Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
—Algunos de ellos dan la impresión de ser proscritos —apuntó Marlenus.
—Son mis hombres —le dije.
Marlenus sonrió.
—Los dejamos a todos en libertad —afirmó.
—Muchas gracias, Ubar. Parece que tengo una gran deuda contigo.
—¿Qué es lo que va a ser de nosotras? —preguntó Verna.
—La curiosidad —le recordó Marlenus— está reñida con las Kajiras. Podrían azotarte por eso.
Verna contuvo la respiración, furiosa, y guardó silencio.
—Nos debemos mucho el uno al otro —dijo Marlenus colocando sus manos sobre mis hombros.
No había olvidado el trono de Ar.
—Me expulsaste de Ar —le dije—. Me negaste el pan, el fuego y la sal.
—Sí, puesto que hace mucho tiempo robaste la Piedra del Hogar de Ar.
Guardé silencio.
—Me enteré por mis espías de que habías venido a los bosques —sonrió—. Esperaba verte una vez más, pero no como te he encontrado.
Miró a la parte de arriba de mi cabeza.
Me aparté, enfadado.
Marlenus se echó a reír.
—No eres el primero que cae en manos de mujeres pantera —me dijo—. ¿Quieres una gorra?
—No —le respondí.
—Ven con mis hombres y conmigo a nuestro campamento, al norte de Laura. Eres bienvenido.
—Supongo que a pesar de ser tu campamento no cuenta como reino de Ar...
Marlenus se echó a reír.
—¡No! ¡Ar sólo se encuentra allí donde esté la Piedra del Hogar de Ar! —dijo con una risa ahogada—. Serás un invitado bienvenido. Prometo no torturarte o empalarte, por haber roto el destierro.
—Eres muy generoso.
—No seas sarcástico —sonrió él.
—Muy bien —acepté.
Miré a mi alrededor. Mira había retomado sus armas. Volvía a tener el cuchillo de eslín sujeto al cinto y en la mano portaba una ligera lanza.
—Mira ha sido inteligente —dije—. Nos contó que habías retirado tus fuerzas hacia Ar, incluso que habías repudiado a Talena como hija. El documento falso que redactasteis fue una estrategia estupenda.
Los ojos de Marlenus se entristecieron repentinamente.
—El documento —dijo— no era falso. Talena, con el permiso de Verna, y a través de Mira, su mensajera, con la que yo traté, me solicitaba que adquiriese su libertad, y ésa no es la manera de actuar de una mujer libre.
—Entonces, ¿es cierto que la has repudiado?
—Es cierto y el documento es válido. Y ahora no hablemos más de ello. Me he sentido muy avergonzado. He hecho cuanto ha sido necesario, como guerrero, como padre, y como Ubar.
—¿Y qué hay de Talena? —le dije.
—¿Quién es esa persona de la que estás hablando?
Guardé silencio.
Entonces Marlenus se volvió hacia Verna.
—Tengo entendido —le dijo— que tienes en tu poder una muchacha a la que yo conocí, en otros tiempos, esclava.
Verna no respondió.
—Tengo intención de dejarla libre. A continuación será llevada a Ar, y ocupará unas dependencias en el palacio del Ubar.
—¿Vas a mantenerla secuestrada? —le pregunté.
—Tendrá una pensión adecuada, y habitaciones en palacio.
Verna alzó los ojos.
—Está cerca de un punto de intercambio —dijo—. La retienen allí.
Marlenus asintió.
—Muy bien —dijo.
Verna le miró.
—¿Siempre consigues la victoria? —preguntó.
Marlenus se alejó de su lado y fue a examinar la fila de muchachas atadas, el grupo de Verna. Estaban de pie, con las manos atadas a la espalda. Las examinó cuidadosamente, recorriendo toda la hilera y luego chica por chica, en ocasiones alzándoles la barbilla con el pulgar.
—Son bellezas —dijo.
Se volvió para mirar a sus hombres.
—¿Cuántos de vosotros lleváis un collar de esclava por algún bolsillo? —preguntó.
Se oyeron muchas risas.
—Hermosas mías —dijo Marlenus dirigiéndose a la hilera de mujeres atadas—, me parece que antes estabais mucho más animadas.
Se miraron unas a otras con aprensión.
—Sería cruel —prosiguió él— no proporcionaros ciertos placeres.
Ellas le miraron con horror.
—Ponedles el collar del Ubar —indicó a sus hombres.
Los hombres se lanzaron hacia delante para atrapar a sus cautivas. Las obligaron a echarse sobre la hierba. Cerraron collares de acero alrededor de sus gargantas.
Marlenus regresó junto a Verna. Oí a las muchachas chillar y gemir.
—¿No tienes collar para mí, Ubar? —le preguntó Verna.
—Sí —contestó él—, en mi campamento, tengo un collar para ti, preciosa.
Verna le miró indignada puesto que él se había dirigido a ella como a una mujer.
—Será mejor que me encadenes bien, Ubar —le advirtió.
—Regresarás a Ar —dijo Marlenus—, no en una comitiva, sino a lomos de un tarn, como cualquier otra cautiva.
Verna cerró los ojos.
Marlenus, paciente como buen cazador que era, esperó hasta que ella volvió a mirarle.
—En mi campamento —dijo él— vestirás seda roja.
Ella le miró con espanto.
—Y haré que te perforen las orejas.
Verna giró la cabeza hacia un lado y comenzó a llorar.
—Lloras como una mujer.
Verna gritó desesperada.
Marlenus se sentó con las piernas cruzadas junto a ella. Durante un buen rato estudió la expresión de su rostro. Yo creía que el rostro de Verna era inexpresivo, pero al observarlo por mí mismo con detenimiento, comprobé que era maravilloso, cambiante y sutil. Comprendí en aquellos momentos que las palabras que utilizamos para describir nuestro orgullo, nuestro odio, nuestro temor, son burdas e inadecuadas.
Marlenus me miró.
Señaló con la cabeza la hilera de muchachas que, echadas todavía sobre la hierba, luchaban por escapar de los brazos de sus apresadores.
—Puedes tomar a cualquiera de ellas, si te apetece.
—No, Ubar.
Al cabo de un ahn, Marlenus decidió que podíamos regresar al campamento de Verna.
—Pasaremos la noche allí y por la mañana nos dirigiremos a mi campamento al norte de Laura.
Se puso de pie.
—Presentad las esclavas a su amo —dijo.
Las muchachas desfilaron ante él una a una, con las manos atadas a la espalda y sujetas unas a otras por los tobillos.
Cada una, con el collar alrededor del cuello y los ojos brillantes, fue obligada a detenerse ante Verna.
Algunas se resistieron. Fueron pocas las que no bajaron la cabeza.
—¡Verna! —lloró una—. ¡Verna!
Verna no le respondió nada.
Luego las muchachas fueron retiradas y conducidas como un rebaño en dirección al campamento de Verna.
—En tu campamento —Marlenus le informó—, las prepararemos debidamente.
Soltó las muñecas de Verna y también su tobillo derecho.
—Ponte de pie —le dijo.
Ella obedeció.
—Esposas —pidió Marlenus.
Verna se irguió y colocó sus manos tras su espalda.
Marlenus cerró las esposas.
—¿No tienes cadenas más pesadas? —le desafió ella.
—Quítatelas si puedes.
La muchacha luchó inútilmente por quitárselas.
—Son brazaletes de esclava —le dijo Marlenus—. Totalmente adecuados para sujetar a una esclava, a una mujer.
Ella le dirigió una mirada llena de odio.
—Y tú, preciosa, eres una mujer.
Verna contuvo la respiración furiosa y volvió la cabeza.
Marlenus tomó entonces una larga tira de fibra de atar. Ató un extremo alrededor del cuello de la joven que rodeó con varias vueltas antes de sujetar el otro extremo de la fibra de atar fuertemente a su cinturón.
Por último, se agachó y cortó la sujeción que todavía unía el tobillo izquierdo de Verna a una de las estacas.
Verna quedó libre de las estacas. Le miró.
—¿Siempre sales victorioso de tus hazañas? —le preguntó.
—Condúcenos, pequeño tabuk —dijo Marlenus—, a tu madriguera.
Verna dio media vuelta, con rabia, y nos condujo hasta su campamento en la oscuridad.
—Tenemos mucho de qué hablar —me dijo Marlenus durante el camino—. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
En el campamento de Marlenus, a algunos pasangs al norte de Laura, cené con el gran Ubar.
Su tienda de campaña, suspendida de sus enormes mástiles, estaba abierta por los lados. Desde donde estábamos sentados, frente a frente, con las piernas cruzadas, cada uno a un lado de una mesa baja, podía distinguir las cuerdas tensas de la tienda y más allá a los hombres de Marlenus sentados alrededor de hogueras. Aquí y allí se veían cajas apiladas y rollos de tela de lona; en algunos lugares había estacas sobre las que se secaban pieles de animales, trofeos de caza. Marlenus tenía también dos eslines vivos y cuatro panteras, que estaban en una jaula de madera, atadas con correas.
—Vino —pidió Marlenus.
La bella esclava le sirvió.
—¿Cuándo te dirigirás a algún punto de intercambio? —le pregunté.
Marlenus llevaba ya cinco días en su campamento y no había hecho el menor gesto para dirigirse al punto de intercambio donde se suponía que se encontraba Talena.
—No he terminado de cazar aún —respondió. No tenía prisa por liberar a Talena.
—Una ciudadana de Ar ha sido tomada como esclava.
—Ha dejado de ser ciudadana de Ar. Es una esclava.
—Pero se trata de Talena.
—No conozco a nadie que se llame así.
—Seguramente sentirás lástima por una esclava —comenté—, por poco que valga, que un día fuera ciudadana de Ar.
—La liberaré o mandaré que lo hagan —dijo Marlenus. Bajó los ojos y luego me miró—. Enviaré a algunos de mis hombres para que la liberen mientras yo regreso a Ar.
—Entiendo.
—Pero creo que primero cazaré unos días más.
Me encogí de hombros.
Marlenus hizo sonar sus dedos y señaló hacia su copa, que estaba sobre la mesa.
La esclava avanzó y arrodillada, la llenó. Era muy hermosa.
—Yo también tomaré más vino —le dije.
Llenó mi copa. Nuestras miradas se cruzaron y ella bajó la cabeza. Iba descalza. Su única ropa consistía en un breve pedazo de seda amarilla transparente. Alrededor de su garganta, medio oculto por su largo cabello rubio, había un collar de acero, el acero de Ar.
—Déjanos, esclava —ordenó Marlenus.
La joven obedeció.
Había sido azotada aquella misma tarde. Se había escapado del campamento, pero Marlenus y sus hombres la habían localizado antes de que transcurriese un ahn. Marlenus, que había cazado en los bosques desde su adolescencia, era un maestro en cuanto a conocimiento y práctica en todo lo referente a los bosques. Así que a la muchacha le había resultado imposible eludirle. Al llegar al campamento, Marlenus la había entregado a uno de sus cazadores. La habían desnudado y, después de atarle las manos por encima de la cabeza a un poste, fue azotada. Ni Marlenus ni sus hombres se dignaron presenciarlo, pues no era más que el castigo infligido a una esclava por su desobediencia. El castigo había sido leve porque era la primera vez que la muchacha lo había intentado. Además, hacía poco que llevaba un collar de esclava y no acababa de comprender la futilidad de su condición. Cuando concluyeron los latigazos, la muchacha quedó atada al poste durante dos ahns. Finalmente, Marlenus ordenó que la soltasen.
—No intentes escapar nuevamente —le advirtió.
Verna se había convertido en una bella esclava. Tenía un cuerpo precioso y era extremadamente inteligente y orgullosa. Marlenus no la trataba de forma diferente a las demás muchachas nuevas.
Aquello la enfurecía. Había sido una de las mujeres proscritas más famosas de Gor y en el campamento de Marlenus era sólo una muchacha más.
Pero en algunos aspectos la trataba de forma diferente a las demás, como si fuese más esclava, más corriente que las otras, que eran tratadas un poco como mujeres pantera. Pero ella lo era como la muchacha más vulgar, como lo habría sido cualquier esclava.
—¿La has usado ya? —le pregunté a Marlenus.
Ella estaba sirviéndonos el vino, pero uno puede hablar con toda libertad delante de los esclavos.
—Es suficiente —le dijo Marlenus, y ella se retiró a un lado, para esperar hasta que tuviera que servir de nuevo.
Marlenus se volvió a mirarla.
—No —dijo—. Es una muchacha ignorante, que aún no tiene preparación.
Verna le miró desde donde estaba arrodillada, con rabia. Luego apartó la vista.
—Si te fijas —me indicó Marlenus, que había observado a miles de mujeres—, parece preparada, incluso maravillosa, pero hay una sutil reticencia, una sutil rigidez en su cuerpo. Fíjate en los hombros, las muñecas o el diafragma.
La estudié. La muchacha apartó la vista. Sí parecía haber algo sutilmente diferente en ella, algo que separaba su suavidad, orgullosa y vulnerable en la tienda de su amo, de la incomparable y deliciosa suavidad de la entrega, del abandono tierno e impaciente, a veces suplicante de una muchacha como Cara.
—Coloca las palmas de las manos sobre tus muslos —le ordenó Marlenus.
—Bestia —siseó ella. Pero hizo lo que se le ordenaba, y al obedecer sintió la marca que le había dejado el hierro en la pierna.
—Date la vuelta —dijo Marlenus. Ella obedeció. Me fijé en sus exquisitas formas curvas.
—Es hermosa —dije.
—Cierto. Pero fíjate en su postura.
—Sí.
—Todavía hay en ella frialdad, arrogancia, altivez, un cierto desafío, orgullo y hielo.
—Al comienzo de la primavera muchos ríos están helados —le dije.
Ella miró a Marlenus con rabia
—Pero con el tiempo —concluí—, sus aguas corren libremente.
—Sírvenos vino —le dijo Marlenus a la esclava—, y luego vete.
La muchacha obedeció.
Cuando se marchó, Marlenus se me quedó mirando.
—Yo no permito que haya hielo en los cuerpos de mis esclavas —me dijo.
Sonreí.
—Quizás sea tan sólo una cuestión de tiempo, hasta que aprenda el significado de la palabra esclava —le dije.
—¿A mí qué más me da que ella llegue con el tiempo a comprender el significado de su situación, de su marca, su collar y sus ropas de seda? ¿Qué más me da que llegue, por voluntad propia, a ponerse un talender en el pelo? ¿Verdaderamente piensas que voy a esperar a que eso ocurra?
Le miré a los ojos.
—Para poseer una mujer —me dijo—, como para jugar sobre un tablero, hay que tomar la iniciativa. Tiene que ser presionada, devastada.