Los mismos rayos solares tocaban el viejo y derruido torreón situado en la misma punta del acantilado, a cien pies de Paria y lo suavizaban tiñéndolo de un delicado tinte rosa; brillaban en el bruñido acero de las malignas bocas de las ametralladoras
Spandau
que surgían de las troneras de las macizas paredes, e iluminaban la retorcida cruz gamada de la bandera que ondeaba orgullosamente en su mástil sobre el parapeto. Sólida, a pesar de su estado ruinoso, inexpugnable por su situación, autoritaria por su elevada posición, la torre dominaba completamente ambas vías por mar y río, y río arriba, hasta el estrecho y serpenteante canal que pasaba entre el caique anclado y la base del acantilado.
Con lentitud, casi con desgana, Mallory se volvió y dejó caer la lona suavemente. Su rostro era ceñudo cuando se volvió hacia Andrea y Stevens, apenas unas sombras en la crepuscular oscuridad del camarote.
—¡Brillante! —repitió—. Genio puro. El genio de Mallory. Con toda seguridad el único maldito arroyo en cien millas a la redonda, y en un centenar de islas, ¡y tiene un puesto de guardia alemán! Y, claro, tenía que elegirlo yo… Veamos otra vez la carta, Stevens.
Stevens le pasó la carta, contempló a Mallory que la estudiaba a la pálida luz que se filtraba por debajo de la lona, y se recostó en el mamparo aspirando el cigarrillo con fuerza. Sabía a pasado, pero el tabaco era fresco, y él lo sabía. El antiguo temor, el miedo enfermizo volvía, con la misma fuerza de siempre. Contempló la masa oscura, poderosa, del cuerpo de Andrea frente a él y sintió un ilógico resentimiento contra él por haber descubierto el lugar hacía escasos minutos. Estaba pensando que tendrían cañones allá arriba; debían tenerlos, pues de otro modo no podrían dominar el río. Se apretó fuertemente un muslo, por encima de la rodilla, pero el temblor era demasiado fuerte para poder dominarlo y bendijo la piadosa oscuridad del pequeño camarote. Sin embargo, su voz sonó con bastante firmeza al decir:
—Está usted perdiendo el tiempo mirando esa carta, señor, y echándose la culpa. Es el único lugar donde se puede anclar en varias horas de vela desde aquí. Con ese viento, no se podría llegar a ningún sitio.
—Exactamente. Esa es la cosa. —Mallory dobló la carta, y se la devolvió—. No había otro lugar adonde ir. No había ningún otro lugar adonde pudiera ir nadie. Éste debe de ser un puerto muy concurrido en una tormenta, hecho que los alemanes deben conocer desde hace ya mucho tiempo. Por eso debí pensar que tendrían un puesto aquí. Sin embargo, no hay que llorar por la leche derramada. —Y levantando la voz, añadió—: ¡Jefe!
—¡A sus órdenes! —La voz de Brown llegó apagada desde las profundidades de la sala de máquinas.
—¿Cómo va eso?
—No del todo mal, señor. Estoy montándola.
Mallory asintió aliviado.
—¿Cuánto falta? —preguntó—. ¿Una hora?
—Por lo menos, señor.
—Una hora. —Mallory se volvió a mirar por la lona, y se volvió hacia Andrea y Stevens—. Casi justo. Nos iremos dentro de una hora. Tendremos la suficiente oscuridad para protegernos un poco de nuestros amigos de la altura, pero carecemos de la luz necesaria para salir de este maldito tirabuzón de canal.
—¿Cree que tratarán de detenernos, señor? —La voz de Stevens sonó exageradamente tranquila. Estaba seguro de que Mallory lo advertiría.
—Es imposible que salgan a la orilla a darnos unos cuantos vivas —contestó Mallory secamente—. ¿Cuántos hombres crees que tendrán allí, Andrea?
—He visto a un par de ellos —dijo Andrea pensativamente—. Quizás haya tres o cuatro, capitán. Es un puesto pequeño. Los alemanes no malgastan a sus hombres en eso.
—Creo que tienes razón —convino Mallory—. La mayoría estará de guarnición en el pueblo, a unas siete millas de aquí, de acuerdo con la carta, y hacia el Oeste. No es probable que…
De pronto se interrumpió y prestó atención. Nuevamente llegó la llamada, esta vez en voz más alta y más imperativa. Maldiciéndose por su descuido en no poner una guardia —semejante negligencia le hubiera costado la vida en Creta—, Mallory echó la lona a un lado y trepó a cubierta. No llevaba armas. Sólo una botella de mosela medio vacía colgando de la mano izquierda. Como parte de un plan preconcebido antes de abandonar Alejandría, la cogió de un armario situado al pie de la escalera.
Atravesó la cubierta, tambaleándose de un modo muy convincente, y se agarró a un estay a tiempo para evitar caerse al agua. Se encaró de un modo insolente con el hombre que se hallaba en la orilla, a menos de diez metros de distancia —nada hubiera evitado con la guardia, pensó Mallory, pues el soldado llevaba su fusil automático al hombro—, se llevó la botella a la boca con la misma insolencia y bebió con generosidad antes de condescender a hablar con él.
Podía ver la creciente furia en el rostro enjuto y bronceado del joven alemán que le miraba desde abajo. Mallory no quiso darse cuenta de ello. Lentamente, con un gesto de desprecio, se pasó la andrajosa manga de su chaqueta por los labios, y volvió a mirar al soldado de arriba abajo aún con más calma, en una inspección deliberadamente provocativa.
—¿Qué pasa? —preguntó con truculencia en el lento lenguaje de las islas—. ¿Qué demonios quiere usted?
Hasta en la creciente oscuridad pudo ver cómo los nudillos de la mano palidecían al oprimir su fusil, y por un instante, creyó que había ido demasiado lejos. Sabía que no corría peligro. De la sala de máquinas no llegaba ningún rumor, y la mano de Dusty Miller nunca se hallaba lejos de su pistola. Pero no quería jaleo. Al menos, por el momento, mientras hubiera un par de
Spandaus
adecuadamente servidas en el torreón.
Con visible esfuerzo el soldado recuperó su dominio. Resultaba fácil advertir cómo se esfumaba su furia, los primeros movimientos de vacilación y de aturdimiento. Era la reacción que Mallory esperaba. Los griegos —incluso estando medio borrachos— nunca hablaban a sus señores de aquella forma… de no tener alguna poderosísima razón para ello.
—¿Qué barco es éste? —Hablaba un griego lento
y
vacilante, pero pasable—. ¿Adonde os dirigís?
Mallory volvió a empinar el codo, chascó los labios con ruidosa satisfacción, y manteniendo la botella alejada a la distancia del brazo, la miró con respetuoso cariño.
—Los alemanes tienen un defecto —dijo en voz alta—. No saben hacer buen vino. Apostaría que no saben hacerse con un vino como éste. Y la porquería que hacen allá arriba —se refería a la Grecia continental— está tan llena de resina que sólo sirve para quemar. —Permaneció unos instantes pensativo—. Claro que si usted conoce a la persona adecuada en las islas, podría darle un poco de
ouzo
. Pero algunos de nosotros podemos conseguir
ouzo
y los mejores
Hocks
y los mejores moselas.
El soldado arrugó la cara con asco. Como la mayoría de los soldados, odiaba a los
quislings
, aun cuando estuviesen a su lado. Y en Grecia había poquísimos.
—Le he hecho una pregunta —dijo fríamente—. ¿Qué barco es éste y adonde se dirige?
—Es el caique
Aigion
—replicó Mallory altanero—. Vamos a Samos en lastre. Estamos bajo órdenes.
—¿Órdenes de quién? —requirió el soldado. Astutamente, Mallory juzgó el secreto como superficial. Muy a su pesar, el guarda se sintió impresionado.
—Herr Commandant
, en Vathy. Del
General
Graebel —confió Mallory en voz baja—. Habrá usted oído hablar del
Herr General
antes, ¿eh? —Mallory sabía que pisaba terreno firme. La reputación de Graebel, como comandante de paracaidistas y ordenancista de hierro, había trascendido mucho más allá de las islas.
Incluso a la media luz que los iluminaba hubiera jurado Mallory que el soldado había palidecido más. Pero era bastante obstinado.
—¿Documentación? ¿Cartas de autorización?
Mallory miró por encima del hombro.
—¡Andrea! —vociferó.
—¿Qué quieres? —El sólido corpachón de Andrea se dibujó en la escotilla. Había oído toda la conversación y seguido la pauta que le había dado Mallory. Llevaba, medio escondida en su manaza, una botella recién abierta, y mostraba un ceño adusto—. ¿No ves que estoy ocupado? —preguntó con aspereza. Se detuvo de repente a la vista del alemán e, irritado, frunció el ceño de nuevo—. ¿Y qué pretende ese mozalbete?
—Quiere ver nuestros pases y las cartas de autorización del
Herr General
. Están abajo.
Andrea desapareció gruñendo con un sonido gutural. Tiraron una cuerda a tierra, arrimaron la popa contra la peligrosa corriente, y pasaron los documentos. Y los documentos —un juego distinto al que había de utilizar en caso de que se presentara alguna dificultad en Navarone— resultaron eminentemente satisfactorios. A Mallory le hubiera sorprendido lo contrario. Su preparación, incluso el facsímil fotostático de la firma del general Graebel, había resultado cosa fácil para Jensen en El Cairo.
El soldado dobló los papeles y los devolvió con un murmullo de agradecimiento. Tan sólo era un chiquillo, como había podido apreciar Mallory. Por su aspecto no podía tener más de diecinueve años. Un chico de rostro abierto y agradable —lo contrario de los jóvenes fanáticos de las divisiones Panzer de las SS— y demasiado flaco. La primera reacción de Mallory fue de alivio. Hubiera detestado verse obligado a matar a un chico así. Pero tenía que averiguar cuanto pudiese. Hizo señas a Stevens de que le diese la caja casi vacía de mosela. Jensen, pensó, había hecho las cosas bien. Había pensado, literalmente, en todo… Displicente, Mallory señaló la torre.
—¿Cuántos hay allí? —preguntó.
El chico comenzó a desconfiar. Su rostro se contrajo en un gesto hostil.
—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó con dureza.
Mallory gruñó, levantó los brazos con desaliento, y se volvió tristemente hacia Andrea.
—¿Ves lo que significa ser uno de ellos? —preguntó en son de queja—. No se fían de nadie. Creen que todos somos tan retorcidos como… —Con esto se interrumpió y se volvió de nuevo hacia el soldado—. Es que no queremos tener dificultades cada vez que vengamos por aquí —aclaró—. Dentro de un par de días volveremos de Samos y aún nos queda otra caja de mosela. El general Graebel tiene a sus… ah… enviados especiales muy bien abastecidos… allí arriba, el sol, el trabajo debe de dar sed. Vamos, ande, una botella para cada uno. ¿Cuántas botellas quiere?
La seguridad de que volverían otra vez, y la tranquilizadora mención del nombre de Graebel, así como lo atractivo de la oferta y la posible reacción de sus camaradas si les decía que la había rechazado, inclinó la balanza y venció los escrúpulos y la sospecha.
—Sólo somos tres —dijo de mala gana.
—Pues sean tres —dijo Mallory alegremente—. La próxima vez les traeremos unas botellas de Hock. —Empinó su botella—.
Prosit
! —dijo como isleño orgulloso de airear sus conocimientos de alemán. Y luego, con más orgullo aún, agregó—:
Auf Wiedersehen
!
El chico murmuró algo a su vez. Se quedó vacilando un momento, algo avergonzado, dio la vuelta bruscamente, y se alejó por la orilla del río con sus botellas de mosela.
¡Vaya! —exclamó Mallory pensativo—. Sólo son tres. Eso debería facilitar las cosas…
¡Buen trabajo, señor! —Fue Stevens quien le interrumpió con voz cálida y con la admiración pintada en el rostro—. ¡Muy buen trabajo!
¡Muy buen trabajo! —le remedó Miller. Echó su cuerpo larguirucho por encima de la brazola de la escotilla de máquinas—. ¡Maldito lenguaje! No pude entender ni una sola palabra, pero por mi parte merece usted un Oscar. ¡Estupendo, jefe!
—Gracias a todos —murmuró Mallory—. Pero me temo que vuestra felicitación sea un poco prematura. —Les chocó la repentina frialdad de su voz, y sus ojos siguieron la dirección de su índice, antes de que continuara diciendo en voz baja—: Mirad.
El joven oficial se había detenido repentinamente a unos doscientos metros, miró sorprendido hacia el bosque situado a su izquierda y desapareció entre los árboles. Durante un momento pudieron ver a otro soldado, hablando muy excitado con el chico, gesticulando y señalándoles a ellos. Luego, ambos desaparecieron en el interior del bosque.
—¡Eso lo arregló! —dijo Mallory quedamente, dando la vuelta—. Bueno, basta. A vuestros puestos. Parecería sospechoso si ignorásemos por completo este incidente, pero aún lo parecería más si le prestáramos demasiada atención. Que no vayan a creerse que estamos discutiendo la cosa.
Miller descendió a la sala de máquinas con Brown, y Stevens se dirigió de nuevo al pequeño camarote de proa. Mallory y Andrea se quedaron sobre cubierta con sendas botellas en las manos. La lluvia había cesado por completo, pero el viento continuaba aumentando con imperceptible firmeza y comenzaba a inclinar las copas de los pinos más altos. Por el momento, el risco les proporcionaba una protección casi absoluta. Mallory no quiso ni imaginarse cuál sería el estado del tiempo fuera de su refugio. Tenían que zarpar —siempre que lo permitieran las ametralladoras— y no había que darle vueltas.
—¿Qué cree que ha sucedido, señor? —Era la voz de Stevens desde la oscuridad del camarote.
—La cosa está clara, ¿no? —contestó Mallory. Habló con voz fuerte para que todos leoyesen—. Les han informado, no me preguntéis cómo. Ésta es la segunda vez, y sus sospechas irán aumentando considerablemente al no recibir noticias del caique que enviaron a inspeccionarnos. Llevaba antena, ¿recordáis?
—Pero, ¿por qué habían de entrar en sospechas tan repentinamente? —preguntó Miller—. A mí me parece raro, jefe.
—Deben de estar en contacto por radio con su Cuartel General. O por teléfono. Probablemente por teléfono. Acaban de darles la señal. Consternación por todos lados.
—Entonces quizá manden un pequeño ejército de su Cuartel General a liquidar cuentas —dijo Miller, lúgubre.
Mallory negó rotundamente con la cabeza. Su mente reaccionaba con rapidez y sentía una extraña confianza en sí mismo.
—No, ni pensarlo. Siete millas a vuelo de pájaro. Diez, o quizá doce millas de monte duro y caminos de cabra, y además, a oscuras por completo. Ni siquiera se les ocurriría. —Señaló la torre con la botella—. Esta noche tienen fiesta.
—¿Entonces podemos esperar que las
Spandaus
comiencen a funcionar de un momento a otro? —Se oyó de nuevo la voz anormal, que parecía revelar ya un hecho consumado, de Stevens.