—¡Eh! Nunca había visto eso —observó Hornero—. ¿Qué son? ¿Nueces de plata?
—No son nueces —respondió Eloísa secamente—. Son pequeños cráneos humanos de plata. Es mi collar de caza.
—Muy morboso, muñeca —criticó Hornero—. ¿Qué piensas cazar?
Eloísa respondió con malignidad:
—Niños. Niños varones de ochenta kilos, veinte kilos más o menos. He renunciado a los hombres. No te enfades, Hornero —se apresuró a añadir—, no me refiero a ti.
Se acercó de nuevo a la mesa.
—Hornero —agregó en tono solemne—, hay una cosa que debo decirte. Quería dejarte descansar para que te curases pronto y volvieras a ponerte en forma, pero temo que no va a ser posible. Me ha informado una fuente secreta pero digna de todo crédito que la Rocket House se dispone a producir libros sin máquinas de redactar. Sé de buena tinta que ahora mismo Flaxman y Cullingham están contratando a todos los escritores importantes de las demás editoriales para que firmen esos libros. Sólo tendrán sobrecubiertas los escritores de la Rocket House. ¿De veras quieres quedar al margen?
Hornero Hemingway se bajó de la mesa como un cohete.
—¡Dame mi traje de marinero mediterráneo! El oreado por el viento con sombreados violeta, muñeca —ordenó rápidamente el robusto escritor, cuyo ceño fruncido revelaba una profunda concentración mental—. Y mis viejos zapatos de lona de marinero. Y mi vieja gorra de capitán. ¡Date prisa!
—¡Pero Hornero! —protestó Eloísa, desconcertada por el inesperado éxito de su estratagema—. ¿Qué pasará con tu trasero abrasado?
El ingenioso maestro escritor explicó:
—En mi botiquín, muñeca, tengo un protector nalguero de plástico transparente, transpirable, flexible, de base adhesiva, precisamente diseñado para esta clase de apuros.
—Bien, Zane Gort —dijo Flaxman en tono afable—. Gaspard me ha dicho que se portó usted como un héroe en la sala de las máquinas redactoras.
En la oficina, el ambiente se había serenado notablemente desde que la señorita Rubores salió a arreglarse al lavabo para damas, tras hacer un comentario en voz alta sobre ciertos editores demasiado tacaños para tener uno reservado a las róbix.
El editor bajito y moreno se puso serio.
—Aunque para usted debió resultar muy duro ver cómo linchaban a sus hermanas las máquinas.
—No, señor Flaxman. Se lo digo sinceramente —respondió el robot sin vacilar—. La verdad es que nunca me han gustado las máquinas redactoras ni cualesquiera otras que sean todo cerebro, sin capacidad para moverse. No tienen conciencia, sólo ciega creatividad. Ensartan símbolos como abalorios y tejen palabras como lana. Son monstruosas, me asustan. Usted las llama hermanas mías, pero yo las considero antirrobots.
—Es raro, teniendo en cuenta que tanto las máquinas de redactar como usted son escritores.
—No tiene nada de raro, señor Flaxman. Realmente soy un escritor, pero por mi propia voluntad. Me considero un lobo solitario, como los escritores humanos de los antiguos tiempos, antes de la Era de los Editores que el señor Cullingham ha mencionado. Al igual que todos los robots libres estoy autoprogramado, y como sólo escribo novelas de robots para robots, nunca he funcionado bajo dirección editorial humana… Lo cual no significa que no esté dispuesto a admitirla en determinadas circunstancias.
Dedicó un afectuoso ronroneo a Cullingham y luego paseó por la sala la mirada de su único ojo, grande y oscuro, con aire pensativo.
—Me refiero a circunstancias como las actuales, caballeros: con todas las máquinas redactoras destruidas, y no pudiendo contar con los escritores humanos, los autores robots somos los únicos creadores literarios del Sistema Solar.
—¡Ah, sí! ¡Las máquinas de redactar están destruidas! —dijo Flaxman con una sonrisa, mirando a Cullingham y frotándose las manos.
—Estaría dispuesto a aceptar las indicaciones del señor Cullingham en cuanto afecta a la descripción de sentimientos humanos —continuó el robot rápidamente—, y autorizaré que su nombre aparezca junto al mío, en letras del mismo tamaño. «Por Zane Gort y G. K. Cullingham», suena bien. Y también nuestras fotografías, en la tapa posterior, una al lado de la otra. Con toda seguridad, los humanos aceptarían a los autores robots si hubieran coautores humanos…, al menos para empezar. Y en cualquier caso los robots somos mucho más semejantes a los humanos que esas anónimas máquinas redactoras.
—¡Óiganme un momento, todos ustedes!
La exclamación de Gaspard fue un rugido que sobresaltó a Flaxman e hizo que Cullingham frunciera levemente el entrecejo. El literato miró a su alrededor como un flaco y desaliñado oso. Volvía a estar furioso, irritado por la incomprensible conducta de Flaxman y Cullingham. Como antes, su ira fue el combustible que le proporcionó la energía necesaria para enfrentarse a lo desconocido.
—Cierra el pico, Zane —gruñó—. Miren, señores Efe y Ce. Cada vez que alguien menciona la destrucción de las máquinas redactoras, se comportan ustedes como si estuvieran sentados a la mesa el día de Navidad. Sinceramente, si no supiera que sus máquinas fueron destruidas con las demás, creería, que ustedes dos, granujas…
—¡Un respeto, Gaspard!
—¡No me interrumpa! ¡Ah! Lo sé: cualquier cosa por la antigua Rccket House; nosotros somos unos héroes y ustedes un par de santos, pero esto no cambia la verdad. Pues ahora digo que sospecho que ustedes dos han maquinado todo esto. Tal vez no les importe que la Rocket salga también perjudicada… Díganme, ¿estaban metidos en esto?
Flaxman se arrellanó en su asiento, sonriendo.
—Simpatizábamos con ello, Gaspard. Sí, digamos que nos sentimos solidarios de los escritores, de su amor propio herido y su anhelo de autoexpresión. No podíamos intervenir activamente, desde luego, pero simpatizábamos.
—¿Con ese hatajo de melenudos vociferantes? ¡Bah! No, ustedes planean algo más práctico. Déjenme pensar. —Sacó su pipa de coral y empezó a cargarla, pero de súbito arrojó al suelo la pipa y la bolsa de tabaco—. ¡Al diablo con mi «imagen pública»! —exclamó, alargando la mano sobre el escritorio—. ¡Denme un cigarrillo!
La petición cogió desprevenido a Flaxman, pero Cullingham se inclinó y la atendió con amabilidad.
—Vamos a ver —empezó Gaspard, tras dar una larga chupada al cigarrillo—. ¿Es posible que hayan concebido realmente el descabellado plan (con perdón, Zane) de que los robots escriban libros para los humanos? No; no es posible, porque prácticamente todas las editoras publican libros de robots y tienen uno o más de ellos en su nómina, todos deseosos de conquistar mercados más amplios…
—Hay muchas clases de autores robots —observó Zane Gort, ofendido—. No todos son tan dóciles, ni tienen tantos recursos, ni gozan de tan buenas relaciones entre los no robóticos…
—¡Cierra el pico, he dicho! No; ha de ser algo que la Rocket House tiene y las demás editoras no. ¿Máquinas ocultas? Yo me habría enterado; no soy tan tonto. ¿Quizás un equipo de «negros» capaces de producir libros de una calidad aproximada a los de las máquinas redactoras? Eso me lo creeré cuando Hornero Hemingway haya aprendido el alfabeto. ¿Qué, entonces? ¿Extraterrestres…? ¿Extrasensoriales…? ¿Escritores automáticos sintonizados con el Infinito…? ¿Psicópatas brillantes bajo algún tipo de dirección…?
Flaxman se inclinó hacia delante.
—¿Se lo decimos, Cully?
El hombre alto y rubio reflexionó en voz alta.
—Gaspard cree que somos un par de granujas, pero en el fondo es leal a la Rocket House.
Gaspard asintió a regañadientes.
—Nosotros hemos publicado en bobina todas las epopeyas de Zane, desde
Acero desnudo
hasta
El hijo del Ciclotrón Negro
. En dos ocasiones quiso cambiar de editores…
Zane Gort hizo un ligero ademán de sorpresa.
—Las dos veces se ha visto chasqueado. Sea como fuese, necesitaremos ayuda en la preparación de originales para imprenta. Por tanto, vamos a hablar claro. Adelante, Flaxie.
Su socio se echó hacia atrás y suspiró ruidosamente. Luego descolgó el teléfono.
—Póngame con la guardería. Miró a Gaspard maliciosamente.
—¡Flaxman al habla! —ladró de improviso por el teléfono—. ¿Bishop? Quiero… ¡Ah! ¿No es la enfermera Bishop? ¡Pues vaya a buscarla!
Miró a Gaspard con evidente buen humor:
—A propósito, Gaspard. Existe otra posibilidad que usted no ha recordado: una reserva de manuscritos.
Gaspard meneó la cabeza.
—Si las redactoras hubieran hecho horas extraordinarias, me habría enterado.
Los ojos de Flaxman se animaron.
—¿Enfermera Bishop? Aquí Flaxman. Tráigame un cerebro.
Con el receptor pegado a la mejilla, dedicó otra sonrisa a Gaspard, esta vez con cierto aire irónico.
—Cualquiera de ellos sirve —dijo por el teléfono e hizo ademán de colgar.
Pero en seguida volvió a pegar el receptor a su oído.
—No se preocupe. No hay ningún peligro; las calles están despejadas. Bien, pues dígale a Zangwell que lo traiga… De acuerdo, pues tráigalo usted y que Zangwell la acompañe… En fin, si Zangwell está realmente tan borracho…
Mientras escuchaba, su mirada iba de Gaspard a Zane Gort. Cuando volvió a hablar por el teléfono, lo hizo con su habitual energía.
—Vamos a resolverlo así: le enviaré dos tipos, carne y metal, que la acompañarán… No, son de toda confianza, pero no les diga nada… Sí, sí, son valientes corno leones. Prácticamente murieron defendiendo nuestras máquinas. Han dejado gotas de sangre y aceite por toda la oficina… No, nada de eso. En realidad están deseando meterse en más jaleos… Bueno, enfermera Bishop, quiero que esté preparada para venir tan pronto como ellos lleguen ahí. Nada de retrasos imprevistos ni problemas de última hora, ¿me oye? Quiero ese cerebro en seguida.
Colgó.
—Estaba preocupada por los huelguistas —explicó—. Tenía miedo de que aún quedasen escritores armando gresca por ahí. Es una mujer muy pusilánime. —Se dirigió a Gaspard—: ¿Conoce la Sabiduría de los Siglos?
—Desde luego. Paso por delante todos los días. Está a un par de manzanas de aquí. Es un sitio muy misterioso. No se ve ninguna actividad.
—¿Qué supone que es?
—No lo sé. Alguna editorial clandestina, supongo. Aunque nunca he visto su nombre en los catálogos. Ni tampoco en ninguna otra… ¡Eh! ¡Un momento! La gran foca de bronce instalada en el centro del vestíbulo… Dice «Rocket House» y luego, en letras góticas más pequeñas, «en sociedad con Sabiduría de los Siglos». ¡Qué curioso!, nunca había relacionado esos dos nombres.
—Usted me asombra —dijo Flaxman—. ¡Un escritor con facultades de observación! Nunca pensé que llegaría a conocer tal cosa. Zane y usted irán ahora mismo a Sabiduría y le darán prisa a la enfermera Bishop. Es posible que hayan de pegarle fuego al culo, pero procuren no quemarle la falda.
—Por teléfono usted ha dicho «la guardería» —dijo Gaspard.
—Pues sí, pero eso no importa. Vayan allí.
Gaspard vaciló.
—Puede que haya todavía algún escritor armando jaleo por ahí o algún grupo dispuesto a reanudar sus actividades —objetó.
—Eso no puede intimidar a dos héroes como ustedes. Vamos, ¡pronto!
Cuando Gaspard se dirigía hacia la puerta, ésta se abrió de par en par. Flaxman tuvo un sobresalto. En el umbral había aparecido una mujer bajita, de rostro compungido, vestida de negro.
—Perdonen, caballeros —dijo la mujer con voz llorosa—, pero me han dicho que pregunte aquí. Por favor, ¿saben algo de un hombre alto y robusto acompañado de un niño delgado? Esta mañana salieron de casa para visitar las máquinas de redactar. Los dos llevaban unos elegantes trajes de color turquesa con hermosos botones de nácar.
Gaspard salió con disimulo mientras la mujer seguía hablando. En aquel momento resonó un grito al final del pasillo. La señorita Rubores estaba de pie ante la puerta del lavabo, con sus pinzas pegadas a sus metálicas sienes de color rosa. Luego echó a correr alargando las pinzas hacia la mujer bajita y gritando con voz compungida:
—¡Valor, mi querida amiga! ¡Prepárese a recibir malas noticias!
Mientras Gaspard iniciaba con sensación de alivio el descenso de la averiada escalera mecánica, le siguió no sólo Zane Gort, sino también el grito admonitorio de Flaxman:
—¡No olviden que la enfermera Bishop estará nerviosa! ¡Tiene que transportar un cerebro!
La estancia carecía de ventanas, iluminada sólo por el resplandor de media docena de pantallas de televisión colocadas, al menos aparentemente, sin orden ni concierto. Las imágenes que aparecían en las pantallas eran insólitamente agradables: estrellas, naves espaciales, paramecios, personas y simples páginas impresas. Casi todo el centro y una pared de la estancia estaban ocupadas por mesas donde se habían instalado las pantallas de televisión y algunos instrumentos. Las otras tres paredes estaban irregularmente atestadas de pequeños estantes fijados a diferentes alturas, sobre los cuales reposaban unos huevos de plata oscura, de tamaño algo superior al de una cabeza humana. Era una plata extraña. Hacía pensar en nieblas y claros de luna, hermosos cabellos blancos, monedas antiguas a la luz de las velas, alcobas de mujer, frascos de perfume, el espejo de una princesa, un antifaz de Pierrot, la armadura de un príncipe–poeta.
La habitación sugería rápidas secuencias de impresiones. En un momento dado era un criadero fantástico, una incubadora de robots sacada de un cuento de hadas, la madriguera de un brujo llena de infames trofeos, la exposición de un escultor en metal; y poco después parecía que los huevos plateados eran cabezas, inclinadas en silenciosa comunión, de alguna raza metálica.
Esta última impresión se acrecentaba porque cerca de la base de cada huevo, en el extremo más estrecho, había tres manchas oscuras, dos arriba y una abajo, que sugerían un rudimentario triángulo ojos–boca bajo una frente enorme y lisa. Vistos de cerca, aquellos puntos oscuros resultaban ser tres simples enchufes, la mayoría vacíos, aunque algunos tenían conectados cables eléctricos procedentes de otros instrumentos. Éstos eran de muy diversos modelos, pero al mirar con detenimiento la instalación, se descubría que el enchufe superior derecho del huevo estaba siempre conectado a una pequeña telecámara; el superior izquierdo, a una especie de micrófono u otro captador de sonido, y el inferior a un pequeño altavoz. Había excepciones: a veces, el enchufe inferior de un huevo estaba directamente conectado al superior izquierdo de otro huevo. Era como una comunicación de boca a oreja.