—Prepárate, porque, te guste o no, vamos a hablar sobre tu intento de suicidio.
Tras esta exigencia dejada caer hace unos segundos, mi esposa se queda pasmada, probablemente sin atisbar de dónde he sacado la entereza para alzarle la voz, y cuando entreabre los labios para responder, quizá para responder algo sumamente importante, algo así como el motivo por el que trató de quitarse la vida, la causa por la que pretendió abandonarme de la peor de las formas posibles, de una forma tan horrible como pueda ser entrando en un armario con una sobredosis de barbitúricos en el estómago, suena mi teléfono móvil, en cuya pantalla parpadea el nombre de mi auxiliar de laboratorio. Y el corazón me da un vuelco. Mi ayudante sólo llama cuando hay una noticia de importancia capital, así que miro a Elena tratando de transmitirle mi inquietud, igual pidiéndole una tregua de cinco minutos, y me engancho al auricular para escuchar una voz, la de Nuria, gritando ¡lo hemos encontrado, Julio, lo hemos encontrado! Ni que decir tiene que no requiero de más explicaciones para comprender que se refiere al mosquito tigre, al anhelado díptero conocido científicamente como
Aedes albopictus
, un insecto al cual me he dedicado en cuerpo y alma, aunque tal vez más en alma que en cuerpo, durante los últimos dos años de mi existencia. Mi colaboradora proclama a grito pelado su alegría, ¡lo tenemos, Julio, te juro que esta vez lo tenemos!, pero yo permanezco rígido como una estatua, la mirada clavada en el techo y el puño cerrado en torno al móvil, agradeciendo al cielo el haberme recompensado de una puñetera vez por el sufrimiento padecido no sólo durante los tres últimos días, sino durante toda una vida de traumas y soledades. Observo la lámpara del pasillo como si esa luz simbolizara la pupila de Dios o, por qué no, como si esa misma bombilla ocultara la sonrisa de mi vecina, me refiero a la saltimbanqui de mi infancia, regresada para la ocasión desde las entrañas del infierno, lógicamente un infierno dantesco donde las almas de los suicidas pasan la eternidad retorciéndose dentro de los árboles plantados en el denominado
bosque de los suicidas
, para hacerme entrega de la buena nueva anunciada por mi ayudante. En estos instantes recuerdo perfectamente que a la edad de nueve años, después de presenciar la precipitación de aquella mujer y tras permanecer cuatro días llorando en mi dormitorio, del que por cierto me sacó mi madre a empujones porque quería que me reincorporara a la rutina lo antes posible, a aquella edad, digo, me convencí de que el espíritu de la difunta, por paradójico que esto fuera, había pasado a ser mi ángel de la guarda. No sé cómo terminé transformando a la causante de todos mis males en la responsable de mis posteriores bienes, pero el caso es que, cuatro días después de presenciar su caída, mi cerebro edulcoró la realidad figurándose el alma de la vecina arrepintiéndose de las nefastas consecuencias que una acción como la suya habría de tener en una mente preadolescente como la mía, y esa misma noche soñé que la difunta, mejor dicho el espíritu de la difunta, entraba a hurtadillas en mi habitación, se sentaba a los pies de mi cama y juraba resarcirme, en un futuro tal vez lejano, de semejante jugarreta. Como es natural, el paso de los años diluyó ese recuerdo entre los claroscuros de mi memoria, o al menos así lo creía yo hasta este preciso momento, cuando las reminiscencias sobre el ángel custodio retornan a mi cabeza y me descubro a mí mismo dejándome cegar por la bombilla del corredor mientras agradezco su intervención en la posible captura del primer mosquito tigre de este país. Y todavía dirijo mis pensamientos tejas arriba cuando entreoigo la voz de Nuria contándome que ayer por la tarde el director de un ambulatorio contactó con la universidad para informar sobre cierto incremento de consultas por unas picaduras poco habituales en su localidad. El médico se dirigió a nosotros porque las erupciones detectadas en sus pacientes abultaban demasiado como para provenir de una especie autóctona, amén de que los afectados habían sido atacados durante el día y en varias zonas del cuerpo, circunstancias harto extrañas en el comportamiento de los dípteros nacionales. De cualquier modo, cuando al fin retorno a la realidad y aparto la mirada de la lámpara, insto a mi ayudante a no lanzar las campanas al vuelo antes de tiempo, puesto que existen muchos insectos capaces de producir síntomas similares a los del mosquito tigre, y entonces Nuria, de seguro ofendida por mi desconfianza, me replica que me ha mandado por correo electrónico fotografías de las erupciones detectadas en dicho ambulatorio. Mientras continuamos hablando entro en mi email para descargar tales imágenes, ratificando al instante que la becaria no se ha precipitado, que las hinchazones en estos brazos son idénticas a las de los manuales de entomología donde se muestran las reacciones cutáneas tras un ataque del
Aedes albopictus
, y que nos encontramos a un peldaño, de una vez por todas, de nuestra consagración profesional. Y es ahora cuando grito ¡lo hemos pillado, Nuria, hemos pillado al bicho de los cojones!
Existe una gran variedad de insectos viajando de un país a otro gracias al constante flujo de mercancías entre distintos puntos del planeta, pero sin duda ha sido el mosquito tigre el que mejor provecho ha sacado de semejante comercio. Durante las dos últimas décadas este díptero asiático ha colonizado tantas naciones que se ha convertido en el santo de las dos pistolas para multitud de gobiernos, los cuales invierten toda suerte de recursos para controlar la plaga y se muerden los puños por no haber anticipado unos programas de prevención que les hubieran permitido actuar apenas se hubiese localizado el primer ejemplar y no cuando la colonia ya rozara el cénit de su expansión. Afortunadamente, algunos estados han aprendido de los errores cometidos por otros y al presente desembolsan cuanto haga falta para localizar un espécimen que demuestre el inicio de la colonización, momento a partir del cual se puede activar un sistema de contención de plagas mucho más barato, amén de efectivo, que cualquier programa de extinción iniciado de manera tardía. Cuando presenté mi tesina sobre el consabido díptero, del que por cierto quedé prendado durante el transcurso de una clase dedicada a las especies invasoras, no se me ocurrió que el Ministerio de Sanidad, en coalición con el de Medio Ambiente, estuviera dispuesto a subvencionar un programa para la detección de dicha especie, pero mi esposa me incitó a complementar mi trabajo recomendando a las autoridades pertinentes la creación de un departamento encargado de prevenir la expansión de un insecto capaz de procrear en millones de lugares y de transmitir, al menos en las geografías calurosas, la malaria. A las pocas semanas, el decano de la facultad me convocaba en su despacho para preguntarme si yo estaría dispuesto a gestionar los recursos aprobados por el Consejo de Universidades para buscar indicios que demostraran la aparición de ese insecto en nuestro territorio. Queda claro que dije sí. Luego, cuando ya hubimos estrechado las manos, aquel mismo hombre me guiñó un ojo mientras, falseando un tono de confidencia, aseguraba que añadir lo del paludismo en la última página de mi tesina había sido un golpe de efecto extraordinario. Y parecía usted tonto, dijo. Pero el decano se pasaba de listo. Porque el auténtico motivo por el cual admitieron a trámite mi propuesta no fue el temor a la propagación de dicha enfermedad, sino el miedo a tener que soltar más dinero si no se actuaba a tiempo. Estoy seguro de que el presupuesto para llevar a cabo mi proyecto vino en realidad propiciado por un documento, adjunto a mi informe, donde se explicaba que el Ayuntamiento de Roma gastaba veinticinco millones de euros al año en la lucha contra una plaga que, además de incordiar a la población y de incrementar el gasto en sanidad, espantaba a los turistas, así como por una carta redactada por un biólogo italiano que aseguraba que semejante dispendio se habría reducido a una sexta parte si su gobierno hubiera creado un laboratorio destinado a la detección de la primera colonia de mosquitos tigre en el país, y también por otro informe elaborado por un economista de prestigio internacional que apuntaba la posibilidad de que, debido a la creciente importación de productos asiáticos en el mercado europeo, ciertas especies invasoras, entre las que por supuesto se encontraba el mosquito tigre, llegaran a convertirse en una auténtica carga para todos los miembros de la comunidad, cosa que influiría considerablemente en los gastos de los países menos preparados para dicha invasión. No hay duda de que el dato de la malaria debió de asustar a los funcionarios de la administración pública, pero no puede creerse que hizo lo mismo con los científicos encargados de aconsejar a dichos burócratas sobre la conveniencia de destinar fondos a mi propuesta, ya que cualquier entomólogo con dos dedos de frente sabe que, para transmitir una enfermedad, primero hace falta que exista dicha enfermedad. Y en este país no hay paludismo. Aun así, los ministerios de Sanidad y Medio Ambiente hicieron caso de mi advertencia sobre la necesidad de crear una red de información, por supuesto centralizada en mi persona, que advirtiera sobre la aparición de cualquier erupción cutánea distinta a las causadas por los insectos autóctonos, momento a partir del cual se desplegaría un sistema preventivo diseñado para la ocasión. Unos tres meses después, cuando ya casi no me acordaba de mi propuesta y cuando ya me había lanzado a la búsqueda de trabajo en alguna empresa privada, recibí los fondos para arrancar mi estudio, se puso a mi disposición un cuartucho en los sótanos de la facultad y se me adjudicó una becaria, Nuria, para ayudarme en mis labores.
La primera parte de un proyecto dedicado a la localización de una especie invasora como pueda ser el mosquito tigre consiste en telefonear a todos y cada uno de los hospitales, farmacias y ambulatorios existentes en el país, solicitando a los responsables pertinentes que contacten con el investigador tan pronto como sospechen de alguna erupción poco frecuente en la epidermis de sus pacientes. Por tanto, durante los cuatro meses iniciales me dediqué íntegramente a realizar montones de llamadas, procurando siempre conversar con las personas adecuadas, a quienes repetía la cantinela sobre mi trabajo hasta asegurarme de que comprendían la importancia del mismo. Casi nunca hubo objeciones a la hora de conseguir la colaboración de dichos individuos, pero en algunas ocasiones detecté cierta indiferencia ante mis palabras, como si se aburrieran escuchándolas o como si no alcanzaran a entender la trascendencia de las mismas, y no comprendí el motivo de ese pasotismo hasta que no visité la Consejería de Agricultura de una delegación provincial, donde hallé un tablón de anuncios con decenas de solicitudes en parte cercanas a la mía: búsqueda de un asentamiento de mariposas de los geranios, plan de envenenamiento masivo de hormigas argentinas, pautas de comportamiento ante la presencia de picudos rojos, cartografiado de colonias de polillas orientales y así un montón de investigaciones concernientes a otras especies igualmente invasoras, a las que había que sumar las peticiones de un colectivo de biólogos, tildados de chalados por el resto de la comunidad, empeñados en demostrar la existencia de insectos transgénicos supuestamente lanzados al mundo por multinacionales sin escrúpulos. El descubrimiento de que mi proyecto era una gota más en el inmenso pantano de las subvenciones concedidas por el Gobierno, así como la certidumbre de que mis cuatro meses de llamadas probablemente habían caído en saco roto y de que estaba dedicando mis esfuerzos a la localización de un insecto milimétrico en un territorio kilométrico, me desanimó, pero una vez más fue mi esposa quien, haciendo gala de aquella capacidad hoy perdida para insuflarme ánimos, me recordó que debía enorgullecerme de formar parte del colectivo de científicos con investigaciones de importancia nacional en su haber. Cinco minutos después de escuchar sus palabras, saqué nuevamente pecho, me encerré en la
habitación del bicho
y tracé las líneas generales de la segunda parte del proyecto, que no era otra que trasladarme a las ciudades portuarias a la búsqueda de cargueros donde pudiera haberse escondido alguna colonia de
Aedes albopictus
. Los estudios llevados a cabo en distintas universidades han demostrado que el mosquito tigre se desplaza de un continente a otro oculto en los contenedores de mercancías, estando bajo especial sospecha aquellos barcos que transportan cañas de bambú y neumáticos de segunda mano, ya que dichos objetos almacenan en su interior unas cantidades de agua idóneas para la puesta de huevos. Las larvas viajan en esos lugares sin que los controles aduaneros las detecten y, cuando dichas embarcaciones atracan en los puertos, los insectos salen al exterior haciendo inviable todo intento de impedir la colonización y sólo permitiendo a partir de entonces cierto control sobre la misma. A decir verdad, el mosquito tigre no desestabiliza el ecosistema invadido, incluso podría decirse que lo enriquece, pero sus picaduras resultan tan molestas que la población acude en tropel a los ambulatorios, disparando el presupuesto municipal para la sanidad pública y, en consecuencia, desesperando a los alcaldes. Eso sin olvidar que la prensa enseguida se hace eco de la capacidad del díptero para transmitir la malaria y el dengue. Naturalmente, cuando los kioscos, los telediarios y las radios anuncian la presencia de un insecto capaz de portar semejantes enfermedades, los gobiernos escupen cantidades ingentes de dinero. Y es ahí donde entramos los entomólogos como yo. Estoy convencido de que, cuando haga pública la localización de la primera colonia de mosquitos tigre en nuestro país, acudirán pelotones de periodistas a mi laboratorio, pero también estoy seguro de que, antes de permitirme conceder una sola entrevista, el decano me llamará a su despacho para recordarme que no me olvide de dar la sensación de que todo, absolutamente todo, incluyendo en ese todo lo que desconocemos, está bajo control. De lo contrario, no sólo cundiría el pánico entre los hipocondríacos del país, sino que, mucho más importante, nos retirarían la subvención.
Pero no hay nada controlado. Todo método científico depende en mayor o menor medida del caos, en compañía del azar, como demuestra el hecho de que hace menos de un año, durante la segunda fase de mi proyecto, yo mismo inspeccionara el puerto donde ahora aparece el mosquito tigre. Estuve allí y no sirvió de nada. Me desplacé hasta aquella población porque los del Departamento de Aduanas me informaron sobre el atraque de un carguero repleto de neumáticos chinos, y antes de que la embarcación doblara el horizonte, yo me fumaba un cigarrillo en el muelle. Recuerdo que, cuando advertí al capataz sobre mis intenciones de revisar la mercancía antes de su descargue, así como cuando esgrimí el documento acreditativo de mis poderes sobre aquellos contenedores, el hombre me repasó de pies a cabeza, lanzó un escupitajo al mar y, pasándose el antebrazo por la frente, me dio un margen de seis horas para realizar mi labor, plazo a partir del cual ordenaría a sus operarios el transporte de aquellas ruedas hasta la fábrica de recauchutado que las había comprado. Al principio me pareció tiempo suficiente como para hacer las inspecciones pertinentes, pero al descubrir que las tripas de aquella embarcación alojaban el mayor cargamento de neumáticos jamás visto por mis ojos, comprendí que necesitaría más de tres días para cumplir, ni que fuera someramente, con mi cometido. De hecho, mi ayudante y yo invertimos toda la mañana en revisar cinco de los treinta contenedores allí almacenados y, justo cuando el reloj marcó las tres en punto de la tarde, el capataz entró nuevamente en la bodega, me apuntó con su linterna y me ordenó largarme con viento fresco. Pero me negué. Esgrimí una vez más el legajo donde se me autorizaba a retener durante el tiempo que yo considerara necesario cualquier embarcación sospechosa de transportar especies invasoras, y luego aseguré que la obstrucción de mis funciones implicaría una sanción administrativa, si no penal, de no poca envergadura. No cabe decir que solté esta amenaza tratando de disimular el tembleque de mis piernas, un tembleque derivado de mi falta de costumbre respecto a situaciones de este calibre, y tampoco es necesario aclarar que mantuve estas cerniduras hasta que el capataz lanzó un nuevo escupitajo, en esta ocasión contra un contenedor, recomendándome con toda sinceridad que, por mi propio bien, no le tocara los huevos. Tardé en reaccionar. La situación resultaba demasiado violenta para un individuo como yo, esto es, para un individuo poco avezado en los enfrentamientos, por lo que ya me disponía a obedecer a mi contrincante cuando se me ocurrió, casi de casualidad, mencionar la palabra malaria, instante en que el marinero contrajo el rostro. Un hombre de mundo como él debía de comprender las implicaciones de esa enfermedad porque sin duda había presenciado, en algún punto del pasado, los lamentos de cualquier compañero de viaje, incluso puede que los suyos propios, afectado de paludismo, así que retrocedió unos pasos, miró a su alrededor como quien busca fantasmas y, tras arrearse una colleja a sí mismo probablemente convencido de que había notado un insecto rondando su cuello, avanzó de nuevo hasta donde yo me encontraba. Entonces se arremangó la camisa, mostró unos brazos que parecían martillos y, cuando ya creía que iba a partirme la cara, me rogó que los inspeccionara a la búsqueda de picaduras. Un rato después, cuando le hube asegurado en más de cinco ocasiones que no presentaba ninguna erupción sospechosa, se alejó de la bodega advirtiéndome de que el dueño de la empresa importadora había telefoneado preguntando por el motivo de la tardanza en el descargue de la mercancía, cosa que indicaba que en breve se personaría en el muelle para dirigir él mismo la operación. Y a ése se la sudan los mosquitos, añadió. Así las cosas, mi ayudante y yo trabajamos de lo lindo durante las siguientes tres horas, un tiempo que sólo nos permitió inspeccionar cuatro contenedores, y al cabo de dicho plazo otro hombre, en esta ocasión vestido con americana y corbata, irrumpió en la bodega, avanzó hasta donde nos encontrábamos y se identificó como el director de la fábrica de recauchutado. Sólo tuve que fijarme en sus facciones para deducir que ese empresario no se achicaría con la misma facilidad que el capataz. Aquel perro viejo era perfectamente consciente de que si localizábamos una cría de
Aedes albopictus
en su bodega, embargaríamos los contenedores durante semanas, y no estaba dispuesto a permitir semejante ruina para su negocio. Por eso no atendió a explicaciones. Se limitó a ordenarnos el inmediato abandono de su barco, completando sus palabras con una ojeada a los dos armadores, si no gorilas, situados a su espalda. Cuando un instante después interpuse entre nosotros la acreditación del Ministerio de Sanidad, mi adversario, siempre con la calma disfrazada de educación, se encendió un cigarro, leyó el membrete del legajo y, mostrando en su rostro lo que me pareció la mismísima sonrisa del diablo, dijo que ahora ya sabía dónde vivía. Luego señaló la puerta de salida. Y obedecí. Por supuesto que obedecí. En realidad, obedecí sin pensármelo dos veces. Apenas un año después, cuando todavía siento en mi interior la rabia de aquel entonces, una rabia más dirigida hacia mi cobardía que hacia aquel individuo, podría decirse que una rabia contenida parecida a la que me ha acompañado durante toda mi vida, el mosquito tigre ha sido localizado en las pedanías de ese mismo puerto, y me encoleriza pensar que yo, y solamente yo, y nadie más que yo, facilité la colonización de nuestro territorio nacional por mi lamentable falta de carácter.