Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
—¿Acaso no eres una esclava?
Se volvió para mirarme, con los puños apretados.
—¿Por qué me compraste?
—Para llevar a cabo mis planes.
—Y lo he hecho —dijo.
—Sí.
—Y ahora podrías venderme.
—O matarte.
—Cuando me viste en el mercado de esclavos de Lydius, o cuando me hiciste encadenar a la barra para adquirirme, ¿pensaste tan solo en tus planes, en tus propósitos entonces?
—No —hube de admitir.
—Esta noche he tocado tu brazo —bajó la cabeza—. Me ha costado mucho hacerlo. He luchado conmigo durante varios ahns, pero al final he alargado la mano para hacerlo. No he podido evitarlo. Te he tocado y tu mirada ha sido implacable.
No respondí.
—Ya no soy una mujer pantera —prosiguió. Luego alzó los ojos para mirarme y lo que dijo me sorprendió—. Ni deseo serlo.
No dije nada.
—En la bodega me enseñaste lo que significa ser mujer —dijo.
La vi frente a mí. No era más que una esclava.
—Por favor, amo —suplicó ella—, encadéname.
—¿Aprendes tus lecciones?
—Sí. A veces soy algo torpe. Tal vez no lo entiendas. Hace falta cierta habilidad, incluso delicadeza. Aunque parezcan tareas fáciles, no siempre carecen de dificultad. No es fácil hacer esas cosas bien.
—Tanto si exigen habilidad como si no, esas tareas son serviles —me alejé de ella.
—¡Encadéname! —exclamó.
Me volví para mirarle cara a cara.
—No —le dije.
De pronto me miró con insolencia. Me desafió con todo su cuerpo, con sus ojos y sus palabras.
—¡Encadéname! —exigió.
—No.
—¡Úsame o entrégame a tus hombres!
La miré.
Retrocedió un paso. Estaba asustada. Había obrado con insolencia.
Dí un paso hacia ella. Me miró a los ojos, que eran los de un amo goreano.
La abofeteé cruelmente, volviéndole la cara hacia un lado. Le sangraba el labio.
Volvió el rostro para mirarme, con los ojos vidriosos y sangre en la cara.
Con una mano retiré el cordón que sujetaba sus cabellos y le arranqué la prenda de lana blanca sin mangas con que se cubría. Me incliné sobre la arena y recogí las cadenas.
—¡No! —dijo ella.
Sujetándola por el brazo, andando a trompicones, la lleve hasta la oscuridad del pequeño cobertizo de lona junto al
Tesephone
.
Allí, la arrojé sobre la arena, a mis pies. Le puse las cadenas de esclava.
No se movió. Me senté entonces junto a ella, en la oscuridad, sobre la arena, bajo la lona que nos cubría. Tomé su cabeza entre mis manos. Al hacerlo noté que movía la cabeza y sollozaba. Besó la palma de mi mano.
—Sé amable conmigo —suplicó.
Reí suavemente. Se movió y las cadenas hicieron ruido.
Besé sus labios. Recorrí su cuerpo con la punta de mi dedo. Sentí su abandono inmediato, repentino. Me maravilló. Comenzó a respirar pesadamente. Como un amo goreano lleno de curiosidad, rocé sus pechos con suavidad. Eran tiernos, estaban pletóricos, llenos de sangre. Me gustó. Los besé con cuidado. Sus respuestas no fueron fingidas.
—Eres una esclava excitada —le dije.
No respondió, pero volvió la cabeza hacia un lado. La oí llorar.
Volví a acariciarla. Me produjo un placer increíble sentir su cuerpo, el de una esclava, moverse espasmódicamente. El cuerpo de Sheera, de la que una vez fuera una orgullosa mujer pantera, de la que ahora llevaba un collar de esclava alrededor del cuello y una marca en el muslo, de la que ahora no era más que un animal que se movía, latía, sumiso y de manera incontrolable, al menor contacto con el de su amo.
Suavemente, con todo tipo de precauciones, sosteniendo mi arco de madera amarilla de Ka-la-na, me movía por entre los matorrales y los árboles.
En mi cadera se apoyaba el carcaj, con las flechas agrupadas, que eran negras, recubiertas de acero y adornadas con plumas de gaviota del Vosk.
Iba vestido con una prenda de color verde con motas y rayas irregulares de color negro. Si no me movía, si permanecía quieto entre los matorrales y los árboles jóvenes, entre sol y sombra, resultaba difícil detectar mi presencia, incluso a algunos metros.
Moverse era peligroso, pero era algo que había que hacer, para comer y para cazar.
Vi un pequeño urt escurrirse corriendo entre los matorrales. No era fácil que me tropezase con algún eslín hasta el anochecer. También las panteras cazaban básicamente de noche, pero a diferencia del eslín, no eran animales invariablemente nocturnos. La pantera, cuando tiene hambre o se siente irritada, ataca.
Sobre mi cabeza había algunos pájaros cotorreando incesantemente, saltando de rama en rama, luciendo sus brillantes colores.
Aquel día no había demasiada brisa. Puesto que los árboles eran más grandes y los matorrales espesos. El bosque resultaba caluroso. Aparté un insecto de mi rostro.
Me encontraba muy por delante de mis hombres, explorando el camino. Habíamos partido al amanecer el día anterior, Llevaba diez hombres, incluyendo a Rim. Thurnock se había quedado atrás, como responsable del campamento. Oficialmente habíamos entrado en el bosque para cazar eslines.
Habíamos hecho un recorrido muy hacia el este y el norte.
No nos aproximaríamos al campamento de Verna y a su círculo de danza a través del camino marcado en los árboles.
Mis hombres transportaban redes de eslín, como si fuesen cazadores de este tipo de animales. Semejantes redes, sin embargo, nos serían igualmente útiles para atrapar mujeres pantera, llegado el caso.
Les había dado a Verna y a su grupo su oportunidad. Aparté otro insecto de mi rostro.
Pensé en Talena, la bella Talena. Renovaríamos nuestro compromiso de Libres Compañeros. Ella ocuparía su lugar junto a mí.
Sería una unión deseable y excelente.
Los pájaros siguieron revoloteando por encima de mi cabeza, mientras yo pasaba con el máximo cuidado por debajo de ellos. En ocasiones, cuando me movía bajo sus ramas por primera vez, guardaban silencio, pero luego, al cabo de un momento, al ver que me alejaba de ellos, volvían a cantar de nuevo y a saltar de una rama a otra. Me detuve para frotarme la ceja con el antebrazo. Casi al instante ellos se detuvieron, sujetándose en las ramas, interrumpiendo sus trinos. Si me hubiese sentado entonces, o echado, o quedado de pie durante un rato, sin hacer ningún tipo de movimiento amenazador hacia ellos, se habrían puesto a cantar y a buscar comida y a volar en seguida.
Proseguí mi camino.
Rim había regresado de Laura la tarde del día anterior a nuestra salida del campamento. Regresaron con él Arn, a quien se había encontrado en Laura, y cuatro hombres. Arn había oído comentar en Lydius que habíamos adquirido a la pequeña Tina, tal y como yo pensé. Estaba interesado en obtenerla, ahora que era una esclava. No había olvidado lo que le había sucedido con ella cuando la muchacha era libre. Arn y sus hombres estaban ahora con los míos, siguiéndome. Tenían interés en atrapar mujeres pantera. Pensé que sus servicios podrían venirnos bien.
No le había dado a Arn una respuesta definitiva a su petición de quedarse con Tina. No es que tuviera nada en contra de vendérsela o entregársela. Los inconvenientes provenían de Tina, pero eran algo que no había que tomar en cuenta puesto que ella era una esclava. Pero yo sabía que uno de mis hombres, el joven Turus, el que poseía un brazalete de amatistas, tenía cierto interés por ella.
Era algo después del mediodía goreano. Atisbaba el sol por entre las ramas y ello me permitía calcular el tiempo. Luego fijaba la vista de nuevo en el verdor del bosque.
Seguí adelante entre los árboles y los matorrales.
Esperaba localizar el campamento de Verna antes de la caída del sol, y poder así organizar nuestro ataque, con las redes, para el amanecer.
El día de mi partida del campamento, al amanecer, llegaron a él cuatro esclavas de paga, vestidas con sedas amarillas, venidas desde Laura, encadenadas en una chalupa. Llegaron cuando nosotros ya no estábamos allí. A eso había ido Rim a la ciudad. Según él, eran unas bellezas. Esperaba que tuviese razón, pues su amo, Hesius, propietario de una taberna en Laura, no le había cobrado unos precios excesivos por ellas, ni por entregárnoslas. Podíamos tenerlas con nosotros por un discotarn de cobre al día. Además, Hesius le había dicho a Rim que enviaría vino con ellas sin cobrarle nada por esto. No me hacía particularmente gracia el vino, pero no tenía nada en contra de su inclusión en nuestro encargo.
Rim merecía mi confianza. Sabía que tenía buen ojo para las mujeres hermosas. Si él hablaba bien de las cuatro esclavas de paga, sin duda serían espléndidos ejemplares.
De pronto me detuve.
Los pájaros habían dejado de trinar.
Bajé la cabeza rápidamente.
La flecha fue a dar al tronco de un árbol que se hallaba a menos de dos centímetros de mi rostro, golpeándolo con un sonido seco y duro.
Me pareció ver, a unos setenta y cinco metros de donde me encontraba, entre los árboles, un movimiento furtivo, el de un cuerpo humano.
Después sólo se oyó el silencio de bosque.
Me sentí furioso. Me habían descubierto. Si mi asaltante llegaba a su campamento, toda esperanza de un ataque por sorpresa se habría perdido. Las muchachas, alertadas, podrían abandonarlo llevándose a Talena consigo. Los planes que había elaborado tan cuidadosamente se vendrían abajo.
Me lancé rápidamente en su busca.
En unos instantes me encontré en el punto desde el que habían lanzado la flecha. Sobre las hojas y las hierbas se veían claramente las huellas de quien había estado de pie allí.
Recorrí el bosque con la mirada.
Seguí su rastro.
Una hoja doblada, una piedra movida me lo mostraban.
Mi asaltante me llevaba bastante distancia y ésta se mantuvo durante más de un ahn. Sin embargo, no tenía demasiado tiempo para borrar debidamente su rastro. Mi persecución era rápida, acalorada, y tenaz. Dado que mi atacante huía a toda velocidad no resultaba difícil de seguir. Hojas pisadas, ramas rotas, piedras movidas, hierba inclinada, huellas, todo delataba el rastro claramente para el ojo habituado a efectuar rastreos.
Por dos veces más, disparó flechas contra mí.
Por dos veces pude ver la sombra del cuerpo escurriéndose por entre las ramas y los árboles y entre el juego de luces de sol y sombra. Escuché varias veces las pisadas huir corriendo para alejarse de mí.
Pero yo la perseguía a toda velocidad, acortando distancias.
Mi arco era fuerte y tenía preparada una flecha de tallo de madera, revestida de acero, adornada con plumas de gaviota del Vosk.
Fuera como fuese no podía permitir que aquella mujer estableciese contacto con sus compañeras.
Otra flecha se clavó cerca de mí, con un sonido rápido y agudo.
Agaché la cabeza inclinándome hacia delante. No pude oír el sonido de aquellas pisadas alejándose de mí.
No se observaba ningún movimiento en la maleza por delante de mí.
Sonreí. Mi atacante estaba oculto en la espesura que había delante, esperando.
Excelente, pensé, excelente.
Pero me enfrentaba con la parte más difícil de la persecución. Ella esperaba, invisible, en la espesura, sin moverse, con el arco preparado.
Inmóvil, escuché cuidadosamente el canto de los pájaros.
Alcé la cabeza hacia los árboles de la espesura que quedaba frente a mí. Vi claramente en qué lugares se movían los pájaros y dónde no.
No tensé el arco. No tenía pensado penetrar inmediatamente en la espesura.
Estudié las sombras durante un cuarto de ahn.
Deduje que mi atacante, dándose cuenta de mi feroz persecución, habría girado en el interior del bosque y me estaría esperando con el arco a punto para disparar contra mí.
Es muy doloroso sostener un arco tensado durante más de un ehn o dos.
Pero aflojarlo, relajarse, implica moverse y no estar preparado para disparar.
Los pájaros se movían por encima de mí.
Seguí estudiando las sombras y los fragmentos de sombra.
Esperé, tal y como un guerrero goreano espera.
Luego, finalmente, vi el movimiento casi imperceptible que había estado esperando.
Sonreí.
Ajusté la flecha a la cuerda. Alcé el arco de madera amarilla de Ka-la-na.
Se oyó un repentino grito de dolor surgir de entre los arbustos, el sol y las sombras.
¡Era mía!
Me lancé hacia delante.
En un instante me encontré frente a ella.
Había quedado clavada sobre un árbol por el hombro. Le brillaban los ojos. Tenía la mano puesta sobre el hombro. Al verme, intentó hacerse con el cuchillo de eslín que llevaba al cinto. Era rubia y tenía los ojos azules. Su cabello estaba manchado de sangre. Le arrebaté el cuchillo y, con rudeza, le até las manos delante de su cuerpo, inmovilizándolas con unas esposas. Le costaba respirar. De su hombro sobresalía la flecha. Improvisé una mordaza con parte de una cuerda que llevaba, para impedir que gritase. Di un paso hacia atrás. Aquella mujer pantera no había de avisar a nadie. No interferiría en los planes de Bosko de Puerto Kar.
Quedó frente a mí sufriendo, amordazada y con las muñecas sujetas en unas anillas apretadas contra su vientre.
Le quité las pieles que llevaba puestas, así como su zurrón y las armas. Era mía.
Me acerqué a ella y mientras gritaba de dolor, le arranqué la flecha.
Cayó de rodillas y, al haber desaparecido la flecha, sus heridas empezaron a sangrar. Comenzó a temblar. Pensé en la conveniencia de dejar salir algo de sangre de las heridas para que así las limpiase.
Saqué la punta de la flecha del tronco del árbol en el que se había incrustado para no dejar señales. Lancé las pertenencias de la muchacha y sus armas entre la maleza.
Entonces me senté junto a ella y le cubrí las heridas con las pieles que le había quitado antes.
Arrojé tierra y hojas con el pie, sobre las manchas de sangre que habían quedado en el suelo.
Por último, la tomé en brazos y la llevé por donde habíamos venido, siguiendo nuestro propio rastro y pisando sobre nuestras propias huellas durante un cuarto de ahn.
Cuando me pareció que ya la había llevado lo suficientemente lejos, tan lejos que no me cabía la menor duda de que nadie podría oírla o de que no habría nadie a quien ella desease llamar, la senté en el suelo, y la apoyé contra un árbol.