Read Los conquistadores de Gor Online
Authors: John Norman
En una ocasión conocí a una chica de Treve. Se llamaba Vika.
—Tienes en estos diez barcos redondos cien tarns con sus correspondientes jinetes.
—Así es —respondió—, y ya que queréis saberlo todo os diré que cada tarn tiene su correspondiente soga de nudos y cinco marineros de Puerto Kar.
Miré hacia la bodega del barco. El tarn que no tenía caperuza levantó su perverso pico en forma de cimitarra. Sus ojos parecían lanzar llamas. Su aspecto era excelente. Lamenté que no fuera mi Ubar de los cielos. Su color era marrón rojizo, un color muy frecuente entre las grandes aves. El mío había sido negro, sedoso, con grandes espolones calzados de acero. Había sido criado para la guerra, y en su salvajismo se había convertido en mi mejor amigo. Y yo lo había expulsado de Sardar.
—Recibiré cien piedras de oro por el uso de mis pájaros y hombres —dijo Terence de Treve.
—Las tendrás —respondí.
—El pago se efectuará ahora mismo.
Desenvainé mi espada enojado y coloqué la punta del acero sobre su garganta.
—Mi palabra tiene el valor del acero.
—Los de Treve comprendemos ese sentido del honor —dijo Terence sonriendo. Bajé la espada.
—De todos los tarnsmanes de Puerto Kar, sólo tú has aceptado los riesgos que implica usar tarns sobre el mar.
Había otro tarnsman que acaso también hubiera aceptado el riesgo, pero él y sus mil hombres hacía varias semanas que habían abandonado la ciudad. Era Ha-Keel, el de la cicatriz, de cuyo cuello pendía una cadena de oro con el medallón conteniendo la efigie de un tarn en diamantes de la ciudad de Ar. Había matado para conseguir aquel medallón, para comprar sedas y perfumes para una mujer que le había abandonado por otro. Ha-Keel los había perseguido y matado al hombre en combate para luego vender a la mujer como esclava. Pero ya no podía regresar a Ar. Me habían informado que su ejército ahora trabajaba para la ciudad de Tor, realizando incursiones entre las tribus del desierto. Los servicios de Ha-Keel siempre serían para el mejor postor. Sabía que en una ocasión había servido a los Otros, aquellos que deseaban apoderarse de Gor y otros mundos. Había conocido a Ha-Keel en Turia en casa de Saphrar, el mercader.
—Recibiré las cien piedras de oro sea cual sea el resultado de vuestro plan —insistió Terence.
—¡Por supuesto! —dije mirándole fijamente—. Dame un aguijón.
Lo hizo al instante. Me quité la ropa de almirante y acepté la bufanda contra el viento que otro de los hombres me tendía.
Había empezado a caer aguanieve.
El tarn es un pájaro que encuentra difícil despegar cuando no hay tierra a su alrededor. Incluso espoleado por el aguijón, llega a rebelarse. Estos tarns estaban encapuchados. Al parecer su instinto les mantendría en contacto con la tierra, pero no sabíamos lo que ocurriría al quitárseles el capuchón. Quizá se negaran a abandonar el barco. Acaso enloquecieran de rabia o terror. Sabía de algunos tarns que habían matado a su jinete al intentar éste que volasen sobre el Mar de Thassa. No obstante, tenía la esperanza de que los pájaros al verse lejos de tierra se acomodaran a la nueva experiencia. Creía que en la extraña inteligencia del animal el temor era creado ante la posibilidad de perder el contacto visual de la tierra y no por el hecho de hallarse lejos de la misma. De todos modos no tardaríamos en saberlo.
Salté sobre la silla del tarn no encapuchado. Gritó mientras sujetaba la correa de seguridad. El aguijón pendía de mi muñeca derecha. Envolví la bufanda alrededor de mi rostro.
—Si consigo controlar al pájaro, sígueme y aténte a las instrucciones que te he dado.
—Deja que sea el primero en salir —sugirió Terence de Treve.
Sonreí. ¿Por qué un tarnsman de Ko-ro-ba, la de las Torres de la Mañana, ha de dar prioridad a uno de Treve, tradicionalmente enemigo suyo? Pero, por supuesto, no podía decirle esto.
—No —respondí sencillamente.
En uno de los pomos de la silla había un par de grilletes de esclavo y un trozo de soga. Los así e introduje en el interior de mi amplio cinturón.
Hice un movimiento y el tarn tiró de la argolla que sujetaba su pata derecha a la quilla del barco. La argolla se abrió. Tiré de la rienda número uno.
Para deleite mío el tarn batió alas y saltó fuera de la bodega. Se posó sobre la cubierta del barco redondo abriendo y cerrando las alas mientras miraba a su alrededor. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó su aterrador graznido. Los diez tarns que aún había en la bodega se movieron inquietos y tiraron de las argollas que los sujetaban a la quilla.
El aguanieve azotaba mi rostro. Volví a tirar de la rienda y de nuevo el pájaro batió alas. Ahora estaba sobre el inclinado y largo palo del trinquete. Tenía la cabeza muy erguida y todos los nervios de su cuerpo parecían estar en tensión pero, no obstante, se detectaba su desconcierto. Observaba cuanto le rodeaba. No traté de apresurarle; acaricié su cuello y le hablé con suavidad. Tiré de la brida pero no se movió. Los espolones se aferraban al trinquete. No utilicé el aguijón; esperé mientras le acariciaba y hablaba con él. Y luego, de pronto, lancé un grito y tiré de la brida. El pájaro, debido al entrenamiento y a su instinto, se lanzó al viento y la nieve y empezó a elevarse en el oscuro cielo.
¡De nuevo cabalgaba sobre un tarn!
El pájaro ascendió hasta que solté la brida y entonces empezó a volar en círculo. Sus movimientos eran seguros y rápidos, como si volara sobre las montañas de Voltai o los canales de Puerto Kar.
Puse a prueba sus respuestas a las órdenes de las bridas. Eran inmediatas y llenas de entusiasmo. Me di cuenta de que el animal temblaba de placer al encontrarse vivo, rápido y fuerte ante un mundo que sus sentidos desconocían.
A mis pies ya veía el resto de los tarns sin sus capuchones y bozales. Los jinetes estaban ocupando las sillas. Algunos de los tarns ya habían saltado a las cubiertas. Vi ajustar las maromas a las sillas y a los marineros, expertos en el manejo de las armas, ocupar su posición. Cada tarnsman llevaba atado a la silla un farol protegido por una especie de escudo, y atados a través de las sillas un gran número de frascos de arcilla taponados con trapos. Sabía que aquellos frascos contenían aceite de tharlarión y los trapos que servían de tapón también estaban impregnados del mismo material.
De pronto, a mis espaldas cabalgaban cien tarnsmanes, y suspendidos en el espacio desde cada uno de aquellos pájaros colgaban cinco hombres azotados por el viento y la nieve.
También vi que las dos flotas bajo el mando de Chung y Nigel atacaban los flancos de la gran flota enemiga.
El enemigo aún no había tenido tiempo de calcular el número de este inesperado nuevo ataque. Seguido por los restantes tarnsmanes y los cinco expertos marineros nos lanzamos a través del aire y aguanieve hacia el lugar de la batalla.
En aquel torbellino de barcos de guerra y redondos intentando enzarzar al enemigo en la pelea vi, protegido por diez barcos de guerra a cada lado y otros diez delante y detrás, al barco insignia de la flota de Cos y Tyros. Era un barco enorme pintado de amarillo con más de doscientos remeros. Aquélla era la nave de Chenbar. Además de los remeros, que serían hombres libres, llevaría unos cien arqueros y ballesteros y otros cien hombres que serían marineros, artilleros, personal auxiliar y oficiales.
Tiré de la cuarta brida de mi tarn.
Casi al instante el barco se convirtió en el centro de una gran bandada de tarns que descendían sobre la cubierta. El mío aterrizó sobre el puente de popa y salté de la silla desenvainando la espada. También Chenbar, Ubar de Tyros y Eslín de los Mares, sobresaltado, desenvainó su espada.
—¡Tú! —gritó.
—Bosko, el capitán de Puerto Kar.
Nuestros aceros chocaron. Detrás se oían gritos y alaridos y el sonido de mis hombres cayendo de las maromas sobre la cubierta y el entrechocar de arma contra arma. También se oía el sonido de las ballestas.
Tan pronto un grupo de pájaros dejaba caer sobre cubierta a los hombres que había transportado, se alejaba para que un nuevo grupo de aves ocupara su lugar. Una vez descargados los hombres, los jinetes se elevaron en el oscuro y frío cielo para encender los trapos que servían de tapón a los frascos llenos de aceite de tharlarión y lanzarlos sobre las cubiertas de los barcos de Cos y Tyros. No esperaba que esta táctica creara grandes perjuicios en la flota enemiga, pero sí contaba con tres efectos psicológicos: el inesperado ataque aéreo, el terror que el ataque lateral había producido y la inesperada confusión y terror que produciría la pérdida de su gran comandante.
Resbalé sobre la helada cubierta y tuve que esquivar la espada que Chenbar dirigía a mi garganta. Me levanté de un salto y volvimos a cruzar nuestras armas. De repente los dos asimos el puño de la espada del rival. Le empujé y su cabeza golpeó contra el poste de popa. Por un instante temí haber roto la columna de mi enemigo. Solté la espada del almirante de Tyros y golpeé su estómago con el puño izquierdo. Al caer hacia el frente le arrebaté mi espada y con el otro puño golpeé fuertemente su mandíbula. Me giré. Mis hombres mantenían a raya a aquellos que querían subir al puente de popa. Chenbar había quedado de rodillas, aturdido. Saqué los grilletes de esclavo de mi cinturón y los cerré sobre sus muñecas. Luego, sobre el estómago, lo arrastré hasta los espolones de mi tarn. Con la cuerda até los grilletes a la pata derecha de mi pájaro. Chenbar intentó levantarse, pero poniendo un pie sobre su nuca lo mantuve tumbado. Miré a mi alrededor.
Mis hombres estaban empujando a los defensores de la nave a los costados y obligándoles a lanzarse a las frías aguas del Thassa. Aquellos hombres no habían esperado un ataque semejante y la resistencia era realmente escasa. Además el número de mis hombres era muy superior al del enemigo.
Aquellos que se habían lanzado al agua nadaban para alcanzar otros barcos de Tyros que trataban de aproximarse al barco insignia con el fin de abordarlo.
Flechas de ballesta empezaban a caer sobre la cubierta.
—Mantened a los hombres de Tyros que quedan a bordo sobre cubierta —ordené.
Oí una voz que, a través de las aguas, gritaba.
—¡Dejad de disparar!
Y el primero de los tarns, que ya se había desprendido de su carga de aceite ardiendo, regresó al buque insignia. Cinco de mis hombres. Asieron la soga que pendía y, al instante, ascendieron para alejarse apresuradamente.
—Prended fuego al barco —grité a mis hombres.
Abandonaron la cubierta e iniciaron fuegos en las bodegas.
Llegaron más tarns y más de mis hombres, en ocasiones hasta seis o siete, se asieron a las sogas que pendían de las sillas para desaparecer casi al instante.
El humo empezaba a filtrarse a través de las maderas de la cubierta.
Uno de los barcos de la flota de Cos se colocó al costado del buque insignia. Mis hombres repelieron a los que iniciaron el abordaje y con ayuda de remos lo apartaron. Otro golpeó el otro costado segando los remos. Mis hombres se prepararon para atacar a los que intentaran el abordaje.
—Mirad —gritó uno de los míos.
Todos daban gritos de alegría. En el barco ondeaba la bandera de Bosko, con su fondo blanco y verdes barras.
—¡Es Tab! —gritaban—. ¡Es Tab!
Era el Venna, que se había abierto camino para salvarnos. Sólo tuve una breve visión de Tab, sudando a pesar del frío, con la túnica rasgada y la espada en la mano, sobre el puente del Venna.
Y al otro costado apareció el Tela, el hermano gemelo del Venna. Las pesadas cintas de protección y las vigas paralelas que protegían el casco habían sido casi arrancadas. Mis hombres saltaban a uno u otro de los barcos.
Hice señales a los tarnsmanes que regresaban para recoger a mis hombres de que volvieran a sus bases. A lo lejos podía ver a los barcos envueltos en llamas. De repente también las llamas se apoderaron de la cubierta del buque insignia. Los últimos hombres de Tyros que quedaban en el barco se lanzaron al agua tratando de alcanzar alguno de sus otros barcos.
Solamente Chenbar y yo quedábamos sobre la cubierta del buque insignia.
Ocupé la silla de mi tarn. Una flecha pasó cerca de mí yendo a clavarse sobre la cubierta en llamas.
Chenbar movió la cabeza. Se levantó de un salto y alzando las muñecas encadenadas gritó a los barcos que estaban apartados:
—¡Luchad! ¡Luchad!
Tiré de la primera brida y el tarn se elevó en el aire mientras Chenbar de Kasra, Ubar de Tyros y Eslín de los Mares, atado por los grilletes de esclavo se balanceaba en el aire, azotado por la furia del viento, la lluvia y la nieve, cautivo de Bosko, el capitán de Puerto Kar y almirante de su flota.
Cuando aterrizamos sobre la fría y húmeda cubierta del Dorna, mis hombres abandonaron los bancos y lanzaron las gorras al aire.
—Llevaos al prisionero y encadenadlo en las bodegas —dije a uno de mis oficiales—. El consejo decidirá lo que habrá de hacerse con él.
Chenbar me miró con furia en los ojos y apretando los puños, pero dos de mis marineros lo empujaron, con bastante rudeza, hacia las bodegas.
—Supongo que acabará en el banco de remeros de algún barco redondo del arsenal —dijo el jefe de remeros.
—¡Almirante! —gritó el vigía—. ¡La flota de Cos y Tyros huye!
La emoción no me dejaba hablar.
—Llamad a nuestros barcos —dije al cabo de unos minutos.
Mis hombres empezaron a emitir señales a los demás barcos de nuestra flota para que nos reuniéramos. El Dorna saltaba y se hundía en el mar como un eslín atrapado. Como la mayoría de los barcos de guerra era una nave larga, estrecha y de fondo plano. Miré a los barcos redondos. También ellos subían y bajaban entre las olas. No creía que el Dorna pudiera resistir mucho más aquellos embates a no ser que navegara.
—Levad anclas e izad las velas pequeñas de tempestad —ordené.
Los hombres se apresuraron a cumplir mis órdenes mientras se enviaban señales al resto de los barcos para que trataran de salvarse como fuera. Aún no estábamos en condiciones de celebrar la victoria sobre las flotas de Cos y Tyros.
Estaba sobre el puente del Dorna dando la espalda a la tempestad. Mis hombres habían traído mi capa de almirante al regresar del barco redondo donde había montado en el tarn, y me la entregaron. La eché sobre mis hombros y me envolví en ella. También me trajeron una jarra de Paga caliente.