Read Los conquistadores de Gor Online
Authors: John Norman
—Y lo consiguieron —confirmé.
Corté la fibra que las había unido a la argolla. Se pusieron en pie pero continuaban teniendo las muñecas unidas a la espalda y aún tenían la mordaza. Vina, llorando, corrió hacia Pez y ocultó el rostro contra el hombro izquierdo del muchacho. Él la rodeó con los brazos.
Telima se acercó a mí, tímida y con la cabeza gacha, pero luego me miró sonriendo con los ojos. Apoyó la cabeza sobre mi hombro derecho. También yo la abracé.
Al atardecer del día siguiente Samos y yo estábamos juntos, resguardados por el parapeto del torreón. Sobre nuestras cabezas se habían tendido alambres sujetos a postes en los que descansaban planchas de madera con el fin de protegernos de las flechas que disparaban sobre nosotros los tarnsmanes. Tenía al alcance de la mano mi largo arco amarillo. Había sido muy útil para mantenerles a distancia, pero ahora quedaban muy pocas flechas.
Antes de que yo llegara a mi hogar, Samos, con sus hombres y los míos, habían repelido once asaltos al torreón tanto por tarnsmanes como por infantería. Desde mi llegada había repelido otros cuatro. Sólo disponíamos de treinta y cinco hombres.
—¿Por qué viniste a defender el torreón y mi morada? —pregunté a Samos.
—¿No lo sabes?
—No.
—Bueno, ahora ya no importa
—De no haber sido por ti y tus hombres mi casa habría sido conquistada.
Samos encogió los hombros.
Miramos por encima del parapeto. El torreón está en el muro que da al delta. Desde los baluartes podíamos ver los pantanos extendiéndose por el vasto y bello delta del Vosk a través del cual había llegado a aquella ciudad hacía ya tanto tiempo.
Nuestros hombres, ya exhaustos, descansaban abajo. Cada ehn de sueño que lograban disfrutar era algo precioso para ellos. Aquellas horas de espera, luego la lucha, nuevas horas de espera y otras luchas, estaba resultando demasiado pesado para todos nosotros.
También abajo estaban las cuatro chicas. Vina, Telima, Luma, la jefe contable de mi casa, y la bailarina Sandra que no había huido por temor a abandonar la casa. Casi todos habían huido tanto si eran hombres como mujeres, esclavos o libres. Incluso Thurnock y Thura, y Clitus y Ula habían huido. No podía reprochárselo puesto que demostraban haber sido sensatos. Había sido una locura quedarse en la casa. Después de todo era yo y no ellos el que estaba loco pero, no obstante, en estos momentos, no existía otro lugar en todo Gor en el que deseara estar, aquí en lo alto del torreón de mi propio hogar en Puerto Kar.
Miré a Samos. No llegaba a comprender a aquel recaudador de esclavos. ¿Por qué había venido a defender mi casa? Aquel edificio era mío, nada tenía que ver con él.
—Estás muy cansado —dijo Samos—. Ve abajo, ya vigilaré yo.
Afirmé con la cabeza. Ya no existía razón alguna para no confiar en él. Su espada había vertido mucha sangre en la defensa de mi casa. Había arriesgado su vida, tanto como yo la mía, en aquel parapeto del torreón, y si servía a los Ubares o a Claudius o a los Ubaratos de Cos o Tyros o a los Otros o a los Reyes Sacerdotes había dejado de importarme. En realidad ya nada me importaba.
Me introduje en la trampilla y descendí por la escalera de mano hasta el primer piso del torreón. Allí había suficiente comida y bebida para una semana más, pero estaba seguro que no la consumiríamos. Antes de que anocheciera habría otro ataque y si no era en éste sería en el siguiente o en el otro cuando no podríamos continuar resistiendo.
Mi vista recorrió la habitación. Los hombres estaban dormidos. En un rincón vi al joven Pez dormido con Vina entre los brazos. Pensé que después de todo no le había ido tan mal al muchacho.
—Amo —dijo una voz.
Me sorprendió ver en otro rincón de la habitación a Sandra vestida con ricas sedas y aplicándose cosméticos. Estaba bellísima.
Me acerqué a ella. De rodillas ante un espejo de bronce retocaba una de sus cejas con un pincel.
—¿Cuando vengan, crees que matarán a Sandra? —preguntó muy asustada.
—No lo creo. Estoy seguro que la encontrarán tan hermosa que la permitirán continuar viviendo.
Su cuerpo pareció relajarse y se volvió hacía el espejo para estudiar cuidadosamente su aspecto.
La besé en el cuello junto a la oreja y abandoné la habitación para ir al piso de abajo. Me siguió con la mirada.
Allí encontré a Luma sentada contra la pared y con las piernas encogidas.
Me acerqué a ella. Se levantó y rozó mi mejilla con los dedos. En sus ojos había lágrimas.
—Me gustaría quitarte el collar de esclava, pero creo que matarán a todas las mujeres libres, si es que encuentran alguna aquí. Si tienes el collar es posible que no te maten.
Ahora lloraba con la cabeza apoyada sobre mi hombro. Mis brazos rodearon su cuerpo.
—Mi valiente pequeña Luma —susurré.
La besé y apartándola suavemente de mí bajé al siguiente piso.
Aquí Telima cuidaba de dos hombres que habían sido heridos.
Me dirigí a un rincón donde habían echado una capa sobre el suelo y me senté en ella ocultando el rostro entre las manos.
Telima se arrodilló sentándose sobre los talones, al estilo goreano, a mi lado.
—Supongo que dentro de unas horas llegará la flota y nos salvará —dijo después de un largo silencio.
Sabía igual que yo, que la tempestad había arrastrado la flota hacia el sur y que no conseguiría regresar a Puerto Kar antes de tres o cuatro días.
—Sí, dentro de unas horas la flota estará aquí y nos salvará.
Colocó una mano sobre mi cabeza y, luego, su rostro estaba junto al mío.
—No llores —susurré. Rodeé su cuerpo con los brazos y lo sujeté contra el mío.
—Te he hecho tanto daño —dijo.
—No, no —protesté.
—Todo es tan extraño —continuó susurrando.
—¿Qué es lo que resulta tan extraño? —pregunté.
—Que Samos esté aquí.
—¿Por qué?
—Porque hace años él era mi amo —respondió mirándome.
Me sobresalté.
Me cogieron en el pantano a la edad de siete años y Samos me compró. Durante años me trató bien y se preocupó mucho por mí. Hizo que aprendiera cosas que los esclavos rara vez aprenden. Como tú ya sabes me enseñó a leer. Y me enseñó muchas cosas más. Incluso llegué al Segundo Conocimiento.
Esta categoría de enseñanza estaba reservada en Gor a las castas altas.
Me educaron en su casa con cariño, y Samos era casi como un padre para mí a pesar de no ser yo más que una esclava. Se me permitía hablar y aprender de los escribas, de los cantantes, de los mercaderes y de los viajeros. Tenía amistad con otras chicas de la casa que disfrutaban de mucha libertad, pero ninguna de ellas era tan libre como yo. Toda la ciudad estaba a mi disposición y la guardia me acompañaba para que nada malo me ocurriera.
—¿Y luego qué ocurrió? —pregunté.
—Me habían dicho que todo aquello cambiaría al cumplir los diecisiete años —su voz era dura ahora—. Había imaginado que me daría la libertad, e incluso que me adoptaría.
—¿Pero qué ocurrió?
—Aquella mañana, al amanecer, el jefe de esclavos vino a buscarme. Me llevaron a los sótanos donde, como una nueva esclava, me rasgaron las vestiduras, calentaron el hierro y me marcaron. Luego colocaron mi cabeza sobre un yunque y soldaron un collar de una sola pieza alrededor de mi cuello. Ataron mis muñecas a argollas en la pared y me azotaron. Cuando me soltaron, llorando, el jefe de esclavos y sus hombres abusaron de mí. Después me pusieron cadenas de esclava y me encerraron en una jaula con otras esclavas. Éstas solían golpearme porque sabían que había disfrutado de gran libertad hasta entonces y que a pesar de ser todas ellas también hijas de los cultivadores de rence yo las había considerado inferiores a mí; como simple mercancía. Pensé que alguien había cometido algún grave error y rogué al jefe de los esclavos que me llevara ante Samos. Por fin, desnuda, con el collar al cuello y golpeada, fui arrojada de rodillas ante él.
—¿Qué dijo?
—Simplemente, “Quitad esta esclava de mi vista”. Me enseñaron las obligaciones de una esclava en la casa y las aprendí bien. Las chicas con las que había estado encerrada, al principio no se dignaban a dirigirme la palabra. La guardia que antes me había protegido ahora me tomaba en sus brazos cuando les apetecía y había de complacerles o ser golpeada.
—¿Hizo uso de ti Samos en alguna ocasión?
—Nunca. Me asignaban las tareas más humildes y con frecuencia no permitían que llevara tan siquiera una sencilla túnica. Me golpeaban y usaban con crueldad cuando les apetecía. Por la noche no me encadenaban, sino que me encerraban en una jaula tan pequeña que casi era imposible moverse. —Me miró con rabia—. En mi interior empezó a crecer un gran odio contra Puerto Kar, contra Samos, contra los hombres y contra los esclavos de los que yo era una más. Vivía tan sólo para alimentar mi odio soñando conseguir escapar y vengarme de los hombres.
—Bueno, lograste escapar.
—Sí; un día mientras limpiaba la habitación del jefe de esclavos encontré la llave de mi collar.
—¿Ya no llevabas el collar de una sola pieza?
—Casi desde el principio se me entrenó para esclava de placer —continuó diciendo Telima—. Un año después de aquella fecha fatal la esclava que entrenaba a las nuevas certificó que estaba preparada para mis obligaciones como esclava de placer. Fue entonces cuando me cambiaron al collar de siete clavijas.
El collar de esclava de siete clavijas es el más corriente en Gor, que corresponde a la palabra de siete letras goreanas “Kajira” que significa esclava femenina.
—Parece muy descuidado por parte del jefe de esclavos dejar que una esclava encuentre la llave de su collar.
Telima encogió los hombros.
—También encontré muy cerca el brazalete de oro. Me apoderé de él pensando que quizá me sirviera para que la guardia me dejara escapar. Pero no tuve gran dificultad para salir de la casa. Dije que era un heraldo y no pusieron impedimento a mi salida. Ya había hecho algunos recados fuera de la casa con anterioridad. Lejos del edificio me quité el collar para poder desenvolverme con mayor facilidad. Encontré trozos de madera, sogas y una pértiga y me construí una balsa y escapé por uno de los canales que aún no tenía la verja de hierro que ahora los cierran. En mi infancia había vivido en el pantano y no temía regresar a él. Me encontraron los hombres de Ho-Hak y me aceptaron en su comunidad. Ho-Hak incluso permitió que me quedara con el brazalete de oro.
—¿Continúas odiando a Samos?
—Pensé que era así, pero ahora que está aquí, ayudándonos, me doy cuenta de que no le odio. Todo esto me parece tan extraño.
Me sentía muy cansado y tenía ganas de dormir, pero me complacía que Telima me hubiera contado aquella parte de su vida. Había algo que no llegaba a comprender y que ella tampoco entendía, pero estaba demasiado cansado para descifrar aquel enigma.
—Sabes que el torreón será conquistado y que la mayoría de nosotros, al menos los hombres, seremos asesinados.
—La flota llegará a tiempo —insistió.
—¿Dónde está el collar que te quité la noche de la fiesta?
—Lo traje al torreón porque no estaba segura si me querías como esclava o como mujer libre —dijo sonriendo.
—Los hombres que asalten el torreón traerán armas. ¿Dónde está el collar?
—¿Tengo que ponérmelo? —preguntó mirándome.
—Sí —respondí.
No quería que aquellos hombres la mataran. Si pensaban que era una mujer libre, y que era mía, la matarían o la torturarían y luego la empalarían. Me enseñó el collar.
—Póntelo.
—¿Hay tan poca esperanza? —preguntó.
—Póntelo —repetí.
—Si he de llevar collar, que sea la mano de mi Ubar el que lo coloque alrededor de mi cuello.
Se lo puse y la besé. Bajo la túnica, oculto, había un pequeño puñal.
—¿Piensas luchar con esto? —pregunté.
—No quiero continuar viviendo sin ti —respondió.
Lancé el puñal al otro extremo de la habitación. Ahora lloraba en mis brazos.
—No, lo que realmente importa es vivir. La vida es lo más importante de todo.
Ella, con el collar de esclava en el cuello, continuaba llorando en mis brazos.
Estaba tan cansado que me dormí.
—Ya vienen —gritaba alguien.
De un salto me puse en pie y sacudí la cabeza.
—Mi Ubar, traje esto al torreón —dijo Telima.
Ante mi sorpresa me entregó la espada que yo había traído originalmente a Puerto Kar, la que usara en el sitio de Ar y con los pueblos del Carro.
La miré. Tiré a un lado la espada de almirante.
—Gracias —dije.
Nuestros labios se rozaron mientras la apartaba para dirigirme a la escalera. Coloqué la espada en la vaina y empecé a subir al piso superior. Podía oír a los hombres corriendo en el piso sobre mi cabeza.
Luchábamos en lo alto del torreón. Las cuatro últimas flechas habían sido disparadas derribando a cuatro enemigos que habían intentado escalar el muro que daba al delta.
Protegidos por las maderas que descansaban sobre los alambres atacábamos a los tarnsmanes con lanzas y espadas que caían de las cuerdas que colgaban de los pájaros.
Oíamos los garfios que lanzaban para agarrarse al parapeto, y cómo trataban de fijar grandes postes contra los muros del torreón, y las trompetas y pies que corrían, y cómo intentaban escalar sujetando sus armas y los gritos de todos aquellos hombres.
Luego aparecieron cascos con la “Y” descansando sobre la nariz, y guanteletes y botas y hombres al borde del muro.
Salté del madero donde había estado batiéndome y me precipité al muro. Oía el acero de Samos y gritos de hombres a mi espalda. Vi al joven Pez con una lanza asida con las dos manos sobre su cabeza y oí el terrible grito y el choque del cuerpo al caer sobre las rocas al pie del torreón.
—Procurad que no consigan entrar —grité a mis hombres.
Todos corrían a defender el muro.
Sobre el parapeto combatíamos contra aquellos que habían conseguido escalar a la cima del torreón.
Vi a uno de los invasores saltar al suelo y dirigirse hacia el interior, pero antes de conseguirlo lanzó un grito y cayó.
A la entrada estaba Telima con la daga entre los dientes y la espada de almirante en su mano derecha.
—Márchate —grité.
Luma y Vina subían tras ella. Cogieron piedras del suelo y corrieron hacia el parapeto para lanzarlas con furia sobre los que intentaban escalar hasta la cima.