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Authors: John Norman

Los cazadores de Gor (15 page)

BOOK: Los cazadores de Gor
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Me quedé petrificado. De acuerdo con unas ceremonias irreversibles, tanto de los guerreros como de la ciudad de Ar, Talena había dejado de ser la hija de Marlenus. En su vergüenza, había sido alejada de su familia, de su estirpe. Según la ley, y a los ojos de los goreanos, Talena ya no tenía familia, ni parientes. Estaba ahora completamente sola en su vergüenza. Era una esclava. Eso y sóo eso.

—¿Lo sabe Talena? —le pregunté.

—Por supuesto —dijo Verna—. La informamos inmediatamente.

—Fue muy amable por vuestra parte —comenté con amargura.

—Al principio la amordazamos para que no nos molestase con sus lloros y sus gritos

—¿Acaso no deseaba una prueba?

—Anticipándonos a ese deseo —rió Verna— habíamos pedido una confirmación escrita con el sello del propio Marlenus. Por otra parte, los documentos que proclaman tal hecho y que llevan los sellos de Ar y de Marlenus se enviarán dentro de muy poco a las principales ciudades goreanas.

—Hay uno ahora mismo —dijo Mira— en el tablón de noticias de Laura.

—¿Qué fue de Talena? —le pregunté a Verna.

—Al día siguiente le retiramos la mordaza y le marcamos sus tareas.

—¿Todavía está en tu poder?

—Sí. ¿Quieres que la traigamos para que te vea ahora?

—No. ¿Qué vas a hacer con ella?

—Ahora no tiene demasiado valor. La llevaremos a un punto de intercambio y la venderemos.

No dije nada.

—Seguramente a alguien de Tyros, como esclava de placer. Tyros es enemiga de Ar desde tiempos inmemoriales. Sin duda habrá más de uno interesado en tener en sus jardines de placer a quien fuera la hija del Ubar de Ar.

—Vosotras le habéis enseñado lo que es la esclavitud —dije.

—También le hemos enseñado —sonrió Verna— como sólo nosotras las mujeres pantera podemos hacerlo, a despreciar a los hombres.

—Ya veo —dije.

—Ahora desprecia a los hombres y sin embargo sabe que su destino será servirles. Sus experiencias serán exquisitamente humillantes, ¿no te parece?

—Eres cruel.

Volví a sentir el cuchillo contra mi garganta.

—El mundo se divide en quienes gobiernan —dijo Verna— y los que sirven.

Colocó el cuchillo en su funda y se levantó.

Miró hacia el cielo. Las lunas estaban por encima de los árboles.

Luego, vestida con sus pieles y adornada con oro, me miró otra vez.

—Hace mucho tiempo —dijo— decidí que yo mandaría.

Se echó a reír y me dio una patada en la cintura

—Y que serían personas como tú quienes me servirían.

—¿Por qué no estabais en el campamento al amanecer? —le pregunté—. ¿Cómo sabíais de nuestra presencia en el bosque?

—¿Quieres decir —preguntó ella a su vez— que por qué no estoy yo a tus pies, atada y desnuda entre las estacas, como tú estás ahora, como tu esclava?

—Sí —respondí.

—Ocultaste tus movimientos bien. Eres hábil y respeto tu habilidad.

—¿Cómo supiste de nosotros?

—Estábamos siguiendo a una mujer pantera enemiga, del grupo de Hura. La hubiéramos matado. Fue una suerte para ella que tú la encontrases y la hicieses esclava. Vimos cómo la clavaste al árbol, y cómo le ponías las esposas. Eres bueno tirando con arco.

—¿Así que me seguisteis?

—Te perdimos al poco rato. Eres hábil. Y nos daba respeto tu arco. Pero sabíamos que antes o después encontrarías nuestro campamento y que tú, y sin duda otros contigo, nos atacarías.

—Encontré vuestro campamento aquella noche. ¿Lo sabías?

—No. Pero pensamos que lo encontrarías aquella noche o la siguiente o la otra. Así que nos organizamos para no estar en el campamento al amanecer y para dejaros, en nuestro lugar, el regalo de las botellas de vino.

—Todo muy bien pensado.

—¿Cómo se llama la muchacha que apresaste en el bosque? —preguntó Verna.

—Grenna —le respondí.

—He oído hablar de ella. Tiene un lugar importante en el grupo de Hura.

No dije nada.

—¿Qué hiciste con ella? —preguntó Verna.

—La envié de vuelta a mi barco para que la marcasen.

—Excelente —dijo Verna. Me miró y se echó a reír—. Una mujer pantera que cae en manos de hombres, merece llevar el collar que ellos le impongan. Hay un refrán entre las mujeres pantera que afirma que cualquier muchacha que permite caer en manos de hombres desea en su corazón ser su esclava.

—Yo he oído que las mujeres pantera conquistadas son luego unas esclavas estupendas.

Verna me dio una patada llena de odio.

—¡Silencio, esclavo! —exclamó.

—Las lunas están en lo alto —dijo Mira.

Recordé los incontrolables movimientos del cuerpo de Sheera, su salvaje impotencia, su abandono como esclava.

—Dicen —comenté— que en el grupo de Hura hay más de cien muchachas.

Verna sonrió.

—Las iremos cogiendo una a una y cuando salgan corriendo iremos tras ellas de nuevo y no las dejaremos escapar. Les pondremos cadenas y las venderemos a los hombres —había amargura en el rostro de Verna—. Veré a Hura y a sus principales en manos de hombres. —Me miró y se echó a reír—. Grenna ya es una esclava. Es un principio excelente.

—¿Tanto las odias?

—Sí.

—¿Qué va a ser de mí y de mis hombres?

—La curiosidad está reñida con un Kajirus.

Sin decir nada más, Verna se alejó. En el borde del claro distinguí a un grupo de mujeres pantera que me miraban inquietas.

Reí amargamente al pensar en lo valiente que había sido penetrando en el bosque para liberar a Talena y en lo agradecida que me habría estado si la hubiese rescatado de la esclavitud y ahora tuviésemos a sus apresoras encadenadas y rendidas a nuestros pies. Quizá, si me hubiera parecido bien, le hubiera ofrecido a la propia Verna como esclava suya en recuerdo del triunfo que puso fin a su esclavitud.

Pero la realidad era muy diferente.

Miré hacia el cielo y las estrellas. Volví a reír lleno de amargura. ¡Qué ingenuos habían sido mis sueños!

Verna volvía a estar junto a mí. Había un orgullo y una superioridad increíbles en su mirada y en su gesto. Llevaba una lanza, además de su cuchillo de eslín. Se cubría con pieles de pantera y adornos de oro.

—Las lunas están en el cielo —dijo otra muchacha acercándose a Verna.

—No queda mucho tiempo —insistió Mira—. Las lunas alcanzaran su plenitud dentro de poco.

—Comencemos —urgió otra.

—Tú deseabas tomarnos como esclavas —dijo mirándome—, pero eres tú quien ha sido hecho prisionero.

La miré lleno de espanto. Tiré con todas mis fuerzas de las cuerdas que me sujetaban.

—Afeitadle —ordenó.

Me resistí, pero dos de ellas sujetaron mi cabeza y Mira fue la encargada de rasurar aquella franja degradante que iba desde mi frente a mi nuca.

—Ahora estas plenamente marcado —dijo Verna— como un hombre que ha caído en manos de mujeres.

—¿Qué vais a hacer conmigo y mis hombres? —pregunté.

—Traed un látigo —dijo Verna.

Mira regresó con el látigo, el típico látigo goreano de cinco tiras.

—Azótale.

Mira obedeció. Mi cuerpo se retorcía por el dolor.

—Es suficiente —dijo Verna.

Cerré los ojos. No hice más preguntas. No deseaba que volviesen a azotarme.

Había sido algo breve que había durado unos segundos. Solo le habían permitido golpearme ocho o nueve veces. Dolorido, mi respiración se hizo más pesada. No habían tenido la intención de herirme. Verna sólo quería infligirme una lección rápida sobre algo que no debía volver a hacer.

Las muchachas se habían arrodillado junto a mí, formando un círculo. Guardaban silencio. Miré hacia las enormes lunas blancas.

Las mujeres pantera comenzaron a respirar profundamente. Habían apartado sus armas. Estaban arrodilladas con las manos sobre los muslos y a veces alzaban la vista hacia las lunas. Comenzaron a brillarles los ojos. Echaron las cabezas hacia atrás y entreabrieron sus bocas, exponiendo sus rostros a los rayos de las lunas. Luego, todas a la vez, empezaron a gemir y balancearse de lado a lado. Después alzaron los brazos y las manos hacia las lunas sin dejar de moverse y gemir. Tiré de mis ataduras inútilmente. Sus gemidos fueron en aumento, y también sus movimientos, hasta alcanzar un ritmo salvaje.

Mira se puso en pie y desgarró sus pieles, dejando su pecho al descubierto bajo la luz de las lunas que lo inundaban todo. Gritó e hizo como si pudiera arañarlas. Al cabo de un instante las demás fueron imitándola, una a una. Tan solo Verna seguía sentada, con las manos sobre los muslos, mirando hacia el cielo. Traté de soltarme, de salir de allí. Era inútil.

Mira acabó de deshacerse de las pocas pieles que todavía colgaban de su cintura. Las muchachas llevaban puesto tan solo el oro con el que se adornaban. Todas a un tiempo comenzaron a danzar y saltar bajo el fuerte resplandor de las salvajes lunas.

De pronto se detuvieron, pero se quedaron quietas con las manos en alto.

Verna echó la cabeza hacia atrás, apretó los puños, y lanzó un grito salvaje, como de agonía.

Se puso de pie y, mirándome, se despojó de las pieles que la cubrían.

Mi sangre ardió frente a su belleza.

Pero me dio la espalda y, desnuda, alzó sus manos hacia el cielo como las demás.

Luego, lentamente, se volvieron todas hacia mí. Tenían el cabello revuelto y un extraño brillo en los ojos.

De pronto, todas a una, tomaron sus lanzas y las apuntaron hacia mí. Una después de otra, las arrojaron contra mi persona sin llegar a herirme en ningún momento, por más que yo esperaba que sucediese.

Finalmente comenzaron a danzar lentamente a mi alrededor. Yo me encontraba en el centro del círculo. Sus movimientos eran lentos e increíblemente bellos.

La danza aumentó el ritmo y se convirtió en algo vertiginoso hasta que finalmente todas las lanzas apuntaron hacia mi corazón.

No pude reprimir un grito de angustia, aunque no ocurrió nada.

Ninguna de las lanzas me había golpeado.

Las muchachas las apartaron y se colocaron junto a mí acariciándome con sus manos y besándome.

Grité lleno de angustia.

Sabía que no podría resistírmeles por mucho tiempo.

Verna alzó la cabeza. Se echó a reír.

—Vas a ser violado —dijo.

Luché contra las cuerdas que me apresaban, pero sus cuerpos me inmovilizaron. Sentí los dientes de Mira en mi hombro.

De pronto advertí un movimiento en la oscuridad, detrás de las muchachas. Una de ellas gritó repentinamente al tiempo que la apartaban de mí y una mano de hombre la sujetaba los brazos por detrás.

Las muchachas miraron a su alrededor, sorprendidas, pues las fuertes manos de un grupo de hombres las sujetaban por detrás.

También Verna era sujetada. Reconocí al hombre que la sujetaba y que llevaba puesta una gorra de cazador.

—Saludos —dijo Marlenus de Ar.

10. MARLENUS HABLA CONMIGO

Ataron las manos de las muchachas a sus espaldas y Marlenus entregó a Verna a uno de sus hombres.

Se agachó y con un cuchillo de eslín, soltó la fibra de atar que me sujetaba entre las estacas.

—¡Marlenus! ¡Marlenus! —gritó una voz.

Una muchacha se abrió paso hacia Marlenus mientras uno de sus hombres la sujetaba por el brazo.

—¡Soy Mira! —dijo la joven—. ¡Soy Mira!

Marlenus alzó la vista.

—Soltadla —ordenó.

El hombre obedeció. La muchacha localizó sus pieles y se las puso.

—¡Traidora! —gritó Verna, que seguía sujeta por el mismo hombre al que Marlenus la había entregado—. ¡Traidora!

Mira fue a colocarse frente a Verna y escupió en su rostro.

—¡Esclava! —dijo Mira.

Verna intentó abalanzarse contra ella, pero estaba bien sujeta.

—Puedo tomar cualquier ciudad —dijo Marlenus— tras cuyos muros pueda hacer llegar un tarn de oro.

—Seré la segunda de Hura —le dijo Mira a Verna—, cuando su grupo llegue para regentar esta región.

Verna no dijo nada.

Marlenus se puso de pie y yo, inseguro, hice lo mismo.

Marlenus se desprendió de su propia capa y me la alargó.

—Gracias, Ubar —y me la coloqué como una túnica.

Miró a Verna.

—Atad a esa mujer entre las estacas —ordenó.

Rápidamente, Verna fue colocada boca arriba entre las estacas. Cuatro hombres se encargaron de sujetar sus muñecas y tobillos, bien separados, a las estacas. Estaba echada donde había estado yo. Marlenus se situó junto a ella. La miró.

—Me has causado muchos problemas, Proscrita —dijo.

Las muchachas de Verna, a excepción de Mira, estaban siendo unidas con una larga tira de fibra de atar, por el tobillo.

—Pero aunque eres una proscrita también eres una mujer.

Verna le miró.

—Ésa es la razón por la cual —prosiguió Marlenus— no te he colgado de un árbol.

Ella le miró sin decir palabra. Ambos se miraron a los ojos.

—Alégrate de ser una mujer. Es sólo tu sexo lo que te ha salvado.

Ella volvió la cabeza hacia un lado y tiró de la fibra de atar que la mantenía sujeta, pero sin éxito.

—Tengo noticias —le dije a Marlenus— de que a no tardar un numeroso grupo de mujeres pantera penetrará en esta porción de bosque. Quizás fuera conveniente retirarse antes de su llegada.

Marlenus se echó a reír.

—Son las muchachas de Hura —dijo—. Están a mi servicio.

Verna dio un grito de rabia.

Marlenus bajó los ojos hacia ella.

—Pensé que podrían serme útiles para lograr capturar a ésta —dijo señalando con el pie hacia Verna—. Pero ésta —dijo Marlenus alargando la mano y sujetando a Mira por el cabello—, fue la más útil de todas. Con mi oro, Hura ha aumentado en gran número sus muchachas. Será el grupo más fuerte del bosque. Y con mi oro le he conseguido a nuestra Mira un cargo importante en ese grupo.

—Y más oro para Mira —dijo ella.

—Sí —dijo Marlenus. Extrajo de su cinturón una pesada bolsa.

Se la tendió a Mira.

—Gracias, Ubar.

—Entonces, ¿fue ella quien te proporcionó la localización del campamento y del círculo de danza?

—Sí —dijo Marlenus.

—¿Están mis hombres en el campamento?

—Primero nos dirigimos al campamento, y allí les liberamos.

—Bien —dije.

—Pero les habían afeitado las cabezas —dijo Marlenus.

Me encogí de hombros.

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