—A partir de ahora usted es la única persona que podrá quitarle de la cabeza la idea de la muerte. Los demás no estarán a su lado. Téngalo muy presente: está solo en esto.
Y aún se pone más serio cuando añade:
—Vivir con un suicida no es fácil.
Y cuando repite:
—Nada fácil.
Y cuando se reafirma:
—En absoluto fácil.
Y justo en este momento se escucha un batacazo al otro lado de la puerta, seguido de un insulto y de un griterío cada vez más intenso. Resulta evidente que algo ocurre ahí fuera, pero el psiquiatra, empeñado en aparentar que controla la situación, no se inmuta. Al menos hasta que, percatándose de mi turbación, me aclara que el personal de su centro está acostumbrado a bregar con los ataques de histeria de los pacientes. Como cabe suponer, su explicación no me tranquiliza lo más mínimo. Porque un hombre como yo, que pasa los días analizando insectos y las noches tragando televisión, no soporta tantas emociones en un espacio de tiempo tan breve. Hoy he visto a mi esposa moribunda en el interior de un armario, me he enfrentado a la bruja de mi vecina, he soportado las bromas de los técnicos sanitarios, he rememorado mis traumas infantiles, he descubierto que los chalados pasan inadvertidos entre nosotros, me ha caído una sentencia de diez años de tensión y, para colmo de males, ahora me encuentro en un despacho tras cuya puerta forcejean los mismos tarados que hace un rato se comportaban con serenidad. Cómo diablos voy a estar tranquilo. Aunque intente fingir aplomo por temor a que el médico analice mi lenguaje gestual, no logro evitar que los nervios se crispen bajo mi piel y que el sudor resbale a borbotones por mi frente. Hasta que de pronto, cuando ya me imagino a mí mismo agarrando las solapas del psiquiatra para rogarle que intervenga antes de que esa panda de desquiciados eche la puerta abajo, el jaleo cesa. Hace un momento la sala de espera sonaba como si acaeciera una batalla campal, pero en un abrir y cerrar de ojos el estruendo se ha disipado y el médico, que continúa en la misma posición que adoptó antes del escándalo, prosigue con su perorata como si nada hubiera ocurrido:
—He ordenado el ingreso de su mujer por pura rutina. Siempre ponemos a los suicidas bajo observación durante veinticuatro horas, porque ese plazo de tiempo es el más peligroso. Tenemos que asegurarnos de que la paciente ha abandonado sus ideas autolesivas, ¿entiende?
No respondo.
—Ahora le aconsejo que se marche a casa y piense en lo que le he dicho —añade.
—Pero ¿puedo ver a mi esposa antes de irme?
—No.
El psiquiatra se muestra tajante en este punto y, para demostrar que no cederá ante mis demandas, regresa a su asiento tras el escritorio. Y realmente no cambia de opinión ni siquiera cuando le insisto por segunda, tercera y hasta cuarta vez. De hecho, mientras le pido que me permita charlar con mi mujer ni que sea durante medio minuto, el hombre desvía la mirada hacia uno de los cajones y, haciendo caso omiso a mis súplicas, rebusca ahí dentro los papeles que, según me aclara, deberé firmar a continuación. Pero no pienso ceder con tanta facilidad. Necesito dar las buenas noches a mi esposa porque llevo cinco años besándola antes de meterme en la cama y porque no creo que ninguno de los dos concilie el sueño si hoy, dejándonos vencer por las circunstancias, rompemos esta costumbre. Así que no me importa implorar en una quinta ocasión que, por lo que más quiera, me deje hablar con Elena, y tampoco me conformo cuando el psiquiatra, escudándose en la imposibilidad de contradecir la normativa del hospital, me explica que un gran número de pacientes responsabiliza a sus familiares de sus propias desgracias, por lo que el centro no considera conveniente que, durante las primeras veinticuatro horas, los ingresados mantengan ningún tipo de contacto con quienes precisamente les hacen pensar en la muerte. Debo reconocer que el argumento resulta incontestable, cuando menos si no fuera porque en este caso nadie me puede culpar de las acciones de mi mujer. O eso creo. Aunque, siendo sincero, ya no me atrevo a asegurar nada. Tal vez Elena me considera el causante directo de sus desdichas y yo ni siquiera me he enterado. Quién sabe. A estas alturas todo resulta confuso. Tan confuso que decido preguntar si mi esposa ha dicho algo negativo sobre mi persona y el médico, que no se sorprende ante mi temor, responde que eso pertenece al secreto profesional. Luego me escruta de un modo extraño, como si me retara a intuir qué ocultan esos botones que la profesión le ha puesto por ojos o como si saboreara el poder que su bata le otorga, y de nuevo echa la mirada sobre el cajón.
—Hoy es nuestro aniversario de bodas —comento como último recurso.
—Lo sé. He hablado con ella. Pero eso no cambia nada.
A continuación extrae la autorización para el ingreso de mi mujer y, antes de que yo muestre mi disconformidad, me aclara que si no la firmo llamará al juzgado para que otorguen la tutela de Elena Domingo al hospital.
—No crea que hacemos esto por gusto —dice—. Además de la causa que le he explicado antes, hay otros motivos por los que retenemos a los pacientes durante las veinticuatro horas siguientes al intento. Para empezar, existen suicidas que deciden abandonar el mundo abriendo la llave del gas a sabiendas de que el edificio volará por los aires cuando un vecino pulse el timbre. Hay mucha gente enfadada con la sociedad, ¿sabe?, y nosotros tenemos que proteger al vecindario de esos rencorosos. Pero hay otro motivo: el dinero, querido amigo, el cochino dinero. En este hospital estamos acostumbradísimos a limpiar el estómago de ancianos que fueron instados por sus herederos a tragarse más de una tableta de somníferos. Y nosotros también tenemos que proteger a esa gente. ¿Verdad que lo entiende, señor Garrido? ¿Verdad?
De nuevo, el silencio.
—Hasta que no hayamos hablado con su mujer tranquilamente y hasta que la policía no le haya tomado declaración, no le daremos el alta. Y no hay nada más que añadir a este respecto.
Después señala los papeles que ha depositado sobre la mesa y me recomienda que los firme sin rechistar. Pero sus argumentos no bastan para que yo renuncie a Elena, así que le miro a los ojos, respiro hondo y pido por última vez que haga una excepción. Y entonces parece dudar. Durante unos instantes el psiquiatra me escruta con interés, como extrañado ante mi empecinamiento, y por fin entreveo un rostro, un auténtico rostro, emergiendo de la bola de trapo que ostenta por cabeza. El empeño que he puesto en demostrarle que realmente necesito hablar con mi esposa ha ablandado su corazón y, por paradójico que esto sea, de pronto me entra un miedo atroz a enfrentarme a Elena. Creo que he asediado al médico porque eso se espera de todo buen marido, pero en verdad carezco de valor para encararme a quien ahora mismo, pese a nuestros cinco años de matrimonio, me parece una auténtica desconocida. El temor a sentarme junto a una mujer que tal vez me acuse de haber alimentado sus tristezas me recuerda al pánico que me entró cuando la vecina de mi infancia puso un pie sobre la barandilla y dejó transcurrir unos segundos antes de pronunciar aquello de hasta otra, Julito. A menudo pienso que se despidió de mí porque en lo más hondo de su espíritu deseaba que yo, cargado de inocencia a causa de mi edad y en consecuencia capaz de devolver a cualquier adulto la esperanza en un mundo mejor, dijera algo que la hiciera retroceder. Pero me callé. La situación resultaba tan extraña que me quedé mirándola sin abrir la boca. Luego ya fue demasiado tarde. Evidentemente, durante los siguientes años, además de generar la idea de que la gente habría de tirarse a las ruedas del autobús apenas intuyera mi presencia, también me convencí de que las palabras podían salvar vidas. Y en vez de ponerme a hablar por los descosidos, cosa que habría sido lo lógico en una circunstancia como aquélla, me convertí en un niño que vivía para sus adentros, y nunca para sus afueras. A la edad de ocho años quedé tan impresionado por las consecuencias de mi silencio que, siempre de un modo inconsciente, comprendí que mis labios jamás expulsarían un solo comentario de utilidad para los demás y, aunque el decurso del tiempo apaciguó esta creencia, todavía perdura en mi interior la idea de que mis cuerdas vocales se agarrotan ante determinadas situaciones. Por eso mismo, me aterroriza la posibilidad de no encontrar un discurso para soltar a mi esposa, motivo por el cual cruzo los dedos deseando que, en su calidad de psiquiatra, este hombre deduzca que no estoy preparado para hablar con Elena. Quiero que él represente su papel fingiendo no haberse dado cuenta de que en lo más hondo de mi espíritu no quiero enfrentarme a la paciente, y a cambio yo interpretaré el mío simulando que me indigna que no me permita hacerlo. Por desgracia, el médico no da muestras de estar dispuesto a seguirme el juego. Todo lo contrario. Parece reflexionar sobre la posibilidad de hacer una excepción en mi caso y ya siento un tembleque en las piernas cuando, al reparar en que el psiquiatra vuelve a pasar la mano por su boca acaso para cerrar nuevamente la cremallera que une sus labios, entiendo que este tipo jamás permitiría que un familiar visitara a uno de sus pacientes durante las primeras veinticuatro horas, pero que simula dudar porque se lo pasa en grande atormentando a cuantos se hacen los jabatos sin apenas haber reflexionado sobre lo que ocurriría si los dejaran a solas con unos enfermos que los culpan de todos sus males. Si este médico disfruta provocando estos sufrimientos, ahora mismo debe de gozar de lo lindo. Porque las estoy pasando canutas. Y todavía sudo la gota gorda cuando un celador de enormes proporciones irrumpe en el despacho, se coloca al lado del pelele y le susurra algo al oído, momento a partir del cual todo se acelera. De pronto el psiquiatra se impacienta, por lo que me planta un bolígrafo delante de las narices, me ordena que firme el documento y apoya las manos sobre el escritorio en una actitud obviamente intimidatoria. El alienista me mete prisa porque algo ha ocurrido con los chalados de la sala de espera, pero aún me quedan ánimos para fingir que no me gusta la prohibición de pasar siquiera cinco minutos junto a mi mujer, así que chasco la lengua en señal de disconformidad y me cruzo de brazos sin tocar el bolígrafo. Sin embargo, cuando el celador me coloca una mano sobre el hombro y me dice que firme el jodido papel de una puta vez, obedezco. Después, mientras ese mismo enfermero me empuja hacia la salida arreándome golpecitos en el omoplato, el psiquiatra me aclara que mañana por la noche, siempre y cuando el diagnóstico lo permita, una ambulancia llevará a mi esposa a casa. Y al cabo de unos segundos me encuentro en una sala de espera donde no queda ni un alma. El montón de pacientes que antes ocupaba este patio de butacas ha desaparecido, pero la recepcionista continúa tras el mostrador como si no ocurriera nada y únicamente reacciona cuando se da cuenta de que la miro boquiabierto. Sólo entonces me da las buenas noches, esboza una enorme sonrisa y coloca un dedo ante su boca indicándome que no haga preguntas inoportunas.
Desde la calle echo un vistazo a la puerta automática del pabellón de urgencias psiquiátricas. Mi esposa pasará la noche en un edificio que se traga a la gente, pienso, y enseguida me sobreviene el deseo de regresar sobre mis pasos para, cueste lo que cueste, sacarla de un lugar donde los médicos pierden el rostro y los pacientes, la tutela de sus familiares. La renuncia a la potestad sobre mi esposa me sabe a traición y el miedo a que la empastillen lo suficiente como para alterar su personalidad, acaso para anularla, me aterroriza. He visto demasiadas películas sobre sanatorios donde trepanan cráneos, fijan párpados o amarran muñecas, así que no me cuesta imaginar a Elena golpeando una puerta repleta de cerrojos, clamando mi nombre por los pasillos de esta suerte de manicomio o soportando los tocamientos de los chalados con quienes tal vez comparta habitación. Y estas fantasías promueven mis ganas de rescatarla hasta tal extremo que decido entrar de nuevo en el hospital. Entonces doy un paso al frente, lo cual acciona la apertura automática del vestíbulo, y la enfermera, al descubrirme plantado ante la puerta, me dice que no con la cabeza, acción que me hace retroceder inmediatamente. He dado marcha atrás porque alguien que no sabía lo que yo iba a hacer me ha ordenado que no lo hiciera, y ahora permanezco frente al edificio sintiéndome más estúpido que nunca. Y ya estoy devanándome la sesera con reflexiones sobre mi incapacidad para llevar a cabo las acciones que me propongo, cuando un bocinazo me devuelve a la realidad. Mi cuerpo bloquea el paso de una ambulancia cuyo conductor me hace señales para que me quite de en medio, amén de que puedo leer la palabra imbécil en sus labios, y de inmediato me echo a un lado para que la furgoneta se detenga a mi vera y un sanitario, uno distinto al que dio a Elena la bienvenida al paraíso de las segundas oportunidades, salte sobre el asfalto, tire de la camilla donde dormita un hombre, lance un grito, haga una señal, salude a un médico, informe sobre algo que no alcanzo a escuchar, entregue unos papeles y ceda el paso al enfermero que a continuación empuja la parihuela hasta el pabellón de urgencias psiquiátricas del hospital que yo acabo de abandonar. Apenas un instante después, el técnico se encara a la acompañante, imagino que esposa del recién ingresado, quien parece sentirse en la obligación de agradecer el esfuerzo realizado a unos sanitarios que probablemente salvaron a su marido de una muerte segura. Sin embargo, como la mujer no articula palabra, el técnico le palmea el hombro, señala el edificio y, por supuesto, le dice que sea buena y entre en la sala de espera. A los pocos segundos, la ambulancia desaparece tras la primera curva y yo, que durante todo este rato he observado la escena en silencio, me fijo en la señora, quien me devuelve una mirada aterrada, casi al borde del llanto, idéntica a la mía hace unas horas. Y, en vez de darle consuelo, me alejo rápidamente del lugar.
Quiero creer que en breves momentos, cuando abra la puerta de casa, despertaré de esta pesadilla, Elena asomará por el pasillo, y me preguntará cómo ha ido el día, y colgará mi abrigo en el armario, y me ordenará sentarme a la mesa, y conectará el televisor, y refunfuñará de camino a la cocina, y todo será como siempre. O como casi siempre. Porque esta noche, cuando menos se lo espere, si cabe mientras esté preparando la cena, me acercaré por detrás para susurrarle la vida sería horrible sin ti. Y ella, tras un instante de desconcierto, se sentirá feliz. Supongo que responderá con cualquier evasiva, incapaz como es de encajar una declaración de este calibre, pero en sus adentros se alegrará de saberme enamorado de ella, a estas alturas todavía enamorado hasta el tuétano de ella, y nunca más deseará la muerte. Quiero creer que dentro de un rato, cuando al fin cruce el umbral de nuestro apartamento, la vida nos concederá una segunda oportunidad, una que aprovecharé hasta el límite, por ejemplo proclamando a todas horas mi amor, estrechando a Elena entre mis brazos y recordándole que no está sola, que me tiene a mí, que aquí estoy yo, cariño, siempre a tu lado, siempre contigo, siempre necesitándote. Quiero creer que en este instante, cuando al fin entro en casa, las agujas del reloj retroceden unas cuantas horas, eliminando la incursión de mi esposa en el psiquiátrico, en la ambulancia y también en el armario, y permitiéndonos corregir los errores cometidos durante nuestros años de matrimonio. Todo esto quiero creer. Pero nada de eso sucede. Porque no hay nadie en el pasillo. Nadie, salvo el silencio y unos guantes de látex abandonados por los sanitarios en el cruce de pasillos. Entonces, como ya no quiero creer ninguna cosa más, me dirijo al cuarto de baño resuelto a relajarme bajo la ducha y, mientras me desvisto frente al espejo, un espejo cientos de veces compartido con mi esposa, observo los estragos de la edad sobre mi cuerpo. Donde hubo un joven fuerte, sólo resta un hombre sin atractivos. Carne sin musculatura, canas tras las orejas, pectorales como pechos en flor. Llevo años sintiéndome fofo, casi esponjoso, en resumidas cuentas desagradable. Es más, desde hace algún tiempo me avergüenza quedarme en cueros delante de mi esposa, de modo que cuando hacemos el amor, hoy en día en contadas ocasiones, siempre apago la luz. Hace años me gustaba ver con claridad cómo entornaba los ojos cuando me clavaba entre sus piernas, pero en la actualidad prefiero unirme a su sombra para esquivar la decepción manifiesta en su mirada apenas la he penetrado. Además, cuando al fin eyaculo sobre el colchón, nunca entre sus muslos, Elena abandona la cama, entra en el lavabo y, las piernas ligeramente arqueadas, se limpia la vagina con papel higiénico. En los comienzos, cuando no éramos una pareja avergonzada de nuestro físico, jugábamos a adivinar figuras en los manchurrones de semen que yo derramaba sobre su vientre, pero a partir de cierto momento, no recuerdo exactamente desde cuándo, nuestro clímax de amor empezó a concluir con Elena despatarrada sobre el váter, pasándose un kleenex bajo el vientre, cerrando la puerta cuando me descubría espiándola. Mi esposa también aborrece su propia anatomía. Aunque el devenir de los años no la ha deformado en exceso, acaso lo justo en una mujer de mi edad, percibe su cuerpo como un estorbo, motivo por el cual, cuando entra en el lavabo, y no sólo después de hacer el amor, sino en cualquier otra circunstancia, afianza la puerta. Antes de quedarse sin trabajo, compartíamos el cuarto de baño porque no podíamos perder un segundo con pudores absurdos y sólo nos respetábamos la intimidad cuando uno de los dos empleaba el retrete. Pero después, cuando su depresión se hubo instalado en nuestro matrimonio, ella echó el cerrojo y nunca más nos dimos empujoncitos mientras nos cepillábamos los dientes. Cuando advertí que mi esposa había adquirido la costumbre de encerrarse ahí dentro, no dije nada. Fingí no reparar en algo tan obvio como aquello y apenas un mes después, quizá un poco más, nuestro matrimonio se había llenado de candados. Fue en aquel tiempo cuando empezamos a simular no darnos cuenta de cosas en verdad evidentes, como los silencios durante las cenas o sus refugios en casa de la vecina, y también debió de ser en aquel entonces cuando plantamos la semilla del accidente, el maldito accidente, acaecido esta noche.