El joven teniente, de rostro endurecido —«un auténtico producto de las Juventudes Hitlerianas», pensó Mallory—, se asomaba desde la timonera, con la mano en la boca a modo de bocina.
—¡Arriad las velas! —gritó.
Mallory permaneció inmóvil por completo. Ni siquiera notó que la aguja se le había clavado profundamente en la mano. ¡El teniente había hablado en inglés! Stevens era tan joven, tenía tan poca experiencia… Y con repentina angustia pensó que Stevens caerla en la trampa. Estaba completamente seguro de que caería.
Pero no fue así. Stevens abrió la puerta, se asomó, se aplicó la mano a la oreja y miró hacia el cielo, con la boca completamente abierta. Era una imitación tan perfecta del que no ha comprendido, que casi parecía una caricatura. Mallory le hubiera dado gustoso un abrazo. No sólo por sus gestos, sino por sus ropas oscuras y deterioradas y sus cabellos tan falsamente negros como los de Miller, Stevens se comportaba como un auténtico desconfiado pescador isleño.
—¿Eh? —vociferó.
—¡Arriad las velas! ¡Vamos a subir a bordo! —Mallory observó que el marino volvía a hablar en inglés. Era un tipo persistente.
Stevens le miró desconcertado. Luego se volvió y miró desalentado a Andrea y a Mallory. Los rostros de estos últimos reflejaron una falta de comprensión tan convincente como la suya. Se encogió de hombros con desaliento.
—¡Siento no entender el alemán! —volvió a gritar—. ¿No habla usted el griego? —El de Stevens era perfecto, fluido, explosivo. Era, asimismo, el griego de Atenas, no el de las islas. Pero Mallory estaba seguro de que el teniente no advertiría la diferencia.
Y no la advirtió. Movió la cabeza exasperado y gritó en griego, lento e indeciso:
—¡Detened el barco inmediatamente! ¡Vamos a subir a bordo!
—¡Detener mi barco! —Su indignación resultaba tan auténtica y la afluencia de furiosos vocablos tan legítima, que incluso el teniente se sorprendió—. ¿He de detener mi barco porque lo diga usted…?
—Le doy diez minutos —le interrumpió el teniente.
—Volvía a ser un hombre equilibrado, frío, preciso—. Dentro de diez minutos, dispararemos.
Stevens hizo un gesto de comprensión y de derrota y se volvió hacia Andrea y Mallory.
—Nuestros conquistadores han hablado —dijo amargamente—. Arriad las velas.
Con toda rapidez aflojaron las abrazaderas al pie del palo. Mallory arrió el trinquete, recogió la vela en sus brazos y se sentó en el suelo de la cubierta —sabía que le observaban una docena de ojos hostiles— junto a la caja de pescado. Con la vela y la vieja chaqueta cubriéndole las rodillas, sus antebrazos apoyados en los muslos, se hallaba sentado con la cabeza inclinada y las manos colgando por delante de las rodillas, formando un cuadro que recordaba el mayor desaliento. La otra vela cayó también al suelo. Andrea pasó por encima de ella, avanzó un par de pasos hacia popa, y se detuvo con las manos vacías colgando a lo largo de su cuerpo.
Una repentina agitación en el apagado rumor de la máquina, una vuelta al timón, y el gran caique alemán rozaba ya el lado del barquito. Rápidamente, y con extremado cuidado de mantenerse fuera de la línea de fuego de las
Spandaus
—se veía otra en la popa con toda claridad—, los tres hombres armados de
Schmeissers
saltaron a bordo. Sin perder un segundo, uno de ellos corrió hacia proa, giró en redondo al nivel del palo mayor, y apuntó con su fusil ametrallador a toda la tripulación. A todos, menos a Mallory. Dejaba a Mallory bajo la segura puntería de la ametralladora de proa. Separado, Mallory admiraba la precisión, el ajuste, el trabajo matemático de una vieja rutina.
Levantó la cabeza, y miró a su alrededor con lenta indiferencia aldeana. Casey Brown se hallaba acurrucado a la altura de la sala de máquinas, trabajando en un silenciador en la cubierta de la escotilla. Dusty Miller, dos pasos más hacia proa, con las cejas fruncidas, cortaba con aplicación un trozo de metal de una cajita de hojalata, necesario al parecer para el arreglo del motor. Tenía los alicates en la mano
izquierda
… y Mallory sabía que Miller no era zurdo. Ni Stevens ni Andrea se habían movido. El hombre que se encontraba junto al palo mayor seguía allí, sin pestañear. Los otros dos se encaminaban lentamente hacia popa y acababan de pasar junto a Andrea, sosegados, tranquilos, con el porte de quienes saben que todo está dominado de modo tan completo que la simple idea de un posible contratiempo sería ridícula. De una manera cuidadosa, fría, precisa, Mallory disparó a bocajarro, y a través de los pliegues de su chaqueta y de la vela, sobre el que tenía la
Spandau
. Después giró su arma, y siguió disparando sin cesar. Vio morir al guarda junto al palo mayor, la mitad del pecho destrozado por las balas de la ametralladora… Pero el muerto estaba aún de pie; aún no había caído sobre la cubierta cuando sucedieron cuatro cosas simultáneamente. Casey Brown había permanecido con la mano puesta en la automática silenciosa de Miller, escondida bajo la cubierta de máquinas y en la que hacía más de un minuto que trabajaba. Apretó ahora el gatillo cuatro veces, pues quería asegurarse; el alemán de la parte posterior se inclinó, como cansado, sobre su trípode, sus muertos dedos sobre la guarda del arma. Miller rizó el fusible químico con los alicates, y lanzó el recipiente de hojalata dentro de la sala de máquinas del caique enemigo; Stevens tiró la granada a la timonera opuesta y Andrea, estirando sus enormes brazos con la rapidez y precisión de una cobra, hizo chocar las cabezas de los otros dos con un golpe espantoso. Luego, los cinco hombres se precipitaron a la cubierta, y en unos segundos el caique alemán fue una confusión de llamas y humos y ruinas. Poco a poco se fueron extinguiendo los ecos sobre el mar, y sólo quedó el quejumbroso tableteo de la ametralladora vaciándose inútilmente contra el cielo. Poco después, el cinturón se agarrotó, y el Egeo quedó tan silencioso como siempre, más silencioso que nunca.
Lentamente, aturdido aún por el choque físico y la ensordecedora proximidad de explosiones gemelas, Mallory se forzó a abandonar la cubierta de madera sosteniéndose sobre sus piernas temblorosas. Su primera reacción consciente fue la de sorpresa, de incredulidad casi: el estallido de una granada y un par de bloques unidos de T.N.T., aún tan cercanos, estaba muy por encima de lo que él hubiera podido esperar.
El barco alemán se hundía, se hundía rápidamente.
La bomba casera de Miller debió arrancar el fondo de la sala de máquinas. Ardía con fuerza en su mitad, y durante un instante de zozobra, Mallory tuvo la angustiosa visión de altísimas columnas de humo negro y de aviones enemigos de reconocimiento. Pero sólo duró un instante: el maderamen, seco como la yesca y resinoso, ardía con furia casi sin dejar humo, y la ardiente cubierta se había hundido violentamente hacia babor. Sólo tardaría segundos en desaparecer. Sus ojos recorrieron el destrozado esqueleto de la sala de máquinas. Y, de pronto, contuvo el aliento. Cogido de la astillada rueda del timón, el teniente parecía una caricatura fantasmagórica, mutilada, de lo que había sido un ser humano, decapitado, horrible. Un rincón del cerebro de Mallory registró vagamente el sonido de una arcada violenta y convulsiva que surgió de la timonera, y advirtió que Stevens también debió de haber visto aquello. De las profundidades del caique que se hundía llegó el sordo rugir de los tanques de combustible que reventaban; un penacho de llamas y negro humo aceitoso surgió de la sala de máquinas y el caique volvió a recuperar el equilibrio milagrosamente, sus bordas casi a flor de agua. Y en seguida las silbantes aguas habían rebasado y cubierto la nave y apagado las retorcidas llamas, y el caique había desaparecido, sus esbeltos palos deslizándose verticalmente y hundiéndose en las turbulentas aguas coronadas de espuma y burbujas de petróleo. Y ahora él Egeo volvió a la calma y a la paz, tan tranquilo como si el caique jamás hubiera existido, y casi igual de vacío: unas cuantas planchas chamuscadas y un casco invertido se deslizaban perezosamente por la rielante superficie del mar.
Con un esfuerzo de voluntad, Mallory se volvió para mirar a su propio barco y a sus hombres. Brown y Miller estaban de pie, mirando fascinados el lugar donde había estado el caique. Stevens se hallaba a la puerta de la timonera. También estaba ileso, pero su rostro tenía el color de la ceniza. Se había sobrepuesto a sí mismo durante la breve acción, pero el epílogo, la rápida visión del teniente destrozado, le había sacudido duramente. Sangrando por una herida en la mejilla, Andrea contemplaba a los dos hombres que yacían a sus pies. Su rostro carecía de expresión. Mallory le miró durante largo rato, con lenta comprensión.
—¿Muertos? —preguntó.
Andrea inclinó la cabeza.
—Muertos —dijo. Su voz era grave—. Mi golpe fue demasiado fuerte.
Mallory giró sobre sus talones. De todos los hombres que había llegado a conocer en su vida, pensó que Andrea era el que más motivo tenía para odiar y matar a sus enemigos. Y los mató a ciencia cierta, con eficacia despiadada, aterradora en lo consumado de su ejecución. Pero rara vez mataba sin pensar, sin la más amarga autocondenación, pues no creía tener derecho sobre las vidas de los demás. Destructor de sus semejantes, amaba a su prójimo sobre todas las cosas. Hombre sencillo, bueno, matador de bondadoso corazón, le remordía constantemente la conciencia, se sentía disgustado de su ser interior. Pero sobre todos los reproches e indecisiones, se informaba por una honradez de pensamiento, por una clara visión que surgía y trascendía de su innata sencillez. Andrea no mataba por venganza ni por odio, ni por nacionalismo, ni por cualquiera de los «ismos» que los egoístas, los locos y los granujas emplean como señuelo para el campo de batalla y para justificar la matanza de millones de seres, demasiado jóvenes e ignorantes para comprender la horrible futilidad de todo ello. Andrea mataba sencillamente para que otros mejores pudieran vivir.
—¿Hay algún otro herido? —La voz de Mallory sonó deliberadamente viva y alegre—. ¿Nadie? ¡Estupendo! Bueno, pongámonos en marcha cuanto antes. Cuanto más aprisa nos alejemos de ese lugar, mejor para nosotros. —Consultó su reloj—. Casi las cuatro… la hora de comunicarnos con El Cairo. Deja tu almacén de chatarra por un par de minutos, jefe, e intenta comunicar. —Miró al cielo, hacia el Este, ahora lívidamente purpúreo y amenazador, y movió la cabeza lleno de dudas—. Valdría la pena oír la previsión del tiempo.
Y tuvo razón. La recepción era muy mala. En la oscuridad Brown echó la culpa a la violenta estática —quizá los nubarrones tormentosos que se acercaban por la popa, y que cubrían casi la mitad del cielo—: pero se oía lo suficientemente bien. Lo suficientemente bien para escuchar una información que jamás hubieran esperado y que los dejó silenciosos, con los ojos fijos sumidos en una inquieta especulación. El diminuto altavoz tronaba y se esfumaba sobre el chisporroteante fondo de la estática.
—¡Aquí Rhubard llamando a Pimpernel! ¡Rhubard llamando a Pimpernel! —Eran los nombres respectivos para El Cairo y Mallory—. ¿Me oye usted?
Brown contestó acusando recibo. El locutor tronó de nuevo.
—¡Aquí Rhubard llamando a Pimpernel! Ahora X menos uno. Repita, X menos uno. —Repentinamente, Mallory contuvo el aliento: X (el amanecer del sábado) había sido la supuesta fecha del ataque alemán sobre Kheros. Debieron adelantarla un día, y Jensen no era hombre que hablase sin conocimiento de causa. El viernes, al amanecer. Poco más de tres días.
—Di que X menos uno queda entendido —dijo Mallory suavemente.
—Previsión, East Anglia —continuó la voz impersonal: las Esporadas del Norte… Mallory las conocía—. Aparatosas tormentas eléctricas probables para esta noche, con fuertes chubascos. Visibilidad mala. Temperatura en descenso, y continuará descendiendo durante las próximas veinticuatro horas. Vientos de Este a Sudeste, fuerza seis, localmente ocho, moderándose mañana temprano.
Mallory giró sobre sus talones, se agachó bajo la ondulante vela, y se encaminó hacia popa. «¡Vaya arreglito! —pensó—. ¡Qué lío! Faltaban tres días, la máquina averiada y una tormenta de primera por delante.» Pensó brevemente esperanzado, en la mala opinión que el jefe de escuadrilla Torrance tenía de los burócratas del Servicio Meteorológico; pero la esperanza no llegó a nacer. Era imposible. A no ser que él fuera ciego. Los densos espolones de las nubes se elevaban amenazadores, aterradores, casi directamente sobre ellos.
—Parece que se está poniendo mal, ¿eh? —El perezoso acento nasal sonó a sus espaldas. Había algo extrañamente tranquilizador en aquella voz equilibrada, en la firmeza de los ojos de un azul desvaído, cogidos entre una red de finísimas arrugas.
—No se presenta muy bien —admitió Mallory.
—¿Qué es eso de la «fuerza ocho», jefe?
—Una escala del viento —explicó Mallory—. Con un barquito de este tamaño, y cansado de la vida, no se puede vencer un viento de «fuerza ocho».
Miller asintió apesadumbrado.
—Lo sabía. Debí saberlo. ¡Y yo que juré que no volverían a meterme en un maldito barco! —Caviló un momento, suspiró, pasó las piernas por el borde de la escotilla de la sala de máquinas, y señaló con el pulgar hacia la isla más cercana, a menos de tres millas de distancia ahora—. Aquello tampoco parece muy prometedor.
—Desde aquí, no —convino Mallory—. Pero la carta señala un río con un recodo en ángulo recto. Ese recodo romperá viento y mar.
—¿Está habitada esa isla?
—Probablemente.
—¿Alemanes?
—Probablemente.
Miller movió la cabeza desalentado y bajó a ayudar a Brown.
Cuarenta minutos más tarde, en la semioscuridad del nublado atardecer y bajo una lluvia torrencial, recta y fría como una lanza, el ancla del caique batía ruidosamente las aguas frente a los verdes macizos del bosque, un húmedo bosque, hostil en su silenciosa indiferencia.
De las 11 a las 23'30 horas
—¡Brillante! —exclamó Mallory con amargura—. ¡Brillantísimo! «Pasa a mi salita, dijo la araña a la mosca.» —Renegó desesperado, apartó con gesto de asco el borde de la arpillera que cubría la escotilla de proa, escudriñó a través de la cortina de lluvia y contempló por segunda vez y con más detenimiento el risco que se elevaba en el recodo del río protegiéndoles del mar. Ya nada dificultaba la visión. La lluvia torrencial se había convertido en leve llovizna y tanto las grises y blancas nubes hechas jirones por el viento que iba creciendo, como las gigantescas nubes negras amontonadas se habían alejado hacia el horizonte. Sobre una limpia franja de cielo en el Oeste lejano, el sol rojizo que se hundía, se balanceaba sobre la línea del mar. Desde las sombreadas aguas del arroyo el sol era invisible, pero su presencia se reflejaba en el dorado tul de la lluvia que caía, por encima de sus cabezas.