—Indiferente —la respuesta había sido rápida y muy clara—. Eso pertenece al orden de las tareas diarias. Es aquello para lo que me entrenaron y es en consecuencia lo que hago. No cuestiono las órdenes que recibo y sean ellas cuerdas o locas, malas o buenas, no hago sobre ellas juicio alguno. Si alguna vez lo hubiera hecho, hace ya tiempo que estaría encerrado en una jaula para bobos. La humanidad es solo una tribu demente. No hay esperanzas para ella. Yo encontré una profesión en la cual me fue posible aprovechar esta demencia colectiva. Trabajé para lo que hay, con lo que hay. Cumplí con todos mis contratos. Lo único con lo que nunca he tenido que ver es con el amor y también la resurrección. Pero en fin de cuentas, me encuentro tan bien como está usted. Hace dos mil años que usted ha estado negociando con la salvación a través del Señor Jesús y mire adonde eso lo ha llevado.
—Usted también está aquí —dijo blandamente Jean Marie— y vino por propia voluntad. Eso indica que hay en usted algo más que indiferencia.
—Curiosidad —dijo Alvin Dolman—. Quería ver cómo estaba usted. Y debo decir que parece haberlo sobrellevado muy bien.
—Pero aún no me satisface.
—Bien. Aquí va. —Dolman inclinó la cabeza a un lado, así como un ave de presa acechando a su próxima víctima—. Cuando todo esto comenzó, yo fui el que recomendó matarlo. Para ello presenté una docena de planes muy sencillos. Pero nadie se atrevió, excepto los franceses. Esta gente siempre ha creído en la eficacia de las soluciones rápidas e indoloras. Sin embargo, no se pudo hacer porque Duhamel intervino. Le dio un pasaporte especial e hizo saber que destruiría a quien se atreviera a destruirlo a usted. Cuando llegó a Inglaterra, la liquidación dejó de ser una solución provechosa y cuando sufrió este ataque resultó claramente innecesaria. En ese momento pareció evidente que lo adecuado era desacreditarlo y no transformarlo en un mártir.
"Yo nunca estuve de acuerdo con esto último. Cuando ayer me enteré de que debía ser operado y que por el resto de mi vida me vería obligado a acarrear siempre, conmigo mis propios excrementos, pensé ¿por qué no matar dos pájaros de un tiro, usted primero y yo después?
"Recuerdo aquella noche en Tübingen cuando me dijo que me conocía y que conocía el espíritu que me habitaba. No creo haber odiado nunca a nadie como lo odié a usted en aquel momento. —Registró el bolsillo de su bata y extrajo de él una estilográfica de oro que enseñó a Jean Marie—. Esto contiene la muerte en uno de sus más elegantes ropajes: una cápsula de gas letal capaz de matarnos a los dos, a menos que yo cubra mi nariz mientras le lanzo el gas a usted. Cubrió su nariz con un pañuelo y enfocó la punta de la estilográfica hacia el rostro de Jean Marie. Jean Marie continuó sentado, muy quieto, mirándolo. Dijo suavemente—. Hace ya mucho tiempo que me reconcilié con la muerte. Usted me está haciendo un gran favor, Alvin Dolman.
—Lo sé. —Dolman colocó nuevamente en su bolsillo el pañuelo y la estilográfica e hizo un cómico gesto de resignación—. Supongo que lo que yo necesitaba era probarme a mí mismo. —Estiró la mano y cogió el paquete semiabierto que estaba sobre la cama. Dijo, con un encogimiento de hombros—: De todos modos, la broma era mala. Ahora regresaré a mi cuarto.
—Aguarde —dijo Jean Marie levantándose de su silla—, lo acompañaré hasta el ascensor.
—No se moleste, puedo encontrar mi camino solo.
—Hace ya mucho tiempo que perdió su camino —dijo Jean Marie sombríamente— y por sí mismo nunca será capaz de encontrarlo.
El rostro de Dolman se transformó súbitamente en una pálida máscara de furia.
—Dije que encontraría mi propio camino.
—¿Por qué se molesta tanto por una simple cortesía?
—Usted debería saberlo. —Dolman sonreía ahora, con un rictus de silenciosa alegría que resultaba mucho más terrible que su risa—. Usted me dijo en Tübingen que sabía el nombre del espíritu que me habita.
—Sí, lo conozco. —Jean Marie habló con tranquila autoridad y con un raro, caprichoso humor—. Su nombre es Legión. Pero no sobrevaluemos este drama, señor Dolman. Usted no está poseído por el demonio. Es usted simplemente una casa donde moran los demonios, demasiados demonios en realidad para que un hombre que comienza a envejecer pueda sobrellevarlos a todos.
La altiva, sonriente máscara se quebró y en su lugar apareció el cansado rostro de un hombre de mediana edad, el rostro de un clochard que había jugado todas sus cartas y que ya no tenía lugar alguno en el mundo donde refugiarse.
—Siéntese, señor Dolman —dijo gentilmente Jean Marie—. Tratemos de entendernos como seres humanos.
—Usted no comprende —dijo cansadamente Alvin Dolman—, pedimos auxilio a nuestros propios demonios porque no podemos vivir con nosotros mismos.
—Pero usted está vivo y por lo tanto abierto al cambio y a la merced divina.
—Usted no me está escuchando. —La altiva, torcida sonrisa había vuelto al rostro de Dolman—. Puedo parecerme al resto de la gente, pero de hecho soy diferente. Pertenezco a otra raza… Somos perros de presa y si tratan de cambiarnos, de domesticarnos, nos volvemos locos y destruimos a los que intentan hacerlo. Ha sido mucha suerte para usted que yo no lo haya matado esta noche.
Abandonó el cuarto sin una sola palabra de despedida. Jean Marie llegó hasta la puerta y lo observó mientras se alejaba por el corredor, cojeando, con el paquete de papel marrón debajo del brazo. El aspecto de Dolman trajo a su memoria el recuerdo del antiguo cuento sobre el diablo cojuelo que recorría la ciudad por las noches, levantando los techos de las casas para descubrir y revelar al diablo que moraba en ellas. Nunca, que él recordara por lo menos, el diablo cojuelo había encontrado nada bueno en ninguna parte. Jean Marie se preguntó tristemente si aquel diablo había sido cegatón o si era su vista demasiado aguda la que le impedía ser feliz. A menos que uno creyera en la existencia de un benevolente Creador y en alguna forma de gracia salvadora, el mundo era un lugar en el cual era preferible no estar, especialmente si uno era un asesino de mediana edad con un cáncer al intestino.
Aquella noche ofreció el oficio de Completas por Alvin Dolman. Al mediodía siguiente llamó por teléfono a la enfermera a cargo de Dolman quien le informó que, debido a un inexplicable paro cardíaco, el señor Dolman había muerto durante la noche y que se llevaría a cabo una autopsia para determinar las causas de aquel extraño deceso. Sus papeles y efectos personales ya habían sido retirados por un miembro de la Embajada norteamericana.
Pero Jean Marie Barette, a diferencia del hospital, no pudo desembarazarse tan sencilla y rápidamente de un hombre, que, por muy mala que hubiera sido su vida, formaba parte de la economía de la salvación. Algunas vidas habían sido dañadas, otras interrumpidas en su curso normal, otras tal vez y aunque sólo fuera momentáneamente, habían sido enriquecidas por la presencia de Alvin Dolman en el mundo. Pero eso no bastaba para rendir sobre Alvin Dolman el juicio sin amor de los puritanos:
"el perdón le fue ofrecido, pero él rechazó el perdón y sus pasos lo llevaron, inevitablemente, hacia el árbol de Judas"
.
Jean Marie Barette —que había sido papa— poseía una experiencia demasiado vasta y demasiado profunda de la realidad de las paradojas para creer que la justicia del Todopoderoso se dispensaba de acuerdo a leyes rígidas y someras capaces de separar con exactitud lo bueno de lo malo. Porque no obstante lo que afirmaba la Escritura, no era posible dividir el mundo en dos partes, blanca la una, negra la otra. El mismo había sufrido las experiencias contrastantes de haber sido objeto de una revelación divina y de haber contemplado fríamente la eventualidad de un suicidio. Había recibido la misión de proclamar el advenimiento de los Últimos Días y en el momento mismo en que se disponía a anunciar lo que le habían ordenado, lo habían reducido al silencio… De manera que, considerando todo esto, tal vez no era del todo extraño ver en el suicidio de Dolman un acto de arrepentimiento y en su visita, una victoria sobre el asesino que llevaba adentro. No otra cosa era lo que contaban las historias del viejo abuelo Barette sobre aquellos hombres que habían sido mordidos por perros rabiosos. Sabían que la muerte, para ellos, era inevitable. Y así, en vez de contagiar a sus familias, se destapaban los sesos con una escopeta de caza o se encerraban en alguna inaccesible cabaña de las montañas para que la muerte llegara y los cogiera.
Jean Marie se encontró así, una vez más, confrontado al oscuro y aterrador misterio del dolor y del mal y de quién se salvaba y de quién se condenaba y de quién era, en fin de cuentas, responsable por todo aquello. ¿Quién engendraba al hombre que entrenaba a los perros de presa? ¿Y qué cósmico emperador contemplaba desde la altura, con eterna indiferencia, al bebé que los perros destrozaban?
Sólo era el mediodía, pero sintió que la oscuridad de una negra medianoche lo envolvía por todos lados. Deseó que el señor Atha estuviera allí, para acompañarlo al gimnasio y llevarlo, con sus palabras, desde estas tinieblas hasta el centro de la luz.
El señor Atha regresó a su vida en la misma forma casual en que había salido de ella. Aquella tarde, cuando Jean Marie se encontraba cenando, entró a la habitación, examinó a Jean Marie de arriba abajo, como si éste fuera una flor en una exposición, sonrió con aprobación y depositó sobre la bandeja un pequeño paquete.
—Veo que sus progresos son espléndidos. Esta es su recompensa.
—¡Lo eché de menos! —dijo Jean Marie extendiendo las manos para darle la bienvenida—. Vea, las dos funcionan. ¿Tuvo un buen viaje?
—Fue un viaje muy ocupado. —El señor Atha, como siempre, se mostraba muy evasivo en todo lo que se relacionara con él—. Viajar ahora es muy difícil. En casi todos los aeropuertos se producen inesperadas demoras y se ve mucha intervención de la policía y de los militares. La gente está desconfiada y temerosa… Vea su regalo.
Jean Marie desenvolvió el paquete y descubrió una bolsita de suave cuero en el interior de la cual había una pequeña caja de plata con la superficie cubierta de un intrincado grabado. El señor Atha explicó:
—El dibujo representa una invocación a Allah. Hay en Aleppo un anciano que solía hacer estos grabados. Ahora está ciego. Esta caja fue grabada por su hijo. Ábrala.
Jean Marie abrió la cajita. Adentro, sobre un forro de seda blanca, descansaba un anillo antiguo. Era de oro, con una pálida esmeralda labrada en forma de cabeza de hombre a la manera de un camafeo. La piedra se veía gastada y rasguñada como si hubiera sufrido por la acción del mar. El señor Atha le contó la historia de la joya:
—Me la regaló un amigo que tengo en Estambul. Me aseguró que es del siglo primero y que probablemente proviene de Macedonia. El revés de la piedra lleva una inscripción semiborrada, en griego. Se necesita tener muy buenos ojos o una lente de aumento para leer lo que dice, pero es así: "Timoteo a Silvano. Paz". Mi amigo cree que puede tener alguna conexión con el Apóstol Pablo y sus dos compañeros Silvano y Timoteo… ¿Quién sabe? Y he pensado, caprichosamente, que puesto que usted devolvió su anillo de Pescador, tal vez le gustaría tener éste en cambio.
El regalo y las palabras conmovieron hondamente a Jean Marie. Detrás del capricho del señor Atha había todo un mundo de afecto y de gentil preocupación por él. Jean Marie deslizó el anillo en su dedo. Calzaba perfectamente. Se lo sacó y lo volvió a colocar en la cajita de plata. Dijo:
—¡Gracias, amigo mío! Si mis bendiciones cuentan para algo, las tiene usted todas. —Luego, tras una incierta y breve risita continuó—: Supongo que lo que uno necesita es una cierta cantidad de fe, pero ¿no sería realmente maravilloso que este anillo fuera en verdad un regalo de Timoteo a Silvano? Estuvieron juntos en Macedonia. Eso se desprende muy claramente de la carta de Pablo y los Tesalonicenses. Déjeme ver si puedo recordarla… "Pablo, Silvano y Timoteo a la Iglesia de los Tesalonicenses en Dios Padre y en el Señor Jesucristo". —Frunció el ceño, esforzándose por encontrar las palabras siguientes—. Lo siento, para el resto, estoy completamente bloqueado.
—"… A vosotros gracia y paz". —El señor Atha completó la cita. —"Damos gracias a Dios por todos vosotros". Jean Marie se quedó mirándolo, sorprendido. Dijo:
—Yo sabía que usted era creyente. Tenía que serlo. Usó la palabra francesa
croyant
. Pero el señor Atha sacudió la cabeza.
—No, no soy creyente. Sucede que fui educado en la tradición judía. Pero el acto de fe es algo que personalmente me es imposible hacer. En cuanto al trozo de los Tesalonicenses lo conozco porque, cuando mi amigo me contó el origen del anillo, lo busqué expresamente. Me pareció tan apropiado. "… Gracias para ti y paz…" Ahora hablemos de usted. Ha pasado todas las pruebas y los resultandos son buenos.
—Sí, gracias a Dios. Los médicos dicen que me pueden dar de alta inmediatamente, pero sin embargo, prefieren que permanezca aquí uno o dos días más. Me está permitido salir durante el día, pero debo regresar aquí por la tarde. De esta manera pueden controlar mis primeras reacciones a las tensiones tanto físicas como psicológicas…
—Y se sorprenderá al constatar todo lo que es capaz de absorber —dijo el señor Atha.
—¿Quiere quedarse conmigo? ¿Acompañarme en las salidas que tenga que hacer en Londres y tal vez, incluso volar conmigo a Munich y entregarme en manos de mis amigos? Deseo pasar la Navidad con ellos. Y estoy seguro de que estarán dichosos de recibirlo. No quisiera, por cierto, separarlo de otras personas que pudieran necesitarlo, pero la verdad es que carezco de práctica para realizar las tareas más sencillas.
—Con eso basta —dijo el señor Atha—. Disponga de mí. Por lo demás, siempre tuve la intención de quedarme con usted hasta que se hubiera recuperado por completo. Es un cliente muy especial a pesar de su mala reputación.
—Eso significa…
—Sí, significa que he leído también el otro libro —dijo el señor Atha—. Entiendo que, debido a ciertos mandatos expresos, ha sido suprimido en algunos países; pero donde yo estuve se podía obtener sin ningún problema y se estaba vendiendo bien.
—¿Le gustó mi libro?
—Sí. Me gustó muchísimo, sobre todo porque conozco tan bien el autor. El otro es una deshonrosa caricatura.
—Pero aun así, hará daño a mucha gente —dijo tristemente Jean Marie—, especialmente a Roberta.