Todos los sentidos eran asaltados. Escuchó ráfagas de suave y etérea música, tan seductora como los cantos de tas sirenas, punteada por el murmullo de lentos besos, el restallar de látigos contra carnes núbiles, el tableteo de pistolas ametralladoras y el fantasmal rugido de bombas atómicas. El olfato de Gaspard captó aromas de cenas exquisitas, fogatas de leña, agujas de pino, naranjos en flor, pólvora negra, marihuana, almizcle y perfumes tan caros como «Fer de Lance» y «Nébula Número Cinco». Él sabía que si alargaba la mano y tocaba cualquier libro, sería como si tocara terciopelo, visón, pétalos de rosa, cuero español, arce pulido a mano, bronce intensamente patinado, corcho venusino o cálida piel femenina.
Por un instante, incluso la idea de dos horas de intimidad con Eloísa Ibsen dejó de parecerle excesiva. Mientras se acercaba a los expositores de libros, dispuestos como adorno en un frondoso árbol de Navidad (exceptuando las estanterías austeramente modernistas con libros–bobina para robots), Gaspard frenó todavía más sus pasos para prolongar el placer de la anticipación.
Al contrario que casi todos los escritores de su época, Gaspard de la Nuit disfrutaba leyendo libros, especialmente los casi somníferos productos de la máquina redactora, escritos en lo que solía llamarse «mecalingua», con sus cálidas nubes sonrosadas de adjetivos, los verbos activos soplando como vientos salvajes, los sustantivos cuatridimensionalmente sólidos y las conjunciones y preposiciones soldadas al arco eléctrico.
En aquel preciso instante se dispuso a gozar de dos placeres: escoger y comprar un libro para leerlo aquella noche, y ver expuesta una vez más su primera novela,
Contraseña de pasión
, fácilmente distinguible por la muchacha de la cubierta que se despojaba de siete faldas de distintos colores: todo un espectro luminoso. En la contraportada había una estereoimpresión del propio Gaspard, con su batín negro en un gabinete Victoriano, inclinado sobre una esbelta y hermosa muchacha con peinado lleno de largos pasadores y corpiño de encaje generosamente escotado. Encabezando el grabado podía leerse: «Gaspard de la Nuit tomando datos para su
opera magna
». Y debajo: «Gaspard de la Nuit es un ex lavaplatos francés que ha desempeñado múltiples profesiones: camarero en una nave espacial, ayudante de abortador (en este caso con el fin de recoger pruebas para la Policía), taxista en Montmartre, ayuda de cámara de un vizconde del
antiguo régimen
, leñador en los bosques del Canadá francés, estudiante de leyes divorcistas interplanetarias en la Sorbona, misionero hugonote entre los marcianos negros y pianista en una
maison de lote
. Bajo la influencia de la mescalina ha revivido las vidas ignominiosas de cinco notorios alcahuetes parisienses. Ha pasado tres años como paciente en clínicas mentales, donde en dos ocasiones intentó asesinar a una enfermera. Diestro submarinista en la mejor tradición de su compatriota el capitán Cousteau, ha presenciado los sádicos ritos sexuales submarinos de los tritones venusinos. Gaspard de la Nuit escribió
Contraseñas de pasión
en dos días y un tercio con una Redactora Rocket último modelo equipada con adverbios flotantes y un sistema de inducción de suspense de cinco segundos. Pulió la novela con una Superrefinadora Simón. "Por méritos destacados en el empaquetamiento de prosa", De la Nuit fue premiado por el Presidium de Editores con un viaje de tres noches al exótico Antiguo Manhattan Inferior. En la actualidad está recogiendo datos para su segunda novela:
Arrimarse con pecadores
».
Gaspard se sabía aquellas palabras de memoria y también sabía que eran completamente falsas, a excepción del detalle de que había invertido siete turnos en la elaboración de su sexy–novela. Nunca había despegado de la Tierra, visitado París, practicado un deporte más arriesgado que el ping–pong, desempeñado un oficio más exótico que el de chupatintas, ni padecido una psicosis digna de mención.
En cuanto a lo de «recoger datos»… Bueno, sus principales recuerdos de aquella sesión fotográfica eran los de unos focos estéreo hirientes y la modelo lesbiana reprochándole con insistencia su mal aliento e insinuándose con su delgado y sinuoso torso a la hombruna fotógrafo. Desde luego, ahora tenía a Eloísa Ibsen, y estaba obligado a admitir que ella valía por tres mujeres al menos.
Sí, aquella propaganda era mentira y Gaspard se la sabía de memoria, pero no dejaba de ser un placer releerlo en el quiosco–librería, comprobando y volviendo a saborear todos sus matices de rastrera y halagadora fascinación.
Cuando ya alargaba la mano hacia el luminoso libro (la muchacha de la cubierta se disponía a despojarse de su última falda, color violeta), un rugiente chorro de llamas brotó de alguna parte y chamuscó en un instante el mundo pigmeo de la muñeca erótica. Gaspard retrocedió de un salto, deslumbrado aún por su sueño que acababa de convertirse en una pesadilla. En tres segundos, el encantador quiosco–librería fue un mustio esqueleto con acorchados colgajos negros. La llama se apagó y un coro de criminales risas reemplazó su rugido. Gaspard reconoció una de ellas.
—¡Eloísa! —exclamó en tono de incredulidad.
En efecto, allí estaba su amante, a quien él creía acostada y almacenando libido, con sus vigorosos rasgos convulsionados de diabólica alegría, sus negros cabellos al viento como los de una ménade y sus rotundas formas que amenazaban con hacer estallar las ceñidas ropas, blandiendo una siniestra bola negra en la derecha.
A su lado se hallaba Hornero Hemingway, un maestro escritor de cabeza rapada al que Gaspard siempre había calificado de gaznápiro, aunque últimamente Eloísa se mostraba aficionada a repetir sus observaciones estúpidamente lacónicas. Los elementos distintivos de su atuendo eran un chaleco de pana del que colgaban numerosos petardos, y un ancho cinturón del que pendía un hacha. En sus velludas zarpas se veía el tubo humeante de un lanzallamas.
Detrás de ellos vio a dos fornidos oficiales escritores con camisetas a rayas y boina de color azul oscuro. Uno de ellos sostenía el depósito del lanzallamas, el otro un subfusil ametrallador y, en una pequeña asta, una bandera con un «30» negro sobre fondo gris.
—¿Qué haces aquí, Eloísa? —preguntó Gaspard débilmente, todavía impresionado.
Su valquiria de pasión se puso en jarras.
—¡Me ocupo de mis propios asuntos, sonámbulo! —respondió con una mueca—. ¡Ráscate la cera de los oídos! ¡Quítate las gafas! ¡Airea un poco tu apolillado cerebro!
—Pero ¿por qué estáis quemando libros, querida?
—¿Llamas libros a eso? ¡Gusano! ¡Reptil! ¿No has deseado nunca escribir algo realmente tuyo? ¿Algo sobresaliente?
—Desde luego que no —respondió Gaspard, escandalizado—. ¿Cómo podría hacerlo? Querida, no me has dicho por qué estáis quemando…
—¡Esto no es más que un anticipo! —le interrumpió Eloísa—. Un símbolo. —Su sonrisa se volvió diabólica mientras añadía—: ¡La destrucción vital aún está por llegar! Vamos, Gaspard, tú puedes ayudar. ¡Deja a un lado la pereza y juega a ser un hombre!
—¿Ayudar a qué? Todavía no me has dicho… Esta vez la interrupción procedió de Hornero Hemingway:
—Estás perdiendo el tiempo, muñeca.
Y dedicó a Gaspard una desdeñosa mirada.
Gaspard le ignoró.
—¿Y qué es esa bola negra que llevas en la mano Eloísa? —quiso saber.
La pregunta pareció divertir a su atlética hurí.
—Has leído un montón de libros, ¿no es cierto, Gaspard? ¿No has leído nada sobre el nihilismo y los nihilistas?
—No, querida; faltaría a la verdad si dijera lo contrario.
—Bueno, ya lo harás, cariño, ya lo harás. En realidad, vas a descubrir lo que se siente al ser uno de ellos. Dale tu hacha, Hornero.
De súbito, Gaspard recordó la pregunta de Zane Gort.
—¿Estáis haciendo huelga? —inquirió, en tono de incredulidad—. Eloísa, no me habías dicho una sola palabra.
—¡Desde luego que no! No podía confiar en ti. Tienes muchas debilidades…, especialmente en lo que respecta a las máquinas redactoras. Pero ahora tendrás oportunidad de probarte a ti mismo. Coge el hacha de Hornero.
—No arreglaréis nada con la violencia —protestó Gaspard, aprensivo—. La avenida está llena de robots esbirros.
—No se meterán con nosotros, camarada —afirmó Hornero Hemingway enigmáticamente—. Hemos drogado a esos sodomitas de hojalata. Si lo único que te preocupa es eso, camarada, puedes agarrar el hacha y destrozar tranquilamente algunas máquinas de redactar.
—¿Destrozar máquinas de redactar? —boqueó Gaspard como si dijera: «¿Asesinar al Papa?», «¿Envenenar el Lago Michigan?» o «¿Hacer estallar el sol?»
—¡Sí, destrozar máquinas de redactar! —gritó su atractiva devoradora de hombres—. ¡Rápido, Gaspard, elige! ¿Eres un verdadero escritor o un esquirol? ¿Eres un héroe o un saboteador al servicio de los editores?
Una expresión decidida asomó al rostro de Gaspard.
—Eloísa —dijo en tono firme, acercándose a ella—, vas a venir a casa conmigo ahora mismo.
Una enorme y velluda zarpa le detuvo y le tumbó de espaldas sobre el pavimento de símil–goma.
—La señora se irá a casa cuando ella lo estime pertinente, camarada —dijo Hornero Hemingway—. Conmigo.
Gaspard se puso en pie de un salto y lanzó un gancho de izquierda destinado a la mandíbula del zafio gigante, pero el puño izquierdo de Hornero se estrelló antes contra su pecho, dejándole sin respiración.
—¿Y te llamas a ti mismo escritor, camarada? —inquirió Hornero en tono de perplejidad mientras descargaba su otro puño, que un momento después extinguía la conciencia de Gaspard—. ¡Si ni siquiera has pasado el aprendizaje!
Resplandecientes en sus holgados trajes color turquesa con botones nacarados a juego, padre e hijo se habían parado con aire complacido ante la máquina redactora de Gaspard. Ningún escritor del turno de día se había presentado. Joe el Guardián dormía de pie junto al reloj automático. Los demás visitantes se habían marchado. Un robot de color rosa había venido de alguna parte y estaba sentado silenciosamente sobre un taburete, en el extremo más lejano de la abovedada estancia. Sus pinzas se movían sin cesar. Al parecer, estaba haciendo calceta.
padre: Aquí están, hijo. Mira arriba. Vamos, vamos, no te eches tanto hacia atrás.
hijo: Es muy grande, papá.
padre: Sí, muy grande. Eso es una máquina de redactar, hijo; una máquina que escribe libros de ficción.
hijo: ¿Escribe mis libros de historia?
padre: No. Escribe novelas para adultos. Una máquina de tamaño considerablemente menor, en realidad de tamaño infantil, escribe tus pequeñas…
hijo: Vámonos, papá.
padre: ¡No, hijo! Querías ver una máquina de redactar, suplicaste una y otra vez, y me costó muchísimo conseguir un pase de visitante, de modo que ahora vas a mirar esta máquina de redactar y escucharás las explicaciones que voy a darte.
hijo: Sí, papá.
padre: Bien… Verás, esto es… no. Mira, es como…
hijo: ¿Es un robot, papá?
padre: No, no es un robot como el electricista o tu profesor. Una máquina de redactar no es una persona como un robot, aunque los dos sean de, metal y funcionen por medio de la electricidad. Una máquina de redactar es como un ordenador electrónico, con la diferencia de que maneja palabras en vez de números. Es como una gran máquina de jugar al ajedrez o hacer… la guerra, solo que efectúa sus movimientos sobre una novela y no sobre un tablero o un campo de batalla. Claro que una máquina de redactar no está viva como un robot y no puede moverse. Sólo puede escribir libros de ficción.
hijo
(dándole un puntapié a la máquina)
: ¡Viejo cacharro!
padre: No hagas eso, hijo. La realidad es que hay muchas maneras de contar un argumento.
hijo
(dándole otro puntapié a la máquina con aire aburrido)
: Si, papá.
padre: Todo depende de las palabras que se hayan escogido, pero una vez se ha elegido una, las siguientes deben encajar con ella. Tienen que transmitir la misma emoción o formar parte de la misma atmósfera y encajar en la trama del argumento con micrométrica precisión. Te explicaré eso más tarde.
hijo: Sí, papá.
padre: Una máquina de redactar recibe la sinopsis de un relato; entonces recurre a su gran banco de memoria, mucho mayor incluso que el de papá, y recoge la primera palabra al zar. A eso le llaman «jugar a lo que salga». También puede ser el programador quien dé la primera palabra. En este caso, cuando la máquina recoge la segunda palabra debe conseguir una que tenga la misma atmósfera, y así sucesivamente. Alimentando a la máquina con la misma trama y con un centenar de primeras palabras distintas, una cada vez, desde luego, escribiría cien novelas completamente diferentes. Desde luego, la cosa es mucho más complicada, demasiado complicada para que un niño la comprenda, pero así es como funciona.
hijo: ¿Una máquina de redactar cuenta siempre la misma historia con diferentes palabras?
padre: Bueno, en cierto sentido, sí.
hijo: Me parece una estupidez.
padre: No es una estupidez, hijo. Todos los adultos leen novelas. Papá lee novelas.
hijo: Sí, papá. ¿Quién es ésa?
padre: ¿A quién te refieres?
hijo: A ésa que viene hacia aquí. Uña señora que lleva unos pantalones azules muy ceñidos y la camisa desabrochada.
padre: ¡Ejem! No mires, hijo. Es una escritora.
hijo
(sin dejar de mirar)
: ¿Qué es una escritora, papá? ¿Una de esas mujeres malas de las que tú me hablaste, como las que intentaron hablar contigo en París, y tú no quisiste?
padre: ¡No, no, hijo! Un escritor o una escritora es simplemente una persona que está al cuidado de una máquina de redactar, le quita el polvo, etcétera. Los editores pretenden que el escritor ayuda a la máquina a escribir el libro, pero eso es una fantasía, hijo, un truco propagandístico para que la cosa resulte más emocionante. A los escritores, como a los gitanos, se les permite vestir y comportarse de un modo extravagante; todo ello forma parte de un acuerdo sindical que se remonta a la época en que fueron inventadas las máquinas de redactar. Pero no debes creer…
hijo: Esa señora está metiendo algo en esta máquina de redactar, papá. Una cosa negra y redonda.
padre
(sin mirar)
: La está engrasando, o cambiando una lámpara, o haciendo algo que se supone que debe hacer. Ahora, no creerías lo que papá va a decirte, si no fuera porque te lo dice papá. Antes de que se inventaran las máquinas de redactar…
hijo: Está echando humo, papá.
padre
(todavía sin mirar)
: No me interrumpas. Probablemente ha vertido el aceite o algo por el estilo. Antes de que se inventaran las máquinas de redactar, los escritores escribían realmente narraciones. Tenían que buscar…
hijo: La escritora se marcha corriendo, papá.
padre: No me interrumpas. Tenían que buscar a través de sus recuerdos cada palabra de la narración. Debió ser algo…
hijo: Sigue echando humo, papá. Y salen chispas.
padre: Te he dicho que no me interrumpas. Debió ser un trabajo terriblemente duro, como construir las pirámides.
hijo: Sí, papá. Todavía…