Los Bufones de Dios (56 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Los Bufones de Dios
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Panache
! —dijo Jean Marie y la palabra salió de sus labios tan clara como una campanada.

—¡Bravo! —dijo el señor Atha—. Ahora llamemos a la enfermera. Lo primero que tenemos que hacer es enseñarle a sentarse en el borde de la cama y en seguida a ponerse de pie por sus propios medios.

Parecía tan sencillo que le costó creer el esfuerzo y la humillación que aquel acto representó para él. Una y otra vez lo único que obtuvo fue derrumbarse como una muñeca de trapo en los brazos del señor Atha y de la enfermera. Pero cada vez, ellos lo levantaban y lentamente, fueron disminuyendo el apoyo que le prestaban hasta que él logró mantenerse de pie, erecto, por unos pocos minutos. Cuando se encontró demasiado cansado para continuar, lo sentaron en el borde de la cama y le enseñaron a rodar sobre sí mismo para recostarse y a adoptar solo, las posiciones susceptibles de evitar las heridas que la larga permanencia en cama no dejaba de provocar.

Cuando esta obertura estuvo completamente dominada, comenzaron a enseñarle la ópera misma: la manera de andar con diminutos y arrastrados pasos, la manera de ejercitar su mano izquierda con una pelota de goma y luego una serie de operaciones con elementos mecánicos en un amplio gimnasio. Fue en este último lugar donde llegó a comprender plenamente lo que el señor Atha le había dicho al comentar cuan afortunado era. Y allí también tomó conciencia de la infinita paciencia del señor Atha con este abigarrado grupo y cuán rápidamente todos respondían a su sonrisa y a sus palabras de aliento.

Atha lo hizo participar en la pequeña y desmembrada vida comunitaria del gimnasio, incitándolo a lanzar una pelota a uno, a detenerse para una conversación con otro, demostrando a un tercero algún movimiento que él mismo hubiera aprendido a dominar. Pero, por breves que fueran, estos interludios lo dejaban exhausto, no obstante lo cual Atha se mantuvo inconmovible.

—…Usted renovará sus recursos solamente en la medida en que sea capaz de compartirlos. No puede esperar que todo el tiempo de su curación transcurra en un mundo hermético del cual emergería transformado en un animal social. Si hablar lo cansa, limítese a tocar a la gente, a sonreír, a compartir su conciencia de las cosas que lo rodean, por ejemplo el espectáculo de un par de palomas arrullándose en el alféizar de una ventana. Es posible que no se sienta particularmente preocupado con su actual estado, pero la mayoría de las personas que está aquí sufre del terror de pensar que ha dejado de ser atrayente para aquellos que lo aman, o que tal vez se ha vuelto sexualmente impotente e incluso, al final, que terminará siendo una carga para su familia.

—Lo siento —Jean Marie consiguió formar la frase completa—, trataré de hacerlo mejor.

—Bien —dijo el señor Atha con una sonrisa—. Ahora puede descansar. Ha llegado la hora de su masaje.

Había un cierto tipo de juegos que le causaba un real placer. El neurólogo los llamaba pruebas de la sensibilidad del conocimiento. Consistían en el reconocimiento, por simple tacto, de texturas y pesos, de formas chatas y sólidas. El placer de este juego residía para él en la conciencia de que su sensibilidad se agudizaba a medida que pasaba el tiempo y que cada vez reconocía con mayor exactitud los objetos que producían la sensación.

Su capacidad de atención comenzó asimismo a aumentar y extenderse de manera que pudo gozar con la masa de cartas y tarjetas que se habían acumulado, sin que él hubiera podido leerlas, en el primer cajón de su cómoda. Cuando su caudal de concentración se agotaba, el señor Atha le leía las cartas y lo ayudaba a ordenar alguna sencilla respuesta. Pero no la escribía él. Jean Marie tenía que hacerlo él mismo. El señor Atha se limitaba a proveerle las palabras o frases que se ausentaban momentáneamente de su vocabulario o se montaban unas sobre otras en una especie de cortocircuito.

Había comenzado a recibir diarios —en inglés y en francés— y disfrutaba hojeándolos, aunque, lamentablemente retenía muy poco de lo que había leído. En estos casos, el señor Atha, con sus suaves y tranquilos modales, lo calmaba.

—… ¿Qué le interesa recordar? ¿Las malas noticias de que el hombre está dedicado a desmantelar, piedra por piedra, la civilización que ha construido? Las buenas noticias están aquí, debajo de su nariz. Los ciegos ven, los inválidos andan. E incluso a veces, los muertos regresan a la vida… y si escuchara con suficiente atención, oiría ecos de la Buena Nueva…

—Usted… usted es… un hombre distinto —dijo Jean Marie tartamudeando.

—Usted quiere decir extraño.

—Eso dije.

—Dígamelo ahora.

—Extraño —dijo Jean Marie cuidadosamente—. Usted es un hombre muy extraño.

—También traigo buenas noticias —dijo el señor Atha—. La próxima semana podrá comenzar a recibir visitantes. Si me dice a quién desea ver, haré una lista y me pondré en contacto con ellos para avisarles que puede recibirlos.

Alain recibió la primera invitación porque Jean Marie consideró que los lazos familiares merecían la prioridad y que ahora ya no había motivos para ningún tipo de celos. Debido al brazo paralizado de Jean Marie, ambos se abrazaron torpemente. Después del primer intercambio verbal. Jean Marie dejó claramente establecido que prefería escuchar y no hablar; de manera que Alain se lanzó velozmente a dar noticias de la familia, hasta que al fin se sintió liberado para hablar de lo que realmente interesaba a su corazón: la Bolsa con todas sus transacciones y rumores.

—Ahora estamos embarcados de lleno en el negocio de trueque. Petróleo por granos, frijoles por carbón, tanques por barras de hierro, carne por polvo amarillo de uranio, oro por cualquier cosa. Si eres poseedor de cualquier tipo de materia prima, te puedo encontrar comprador al momento… ¿Pero, por qué te estoy contando todo esto? ¿Cuánto tiempo más te quedarás en este lugar?

—Ellos no me lo han dicho. —Jean Marie había descubierto que se expresaba mejor por medio de cortas y sencillas sentencias, cuidadosamente fabricadas de antemano—. No pregunto, espero.

—Cuando salgas de aquí, serás bienvenido en casa.

—Gracias, Alain. No. Hay lugares de… de… —se esforzó por asir las palabras y casi lo consiguió—, rehab… re-hab…

—¿Rehabilitación?

—Sí. El señor Atha me encontrará uno.

—¿Quién es el señor Atha?

—Trabaja aquí con las víctimas de los ataques.

—¡Oh! —No es que fuera insensible o indiferente. Era simplemente un extraño en un extraño país. —Roberta te envía su cariño. En unos pocos días más vendrá a verte.

—Bueno. Estaré contento de verla.

Su capacidad de conversar terminó aquí. Alain también se sintió contento de que la visita no se prolongara. Después de unas pocas palabras más y de algunos largos silencios, los hermanos se abrazaron y se separaron, cada uno de ellos preguntándose a qué podía deberse el hecho de que tuvieran tan poco que decirse.

Al día siguiente llegó Waldo Pearson. Venía acompañado por un sirviente con los brazos cargados de inesperados tesoros: los seis ejemplares de "Ultimas cartas desde un pequeño planeta", propiedad de su autor, uno de ellos encuadernado en cuero y destinado al autor mismo, una cinta grabada y las dos versiones más exitosas de "Juanito el payaso", una realizada por un cantante varón y la otra por una mujer acompañada de un coro. Traía también una botella de champagne "Veuve Cliquot", un balde de hielo, un juego de copas de champagne, una jarra de caviar fresco y el texto completo del discurso de Jean Marie en el Carlton Club, también encuadernado en cuero. Waldo estaba en su mejor esto-es-lo-que-pasa-y-qué-contento-estoy estado de ánimo.

—Mi padre sufrió dos ataques, en aquellos días no se les llamaba accidentes-cerebro-vasculares, de manera que sé de lo que se trata. Hable cuando quiera y si siente la necesidad de permanecer en silencio, pues hágalo. ¿Le agrada el libro…? ¡Qué bello es! ¿No le parece? Las suscripciones caminan estupendamente. Esto es lo más sensacional que hayamos tenido en los últimos veinte años. Nos hemos asegurado las revistas de segundo orden y las grandes también. Lo único que lamento es que usted no pueda estar presente en nuestro almuerzo de inauguración. Hennessy me llamó para decirme que la reacción de las Américas y en el continente es la misma que en Inglaterra. Dice que telefoneará y se dejará caer por aquí en su viaje de regreso a Nueva York. Realmente parece que usted ha sabido tocar un punto muy sensible… Y todo el mundo está cantando la canción. Yo la canto hasta en el baño… ¿Champagne? ¿Puede también comer el caviar…? Espléndido. Realmente se las arregla muy bien. Yo estaba resuelto a que bebiera champagne y comiera caviar aunque hubiera tenido que dárselo yo mismo con cuenta gotas…

—Me siento muy conmovido ¡Gracias! —Jean Marie se sorprendió de su propia fluidez. —Lamento la escena que hice en el Club.

—Sucedió allí algo muy curioso —dijo Pearson con instantánea gravedad—. En el auditorio, algunos eran hostiles, y otros, muchos, en cambio, se conmovieron profundamente. Pero nadie pudo permanecer neutral. Envié el texto completo de su discurso a todos los miembros y a sus huéspedes. Las respuestas que hemos recibido, ya sean en favor como en contra, han resultado muy iluminadoras. Algunas expresan miedo, otras hablan de un impacto religioso, otras destacan el contraste entre la fuerza de su mensaje y la modestia de su conducta. Y a propósito ¿ha tenido noticias de Matt Hewlett? Dijo que le escribiría. Pensó que una visita suya podría significar para usted más un embarazo que un agrado.

—Me escribió. Dijo que había ofrecido nueve días de misa por mí. También el pontífice envió un cable y asimismo algunos miembros de la Curia. Drexel escribió un largo… largo… largo… Discúlpeme. A veces olvido las palabras más sencillas.

—Relájese —dijo Waldo Pearson—. Le tocaré la canción. Por mi parte prefiero la versión de la mujer. Veamos lo que le parece a usted.

—¿Podría conseguirme una copia para el señor Atha? —Por supuesto. ¿Pero, quién es él?

—Es un ter… terapista. No puedo darle una idea de todo lo que hace por cada uno de nosotros. Es un hombre enviado por Dios. Quiero regalarle un libro con una dedicatoria. ¿Tiene ahora alguna importancia que se sepa que soy el autor?

—Creo que eso ya dejó de tener importancia —dijo Waldo Pearson—. La gente buena encontrará a Dios en el libro, los hipócritas mojigatos creerán que usted ha sido castigado por sus pecados. De manera que todos quedarán contentos.

—¿Petrov… obtuvo sus cereales?

—Algo así, pero no lo suficiente.

—He perdido la cuenta del tiempo. No puedo recordar muchas cosas que han ocurrido…

—Alégrese de ello. El tiempo perdió sentido. Y los acontecimientos se han escapado de las manos. Ya no podemos controlarlos.

Jean Marie extendió su mano para coger la de su amigo. Necesitaba sentir el aliento que da un contacto humano. Y finalmente la idea que durante semanas había estado tratando de asir se volvió súbitamente muy clara para él. Con un desesperado cuidado trató de formularla para su amigo.

—El me permitió ver los Últimos Días. Me ordenó que anunciara la Parusía. Yo lo di todo para cumplir lo que me pidió. Y me esforcé por hacerlo. De veras me esforcé. Pero antes que pudiera decir lo que me había ordenado, Él me golpeó imponiéndome silencio… Y ahora no sé lo que Él espera de mí. Me siento muy confuso.

Waldo Pearson tomó entre las suyas la frágil mano de Jean Marie. Dijo suavemente.

—Yo también me sentía confundido. E iracundo. Me descubrí a mí mismo levantando el puño contra Su Rostro y exigiendo saber por qué, ¿por qué? Luego leí las "Últimas cartas desde un pequeño planeta" y me di cuenta de que ellas eran su testimonio. Todo lo que usted tenía que decir estaba allí, en blanco y negro. Lo que alcanzó a decir o no pudo decir en el Carlton Club era solamente una post-data y podía ser suprimido sin pérdida alguna… También recordé otra cosa. El primer Precursor, Juan, llamado el Bautista, murió de una manera muy extraña. Mientras que el Mesías a quien él había anunciado, caminaba libremente por Judea, él fue asesinado en una mazmorra de Herodes y su cabeza fue presentada en un plato como obsequio a una bailarina. Todo lo que recibió de su Mesías fue un elogio que se transformó en su epitafio: "Entre los hombres nacidos de mujer, ninguno hay más grande que Juan el Bautista…"

—Había olvidado eso —dijo Jean Marie Barette—, pero ahora olvido tantas cosas.

—Tome un poco más de champagne —dijo Waldo Pearson— y escuchemos la música.

Al día siguiente se vio enfrentado a nuevas calamidades. Estaba sentado en su silla de ruedas, revisando las noticias de los periódicos matinales, cuando entró el señor Atha y anunció que se veía obligado a ausentarse por un tiempo con el fin de atender a los asuntos de su padre en el exterior. En consecuencia venía a despedirse. Las sesiones de terapia de Jean Marie quedarían a cargo de una asistente femenina.

—…Y cuando regrese —dijo el señor Atha— quiero ver a un hombre vigoroso expresándose perfectamente.

Jean Marie se sintió presa de un súbito pánico.

—¿Dónde… dónde va usted?

—Oh, a varias capitales. Los intereses de mi padre son muy variados y extensos… Llevaré su libro para leerlo en el avión. Vamos. No se aflija tanto.

—Tengo miedo.

Dejó escapar la palabra sin poder evitarlo. Pero el señor Atha permaneció inconmovible ante el llamado.

—En ese caso, enfréntese con el miedo. El trabajo que hemos hecho en común tiene un solo objeto: obtener que usted sea capaz de andar, hablar, pensar y trabajar por sus propios medios. No se amilane pues ahora.

Pero en el mismo momento en que el señor Atha desapareció detrás de la puerta, todo el valor que había logrado acumular desapareció también. Y la depresión, negra como la medianoche, se enseñoreó en él. Aun su secreto rincón de luz parecía haber sido borrado de la existencia. Le fue imposible encontrar un camino para llegar hasta él. A medida que transcurría el día se fue hundiendo más y más en una condición cercana a la desesperación. Nunca mejoraría. Nunca podría abandonar este hospital. Y aun cuando pudiera hacerlo, ¿adonde iría? ¿Qué podría hacer? ¿Cuál era el sentido de todos sus esfuerzos, si el resultado final a que ellos podrían conducirlo era el de colocarse correctamente la chaqueta, hablar vacuidades elementales, arrastrar los pies sin salirse de la línea recta en un pavimento de concreto?

Por primera vez comenzó a considerar a la muerte no únicamente como un alivio de la miseria humana, sino como un acto personal determinado a poner fin a una situación intolerable. Este pensamiento le produjo una extraordinaria sensación de tranquilidad y al mismo tiempo aclaró su mente dejándola transparente y luminosa, como la fría luz de las latitudes nórdicas. Pasar en seguida de la contemplación del acto a la especulación sobre los medios para llevarlo a cabo resultó una simple cuestión de lógica. Y fue solamente cuando más tarde entró la enfermera que tomó conciencia con repentino y profundo sentido de culpa, de cuan lejos había sido arrastrado por su mórbida ensoñación.

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