Read Los conquistadores de Gor Online
Authors: John Norman
—Está bien. Decidle que su solicitud ha sido concedida.
—Sí, capitán.
De nuevo abrí el libro con las listas del cargamento. Cuando aparté los ojos de ellas observé que la dama Vivina estaba ante mí.
Al ver mi rostro se sobresaltó.
Sonreí.
Tenía una mano sobre el velo que cubría su rostro y los ojos estaban muy abiertos. Su vestido era de seda y brocado color púrpura y oro. También el velo era de color púrpura con un ribete de oro.
Consiguió sobreponerse y hacer la presentación con la dignidad de una gran dama.
—Soy Vivina, de la ciudad de Kasra en la isla de Tyros.
Incliné la cabeza.
—Llámame Bosko. Soy capitán de Puerto Kar.
Tras ella, ataviadas con ricos atuendos, esperaban otras dos damas.
—Supongo que soy prisionera tuya.
Nada dije.
—Por supuesto, serás severamente castigado por lo que has hecho —continuó diciendo.
Sonreí.
—Como ya sabes, soy la prometida de Lurius, Ubar de Cos, y por lo tanto mi rescate será elevado.
Señalé a las dos jóvenes que esperaban detrás de Vivina.
—¿Cuántas son en total? —pregunté a Clitus.
—Cuarenta —respondió.
—No están incluidas en las listas del cargamento —comenté. Clitus sonrió.
Las dos jóvenes se miraron nerviosas.
—También se pagará rescate por mis damas, aunque como es natural, no será tan elevado como el mío —dijo Vivina.
La miré fijamente.
—¿Qué es lo que te hace estar tan segura de que pediremos rescate por ti? —pregunté.
Me miró desconcertada.
—Quítate el velo —ordené.
—¡Jamás! ¡Jamás! —gritó.
—Está bien —dije, volviendo mi atención al libro de las listas.
—¿Qué piensas hacer con nosotras? —preguntó.
Me dirigí a Clitus:
—La dama Vivina honrará el mascarón del barco insignia de la flota del tesoro.
—¡No! —gritó aterrada.
—Sí, capitán —dijo Clitus.
Dos de mis hombres la habían asido por los brazos.
—Cogedlas a todas y distribuidlas por nuestros barcos. Las veinte más hermosas en el mascarón de nuestros barcos de guerra y la más hermosa de ellas en el mascarón del Dorna. Las veinte restantes sobre los de veinte de los barcos conquistados.
—Sí, capitán —dijo Clitus.
Mis hombres ya habían asido los brazos de las dos damas que acompañaban a Vivina, y sus gritos eran de pavor.
Volví a mirar al libro que tenía en las manos.
—¡Capitán! —dijo la dama Vivina.
—¿Sí? —pregunté levantando la cabeza para mirarla.
—Me... me... quitaré el velo.
—No será necesario —respondí.
Entregué el libro a Clitus y avancé unos pasos hasta colocarme ante la joven, arrancando el velo que cubría su rostro.
—¡Bestia!
Con un gesto ordené a mis hombres que arrancaran los velos que cubrían el rostro de las otras dos jóvenes.
Lloraban.
Todas eran muy bellas. Miré durante un rato el bello rostro de Vivina.
—Colócala en el mascarón —dije a Clitus.
Me aparté del grupo llevando el libro de las listas, al que presté de nuevo toda mi atención. Mis hombres se marcharon llevándose a las dos jóvenes y a la dama Vivina.
En un ahn estábamos listos para partir rumbo a Puerto Kar, pero antes hice que trajeran al almirante Rencius Ho-Bar a mi presencia, aún encadenado.
—Voy a devolver uno de los barcos redondos a Cos. Tú, con algunos de los hombres capturados, te sentarás en los bancos de los esclavos. Os daré, de entre los prisioneros, diez hombres libres, seis marineros, dos timoneles, un jefe de esclavos y un hombre para que marque el ritmo en el gran tambor. Los tesoros que había en aquel barco han sido transportados a los míos y serán llevados a Puerto Kar. Por otro lado, vuestro barco será adecuadamente abastecido y no dudo que consigáis alcanzar el puerto de Telnus en cinco días.
—Eres muy generoso —dijo el almirante con desmayo.
—Espero que cuando llegues a Telnus, si es que decides presentarte en tal puerto, ofrezcas un detallado y exacto informe de cuanto ha sucedido aquí.
—Tal informe, sin lugar a dudas, me será exigido.
—Para que tu informe sea lo más exacto posible, te hago saber que siete de tus barcos portadores de tesoros, hasta ahora, han conseguido eludir a mis barcos, pero no obstante aún tengo esperanzas de encontrarlos. De los barcos de guerra tengo el tuyo, la nave insignia, y, de acuerdo con la información que mis capitanes me han proporcionado, dieciocho o veinte de tus barcos han sido averiados o hundidos. Eso supone que aún quedan diez o doce en el Mar de Thassa...
En aquel momento uno de mis vigías gritó:
—¡Doce barcos a la vista!
—¡Ah, al parecer son tus doce barcos! —exclamé.
—Aún no has ganado. Presentarán batalla —gritó el almirante.
—Estoy seguro de que se prepararán para la batalla, pero dudo mucho que se decidan a luchar —comenté.
Me miraba fijamente. Cerraba los puños con rabia.
—Thurnock, ordena a diecisiete de mis veinte barcos que se preparen para recibir a nuestros doce visitantes. Ordena que dos de ellos queden junto a la flota del tesoro. El Dorna, de momento, quedará aquí. Y di a los diecisiete barcos que no inicien la batalla a no ser que el Dorna se una a ellos. Y sobre todo, ordena que en caso de batalla ninguno de mis barcos ha de alejarse más de cuatro pasangs de la flota.
—Sí, capitán —rugió Thurnock, dirigiéndose al Dorna a través de la pasarela con rumbo a la estantería donde estaban las banderas de señales.
La actividad en mis barcos era constante. Los diecisiete no tardaron en iniciar movimiento alrededor de la flota hasta colocarse para hacer frente a los doce barcos enemigos que avanzaban. En el Dorna los hombres estaban listos ante los remos en caso de que decidiera cruzar la pasarela y unirme a la batalla. Otros de mis hombres esperaban con hachas en las manos para cortar las maromas que nos unían al barco insignia.
—Están arriando los mástiles —gritó el vigía.
En un cuarto de ahn mis barcos estaban alineados para la batalla. La flota enemiga, los doce barcos de guerra, se encontraban tan sólo a cuatro pasangs de distancia. Si avanzaban otros dos pasangs ocuparía mi puesto en el Dorna.
Ordené que quitaran los grilletes de los tobillos del almirante, y juntos en la popa de su propio barco observamos el avance de los barcos enemigos.
—¿Apuestas algo que no pasarán de los dos pasangs?
—¡Mis barcos lucharán! —dijo con firmeza.
Vivina, preparada para ser colocada sobre el mascarón, con un brazo sujeto por uno de mis marineros, también vigilaba el avance de los barcos.
De pronto el almirante lanzó un grito de rabia y la dama Vivina se llevó una mano al pecho, exclamando con los ojos reflejando el terror:
—¡No! ¡No!
Los doce barcos estaban girando para dirigirse a la isla de Cos.
—Llévate al almirante —dije a Thurnock.
Miré a Vivina. Nuestros ojos se encontraron.
—Colocadla sobre el mascarón —ordené.
El regreso a Puerto Kar fue realmente triunfal.
Vestía el púrpura que corresponde al almirante de la flota con gorra y borla de oro y ribetes dorados en los bordes de las mangas y de la túnica. La capa hacía juego con el resto del atuendo.
De mi costado pendía una espada engarzada en joyas. Ya no era la que usara años atrás cuando servía a los Reyes Sacerdotes. Aquella espada, poco después de mi llegada a Puerto Kar, había sido arrinconada. Había comprado muchas otras. Sentía que no podía usar la vieja espada puesto que representaba muchas cosas para mí y su acero estaba impregnado de muchos antiguos recuerdos. Me hablaba de una antigua vida, de la vida de un estúpido que yo, ahora sensato, había dejado atrás. Además, y eso era muy importante, era demasiado sencilla, ya que el puño y la hoja carecían de adornos, para un hombre de mi posición, uno de los más importantes hombres de uno de los mayores puertos de Gor. Yo era Bosko, aquel sencillo pero astuto hombre que había salido de los pantanos para asombrar a Puerto Kar, para deslumbrar y alarmar a las ciudades de Gor por su sagacidad y por su espada y, ahora, por su poder y por su riqueza.
Los diez barcos que había enviado a buscar a los siete redondos que habían logrado escapar, capturaron a cinco de ellos. Cuatro habían intentado insensatamente llegar a Telnus en Cos. El mundo estaba lleno de insensatos. El mundo se dividía en insensatos y sensatos y ahora, acaso por vez primera, podía considerarme como uno de los componentes de esta última categoría.
Me mantenía erguido sobre la proa del largo barco color púrpura, aquel barco que había sido el insignia de la flota del tesoro. Los tejados y las ventanas de los edificios estaban llenos de gente apiñada que me vitoreaba, y de vez en cuando levantaba el brazo en agradecimiento a sus gritos de bienvenida. Los barcos se deslizaban espléndidos uno tras otro a mis espaldas. El Dorna era el primero, seguido por los barcos de guerra y tras ellos los redondos. Todos avanzaban lentos, solemnes por el circuito triunfal del gran canal pasando, incluso, ante el salón del Consejo de los Capitanes.
Habían echado flores en el canal y muchas fueron las que arrojaron sobre los barcos en su lento y solemne avance.
Los gritos de bienvenida y los vítores eran ensordecedores.
Había hecho saber que de la parte que me correspondía en el reparto del botín, cada trabajador del arsenal recibiría una pieza de oro y que a cada ciudadano se le entregaría un disco de plata.
Sonreía y levantaba una mano agitándola en saludo a la multitud.
Muy cerca de mí se hallaba el más preciado de mis trofeos. Atada por las muñecas, los tobillos, el cuello y la cintura, sobre el mascarón de proa se veía a la gran Vivina, aquella que hubiera sido Ubara de Cos. Pensé que pocos hombres habían conseguido un triunfo como el mío.
Y, por mezquino que parezca, estaba ansioso por presentarme ante Mídice, mi esclava favorita, con mis nuevas vestiduras y tesoros. Ahora podía regalarle vestidos y joyas que serían la envidia de muchas Ubaras. Podía imaginar la admiración en su mirada al comprender la grandeza de su amo y la alegría y languidez con que se entregaría a mí en el futuro.
Estaba satisfecho de mí mismo. Qué sencillo resultaba convertirse en un hombre poderoso. Sólo era necesario apartar las dudas y trabas que atormentan a los débiles y estúpidos. Nunca me había sentido libre hasta mi llegada a Puerto Kar.
Saludé de nuevo a mis aclamadores. Las flores caían sobre mí. Miré a la chica atada al mascarón, mi trofeo. Aceptaba complacido los vítores de aquella enloquecida multitud.
Era Bosko, aquel que podía hacer lo que quisiera y apoderarse de cuanto le apeteciera.
Lancé una carcajada.
Traía cincuenta y ocho barcos: el barco insignia de la flota enemiga con Vivina atada a su mascarón; el Dorna y veintinueve barcos que habían compuesto mi flota original y, como recompensa, tesoros que podían haber servido de rescate de muchas ciudades; veintisiete de los treinta barcos redondos de la flota de Cos y Tyros. Y sobre la proa de los primeros cuarenta barcos una distinguida dama destinada a ser el séquito de la Ubara de Cos que en el futuro, como su señora, luciría la marca y el collar de esclava.
Otra vez saludé a la multitud.
—Esto es Puerto Kar —dije a Vivina.
Ella guardó silencio.
La multitud continuaba gritando y echando flores al canal y sobre nuestros barcos. Al deslizarnos entre los edificios que daban al canal, el ariete del barco insignia iba apartando las flores que esperaban nuestro paso.
—Si decido enviarte a una taberna de Paga, sin duda cientos de estas personas esperarán a la puerta una oportunidad de ser servidas por la que en otro tiempo fuera destinada a ser Ubara de Cos.
—Mátame —suplicó.
Continué saludando a la gente.
—¿Y las chicas que venían conmigo? —preguntó.
—Esclavas —respondí.
—¿Y yo?
—Esclava.
Cerró los ojos.
Durante los cinco días en que habíamos tardado en llegar a Puerto Kar había ordenado que sacaran a Vivina y a sus damas de los mascarones, pero antes de alcanzar el puerto las había colocado allí de nuevo en señal de victoria.
Ahora recordaba cómo la primera noche, y a la luz de las antorchas, había hecho traer a Vivina a mi presencia.
La había recibido en la cabina del almirante del barco insignia.
—Si no recuerdo mal —dije mientras me ocupaba de algunos papeles oficiales—, en el salón del trono del Ubarato de Cos me dijiste que nunca habías visitado los bancos de los remeros en los barcos redondos.
Me miró. Los hombres que me rodeaban rieron. Por norma general, las damas viajan en cabinas especiales colocadas sobre la popa de los barcos de guerra o redondos. Ella había disfrutado de una lujosa cabina en aquel mismo barco.
—En aquella ocasión pregunté si habías visitado tal parte de los barcos.
Tampoco respondió.
—Aquel día me respondiste que no lo habías hecho, y yo dije que acaso alguna vez tuvieras la oportunidad de hacerlo.
—Por favor, no me hagas eso —suplicó.
Me dirigí a algunos de mis hombres:
—Llevadla en uno de los botes al mayor de los barcos redondos, aquel en que los remeros son los oficiales capturados, y encadenadla con los demás tesoros junto a los bancos de los remeros.
—¡Por favor! —volvió a suplicar.
—Confío en que encuentres tu nuevo acomodo satisfactorio.
—Estoy segura que así será —dijo levantando la cabeza con altivez.
—Podéis conducir a la dama a sus aposentos —ordené al marinero responsable de ella.
—¡Vamos, chica! —ordenó.
Giró con la dignidad de una Ubara para seguirlo, pero antes de salir de la cabina volvió a mirarme.
—Tengo entendido que solamente encadenan a las esclavas bajo los puentes en los barcos redondos.
—Correcta suposición.
Abandonó la cabina haciendo un esfuerzo por controlar la ira.
Ahora, en mi entrada y travesía por la ciudad de Puerto Kar, volví a mirarla.
Había abierto los ojos de nuevo. Atada sobre la proa, pasaba un poco por debajo de los hombres, mujeres y niños que aclamaban desde los tejados. Algunos se burlaban de ella y otros la insultaban.