Jean Marie calló. Roberta Saracini hizo girar el automóvil y lo guió hacia una pequeña explanada a un costado del camino, desde donde era posible observar, a lo lejos, las tierras de labranza, los dispersos matorrales y algunas murallas de toscas piedras pulidas por el tiempo. Bajó la ventanilla y permaneció mirando el tranquilo paisaje. No se atrevió a mirar a Jean Marie, sino que se limitó a preguntar, con singular humildad:
—¿Desea contarme el resto? ¿Dónde está Adéle ahora?
—Muerta. Se fue antes de medianoche. Cuando llegó a su casa descubrió que estaba llena de alemanes, que una vez más, habían vuelto. Se habían emborrachado con su vino. La violaron, la desnudaron y la clavaron en la mesa con un cuchillo de cocina… Y es así como la encontré cuando, ansioso por renovar nuestra noche de amor, rompí todas las reglas y, a las seis de la mañana, bajé de la colina para verla. Fue entonces, fue ese mismo día, cuando sentí que había contraído una deuda y que tenía que pagarla. Pero fue más tarde, mucho más tarde, cuando decidí que el ejercicio del sacerdocio era la mejor forma de hacerlo. La pasión de Cristo se transformó para mí en algo muy real, como un drama de brutalidad, de amor, de muerte y de nueva vida. Y nunca he lamentado la elección que hice, así como tampoco, a pesar del horror de lo que siguió, he podido lamentar la maravilla que Adéle y yo llegamos a compartir. En esto mi confesor, que era un hombre lleno de sabiduría y de dulzura, me ayudó muchísimo. Me dijo: "El único verdadero pecado es ser tacaño con el amor. Dar demasiado es una falta que puede ser fácilmente perdonada. Lo que usted llegó a conocer en aquellos momentos, su Adéle también lo conoció: la certeza de haber compartido una hora de rara gracia. Estoy seguro de que ella, al final, también lo recordó…" Míreme, Roberta.
Ella sacudió la cabeza. Estaba sentada, con el mentón en las manos, los ojos desviados, mirando fijamente el abigarrado y soleado paisaje. El extendió la mano e hizo que ella volviera hacia él su rostro inundado de lágrimas. Los ojos de él estaban llenos de ternura y su voz de compasión mientras, suavemente la amonestaba.
—Tengo edad suficiente para ser su padre, de manera que me puede adoptar como el Tío holandés, si así quiere. En cuanto al resto, recuerde lo que le dije cuando recién nos conocimos. "
On ne badine pas avec l'amour
". No se puede jugar con el amor. Es demasiado maravilloso y terrible…
Le alcanzó su pañuelo para que secara sus lágrimas y ella lo aceptó, pero al hacerlo lo enfrentó con una última y ruda pregunta:
—Después de todo eso ¿cómo es posible que Carl Mendelius, su mejor amigo, sea alemán?
—¿Cómo es posible —preguntó Jean Marie— que, debido a que su padre estafó al Vaticano en diez y siete millones y fue muerto a consecuencia de ello en el corredor de una prisión, usted y yo estemos sentados aquí…? El más grande error que a través del tiempo nunca hemos dejado de cometer es tratar de explicar a los hombres los caminos de Dios. Nunca debiéramos hacerlo. Debiéramos limitarnos a anunciarlo a Él. El siempre termina explicándose muy bien.
En la víspera de la cena en el Carlton Club, acompañado de Adrian Hennessy, fue a hacer entrega de los manuscritos de las
"Últimas cartas desde un pequeño planeta"
. Los depositó sobre el escritorio de Waldo Pearson y dijo:
—Y aquí están. Está hecho. Buenas o malas, son un grito venido del corazón. Espero que alguien lo escuche.
Waldo Pearson sopesó en sus manos el paquete de cartas y dijo que estaba seguro, sí, muy seguro, de que alguien oiría aquel grito del corazón. En seguida puso en manos de Jean Marie la versión inglesa de su discurso del Carlton Club. Jean Marie le preguntó:
—¿Qué le parece? ¿Cree que tiene sentido, que significa algo?
—Creo que tiene un sentido aterrador. Y creo que tiene un maravilloso significado. Pero no puedo predecir lo que el auditorio pensará de él.
—Lo he leído —dijo Adrian Hennessy— y me gusta. También me asusta. Todavía hay tiempo de hacer algunos cambios, siempre que usted esté de acuerdo, claro.
Echó una mirada a Jean Marie, que inclinó la cabeza asintiendo.
—Sé que estoy hablando a gente nueva para mí en un idioma nuevo para ella. Les ruego que sean honrados conmigo. Soy su huésped en el Club. Si me he sobrepasado, en la forma que sea a lo que la ocasión precisa debo saberlo ahora.
—No hay nada en ese texto que vaya contra la paz o contra la decencia —dijo Waldo Pearson—. Aténgase al texto.
—¿Después que termine, habrá preguntas?
—Puede haberlas. Generalmente las autorizamos.
—Le ruego que se asegure de que las he comprendido bien, antes de permitirme contestarlas. Hablo corrientemente el inglés, pero a veces, en momentos de tensión, pienso en francés o en italiano.
—No tema. Estaré a su lado para ayudarlo. Será muy interesante.
—¿Tiene una lista de los asistentes? —Era Hennessy quien hacía la pregunta.
—Me temo que no. Cuando se espera una gran concurrencia, como en esta ocasión, los miembros se someten a elección para obtener asientos para sus huéspedes. Sin embargo, he invitado al embajador soviético y a Sergei Petrov para el caso en que se encuentre en Londres. Si aparece, eso significará que aún es políticamente viable. También he invitado a Morrow, porque fue colega mío —ministro de relaciones como yo y al mismo tiempo que yo— en Washington. Sugerí que si lo deseaba podía traer consigo algún colaborador, lo que deja abierta para él la posibilidad de venir con Dolman. En cuanto al resto, la lista es impresionante: miembros del gobierno, diplomáticos, jefes de industria, barones de la prensa. De manera que tendrá delante de usted un verdadero espectro de religiones, nacionalidades y también de moralidades.
Hennessy añadió una irónica postdata:
—Quiera el Espíritu Santo otorgarle el don de las lenguas.
—Solíamos hablar de eso con Mendelius —Jean Marie cogió al vuelo la broma y la embelleció— y a él le gustaba afirmar que ése era probablemente el menos útil de todos los dones del Espíritu. Porque si un hombre es un mentecato en una lengua, nunca se conseguirá que sea cuerdo en veinte… Esto provocó la hilaridad general. Waldo Pearson sacó champagne y todos bebieron a la salud de las "Últimas cartas desde un pequeño planeta" y a la de un ex-papa que estaba a punto de ser lanzado a los leones del Carlton Club.
Jean Marie Barette asió los bordes de su pupitre de orador y observó a su auditorio reunido en el comedor principal del Carlton Club. Sólo había alcanzado a conocer a unos pocos entre ellos, los privilegiados a quienes Waldo Pearson había invitado a una copa de cherry en el salón del comité. Descubrió que Waldo gobernaba esta fortaleza conservadora con mano de hierro, y no estaba dispuesto a permitir que su huésped más exótico fuera maltratado o recibiera ningún tipo de imposición durante los ociosos preámbulos de las bebidas que preceden a las cenas. Se había declarado encantado con la elección del traje hecha por Jean Marie: chaqueta negra abotonada hasta el cuello con un levísimo ribete blanco en torno a éste —su alzacuello romano— y una sencilla cruz pectoral de plata. La vestimenta calzaba perfectamente con las palabras que iniciaron su charla.
"…Me encuentro aquí delante de ustedes en calidad de persona privada. Soy un clérigo ordenado para ser ministro de la palabra en la Iglesia Católica Romana. Carezco de misión canónica, de manera que lo que diga en esta reunión representa solamente mi opinión personal y no puede ser atribuido a ningún tipo de enseñanza oficial de la Iglesia ni tampoco a ninguna declaración del Vaticano"
.
Una sonrisa y un simpático gesto galo acompañaron estas palabras, como restándoles importancia.
"No creo necesario insistir sobre este punto. Todos ustedes son hombres políticos, y, ¿cómo lo dicen en inglés?, un movimiento de ojos y un movimiento de cabeza dicen lo mismo a una mula ciega".
Las pequeñas risas que acogieron estas palabras llegaron hasta él en cálidas ondas tentadoras. Si él fuera lo suficientemente tonto como para confiar en este auditorio, mañana todo el mundo habría dejado de prestarle atención. Por eso sus siguientes frases destruyeron toda forma de complacencia en que el público pudiera haberse sumido. "Porque soy hombre he tenido la experiencia del miedo, del amor y de la muerte. Porque he sido, como ustedes un hombre político, comprendo los usos del poder y también sus limitaciones. Porque soy un ministro de la Palabra, sé que lo que estoy lanzando a la plaza del mercado es sólo una locura y que por ello corro el riesgo de ser lapidado… Y ustedes también, amigos, están lanzando locuras —monstruosas insanias en realidad— capaces de acarrear la destrucción de todos nosotros".
Un silencio de muerte reinaba en la habitación. En este preciso minuto había conseguido hipnotizarlos. Porque ellos eran duchos en las artes del foro y ahora sabían que este hombre era un maestro en esas artes; pero si su pensamiento no estaba a la altura de su talento de orador, entonces ellos estarían dispuestos a destruirlo como a un ladronzuelo. Jean Marie prosiguió enlazando su argumento.
"La locura o la tontería de ustedes ha consistido en prometer el advenimiento de una posible perfección en los asuntos humanos: una distribución equitativa de los recursos, un acceso equivalente a todas las rutas marítimas, aéreas y terrestres estratégicas, en suma un mundo en el cual todos los problemas son susceptibles de ser resueltos ya sea por un mercader honesto, por un jefe inspirado, por el poder de un partido. Esas promesas han constituido para ustedes un elemento indispensable en su camino de acceso al poder. Han preferido ignorar que estaban jugando con dinamita.
"Porque con eso, han dado pie a vanas esperanzas y han provocado expectaciones que son incapaces de colmar. Entonces, cuando ven que el frustrado pueblo se vuelve contra ustedes, en seguida echan mano de la nueva solución: ¡una guerra de limpieza! Y ahora, súbitamente, han dejado de ser dispensadores de dones y se han transformado en jenízaros cuya única tarea es la de imponer los edictos del sultán. Si el pueblo se muestra reacio a obedecer las órdenes, entonces ustedes tomarán las medidas para que esas órdenes sean obedecidas. Y comenzarán a podar al pueblo, miembro por miembro, como Procusto, hasta hacerlo calzar debidamente, mediante las violencias de la tortura, en el lecho destinado para él. Pero el pueblo nunca llegará a adaptarse a las exigencias de ustedes. La edad de oro prometida por ustedes no llegará jamás.
"Ustedes lo saben. Y en un acto de terrible desesperación se han resignado a ello, incluso han calculado el costo: tantos millones en Nueva York, en Moscú, en Tokio, en China, en Europa. Y han preferido cerrar los ojos a la perspectiva del desierto que vendrá a continuación, a esto que llevará el nombre de paz, porque, ¿quién quedará vivo para preocuparse por ello? Dejemos que los bandidos tranquilicen al populacho, dejemos que los heridos mueran. Sobrevendrá una nueva Edad Oscura, una nueva Muerte Negra. En algún distante futuro habrá, tal vez, un Renacimiento; pero ¿a quién le importa? Sabemos que esas maravillas están más allá de nuestra posibilidad de contemplarlas algún día.
"¿Creen que exagero? Saben que no. Si no se levanta el embargo de granos, la Unión Soviética en este invierno que se aproxima llegará al borde de la hambruna general y, en el primer deshielo, sus ejércitos se levantarán y marcharán contra todos sus adversarios del exterior. Y aun si no lo hacen, cualquier movimiento de cualquier potencia hacia los campos petrolíferos del Oriente Medio o del Lejano Oriente precipitará Igualmente un conflicto global. Algunos conocen el orden, las prioridades de la batalla, que yo ignoro… Esto que digo no es un ruego. Porque si su propio sentido común, el clamor de sus propios corazones cuando miran a sus hijos o a sus nietos no los impulsa a moverse en el recto sentido para evitar el holocausto, entonces sólo resta decir "Amén". Dejemos que las cosas sean. Ruat coelum, dejemos que el cielo se derrumbe.
"Hasta ahora he tratado solamente de definir la locura de ustedes que consiste en creer que el hombre es capaz, por sí mismo, de construir un perfecto habitat y que cada vez que falla puede destruir lo que ha hecho como se destruye un castillo de arena, y comenzar de nuevo… Pero ocurre que en fin de cuentas, el impulso constructivo es arrollado por el destructor. Y mientras tanto, sin cesar, la marea continúa avanzando insensiblemente, ganando terreno, erosionando el pequeño saliente de playa en el cual estamos jugando…"
Hasta aquí no alcanzaba a darse cuenta de la reacción de su auditorio, ignoraba si aprobaban o desaprobaban. Todo lo que sabía era que reinaba el mismo profundo silencio y que sus oídos —si no sus corazones— permanecían abiertos a él. Continuó, más tranquila y persuasivamente.
"Ahora permítanme contarles sobre mi propia locura, que es el reverso de la de ustedes, pero que de alguna manera forma parte de ella. Cuando fui elegido papa me sentí a la vez penetrado de humildad y pleno de gozo. Creí que me había transformado en depositario de un gran poder, el poder de cambiar las vidas de los fieles, de reformar a la Iglesia, incluso tal vez de servir de mediador en las diferencias entre las naciones, de manera de ayudar a preservar la precaria paz de que disfrutamos. Todos ustedes conocen esa sensación porque la han experimentado cuando fueron elegidos por primera vez para algún cargo público, cuando recibieron su primera Embajada, su primer nombramiento de ministro, o cuando compraron su primer diario o su primera cadena de televisión. Es un momento que se le sube a uno a la cabeza, ¿no es así? Y los dolores de cabeza están todos escondidos en el futuro".
Hubo una pequeña risa de asentimiento. Estaban contentos y agradecidos por este pequeño entreacto. El hombre era algo más que un retórico. Poseía la salvadora gracia del humor.
"Naturalmente en todo esto hay un error, una trampa en la cual todos caemos. Porque lo que tenemos no es precisamente el poder, sino la autoridad, lo que viene siendo harina de otro costal. El poder implica que tenemos la capacidad y la posibilidad de realizar lo que planeamos. La autoridad en cambio significa que podemos mandar que se haga lo que hemos planeado. Damos nuestro ¡fiat! ¡que la cosa sea hecha! Pero el tiempo que la orden toma para filtrarse hasta el campesino en el arrozal, el minero en la galería subterránea del carbón, el sacerdote obrero que trabaja en la favela le permite ir perdiendo por el camino gran parte de su fuerza y también de su sentido. Hemos definido nuestros dogmas y nuestras reglas morales y les hemos levantado templos que constituyen el cimiento mismo de nuestra ortodoxia, y ya se trate de papas, ayatollahs o ideólogos de partido, nadie se atreve a tocarlas; pero la relevancia que esta ortodoxia suele tener para el hombre que se halla en el extremo del dolor o de la angustia, es mínima. ¿Qué teología puedo enseñarle a una niña que está muriendo por la septicemia provocada por un aborto? Lo único que puedo darle es compasión, consuelo y absolución. ¿Qué puedo decirle al muchacho revolucionario de El Salvador cuya familia ha sido fusilada por los soldados en la plaza de la aldea? No puedo ofrecerle otra cosa que amor, misericordia y la no probada definición de la existencia de un Creador capaz de darle sentido a esta locura y capaz de transformar este dolor en alegría eterna… De manera que, como ven, mi locura consistió en creer que era posible para mí ejercer a la vez la autoridad que había aceptado y la misericordia que mi corazón me exigía. Lo que, por supuesto, era clara y definitivamente imposible, tan imposible como sería, para un ministro de relaciones exteriores denunciar las obscenidades de un dictador que provee a su país de las materias primas que necesita.
"Es en este contexto donde deseo explicar mi abdicación, que, por dolorosa que en el momento fuera para mí, ha dejado de ser motivo de lamentación o de duelo. En el curso de una experiencia que vino a mí inesperada y espontáneamente, recibí una revelación de los Últimos Días. Y con ella la orden de anunciar que el fin del mundo era inminente. Personalmente estuve y estoy absolutamente convencido de la autenticidad de esta experiencia pero no he tenido ni tengo los medios para probarlo. De manera que mis hermanos los obispos resolvieron que yo no podía continuar legítimamente, desempeñando el cargo de pontífice y al mismo tiempo asumiendo el rol de profeta y proclamando una no autentificada revelación privada. Nada digo sobre los medios de que se valieron para obtener mi abdicación, porque éstos, sólo constituirán a lo más, notas marginales en una historia que tal vez nunca llegue a escribirse.
"Sin embargo, ahora deseo dejar constancia de esto: que me siento dichoso de carecer de autoridad, dichoso de no tener que defender fórmulas o definiciones, porque la autoridad es tan limitada y las fórmulas tan estrechas que sin duda se revelarán incapaces de contener y de sostener ayudándola, la agonía de la humanidad en los Últimos Días o la magnitud de la Parusía, la prometida Segunda Venida.
"Es posible que entre ustedes exista alguien que, como yo, haya llegado a tener plena conciencia de las limitaciones del poder y de la locura de los asesinatos en masa. Es para los que así piensan y sienten que yo…"