Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
Después de tomar a la mayoría de las muchachas de Hura, que habían sido drogadas en el campamento, no había vuelto a atacar a Sarus y a sus hombres, ni a Hura y sus favoritas. Esta última, tras reunir a veintiuna muchachas, entre ellas a Mira, se había unido a Sarus en su camino hacia el mar.
Oí cómo las muchachas de Hura gritaban, llenas de júbilo, mientras emergían de entre los árboles para dirigirse a la playa.
Vistiendo sus exiguas pieles de mujeres pantera, corrían hacia el agua, fría y salada, y se adentraban en ella, mojando sus piernas.
Reían y gritaban.
Tras ellas se acercaba el grupo de las esclavas, encabezado por Sheera desnuda y atada, mostrando en su cuerpo las marcas escarlata de los azotes del látigo. Vi a Cara detrás de ella, cubierta con el pedazo de lana blanco que aún conservaba, y, detrás de ella, a Tina. A ésta la seguía Grenna. Detrás de Grenna avanzaba la primera de las mujeres de Verna, todavía con sus pieles de pantera. En medio de las mujeres pantera, tratando en vano de liberarse de sus ataduras, apareció Verna. Lo único que quedaba de la reluciente seda de esclava con que había emprendido la marcha era un jirón amarillo alrededor de su cuello, prendido del collar de Marlenus, que llevaba puesto todavía. Recordé lo magníficamente que había reaccionado, siendo una desvalida esclava, ante el imperioso contacto con el gran Marlenus de Ar, el increíble Ubar de Ubares. Ahora, incapaz de liberarse, permaneció desconsoladamente en su puesto, atada a él, tan impotente como lo estaría cualquier otra mujer. Seguía llevando grandes y dorados pendientes. A continuación llegó el resto de las mujeres de Verna, vestidas con pieles de pantera y, detrás de ellas, cerrando el grupo, esclavas que habían pertenecido y servido a Marlenus y a sus hombres, en su campamento. Figuraban en la cadena, simplemente, como propiedad capturada.
Mira se aproximó a las bellas esclavas y, casi en el centro, por delante de Verna, asió la tira de piel que rodeaba los cuellos de las muchachas, tirándolas hacia sí y formando una V en dirección a la orilla.
—¡Venid, esclavas! —ordenó.
Me di cuenta de que Mira permanecía aún entre las muchachas de Hura, lo que significaba que su participación en la traición a las mujeres pantera todavía no había sido descubierta.
—Al agua —ordenó Sarus.
Marlenus se levantó y con orgullo, desnudo, con una cadena en torno a su cuello y las muñecas atadas por detrás de la espalda, empezó a descender hacia el agua. Los otros veinte hombres, Rim detrás de él, y a continuación Arn y los hombres de Marlenus, encadenados, le siguieron.
Ya no llevaban las cadenas en torno a sus tobillos. Se las habían quitado para que pudieran moverse más rápidamente a través del bosque, eludiendo a los perseguidores de los hombres de Tyros y las muchachas de Hura.
Además, ahora sus cadenas llevaban cerraduras, lo que permitía un más fácil manejo. Así, si hubiera sido necesario, todos podrían haber sido abandonados en un momento, quizá disimulados entre árboles o rocas, todos excepto Marlenus, el objetivo central de su persecución, de su planeado secuestro.
Desde la espesura contemplé a mis enemigos.
No se observaban señales de velas a lo largo del espléndido Thassa. El círculo del horizonte estaba vacío. En el cielo se movían rápidamente las nubes blancas. Oí el grito de los pájaros del mar, gaviotas de alas amplias, y los pequeños tibits de patas delgadas, picoteando en la arena en busca de diminutos moluscos. En el aire reinaba un olor de sal. El Thassa era hermoso.
Seguramente Sarus y sus hombres, al año haber sido atacados desde la noche en que las muchachas fueron drogadas, estaban convencidos de que los mercaderes que los habían acosado por fin habían quedado satisfechos. Probablemente habían dejado atrás, esparcidas y desvalidas, suficientes bellezas para satisfacer los anillos de Harl de casi todas las cadenas de los comerciantes de esclavas. ¡Qué le importaba a Sarus que más de ochenta de sus aliadas pudieran hallarse ahora encadenadas en un campamento de esclavas, gritando ante el contacto de acero! Él había logrado escapar, junto a sus hombres y a Marlenus de Ar. Sin duda, incluso Hura no estaría descontenta con el negocio. ¿Por qué preocuparse de que la mayoría de sus muchachas se hubieran convertido en esclavas, mientras no fuera ella quien sintiera los brazaletes en torno a sus muñecas, mientras no fuera ella quien tuviera que vivir atemorizada, llevando un collar, sometida al placer de un hombre, a su contacto, al acero de sus cadenas y al cuero de su látigo?
Y, por si los comerciantes de esclavas que los habían perseguido desearan continuar el pillaje, les habían dejado setenta y cinco esclavos indefensos debido al peso de sus cadenas.
Probablemente este número sería suficiente para satisfacer a cualquier comerciante.
El razonamiento de Sarus había sido bueno, sólo que yo no era ningún mercader de esclavos.
Encadenados, Marlenus, Rim, Arn y los otros sentían el agua a la altura de sus tobillos. El gran Ubar apretaba los puños. Permanecía ante las iluminadas y deslumbrantes aguas, orientado en la dirección en que debía estar Tyros.
Bajo las órdenes de Mira, las veinticuatro esclavas se arrodillaron en la arena, cerca de la orilla, en la postura de las esclavas del placer.
También ellas miraban hacia Tyros.
Los hombres, vestidos con sus túnicas de Tyros, arrojaron sus sombreros al aire, vitoreando, arrojándose agua unos a otros, riendo. Detrás de ellos quedaba el bosque. Habían llegado, a salvo, al mar. Desde la oscuridad del bosque, sonreí.
A lo largo de la tarde observé a las esclavas; agrupadas en parejas y cada par bajo la vigilancia de un hombre de Tyros y de una mujer pantera, recogieron trozos de madera a la deriva y ramas rotas del bosque.
Amontonaron toda esta madera sobre la playa, a unos veinte metros sobre la línea de marea alta, y formaron con ella una baliza.
Una vez encendida, constituiría la señal para los barcos.
Cara y Tina habían sido encadenadas juntas, formando una pareja. Sheera y Grenna, que anteriormente eran mujeres pantera, constituían otra pareja. Dos guardas las vigilaban. Sheera era considerada una muchacha problemática. Otros dos hombres vigilaban la pareja en que se encontraba Verna. Me sentí satisfecho por el modo en que las parejas habían sido designadas. Tal como yo lo había planeado.
Entretanto, algunos hombres de Tyros se adentraron en el bosque y cortaron los troncos de numerosos arbolitos. No me entrometí. Afilaron los extremos de los troncos. Clavaron uno de los extremos en la arena, entre las piedras. El otro permanecía dispuesto a modo de punto defensivo. De esta manera fue tomando forma una empalizada semicircular que les protegería de las flechas que pudieran llegar desde el bosque, y el fuego de las hogueras alejaría a panteras y eslines, animales que, por otra parte, raramente abandonan el bosque para rondar la playa. Estaba anocheciendo, por lo que parecía poco probable que la empalizada pudiera ser acabada.
Desde el lado abierto de la misma sobresalía una columna formada por grupos de dos hogueras.
Gracias a éstas, la baliza quedaría protegida en caso de que los animales se acercaran demasiado.
No podría incendiar la empalizada sin acercarme al agua, sin alejarme demasiado del refugio que me proporcionaba el bosque. Además, tampoco estaba interesado en hacerlo.
—¡Encended la baliza! —dijo Sarus. Se produjo un gran griterío a medida que, mientras oscurecía, la antorcha prendió fuego a la madera empapada de aceite.
De repente, como si de una explosión se tratara, una llamarada ascendió por encima de la arena, en la solitaria playa del Thassa. Los hombres de Tyros se hallaban a cientos de pasangs de la civilización, pero aquellas llamas les reconfortaron. Eran su señal para el
Rhoda
y el
Tesephone
. Comenzaron a cantar, cerca de la baliza. Detrás de la empalizada yacían, encadenados y abatidos, Marlenus, Rim y Arn, así como los otros esclavos. Reposaban sobre sus estómagos, de modo que a los guardianes les resultara más fácil vigilar las esposas cuando, ayudados por una antorcha, realizaran sus rondas. Además, sus rostros se dirigirían hacia el muro. Cuanto menos pueda ver o saber un esclavo, más fácil es controlarlo. Similares precauciones fueron tomadas con las esclavas.
Marlenus y los otros esclavos yacían cerca del muro posterior. Al otro lado, cerca del mar, reposaban las esclavas. Luego venían las mantas y provisiones de las veintiuna mujeres de Hura, y, a continuación, el equipamiento de los veinticinco hombres de Tyros, cerca del margen de las hogueras.
Todos ellos vitoreaban una y otra vez.
Me deslicé en la oscuridad, sin ser visto. Debía encontrarme con el
Rhoda
y el
Tesephone
antes de que lo hiciera Sarus.
Sin embargo, necesitaba ayuda para que mi plan resultara.
Por ahora debía tener paciencia. Me dispuse a descansar durante algunos ahns.
Me desperté pasados unos dos o tres ahns, a juzgar por la luz de las lunas.
Me lavé con un poco de agua de un riachuelo, comí unos cuantos pedazos de tabuk que llevaba en mi bolsa, y regresé al límite del bosque. La túnica de Tyros, fuertemente enrollada, estaba atada a mi espalda. Me movía con sigilo, escondiéndome entre las sombras, una oscuridad entre otras, un movimiento y un silencio.
Para mi satisfacción, la gran baliza ardía despacio. Necesitaría que la reavivaran.
No transcurrió mucho tiempo hasta que oí, procedentes del interior de la empalizada, unas órdenes seguidas de las lastimosas protestas de las suplicantes esclavas. A continuación oí, una y otra vez, el chasquido de un látigo, que caía sobre los vulnerables cuerpos de las prisioneras. Su dolorosa crueldad les demostraría que no tenían otra opción que no fuera una obediencia completa e inmediata. No se oían gritos. Una muchacha no puede gritar bajo el látigo. Escasamente puede respirar y susurrar, con voz ronca, lastimosa, suplicando clemencia. En Puerto Kar había visto cómo las muchachas se desgarraban las uñas al arañar las piedras a las que se hallaban encadenadas.
Cuando una joven es atada a un muro, todo su cuerpo puede resultar herido, cubierto de escoceduras, al tratar de escapar del látigo. Por este motivo, antes de ser azotada, es suspendida de una anilla o de una estaca.
Como me imaginaba, transcurridos unos minutos, tres parejas de esclavas, cada par unido por el cuello, fueron brutalmente conducidas, a empujones, al exterior de la empalizada. Un hombre de Tyros, provisto de un látigo, seguía a cada pareja.
El primer par lo formaban Cara y Tina, que se situaban entre Sheera y Grenna. Las otras dos procedían del campamento de Marlenus. Todas ellas temían el bosque. Probablemente ninguna de ellas podría sobrevivir sola en él. Era lógico que las parejas hubieran sido dispuestas de esta manera, especialmente Cara y Tina, dada su posición en la cadena de esclavas.
Yo necesitaba a Tina, y hubiera querido también a Cara, aunque, para mi plan, cualquier otra joven serviría. Necesitaba el par en el que estaba Tina. Sospechaba que aquella fantástica y pequeña muchacha podía serme de gran utilidad.
Los hombres de Tyros que seguían a las sollozantes muchachas no penetraron en el bosque.
—¡Recoged la madera rápidamente y regresad! —ordenó el que vigilaba a Cara y Tina.
—¡No nos llevéis al bosque! —suplicó Cara, arrodillándose.
—Ven con nosotras —sollozó Tina—. ¡Por favor, amo!
Dos latigazos fueron la única respuesta.
Llorando, las dos muchachas se levantaron y echaron a correr hacia el bosque. Tratando de no adentrarse demasiado en sus sombras, se apresuraron a romper ramas y recoger madera.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —ordenó su guardián.
De nuevo hizo chasquear el látigo, sonido que las dos jóvenes conocían muy bien, puesto que ya habían sido azotadas en la empalizada.
Sosteniendo dos montones de leña, se arrodillaron ante el guardián.
—¡Por favor, ya hay bastante con esto! —suplicaron.
Deseaban regresar, y pronto, junto a la hoguera.
—Recoged más madera.
—¡Sí, amo! —respondieron.
—Y adentraos más en el bosque.
—Por favor —suplicaron.
Alzó el látigo.
Desde la profundidad del bosque llegó el gruñido de una pantera.
Las muchachas se miraron entre sí.
El hombre hizo un ademán con el látigo.
Ellas corrieron hacia la oscuridad del bosque y empezaron a recoger madera.
Poco después volvieron a aparecer con más montones de leña.
Se arrodillaron ante la figura vestida con la túnica de Tyros que permanecía, látigo en mano, esperándolas en la playa.
—¿Hay bastante? —sollozó Tina, mirando al suelo.
—Es suficiente —les dije.
Me miraron, asustadas.
—¡Silencio! —ordené.
—¡Tú! —gritó Cara.
—¡Amo! —sollozó Tina.
—¿Dónde está el guardián?
—Tropezó y cayó —les dije—. Creo que se golpeó la cabeza contra una piedra.
—Ya veo —dijo Cara sonriendo.
El guardián no contaba con hallar un peligro al lado del mar, en la playa, donde había piedras.
—Corres un gran peligro aquí, amo —dijo Tina—. Sería mejor que huyeras.
Miré, a través de la playa, hacia la empalizada. Sacudí la arena de mi mano derecha sobre la túnica de Tyros.
—Hay más de cincuenta hombres de Tyros aquí —dijo Tina.
—Hay cincuenta y cinco, excluyendo a Sarus de Tyros, su líder —respondí.
Me miró.
—Eras tú quien nos seguía —dijo Cara.
—Debes huir —susurró Tina—. Aquí corres peligro.
Alcé mis ojos hacia las lunas.
Era casi la vigésima hora, la medianoche goreana. Debía apresurarme.
—Seguidme —dije a las dos muchachas.
Se levantaron y todavía encadenadas por el cuello, vestidas con sus harapientas túnicas, me siguieron a través de la playa.
Tras nosotros pudo oírse cómo unos hombres llamaban a otro compañero, seguramente el guardián. Sin duda, éste explicaría que las dos muchachas se las habían arreglado para golpearle y escabullirse a sus espaldas, logrando escapar. Se vería sometido a un interrogatorio, puesto que las jóvenes eran tan sólo muchachas de ciudad, supuestamente temerosas del bosque y la noche.
A lo lejos vimos las antorchas, a la búsqueda del guardián.
Apresuré el paso. Las muchachas, atadas juntas, tropezando, se esforzaban por alcanzarme.