gris, pesada y de textura granular. La cogí.
—Un cuchillo —pedí.
Alguien me lo entregó.
Corté sobre la roca en caligrafía goreana las iniciales de Puerto Kar. Luego extendí la mano con la piedra sobre la palma. Todos los hombres podían verla.
—¿Qué tengo en la mano? —pregunté.
—La Piedra del Hogar de Puerto Kar —dijo Tab con solemnidad.
—Y ahora, ¿crees que hemos de huir? —pregunté al hombre que había dicho que sólo nos quedaba esa salida.
Miró a la piedra en mi mano con expresión de desconcierto.
—Si tenemos Piedra del Hogar, no hemos de huir —dijo.
Levanté la mano en que sostenía la piedra.
—¿La tenemos? —pregunté a los hombres que me rodeaban.
—Yo la acepto como mi Piedra del Hogar —dijo el esclavo Pez. Ni uno solo de mis hombres rió. El primero en aceptarla como tal había sido un esclavo, pero había hablado como si de un Ubar se tratara.
—Yo también —dijo Thurnock con su potente y retumbante voz.
—Y yo —dijo Clitus.
—Y yo —añadió Tab.
—Y yo también —gritó uno de los hombres. Y de pronto, el salón estaba lleno de gritos y vítores y más de cien espadas brillaban saludando a la Piedra del Hogar de Puerto Kar. Vi a muchos marineros llorar mientras blandían sus armas. Y ahora el salón estaba lleno de alegría, de una sensación de victoria, de un recóndito significado, de lágrimas y de un inmenso amor que todo lo abarcaba.
—Suelta a todos los esclavos y diles que recorran la ciudad, que vayan a los muelles, al arsenal, a las plazas, a los mercados, a todas partes, y que pregonen las nuevas, que digan que Puerto Kar tiene Piedra del Hogar —ordené a Thurnock.
Muchos abandonaron el salón para poner en práctica mis órdenes.
—¡Oficiales a los barcos! Desde vuestras líneas pasado el puerto, cuatro pasangs al oeste de los muelles de Sevarius. Thurnock y Clitus, permaneced aquí —ordené.
—No —gritaron los dos a la vez.
—Obedeced —ordené.
Se miraron sin llegar a comprender.
No me sentía capaz de enviarlos a una muerte segura. No existía esperanza alguna de que reuniéramos suficientes barcos como para repeler el ataque de las flotas de Cos y Tyros.
Salí del salón con la Piedra del Hogar en la mano.
Fuera de la casa, en el amplio paseo que bordeaba el lago que daba a las puertas del canal, ordené que preparasen un rápido y largo barco con proa que semejaba la cabeza del tharlarión.
Incluso allí podía oír a la multitud gritando que Puerto Kar tenía Piedra del Hogar y veía las antorchas avanzando por los estrechos caminos que bordeaban los canales.
—Ubar —susurraron a mi espalda, y me giré para tomar a Telima entre mis brazos—. Huye —rogó con lágrimas en los ojos.
—Escucha, escucha lo que dicen.
—Dicen que Puerto Kar tiene Piedra del Hogar, pero eso no es cierto. Todo el mundo lo sabe.
—Si los hombres quieren que la tenga, entonces la tendrá.
—Huye.
La besé y salté a la barca que esperaba junto al paseo.
Los hombres empezaron a remar antes de que diera la orden.
—Al Consejo de los Capitanes.
La cabeza del tharlarión giró hacia la puerta del canal.
Me volví para agitar la mano en señal de despedida y vi a Telima junto a la entrada, en su túnica de esclava de la olla, iluminada por las antorchas. Levantó la mano devolviéndome el saludo.
Ocupé mi asiento en la larga barca.
—Chico, éste va a ser trabajo de hombres.
—Soy un hombre, capitán.
Volví la cabeza y vi que junto a Telima ahora estaba la esclava Vina, pero Pez no miró atrás.
La barca avanzó a través de los canales hacia el Consejo de los Capitanes. Había antorchas en todas partes y luces en las ventanas. Oíamos los gritos que como olas se extendían por la ciudad o como una chispa prendía en el corazón de los hombres. Ahora todos sabían que en Puerto Kar había una Piedra del Hogar.
Un hombre estaba en el estrecho camino junto al canal. Llevaba un bulto a la espalda.
—Almirante, ¿es verdad lo que se dice? —preguntó.
—Si quieres que sea verdad, lo será —respondí.
Me miró desconcertado mientras la barca pasaba ante él dejándole a nuestras espaldas. Pasados unos momentos miré hacia atrás y vi que nos seguía a pie.
—Hay una Piedra de Hogar en Puerto Kar —gritaba.
Otras personas se paraban para escucharle y luego se unían a él, que no cesaba de seguirnos.
Los canales por los que pasábamos estaban llenos de barcas cargadas de enseres que iban de un lado a otro. Parecía como si todo aquel que pudiera hacerlo escapara de la ciudad.
Me habían dicho que barcos grandes cargados de cientos de hombres habían zarpado y debían encontrarse ya en alta mar. También que los muelles estaban abarrotados de barcas grandes que pedían cantidades desmedidas por un pasaje para escapar de la ciudad. Pensé que muchas fortunas cambiarían de mano aquella noche.
A veces nuestros remos se enlazaban con los de otra nave y teníamos que detenernos para separar una barca de la otra antes de continuar nuestro camino. Algunos niños lloraban. Una madre gritó asustada. Los hombres vociferaban. En todas partes se veían figuras oscuras con bultos a la espalda apresurándose a los lados de los canales. Pasaban muchas barcas cargadas de gente y enseres. Muchos de los que pasaban cerca de nosotros me preguntaban:
—¿Es verdad, almirante, que hay una Piedra del Hogar en Puerto Kar?
—Si quieres que sea verdad, verdad será —respondía.
Vi cómo el timonel de una de las barcas cambiaba el rumbo. Ahora había antorchas a ambos lados del canal, largas hileras de hombres nos seguían y también algunas barcas empezaron a hacerlo.
Y oí a mis espaldas que los hombres gritaban:
—Hay una Piedra del Hogar en Puerto Kar. Hay una Piedra del Hogar en Puerto Kar.
Y a este grito se iban uniendo cientos y miles de hombres de todas partes.
Vi hombres que cesaban en su huida y barcas que giraban y hombres que salían de los edificios y se unían a los que avanzaban por las estrechas calles que bordeaban los canales y vi cómo tiraban los bultos que llevaban al hombro y desnudaban sus espadas, y no tardó en haber miles de personas siguiéndonos hasta la plaza, ante el salón del Consejo de los Capitanes.
Incluso antes de que mi hombre a la proa hubiera amarrado la barca, yo cruzaba la plaza a grandes zancadas con la capa flotando a mis espaldas.
Cuatro miembros de la Guardia del Consejo presentaron armas al verme llegar. Pasé ante ellos y penetré en el salón.
Había velas encendidas sobre varias de las mesas, papeles y documentos por todas partes, pocos escribas y pajes. De los setenta u ochenta capitanes que normalmente acudían sólo treinta o cuarenta estaban presentes. Al entrar, dos o tres capitanes abandonaban el salón. El escriba sentado ante la gran mesa me miró. Mi mirada recorrió el lugar. Todos guardaban silencio. Samos estaba presente, el rostro oculto entre las manos y los codos sobre las rodillas. Dos capitanes se pusieron en pie y abandonaron el salón. Uno de ellos paró ante Samos antes de salir.
—Avía tus barcos. No queda mucho tiempo para huir.
Samos hizo un gesto indicando que se alejara.
Ocupé mi asiento.
—Pido la palabra —dije al escriba como si se tratara de una de las usuales reuniones del consejo.
El escriba me miró desconcertado. Los capitanes levantaron la cabeza para mirarme.
—Habla —dijo el escriba.
—¿Cuántos de vosotros estáis listos para emprender la defensa de la ciudad?
—¿Acaso bromeáis? —inquirió Bejar, el del largo cabello negro—. La mayoría de los capitanes ya han abandonado la ciudad —continuó con tono irritado—. También cientos de los que no pertenecen al consejo. Los barcos redondos y largos están dejando el puerto y todo aquel que tiene una posibilidad huye de Puerto Kar. El pánico cunde en la ciudad. No quedan barcos con los que luchar.
—La gente huye. No quiere luchar. Son verdaderos habitantes de Puerto Kar —dijo Antisthenes.
—¿Quién sabe lo que es realmente Puerto Kar? —pregunté a Antisthenes. Samos levantó la cabeza y me miró.
—¡Escuchad! —dije—. La gente está ahí fuera.
Los hombres del consejo levantaron la cabeza. A través de los gruesos muros y las altas y estrechas ventanas del salón llegaba el rumor de la multitud.
—Vienen a matarnos —gritó Bejar desenvainando su espada.
—¡No! —dijo Samos levantando la mano—. ¡Escuchad!
—¿Qué dicen?
Un paje penetró en el salón corriendo.
—Hay miles de personas en la plaza con antorchas —dijo.
—¿Qué dicen? —preguntó Bejar.
—Dicen que Puerto Kar tiene Piedra del Hogar.
—Pero no hay tal Piedra del Hogar —dijo Antisthenes.
—Sí la hay —interrumpí.
Los capitanes se volvieron a mirarme.
Samos echó la cabeza hacia atrás y lanzó una sonora carcajada mientras golpeaba los brazos de su sillón curial. Los demás capitanes se unieron a sus risas.
—No hay Piedra del Hogar en Puerto Kar —dijo Samos, aún riendo.
—Yo la he visto —dijo una voz casi a mi costado.
Aquella voz me había sobresaltado. Miré a mi alrededor y me horrorizó ver al joven esclavo Pez. Los esclavos no pueden entrar en el salón de los capitanes. Al parecer, debido a la oscuridad, me había seguido hasta allí.
—Atad a ese esclavo y azotadlo —ordenó el escriba.
Samos con un gesto le hizo callar.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Un esclavo. Me llamo Pez.
Los capitanes empezaron a reír.
—Pero he visto la Piedra del Hogar de Puerto Kar —dijo el chico con firmeza.
—Chico, no hay Piedra del Hogar en Puerto Kar —insistió Samos.
Sin apresurarme saqué de debajo de la capa el objeto que todo el tiempo había mantenido oculto. Todos me miraban fijamente. Con mucha lentitud empecé a separar la seda que cubría el objeto.
—Es la Piedra del Hogar de Puerto Kar —dijo el muchacho.
Los hombres continuaban callados.
—Capitanes, acompañadme a la escalinata que hay a la entrada del salón —dije dirigiéndome a la entrada.
Todos me siguieron y en unos momentos estábamos sobre la escalinata de mármol que daba entrada al salón de los capitanes.
—¡Es Bosko! ¡Es Bosko, el almirante! —gritaba la gente.
Miré aquellos miles de rostros y aquellos centenares de antorchas. Tras las cabezas podía ver los canales en cuyas aguas había cientos de barcos cuyas gentes también portaban antorchas que reflejaban sus llamas sobre los más cercanos muros y sobre las aguas. Miré a toda aquella gente sin despegar los labios; luego levanté el brazo derecho y descansando sobre la palma de la mano, por encima de mi cabeza, estaba la piedra.
—¡La Piedra del Hogar de Puerto Kar! ¡La Piedra! —gritaban ahora miles de personas.
Ahora todo eran vítores, gritos, saludos, antorchas y armas desenvainadas. Vi llorar a los hombres y a las mujeres. Vi a los padres levantar a sus hijos sobre los hombros para que vieran la piedra. Creo que todos aquellos gritos debieron llegar hasta las lunas de Gor.
—Veo, sin lugar a dudas, que hay Piedra del Hogar en Puerto Kar —dijo Samos a mi lado.
—Tú no huiste; tampoco los otros capitanes ni toda esta gente —respondí.
Me miró intrigado.
—Creo que siempre hubo Piedra del Hogar. Lo que ocurría es que hasta esta noche nadie la había encontrado —continué diciendo.
Cerca de mí vi al joven esclavo gritando de alegría y en sus ojos relucían las lágrimas. Y vi muchas más lágrimas en los ojos de los que sostenían antorchas. A nuestro entorno todo eran gritos y lágrimas.
—Sí, Capitán, creo que tenéis muchísima razón —dijo Samos muy quedamente.
Ocupaba el puesto del vigía en lo alto del mástil del Dorna. El catalejo me permitía ver las líneas enemigas. Era un espectáculo hermoso. Las filas de barcos extendiéndose en la distancia hasta perderse en los horizontes este y oeste. Las velas, amarillas y púrpura, relucían bajo el sol de la novena hora goreana, un ahn antes del mediodía.
Debido a la precipitación de los planes de batalla desconocía el número de barcos que componían nuestra flota, pero calculaba que sería de unos dos mil quinientos, y de ellos mil cuatrocientos eran barcos redondos. Esta flota había de enfrentarse a los cuatro mil doscientos de Cos y Tyros. Me complacía haber podido aceptar los servicios de treinta y dos barcos de dos de los Ubares de Puerto Kar, veinte de Chung y quince de Nigel
Estoy seguro que de no haberse hallado la Piedra del Hogar no hubiéramos podido reunir más de cuatrocientos o quinientos barcos para hacer frente a la flota enemiga.
Cerré el catalejo y descendí al puente del Dorna. Acababa de pisar la cubierta cuando vi al joven Pez.
—Ordené que permanecieras en tierra.
—Capitán, azótame después de la batalla.
—Dale una espada —dije a uno de los oficiales.
—Gracias, capitán —dijo el chico.
Me dirigí a la popa.
—¡Saludos, jefe de remeros!
—¡Saludos, capitán!
Subí al puente de popa y miré a mis espaldas. Me seguían cuatro barcos de guerra de Puerto Kar, separados unos novecientos metros entre sí, y tras ellos otros cuatro, seguidos a su vez por otros cuatro y cuatro más. El Dorna, por consiguiente, encabezaba una formación de dieciséis barcos de guerra. Ésta era una de las cincuenta formaciones que habíamos conseguido organizar. La flota enemiga, para evitar que escapáramos de Puerto Kar, había extendido su red en un diámetro excepcional de manera que sus barcos estaban ampliamente extendidos en profundidad de a cuatro. Nuestros grupos de dieciséis barcos habían sido distribuidos de manera que no interfiriera un grupo con otro, sino que sirvieran de apoyo entre sí en caso necesario. Si todo iba bien conseguiría cortar la línea enemiga en cincuenta puntos diferentes. Las órdenes eran que una vez cortadas las líneas del enemigo atacaran por la espalda en grupos de dos, en cualquier punto favorable pero siempre existiendo una conexión entre los dieciséis barcos o cuantos quedaran de aquel grupo. Cada pareja escogería un barco, y mientras uno atacaba abiertamente el otro lo haría una vez iniciada la batalla y desde un punto opuesto. De esta manera la mayoría de la flota enemiga se vería imposibilitada de participar en el ataque directo a la ciudad. En realidad no era tanto cuestión del número de barcos a intervenir sino de concentrar los que teníamos en los puntos más estratégicos. Si conseguíamos romper sus líneas en cincuenta puntos tenía esperanza de que algunos de sus barcos giraran para atacar a los que ahora se encontrarían a sus espaldas. Cada uno de mis cincuenta grupos, una vez hubieran atacado, sería seguido medio ahn más tarde por un par de barcos de guerra.